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Avenida Hope - VERSIÓN BILINGÜE (Español-Inglés) (John Ray Mysteries) (Spanish Edition)

Page 7

by John Barlow


  Aparecen dos hombres trajeados al final del pasillo, saliendo de la habitación número doce y dirigiéndose hacia la cámara. El más joven sonríe, moviendo la cabeza divertido. El mayor es corpulento, con unas cejas negras pobladas que le sobresalen por encima de los ojos.

  –¿Los ucranianos?

  –Sí.

  Los hombres salen fuera de la visión de la cámara, para luego reaparecer en la imagen adyacente, cruzando la recepción y saliendo por la puerta giratoria. Pasa un minuto. Y más.

  Espera –dice Craig, observando la pantalla.

  Freddy sale de la misma habitación. Parece petrificado. La angustia le ha deformado tanto el rostro que apenas se le reconoce. Tras dudar, se desplaza lentamente por el pasillo, mostrando una abrumadora tristeza en los movimientos del cuerpo. Echa un vistazo detrás y luego sale lentamente del hotel.

  –Eso es todo. Fin de la cinta.

  El vídeo muestra la hora: las 23.48.

  –¿Y en ese momento Donna sigue en la habitación? –pregunta John.

  Craig asiente, los ojos clavados en la pantalla vacía.

  –¿Quieres ver lo que ocurre después?

  –¿Puedo?

  –Normalmente cambiamos la cinta cuando mi turno se acaba –dice Craig–. Ésta –señala el otro aparato, la que graba en esos momentos– la pusieron después.

  Detiene la cinta y la rebobina hasta el principio.

  Botón de inicio. La consabida división de la pantalla, las mismas imágenes.

  –Un momento –dice, confuso, dándole un golpe al botón de rebobinado, como si el aparato le hubiese desobedecido. La hora: las 00.06.

  Con un golpetazo, el aparato termina nuevamente el proceso de rebobinado.

  Craig, paralizado, observa el monitor.

  –¿Pasa algo? –pregunta John.

  –No. Mira.

  La cinta da comienzo, pero John no ve nada nuevo. Pasa un minuto y nadie aparece en la pantalla.

  –¿Todos los huéspedes se habían retirado a dormir?

  –¡Ajá!

  –¿Anoche no había muchos?

  –Sólo esos dos.

  –¿Los ucranianos?

  Craig asiente.

  –¿Y tú? ¿Dónde estabas?

  Ahora los ojos de Craig están clavados en la pantalla.

  –Cerré el bar, luego estuve aquí un rato antes de, antes de… Mira.

  Continúa la secuencia de imágenes, y todavía no hay rastro de vida en el hotel.

  –¿La conoces? –John le pregunta en voz baja.

  –¿A quién? ¿A Donna? Pues no muy bien. Bueno, un poco.

  –¿De apellido?

  –Macken. Donna Macken. La conozco, sí que la conozco, sí.

  Desde el inicio del vídeo, su expresión facial ha pasado a reflejar una mezcla de confusión e incredulidad.

  –¿Pasa algo?

  –Mike. El portero de noche, Mike Pearce. Tendría que estar haciendo la ronda. Tendría que estar en la cinta. Mike estuvo aquí. Yo lo vi.

  –¿A qué hora comienza a trabajar?

  –A media noche. Me substituye a mí.

  De repente se abre la puerta detrás de ellos. Aparece Fuller.

  –¿Qué está haciendo aquí?

  –Buscando a Freddy –dice John, que nota un ligero temblor en las manos de Fuller–. ¿Ya ha llamado a la policía?

  –Ya le dije lo que sé –dice Fuller, levantando la voz–. Ahora le ruego que se vaya.

  Un vago movimiento repentino les hace dirigir su atención a la pantalla. Un coche se detiene justo fuera del hotel, lo que consigue captar la cámara de recepción a través de las puertas de cristal.

  Bien. El Mondeo.

