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Avenida Hope - VERSIÓN BILINGÜE (Español-Inglés) (John Ray Mysteries) (Spanish Edition)

Page 12

by John Barlow


  –Me los dio Freddy.

  Agarra uno, acercándolo al rostro de John. Todavía está caliente y huele de maravilla.

  –Naranja y melocotón, cilantro, sándalo…

  –¿Qué?

  –El perfume. Nuestro negocio familiar, hace ya tiempo. Y tengo buen olfato. Coco, de Chanel, ¿verdad?

  –¡Increíble!

  –Bueno, ya sabía que llevabas puesto Coco el mismo día que llegaste.

  Mientras habla, examina el billete. La filigrana aparece impresa, pero está bien. Las franjas de seguridad grabadas en relieve, los hologramas… Falsificaciones de mediana calidad. Sería posible colarlos. Y ya los ha visto antes, es uno de los billetes que Baron le había mostrado.

  Mierda.

  –Eres capaz de saberlo en un instante, ¿verdad? –dice, observándolo divertida–. Es decir, es algo natural para ti, como lo del perfume.

  Pone el billete sobre la mesa, busca al camarero y pide otra cerveza.

  –Estaba muy orgulloso de sí mismo –dice, bajando la voz–. Y de todo ese mundo lleno de misterio, como si fuese el Padrino o algo así.

  –¿Le has hablado a alguien de esto?

  –Desde luego que no.

  –¿Y estás segura de que fue él quien te dio estos billetes?

  –Me los cobró.

  –Tienes que estar de broma. ¿Cuánto te cobró, simplemente por curiosidad?

  Ella alza una ceja.

  –Veinticinco.

  –¿Veinticinco libras?

  –Veinticinco por ciento. Pagué cinco libras por cada uno.

  Lo cual es en parte cierto. Freddy le vendió por doscientas cincuenta libras billetes por valor de mil. La mayor parte de ellos se los llevó a Manchester. Allí ella utilizó cada uno de los billetes para comprar un paquete de chicles, una caja de cerillas, o una lata de cocacola. Cincuenta tiendas diferentes y puestos del mercado durante el curso de cinco horas largas y tediosas. Con el cambio se compró una bola de hachís del tamaño de un puño pequeño. Al desconocer lo estricta que es la lay anti-droga británica, lo transportó a Leeds de la manera más segura que conocía.

  –Mira –dijo él, sacando su billetero y entregándole trescientas libras–. Quédate sólo con éstas.

  –Para mí es igual.

  Toma el dinero como si fuese algo sin trascendencia.

  Le llega la cerveza.

  –Solía colocar billetes de diez libras cuando era niño –dice, poniendo en el bolsillo los tres billetes falsos para luego beberse la mitad de la cerveza–. Tenía trece o catorce años. Joe solía vendérmelos. Nunca se lo dijimos a nuestro padre.

  Connie bebe a sorbos su agua mineral mientras lo escucha, aunque no es totalmente seguro que esté hablando con ella.

  –… hacía una pelota con ellos, los rociaba de vinagre, ya sabes, para que el papel envejeciese. Tomaba el tren a Sheffield o Bradford y recorría la ciudad, comprando un paquete de caramelos en todos los quioscos. Me daban nueve libras y pico de cambio cada vez. Gasolineras, tiendas, salas de juegos, y otros sitios. Utilizaba el ingenio. Con precaución, al final de la jornada llegaba a colocar cuarenta billetes. De vuelta a casa, tenía unos cuantos cientos de libras de beneficio. Con el dinero que conseguí ahorrar, pude tener una vida elegante en la universidad.

  –Parece que te lo pasabas bien.

  –¡Crea adicción! Cada billete falso de diez me reportaba siete libras. Conviertes un manojo de billetes arrugados en dinero contante y sonante imposible de detectar. Sólo lo hice un par de años. ¡Pero vaya si era divertido!

  Se detiene, aparentando timidez.

  –Nunca le he contado esto a nadie. Supongo que no te esperabas algo parecido de mí.

  –Muy buena –dice ella mientras bebe agua–. Es una buena historia.

  –A lo que voy –conduce la fajita que le queda hasta la boca–. Esto es lo que tenemos. Freddy tiene acceso a dinero falso, se enamora de una prostituta, y pasa una temporada junto a un par de vendedores de tractores ucranianos que son poco de fiar. Una vida de ensueño.

  –Me parece que te él admira –dice ella.

  –Sin contar a Den, es la persona más allegada a mí. ¿Pero billetes falsos? Creía que había dejado de lado su pasión por el mundo criminal.

  –Es joven.

  –También lo eres tú, pero no te veo implicada en estas tonterías.

