Bocetos californianos

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Bocetos californianos Page 10

by Harte, Bret


  Espantose de pronto Jovita, y dio un salto que hubiera desmontado a un árabe.

  Agarrado a las riendas, estaba un hombre que había saltado desde la cuneta y al mismo tiempo se alzaban ante él y en el camino un caballo y otro jinete en la oscuridad.

  —¡Afloja tu bolsa, canalla!—dijo en voz de mando y con una blasfemia la segunda fantasma.

  Federico sintió a la yegua temblar debajo de sí y como si fuese a caer desplomada.

  Sabía lo que esto significaba, y se preparó.

  —Apártate, Simón, te conozco, maldito bandido; déjame pasar o verás...

  Dejó la frase sin terminar.

  La yegua levantó las patas al aire con un salto terrible, sacudiendo del bocado a la persona que la había agarrado y descargó su mortal malevolencia contra el obstáculo detentor.

  Una blasfemia rasgó los aires, sonó un pistoletazo, caballo y salteador rodaron por el suelo y un momento después Jovita estaba a cien metros de aquel funesto lugar.

  Pero el brazo derecho del jinete, destrozado por una bala, colgaba inerte a su lado. Sin disminuir la velocidad, cambió las riendas a su mano izquierda.

  Algunos momentos más tarde viose obligado a parar y a apretar la cincha, que, mal asegurada, podía estúpidamente lograr lo que no habían conseguido el peligro ni el ataque.

  Esta operación requirió unos minutos de suprema angustia.

  Sin embargo, no temía la persecución. Mirando al cielo, vio que las estrellas de oriente palidecían, y que las lejanas cumbres, perdida su espectral blancura, se destacaban ya con sombrías tintas sobre un cielo cada vez más argentino. El día se le venía encima.

  Haciendo un heroico esfuerzo y completamente absorto en una sola idea, olvidó el dolor de su herida, y montando de nuevo corrió hacia Rattlesnake-Creek.

  Pero el aliento de Jovita era ya entrecortado, Federico vacilaba en la silla y el cielo se aclaraba ya del todo.

  —¡Adelante! ¡Corre, Jovita! ¡oh, día, si pudiese detenerte con una mano!

  En los últimos pasos sentía ya un zumbido en sus oídos.

  El brazo del jinete desangraba más y más...

  Al atravesar el camino por bajo de la colina, estaba deslumbrado y desvanecido y no reconoció el terreno que pisaba.

  ¿Había tomado un mal camino o era aquello Rattlesnake-Creek?

  Federico iba por el recto camino.

  Pero el alborotado arroyo que algunas horas antes había vadeado, estaba desbordado, y las aguas invadían los campos vecinos, de modo que se interponía entonces como rápido e irresistible río entre él y Rattlesnake-Hill.

  Por primera vez en aquella noche, sintió Federico el corazón oprimido.

  Todo fluctuaba ante sus ojos, y el río, la montaña y la temprana aurora giraban a su alrededor con velocidad vertiginosa.

  Entonces los cerró, concentrándose en sí mismo para recobrar la conciencia que empezaba a vacilar.

  En aquel breve intervalo, por algún fantástico procedimiento mental, el cuartito de Bar Sansón y el grupo del padre e hijo dormidos, apareció a su vista.

  De repente abriéronse de nuevo sus ojos; tiró su levita, la pistola, las botas y la misma silla, ató fuertemente a sus espaldas el precioso lío; con las desnudas rodillas apretó los costados de Jovita, y tendido sobre el lomo del animal la azuzó hacia la corriente.

  Un grito se alzó desde la orilla opuesta, mientras que la cabeza de un hombre y de un caballo se mostraban por algunos momentos sobre la batalladora corriente, para ser arrastrados luego fuera del río, por entre descuajados árboles y viscosas masas de lodo.

  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

  El fuego se había extinguido en el hogar. La vela de la habitación interior espiraba, y en la puerta dieron un fuerte aldabonazo.