  Salen tres hombres, los ucranianos y Freddy. Entran en el hotel.

  –Mike hizo la ronda –dice Fuller–. Todo esto comenzó luego.

  En este momento Fuller entra en la habitación, que no es grande, y se queda quieto como un armario. John está apoyado contra la estantería de metal atornillada a la pared detrás de él.

  –Ya le he dicho al señor Ray lo que ocurrió, Craig –añade Fuller, inclinándose para tratar de pulsar el botón de parada de la cinta.

  –No, es… –dice Craig, con voz entrecortada mientras aparta la mano de Fuller–. Mira, es… Mira.

  No les queda más alternativa que ver a Fuller saliendo de su despacho. Llama a la puerta de la habitación número doce, y golpea luego con el puño, mientras grita a la puerta. Entonces se ve al más joven de los ucranianos acercándose por el pasillo. Echa a un lado a Fuller y derriba la puerta de una patada. Entran los dos.

  John nota la tensión en los cuerpos de sus dos acompañantes al contemplar la granulosa imagen en blanco y negro de la puerta que, aunque abierta, no les deja ver lo que ocurren en el interior.

  No ocurre nada. Siguen mirando en silencio. Entonces aparece ella. Morena, vestido corto negro y una voluminosa chaqueta de piel. Donna Macken, la muchacha del coche. Es incluso más bella que en la foto de la policía, a pesar de que un lado de su rostro muestra una ligera hinchazón. El ucraniano la sostiene por un lado y Fuller por el otro. Salen con dificultad de la habitación, tuercen a izquierda, dándole la espalada a la cámara, y luego nuevamente a la izquierda, hacia la puerta de incendios. Es entonces cuando la apoyan contra la pared. El ucraniano, que lleva una gran bolsa de viaje colgada del hombro, le habla a gritos, agitando un dedo junto a su nariz. Al no responderle, la abofetea con fuerza. Pierde los estribos y la golpea varias veces en la cara antes de agarrarla por el cuello de la chaqueta y propinarle un empujón que la envía fuera del campo de visión, hacia la puerta de salida.

  –No queríamos que saliese por la puerta de delante –dice Fuller, rompiendo el silencio cortante.

  –¿Dónde estaba Freddy cuando ocurría todo esto? –pregunta, mientras se le presenta, una y otra vez, en la mente, la escena brutal que acaban de contemplar y con ella la idea de que unas horas más tarde ella estaría muerta en el maletero de su coche.

  –Freddy había salido. No lo has visto. Aquí.

  Fuller se inclina hacia adelante para rebobinar la cinta. Justo cuando abren la puerta de una patada, Freddy abandona el hotel y se aleja en el Mondeo lentamente hasta perderse de vista.

  –Debía de tener el coche aparcado a un lado del edificio –dice Fuller.

  –Está muerta, ¿verdad? –dice Craig en voz baja.

  Fuller trata de no hacerle caso.

  –¿Pero qué es lo que estaba haciendo Freddy? –pregunta John.

  –Debe de haber recogido a Donna fuera.

  –No, lo que me pregunto es, ante todo, qué hacía Freddy con esos dos ucranianos. ¡Y además a media noche!

  Craig respira entrecortadamente. La pantalla vuelve a mostrar a Donna cuando la conducen fuera del hotel, la golpean y desaparece con el ucraniano, mientras Fuller permanece al final del pasillo, antes de volver a su despacho.

  –¿Vio cómo la recogía Freddy en el exterior? –John pregunta a Fuller, que responde negativamente con la cabeza

  –Ha visto tanto como yo.

  –¿Y tú? –pregunta a Craig.

  –Supongo que lo hizo. Yo me marché a casa. No llegué a ver nada.

  Aparece una mujer alta vestida con una bata de limpieza. Avanza hacia el interior de la habitación y toma una botella de lejía de una de las estanterías del fondo.