  Ella no dice nada, recordando aquel viaje a casa desde Manchester, tratando de ponerse cómoda en el mullido asiento del tren, con un taco de marihuana del tamaño de una cagada, envuelto en un condón, que amenazaba constantemente con asomar la cabeza por su trasero.

  –¡Una vida de ensueño! –repite John, mientras recorre el restaurante con la mirada, tratando de pensar con claridad.

  Hay algo que no encaja. ¿Un vendedor de coches del concesionario de Tony Ray sabe por casualidad cómo obtener dinero falso? Es una coincidencia enorme, si tenemos en cuenta todo lo demás…

  –Vamos –dice él–. Son más de las diez. Te llevo. Dave te estará esperando. Espero que no haya probado la comida india esta noche.

  Capítulo 18

  Una callejuela en la parte de atrás del Gran Teatro de la Ópera. En mitad de la calle hay un restaurante libanés, y dos puertas más allá una sandwichería que cierra tarde. En medio se encuentra la fachada de un viejo establecimiento que tiene las luces apagadas, tan poco visible que no te fijarías en él si no supieses que está ahí.

  Aunque por el nombre se trata de un bar, Park Lane es el lugar en el que están registrados los muchos negocios de Lanny Bride y el lugar al que acudir si precisas ponerte en contacto con él. Aunque John no ha estado nunca dentro, no ha tenido problemas en encontrar el lugar.

  Joe y Lanny eran de la misma edad. Lanny no tenía apenas familia, por lo que durante su adolescencia el concesionario de Tony Ray era el lugar en el que pasaba la mayor parte del tiempo, principalmente durmiendo en el suelo del despacho. Tanto él como Joe eran parte del mobiliario del concesionario. Allí los hombres los trataban a patadas, obligándolos a ir a buscar tabaco y bocadillos de beicon. Pero cuando cumplieron los quince años, Lanny se peleó con uno de los hombres de Tony. Los dos acabaron en el hospital, pero Lanny fue el primero en salir, y un par de meses más tarde encontraron al otro tipo tirado boca abajo en el río Aire.

  Fue entonces cuando Lanny y Joe decidieron hacer trabajos por su cuenta, robando en almacenes pequeños y en tiendas de mayoristas. Nadie alzó la voz en el concesionario. Los chicos tenían el apoyo de Tony Ray, pero no era por ese motivo que nadie se quejaba. Era por Lanny Bride. Él permitía que Joe se llevase buena parte de los méritos de su carrera delictiva conjunta, pero Lanny era el mejor.

  En la actualidad, el imperio de Bride se extiende por todo el norte de Inglaterra e incluye restaurantes, sandwicherías, salas de juego, clubs de striptease, túneles de lavado, y un floreciente negocio de importación y exportación, todos los cuales generan beneficios y están declarados a Hacienda. Las actividades que prefiere no declarar están relacionadas con el tráfico de drogas y de inmigrantes a gran escala. Pero es tal la cantidad de dinero que revierte de estas actividades altamente lucrativas a sus negocios legales que en Hacienda estarían contentos si se corriese un tupido velo sobre las actividades delictivas de Lanny Bride; y es que su contribución a las arcas nacionales llega hasta las seis cifras cada año.

  John abre la puerta de un tirón. Una persona no tiene por qué ser el producto de su pasado. Eso es lo que se había dicho a sí mismo, a la edad de dieciocho años, sentado en un tren en dirección al sur, sin intención de regresar. Fuera lo que fuera lo que la vida le ofreciese, tendría que buscarlo lejos de Hope Road y de los Lanny Bride de este mundo. Ahora, tras todos esos años, tiene la respuesta. Esto es exactamente lo que el mundo le ofrece, y ahora, mientras entra en Park Lane, ve cómo se desintegra la línea cuidadosamente trabajada que lo separa del resto de su familia.

  –¡Eres un maldito idiota, Freddy! –se dice en voz baja, sonriendo para sí mismo, y echándole una ojeada a la calle por si Den estuviese vigilando.

 
Las paredes reflejan el brillo de la luz azul y púrpura que emana del suelo. Las mesas son bajas, y en cada una de ellas hay una vela dispuesta en un soporte de cristal, una pequeña llama blanquecina parpadeante. El resto de la luz proviene de la barra que está en la parte de atrás del local.

  Nota la atención despreocupada de una docena de personas, sentadas en grupos de dos y tres, conversando en voz baja, con KD Lang como música de fondo. Se acerca a la barra, conducido por la luz que refleja una vitrina llena de Veuve Clicquot.

  –¡John Ray!

  Un hombretón de amplios hombros se sienta junto a la barra. Pantalones negros y una camisa negra abierta, muy bronceado, un pequeño matorral de pelo en el pecho.

  –¿Roberto?

  –¡John Ray!

  El hombretón ríe, golpea la barra con los nudillos hasta que aparece un joven camarero.