  El viejo despertó sobresaltado.

  Descorrió precipitadamente el cerrojo, pero dando un grito retrocedió ante la choreante y deshecha figura que vacilaba en el umbral.

  —¡Federico!

  —¡Silencio! ¿Despertó ya?

  —No; ¿pero... Federico?

  —¡Calla, animal! Tráeme un poco de aguardiente, vivo.

  Federico no se acordaba, por lo visto, de la escena de aquella misma noche, pues el viejo voló en su busca y volvió con... una botella vacía.

  Si sus fuerzas se lo hubieran permitido, Federico hubiera blasfemado.

  Titubeó, y agarrándose del tirador de la puerta, llamó con una señal al viejo mientras aseguraba el bulto de la espalda.

  —Hay algo aquí en ese lío para Juanito. Quítamelo. A mí me es imposible.

  Lleno de turbación, el viejo desató el lío y colocolo ante el pobre Federico que estaba desfalleciendo.

  —¡Abrelo, en seguida!

  Hízolo con dedos temblorosos.

  Contenía tan sólo unos pobres juguetes, bastante baratos y toscos, pero relucientes de pintura y oropel. Inútil es decir que todos llevaban impresas las huellas de la odisea que habían seguido.

  En efecto, uno de ellos estaba roto, otro estropeado por el agua irreparablemente, y sobre el último una mancha de sangre extendía su fatídico contorno.

  —No parece gran cosa, en verdad—balbuceó Federico tristemente.—Pero es lo mejor que hemos podido hacer. Recíbelos, viejo, y pónselos en sus zapatos, y dile... dile... dile, sabes... me rueda la cabeza.

  El viejo tomolo en sus brazos.

  —Dile—añadió Federico sonriendo débilmente,—dile que San Nicolás ha venido.

  Y de esta manera, manchado de lodo y sangre, casi desnudo, anonadado, andrajoso, con un brazo colgando inerte a su lado, San Nicolás llegó a Bar Sansón, y cayó desfallecido en el umbral de una mísera vivienda.

  El sol extendía ya por el firmamento sus dorados rayos; elevose dulcemente, y con inefable amor pintó de rosadas tintas los lejanos picachos.

  Y el albor de Navidad acarició tan tiernamente a Bar Sansón, que la montaña entera, como sorprendida en una acción generosa, se sonrojó hasta las nubes.

  LA SUERTE DE CAMPO RODRIGO

  * * *

  Agitábase en conmoción Campo Rodrigo. Cuestión de riñas no sería, pues en 1850 no era esta novedad bastante para reunir todo el campamento. No solamente quedaron desiertos los fosos, sino que hasta la especería de Tut contribuía también con sus jugadores, quienes, como todos sabían, continuaron reposadamente su partida el día en que Pedro el francés y Kanaka Joe se mataron a tiros por encima del mostrador, frente mismo de la puerta. Formando compactos grupos estaban los vecinos reunidos ante una tosca cabaña, hacia el lado exterior del campamento. Se cuchicheaba con verdadero interés, y a menudo se repetía el nombre de una mujer, nombre bastante familiar en el campamento: Genoveva Sal.

  Hablar de ella prolijamente sería contraproducente. Basta consignar que era una mujer grosera y desgraciadamente muy pecadora, pero al fin y al cabo la única mujer del campamento Rodrigo, que precisamente pasaba la crisis suprema en que su sexo requiere mayor suma de cuidados y atenciones.

  Viciosa, abandonada e incorregible, padecía, sin embargo, un martirio cruel aun cuando lo atienden y dulcifican las compasivas manos femeninas.