  John la reconoce de inmediato, y con ella lo agradable de su perfume, lo que le provoca una avalancha de emociones adolescentes que le golpean fuerte, como una patada en el vientre.

  –Hola, me llamo John –dice, como si se presentase.

  –Sandy –dice, observándolo con un aire de tristeza mientras él intenta contener la sorpresa.

  ¿Qué es lo que haces aquí? –quiere preguntarle. Ahora se ha hecho mayor, tiene casi sesenta años, pero sin duda se trata de ella. No ha cambiado mucho.

  A continuación ella se da la vuelta y se va. Por segunda vez aquel fuerte aroma floral le hace mella, transportándolo hacia un ensueño de tórrido deseo adolescente.

  Fuller tiene ahora apoyada
s las manos en el respaldo de la silla de Craig.

  –Y eso, desgraciadamente, es todo –dice en un tono cortante, eficiente–. Desde luego, no queríamos líos. La sacamos por la parte de atrás. Pero ahora, bueno, esto ya es un tema serio. ¿Está absolutamente seguro de que se trata de la chica que encontraron muerta?

  Pero John no responde. Está mirando el monitor fijamente.

  –¿Y ese tipo? –dice, señalando la pantalla. En el video hay un hombre sentado en la sala del hotel, el de las cejas pobladas–. ¿Qué hace a oscuras?

  –Bilyk –dice Craig con desagrado–. El otro ucraniano.

  John se inclina por encima del hombro de Craig, apartando suavemente a Fuller.

  –¿Puedo? –pregunta, pulsando el botón de avance rápido.

  Pasan rápidamente los segundos y los minutos. Bilyk no se mueve de su asiento. Media hora, una hora y sigue sentado allí, concentrado en su portátil, asegurándose de que está a la vista de una cámara de seguridad.

  –¿Qué ocurrió con el señor Bilyk? –pregunta John.

  –Tal y como le dije, sobre las tres de la mañana le ofrecí otra habitación. La suya estaba destrozada.

  –Usted me habló de los dos.

  Fuller suspira

  –Bueno, no sé dónde está el otro.

  –¿Y Bilyk salió esta mañana?

  –Creo que sí.

  –De acuerdo –dice John–. Muchas gracias por su ayuda.

  Como de mutuo acuerdo, tanto él como Fuller retoman la cordialidad de sus relaciones, y ambos se dirigen hacia la recepción.

  –¿Café? –dice Fuller, poniéndose tras la barra del bar.

  –No, gracias, tengo que irme. Este es un asunto horrible. Y todavía no sé dónde se encuentra Freddy. Pero gracias por su tiempo. Vaya… –golpea los bolsillos–. Las gafas. He debido dejarlas dentro…

  Sale un momento por la puerta doble y camina tan rápido como puede por el pasillo, directo a la habitación número doce.

  –¡Hola, Sandy! –dice sonriendo al entrar en la habitación.

  Ella lo ve mientras sostiene un teléfono en una mano y una esponja en la otra.

  –¡Hola, cielo! Hace un rato pensé que fingías no conocerme.

  –Yo pensé que era yo a quien no habías reconocido.

  –¿A ti? Pues no te habría reconocido si no fuese por la foto que aparece en el periódico de hoy. ¡Me costó mucho reconocerte!

  –¿Has visto el artículo?

  –¡Pues claro! Estoy segura de que tu padre estará orgulloso de ti. A todo esto, ¿cómo van las cosas, John?

  –No me puedo quejar.

  Sandy Greg regentaba un pub en Armley en la época en que él era un muchacho. Era el tipo de pub en el que podías comprar un perfume de fantasía o una chaqueta de piel a precios ridículos, un material que en gran parte conseguían Tony Ray y sus amigos. Era también el lugar en el que se había encaprichado por vez primera de una mujer.

  A ella se le desvanece la sonrisa.

  –Estás aquí por la chica, ¿no?

  –¿La conocías?