  –¿Qué tomas? –pregunta, con su acento de Londres tan marcado como siempre.

  –Una cerveza, gracias. ¿Desde cuándo trabajas aquí?

  –¿Yo? Desde hace unos cuantos años. Soy el encargado. ¡Me han jubilado!

  Roberto trabaja desde hace muchos años en Leeds y alrededores, pero nunca ha perdido su acento. Hizo algunos encargos para el padre de John en los años ochenta, hasta que desapareció brevemente durante el juicio en el tribunal de Old Bailey. Más tarde se puso a trabajar por su cuenta, hasta que al cabo de un tiempo se asoció a Lanny Bride.

  –¿Ya no puedes estar al mismo nivel que los jóvenes?

  –Les daría una paliza a todos si no fuese por estas jodidas rodillas.

  –Te entiendo. Quiero decir, lo de las rodillas.

  –¿Tú? ¿Mal de las rodillas? ¿Qué edad tienes? ¿Cuarenta?

  –Cuarenta y tres. Y el menisco no hace distinciones de edad, Roberto.

  Llega la cerveza, una botella de Sol con un poco de lima.

  –Sí, lo sé –dice el hombretón mientras los dos la observan con desprecio.

  –¿Está Lanny?

  –¿Lanny? No. Ahora vive en Malta. ¿No lo sabías? Tiene una propiedad enorme. Fue a vivir allí con su familia. Ya no lo veo tanto como antes.

  KD Lang se convierte en Diana Krall.

  –Tenéis buena música.

  El hombretón asiente.

  John aparta la lima de la botella y bebe.

  –He oído que a tu muchacho lo han puesto a dormir en una litera en Millgarth –dice Roberto.

  –Ya suponías que no se trataba de una visita de cumplido.

  –Curioso. A él lo vi esta mañana en el periódico. Y a ti también. Ahora tienes un concesionario legal, ¿no?

  –Supongo que sí.

  –¿Y la chica?

  –Es española.

  –Un poco joven para ti, ¿no?

  –Es una medio sobrina mía.

  –¡No me digas!

  Dejan de hablar. Los dos hombres saben qué es lo que viene a continuación.

  –¿Donna? –pregunta John–. ¿Donna Macken?

  Una mueca de dolor surca el rostro del hombretón. Menea la cabeza, como si prefiriese que John no le hubiese hecho esa pregunta.

  –Un asunto de lo más jodido –dice–. Tenía veintidós años. ¿Fue Freddy el que lo hizo?

  John menea la cabeza.

  –Ni en broma.

  –Me han dicho que tienes a Henry Moran trabajando en ello.

  –Las noticias vuelan.

  Roberto no dice nada.

  –¿La conocías? –pregunta John.

  –¿A Donna? La conocía bien –dice, chasqueando la lengua en señal de desaprobación, como si estuviese molesto porque la hubiesen matado–. Pobre cría, pero, ya sabes.

  Suspira.

  –¿Qué?

  –Prefiero no hablar mal de los muertos.

  –Esfuérzate un poco.

  Se mueve en el asiento, menea los hombros.

  –Una gran muchacha. Con un corazón de oro. Suena a tópico, ¿no? Yo habría hecho cualquier cosa por Donna. Esta noche muchas personas sienten lo mismo, gente que acude a este local, entre ellos Lanny. Tenía debilidad por ella.

  Se detiene. Arruga el rostro como si estuviese expulsando la pena de su piel.

  –No me importa quién lo hizo, si fue Freddy o no. Pero tan pronto como lo averigüemos… Te lo digo ahora, John, para que lo sepas…

  –Entiendo. Pero, ¿y Donna?

  Roberto se hunde en su taburete, las manos extendidas sobre la barra.

  –Una zorra descarada. Siempre tenía la última palabra. Jodida criatura. No estoy de broma. Tuve que echarla en una ocasión. De aquí, por muy difícil de imaginar que te parezca.

  –¿Venía con frecuencia?

  –¿Aquí? Sí. Trabajaba en el Radisson, en un par de hoteles de por allí. Venía aquí más tarde, o antes. Venía por aquí con mucha frecuencia.

  –¿La viste alguna vez con Freddy?

  Roberto baja la mirada

  –Estuvieron los dos por aquí la semana pasada, John.

  –Tranquilo. Ya sé que estaba interesado por ella. Eso no quiere decir que la matase.

  –Claro que no, claro que no…

  –Hay algo más. ¿Conoces a un tipo al que llaman Mike Pearce?

  –¿No conoces a Mike? –pregunta Robert, confundido.

  –Es la segunda vez que me preguntan eso hoy. ¿Cuándo se hizo tan famoso Mike Pearce?

  –No, lo que quiero decir es que ahí lo tienes, en ese rincón.