  En aquel aislamiento original y terrible, sin duda había caído sobre ella la maldición que atrajo Eva en castigo del primer pecado. Tal vez formaba parte de la expiación de sus faltas, que en el momento en que más falta le hacía la ternura intuitiva y los cuidados de su sexo, sólo se encontrara con las caras indiferentes de hombres egoístas. De todos modos, creo que algunos de los espectadores se encontraban afectados compadeciéndola sinceramente. Alejandro Tipton pensaba que aquello era muy duro «para Sal», y conmovido con tal reflexión, se hizo por el momento superior al hecho de tener escondidos en la manga un as y dos de triunfos.

  Hay que confesar que el caso no era para menos. No escaseaban en Campo Rodrigo los fallecimientos, pero un nacimiento no era cosa conocida. Varias personas habían sido expulsadas del campamento resuelta y terminantemente, y sin ninguna proba
bilidad de ulterior regreso; pero ésta era la primera vez que en él se introducía alguien ab initio. He aquí la causa de la sensación.

  —Oye, Edmundo—dijo un ciudadano prominente, conocido por León, dirigiéndose a uno de los curiosos.—Entra aquí y mira lo que puedas hacer, tú que tienes experiencia en estas cosas.

  Y a la verdad que la elección no podía ser más acertada. Edmundo en otros climas había sido la cabeza putativa de dos familias. Precisamente, a alguna informalidad legal en ese proceder, se debió que Campo Rodrigo, pueblo hospitalario, le contase en su seno. Todos aprobaron la elección y Edmundo fue bastante prudente para acomodarse a la voluntad de sus conciudadanos. La puerta se cerró tras del improvisado cirujano y comadrón, y todo Campo Rodrigo se sentó en los alrededores de la cabaña, fumó su pipa y aguardó el desenlace de la tragedia.

  La abigarrada asamblea contaba unos cien individuos; uno o dos de éstos eran verdaderos fugitivos de la justicia, otros eran criminales y todos del «qué se me da a mí». Exteriormente no dejaban traslucir el menor indicio sobre su vida y antecedentes. El más desalmado tenía una cara de Rafael, con profusión de cabellos rubios: Arturo, el jugador, tenía el aire melancólico y el ensimismamiento intelectual de un Hamlet: el hombre más sereno y valiente apenas medía cinco pies de estatura, con una voz atiplada y maneras afeminadas y tímidas. El término truhanés aplicado a ellos constituía más bien una distinción que una definición. Individualmente considerados, quizá faltaban a muchos los detalles menores, como dedos de la mano y pies, orejas, etc.; pero estas leves omisiones no le quitaban nada de su fuerza colectiva. El más hábil de entre ellos, no tenía más que tres dedos en la mano derecha; el más certero tirador era tuerto de solemnidad.

  Tal era el aspecto físico de los hombres dispersos en torno de la cabaña. Formaba el campamento de Campo Rodrigo un valle triangular entre dos montañas y un río, y era su única salida un escarpado sendero que escalaba la cima de un monte frente a la cabaña, camino iluminado entonces por los plateados rayos de Diana.

  La paciente podía haberlo visto desde el tosco lecho en que yacía. Podía verlo serpentear como una cinta de plata, hasta expirar en lo alto confundido con las nubes. Un fuego de ramas de pino carcomidas fomentaba la sociabilidad en la reunión. Lentamente, reapareció la alegría natural de Campo Rodrigo. Cambiáronse apuestas a discreción respecto al resultado: Tres contra cinco que Sal saldría con bien de la cosa; además, también apostose que viviría la criatura y se atravesaron apuestas aparte sobre el sexo y complexión del futuro huésped. En lo más recio de la animada controversia, oyose una exclamación de los que estaban más cercanos a la puerta, y todo el mundo aguzó los oídos. Dominando el rumor del aire entre los pinos que agitaba, el murmullo de la rápida corriente del río y el chisporroteo del fuego, oyose un grito agudo, quejumbroso, un grito al que no estaban avezados los habitantes del campamento de Campo Rodrigo. Las hojas cesaron de gemir, el río cesó en su murmullo y el fuego de chisporrotear: parecía como si la Naturaleza hubiese suspendido sus latidos.