  –Sí, ha estado muchas veces por aquí. Anoche lo dejó todo hecho polvo. ¡Mira!

  El teléfono que sostiene tiene una rajadura a un lado.

  –¿No has visto a un tipo que se llama Freddy? Es a él a quien estoy buscando.

  –¿Un chico rubio? La seguía todo el tiempo como un perro en celo. Así que ha desaparecido, ¿no?

  –Algo así.

  –Pues no eres el único que lo está buscando.

  –¿Cómo es eso? ¿Tienen algo que ver estos ucranianos? –dice, pasando la vista por la habitación: dos camas hechas cuidadosamente y en el aire el fuerte olor a pino del producto de limpieza. Todavía andan por aquí, ¿no?

  –Me parece que uno de ellos se ha largado.

  Delante de las camas hay un escritorio clavado a la pared, cubierto de carpetas de anillas, y de montones de folletos y tarjetas de visita, y hay además un libro de pedidos de tapa dura. Decide llevarse unos cuantos folletos.

  –Bonito tinglado, ¿no crees? Utilizar un hotel como oficina –dice, abriendo uno de los folletos–. Tractores Galey. Has estado limpiando un montón de barro de la alfombra, ¿no?

  –¿Eh?

  –Granjeros, ya sabes.

  Ella no dice nada. Luego, tímidamente:

  –Cariño, yo de ti no fisgonearía más.

  –Sólo intento encontrar a Freddy, nada más.

  –No voy a insistir más.

  –¡Tendré mucho cuidado!

  –Hazme caso, John. No es asunto mío, pero…

  Él asiente, mientras hojea otros folletos de piezas de accesorios para tractores, que luego mete en el bolsillo.

  –Mike Pearce. ¿Qué es lo que sabes de él?

  –¿Mike? ¿No conoces a Mike?

  –¿Debería conocerlo?

  Ella parece avergonzada, como si lo hubiese ofendido.

  –Disculpa, cariño. Es la clase de tipo que tu padre podría haber conocido.

  –¿Tienes idea de dónde lo puedo encontrar?

  –Se va de copas al local de Lanny Bride en el centro. ¿Lo conoces? Está detrás del Gran Teatro de la Ópera.

  –¿El local de Lanny Bride? Yo no me muevo en ese ambiente, Sandy.

  Ella sonríe pacientemente, tal y como hacía cuando él tenía quince años e intentaba que le sirviese una copa en su pub.

  –Mejor así –responde.

  Alguien se acerca por el pasillo.

  –Mira, tengo que irme. ¿Todavía vives en Armley?

  –Tengo un apartamento en la calle Town.

  –Aquí tienes –dice, dándole una tarjeta de visita–. Llámame. Hasta otra.

  Fuera está Fuller.

  –No se preocupe –dice John, abriendo la puerta de un tirón–. Ya me voy.

  Fuller, mudo, contempla como tuerce a la izquierda y sale por la puerta de incendios.

  *

  Contesta después del segundo tono.

  –Agente Steele.

  –Soy John Ray. La muchacha se llama Donna Macken.

  –Ya lo sabemos.

  –También querrán venir a ver el Hotel Eurolodge en la avenida York.

  Hay una breve pausa.

  –¿Cómo es eso?

  –Porque aquí es donde estuvo anoche.

  Y cuelga el teléfono.

  Capítulo 11

  Conduce unos cien metros de distancia por un callejón, le da la vuelta al coche, y se pone a vigilar.

  Llegan de allí a unos minutos dos policías de uniforme en un coche patrulla. Se dan un rápido paseo alrededor del hotel y entran.

  Comprueba la hora. ¿A qué está esperando? No lo sabe con exactitud. Pero sea lo que sea lo que ocurrió anoche tuvo su origen en ese hotel, y Freddy estuvo aquí.