  El campamento se levantó como un solo hombre. No sé quién propuso volar un barril de pólvora, pero prevalecieron más sanos consejos, y sólo se acordó el disparo de algunos revólvers en consideración al estado de la madre, la cual, sea debido a la tosca cirugía del campamento, sea por algún otro motivo, fenecía por momentos. No transcurrió una hora sin que, como ascendiendo por aquel escarpado camino que conducía a las estrellas, saliese para siempre de Campo Rodrigo, dejando su vergüenza y su pecado. No creo que tal noticia preocupara a nadie a no ser por la suerte del recién nacido.

  —Pero, ¿podrá vivir ahora?—preguntaron todos a Edmundo.

  Su contestación fue dudosa. El único ser del sexo de Genoveva Sal que quedaba en el campamento en condiciones de maternidad, era una borrica. Suscitose breve debate respecto a las cualidades de semejante nodriza, pero se sometió a la prueba, menos problemática que el antiguo tratamiento de Rómulo y Remo y al parecer tan satisfactoria.

  Disponiendo todos estos adminículos, se pasó todavía otra hora. Por último, se abrió la puerta y la ansiosa muchedumbre de hombres, que ya se había formado en cola, desfiló ordenadamente por el interior de la fúnebre cabaña. Inmediato del bajo lecho de tablas, sobre el cual se dibujaba fantásticamente perfilado el cadáver de la madre envuelto en la manta, había una tosca mesa cuadrada. Encima de esta había una caja de velas, y dentro, envuelto en franela de un encarnado chillón, yacía el recién llegado a Campo Rodrigo. Al lado mismo de la improvisada cuna, había colocado un sombrero; pronto se comprendió su destino.

  —Señores—dijo Edmundo con una extraña mezcla de autoridad y de complacencia ex oficio,—los señores tendrán la bondad de entrar por la puerta principal, dar la vuelta a la mesa y salir por la puerta posterior. Los que deseen contribuir con algo para el huérfano, encontrarán a mano un sombrero que se ha dispuesto para el caso.

  El primer visitante entró con la cabeza cubierta, pero al girar una mirada en torno suyo se descubrió, y así, inconscientemente, dio el ejemplo a los demás, pues en tal comunidad de gentes, las acciones buenas y malas tienen efecto contagioso. A medida que desfilaba la procesión, se dejaban oír los comentarios críticos, dirigidos más particularmente a Edmundo en su calidad de expositor y cirujano.

  —¿Y es eso?

  —El ejemplar es verdaderamente minúsculo.

  —¡Qué encarnado está!

  —¡Si no es más largo que un revólver!

  Pero lo verdaderamente característico fueron los donativos: una caja de rapé, de plata; un doblón; un revólver de marina, montado en plata; un lingote de oro; un hermoso pañuelo de señora primorosamente bordado (de parte de Arturo, el jugador), un prendedor de diamantes; una sortija también de diamantes (regalo sugerido por el precedente, con la observación del dador de que vio aquel alfiler y lo mejoró con dos diamantes); una honda; una biblia (dador incógnito); una espuela de oro; una cucharita de plata cuyas iniciales no eran precisamente las del generoso donante; un par de tijeras de cirujano; una lanceta; un billete de Banco de Inglaterra, de cinco libras, y como unos doscientos pesos sueltos, en oro y en monedas de todo cuño. Mientras duró la ceremonia, Edmundo mantuvo un silencio tan absoluto como el de la muerta que tenía a su izquierda y una gravedad tan indescifrable como la del recién nacido, que yacía encima de la mesa.

  Un ligero incidente rompió la monotonía de aquella extraña procesión.

  Al inclinarse León curiosamente sobre la caja de velas, la criatura se volvió, y en un movimiento de espasmo agarró el errante dedo del minero y por un momento lo retuvo con fuerza.

  León puso la estupefacta cara de un idiota, y algo parecido al rubor se esforzó en asomar a sus mejillas curtidas por el sol.

  —¡Maldito bribón!—dijo, retirando su dedo con mayor ternura y cuidado de los que se podrían sospechar de él.

  Y al salir, mantenía el dedo algo separado de los demás, examinándolo con extraña atención.

  Este examen provocó la misma original observación respecto del angelito.

  En efecto, parecía regocijarse al repetirlo.

  —¡Ha reñido con mi dedo!—dijo a Alejandro Tipton, mostrando este órgano privilegiado.

  —¡Maldito bribón!

  Habían dado las cuatro cuando el campamento se retiró a descansar. En la cabaña, donde alguien velaba, ardían unas luces; Edmundo no se acostó aquella noche ni León tampoco; éste bebió a discreción y relató gustosamente su aventura de un modo invariable, terminándola con la calificación característica del recién nacido; esto parecía ponerle a salvo de cualquier acusación injusta de sensibilidad, y León no era hombre de debilidades... Después que todos se hubieron acostado, llegose hasta el río, silbando con aire indiferente. Remontó después la cañada, y pasó por delante de la cabaña silbando aún con significativo descuido. Sentose junto a un enorme palo campeche y volvió sobre sus pasos y otra vez pasó por la cabaña. Al llegar allí, encendió pausadamente su pipa, y en un momento de franca resolución llamó a la puerta.

 
Edmundo la abrió.

  —¿Cómo va?—dijo León, mirando por encima de Edmundo, hacia la caja de velas.

  —Perfectamente—contestó Edmundo.

  —¿Ocurre algo?

  —Nada.

  Sucedió una pausa, una pausa embarazosa. Edmundo continuaba con la puerta abierta; León recurrió a su dedo, que mostró a Edmundo.

  —¡Se peleó con él el maldito bribón!—dijo, y partió en seguida.

  Al amanecer del día siguiente, tuvo Genoveva Sal la ruda sepultura que podía darle Campo Rodrigo; después, cuando su cuerpo hubo sido devuelto al seno del monte, celebrose una reunión formal en el campamento para discutir lo que debería hacerse con su hijo, recayendo el acuerdo unánime y entusiasta de adoptarlo. Pero a la vez se levantó un animado debate respecto de la posibilidad y manera de subvenir a los dispendios de su mantenimiento. Digno de consignarse es que los argumentos no participaron de ninguna de aquellas feroces personalidades a que conducían, por lo general, las discusiones en Campo Rodrigo. El excirujano propuso enviar la criatura a Red-Dog, a cuarenta millas de distancia, en donde se le podrían prodigar femeniles cuidados: pero la desgraciada proposición encontró en seguida la más unánime y feroz oposición. Indudablemente, no se quería tomar en cuenta plan alguno que encerrase la idea de separarse del recién venido.

  Más desconfiado, Tomás Rider observó que aquella gente de Red-Dog podía cambiarlo y endosarles otro, incredulidad respecto a la honradez de los vecinos campamentos que prevalecía en Campo Rodrigo tocante a todos los asuntos.

  La proposición de tomar una nodriza encontró también en la asamblea una oposición formidable. Díjose, en primer lugar, que no se alcanzaría de una mujer decente el que aceptara como hogar Campo Rodrigo, y añadió el orador que no hacía falta nadie de otra especie. Esta indirecta, poco caritativa para la difunta madre, por dura que pareciese, fue el primer síntoma de regeneración del campamento. Edmundo nada dijo; tal vez por motivos de delicadeza no quiso meterse en la elección de su posible sucesor, pero cuando le preguntaron, afirmó resueltamente que él y Jinny, la borrica antes aludida, podían componérselas para criar al pequeñuelo. Algo de original, independiente y heroico había en este plan, que gustó al campamento, por lo que se ratificó la confianza a Edmundo, enviándose a Sacramento por unos pañales.

 

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