  Sea lo que sea lo que ocurrió… ¿Qué cojones es lo que ocurre siempre? Dinero, sexo, drogas. La Santísima Trinidad. Pero, ¿dónde encaja Freddy en todo esto? Si ha huido, ¿dónde está? Es que no tiene a nadie a quien recurrir. No es extraño que esté asustado.

  Te estuvo llamando toda la noche, John. Te tenía a ti. Pero tú no respondías.

  Se revuelve en el asiento. La Santísima Trinidad… Quizás por eso su padre le caía bien a la gente, porque con Tony Ray siempre trataban de negocios. Dinero contante y sonante de toda la vida. Sin drogas. Sin mujeres. Y sin recuento de víctimas. Joe cambió todo aquello.

  Tiene el Yorkshire Post en el asiento de al lado. Le echa un vistazo al artículo otra vez. Todo un personaje. La nostalgia por los delincuentes de la vieja escuela lo saca de quicio. Todo un personaje… la sal de la tierra… Tonterías. Un granuja siempre es un granuja.

  Llegan más coches. De uno de ellos salen Baron y el agente Steele, que se dirigen directamente hacia la puerta giratoria, rápidamente, con gran determinación. Media docena de hombres salen de otros coches, algunos con bolsas grandes. Enfilan las puertas giratorias y se meten dentro.

  Pasan quince minutos. A pesar de todo, sigue a la espera, observando el hotel, como si al quedarse allí durante un rato fuese a
mostrarle sus secretos. No entra nadie más. No sale nadie. ¿Y los huéspedes? Sólo tienen al ucraniano. Su compatriota desapareció al mismo tiempo que Freddy anoche, después de darle unas buenas bofetadas a Donna.

  Justo cuando está buscando el paquete de Malboro Lights, el detective Matthew Steele sale del hotel. Dirige la mirada hacia la carretera y levanta el brazo, señalando el Saab como lo haría un director de colegio capaz de reconocer a un pilluelo en un patio lleno de niños.

  John observa a aquel canijo arrogante durante un momento. Lleva un traje barato y gruñe.

  ¿Y si no le hago caso? A ver cuánto tiempo sigue ahí con el brazo levantado.

  No. Gira la llave, y busca el encendedor mientras se dirige en coche cuesta abajo despacio.

  –¿Qué hace aquí? –dice Steele, mientras el coche se detiene frente al hotel.

  –Estoy buscando a Freddy.

  –¿De veras? Ha estado fisgoneando por aquí, ¿verdad? Hablando con los testigos, entrometiéndose en las pruebas.

  –Lo último que me dijo su jefe es que encontrase a Freddy. Y aquí estoy, buscándolo.

  Luego, se le ocurre decir:

  –¿Y por qué están aquí? Ah, sí, porque yo les avisé.

  –No se enorgullezca. Nos ha ahorrado media hora de trabajo.

  Tiene los ojos fijos en la voluta de humo de color azul que sube en espiral desde el cigarrillo de John.

  –¿Quiere uno?

  –Su coche –dice Steele, sin hacerle caso–. No lo olvide. La encontramos en su coche. Yo de usted tendría mucho cuidado.

  Pero tú no eres yo, amiguito.

  John retira una inexistente hebra de tabaco de la punta de la lengua, la examina, y se la sacude de encima.

  –Curioso, no cree, el espacio de tiempo entre los dos vídeos de seguridad.

  Steele no muerde el anzuelo.

  –Me refiero –continúa– a lo que sucede con los sistemas de cintas antiguos. Retiras una y pones otra nueva. A veces faltan unos minutos. Pero, ¿dieciocho minutos?

  Supone que ya deben de haber visto los vídeos, sobre todo teniendo al huésped seguidor de Iron Maiden a los mandos, feliz de servirles de ayuda. Y Fuller también, desde luego. Los vídeos confirman su versión de los hechos.

  Baron sale del hotel.

  –¿Qué ocurre?

  –Lleva todo el tiempo aquí, señor –dice Steele–. Estaba aparcado a una cierta distancia, vigilándonos.

 

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