  *

  –Sí, lo sé –dice Mike Pearce antes de que John haya podido presentarse–. Eres el hermano pequeño de Joe–. Se incorpora en el asiento. Tiene la voz cansada, el rostro avejentado, demasiado demacrado como para expresar emociones.

  John toma asiento.

  –Solía ver a Joe por aquí con frecuencia –dice Pearce–. Era un buen tipo.

  –Sí que lo era.

  –Nunca te ha gustado todo esto, supongo.

  Su tono de voz suena entre aturdido y sarcástico.

  –Pues no.

  –Me he pasado buena parte del día en Millgarth –dice Pearce– y a media noche tengo de nuevo turno en el hotel. Fuller está tratando de comportarse como si nada hubiese pasado. Un jaleo de cojones.

  Está agotado y ojeroso. A John le recuerda el tipo de hombres que solían acudir al concesionario cuando era niño, hombres que olían a diesel y a bebida, y que te alborotaban el pelo hasta hacerte daño.

  Pearce se bebe su whisky

  –Freddy tiene a Moran que se ocupa de él, mientras yo tengo un abogado de oficio que para lo único que sirve es para hacerle la pelota a los del Departamento de Investigación Criminal.

  –¿Crees que Freddy mató a la chica?

  Pearce lo observa, con los ojos húmedos, entreabiertos.

  –Alguien lo hizo y no fui yo. Mira: me han trincado alguna vez, pero ¿a quién han metido entre rejas de esta vez? He estado en la cárcel por lesiones dos veces. Y en una de ellas tuve suerte, porque era algo grave.

  Dice esto último como si fuese una especie de logro.

  Diana Krall y una orquesta de cuerda se ponen a tocar despacio ¿Qué me importa? Mientras los dos hombres siguen allí sentados, John comienza a preguntarse lo mismo.

  –La encontraron en tu coche, ¿no?

  John asiente.

  –Supongo que te han estado interrogado.

  La voz de Pearce es de una camaradería desalentadora.

  –¿Estuviste en el hotel ayer toda la noche, y luego te interrogaron hoy durante todo el día? –pregunta John.

  –Fue una noche larga. Debería haberlo dejado e irme a casa. No me pareció que hubiese huéspedes.

  –¿Y los ucranianos?

  –Sí, el señor Bilyk. Tiene llaves. Va y viene cuando quiere –dice antes de vaciar el vaso–. Después de que se acostase, me quedé allí solo, así que me puse a pensar.

  –¿Y en qué pensabas, Mike?

  Pearce sopesa la pregunta durante un momento, mirando detenidamente su vaso vacío.

  –Decidí que cuando viniesen a buscarme, les diría la verdad.

  –¿Y lo
hiciste?

  –Pues sí. Unas doce veces.

  –¿Te importa que volvamos sobre ello?

  –¿Por qué no? –dice, conteniendo un bostezo y consultando el reloj–. Casi todas las noches vengo aquí, a charlar, ya sabes, para ver qué pasa. Ayer por la noche, lo mismo. Más tarde me tomo unas copas en el Templars, y después me dirijo al hotel por la avenida York. Así me mantengo en forma. Llego allí sobre la media noche, igual que ayer. Como todas las noches. Nada más llegar, me pongo a hacer la ronda. Son sólo dos pisos. Subo arriba y luego bajo, lo rastreo todo. Me lleva un par de minutos. Ayer veo que hay una puerta no está bien cerrada. Llamo a la puerta. Nada. La abro. Las luces están encendidas. La habitación está patas arriba. Allí me la encuentro, tendida en el suelo junto a la cama, cerca de la puerta.

  –¿Estaba muerta?

  –Desde el principio vi que sí. Allí estuve contemplándola no sé cuánto tiempo. Pobre zorra. Podría dar la impresión que estaba borracha, y que había perdido el conocimiento. Pero viendo la forma en que había caído, no te caes así si estás como una cuba. Y me entra el pánico. ¿A mí, con mi historial? Pues sí. Me fui directamente a la sala de seguridad. Había puesta una cinta nueva. Le di para atrás. Fue una tontería. Pensaba: si está muerta, vas a tener que negar que has entrado en la habitación. Nadie me ha visto, así que diré que no lo hice. Una tontería, ya lo sé. Me había tomado unas cuantas copas. Ojalá no lo hubiese hecho, pero lo hice.

  –¿Craig estaba allí?

  –Ya se había ido a casa en cuanto llegué. Como siempre.

  –¿Y le contaste a la policía todo lo de la cinta?

  –Sí.

  –Si estabas tan seguro de que estaba muerta, ¿por qué no llamaste a la policía de inmediato?

  –¿Y si está equivocado? De todos modos, se lo dije a Fuller. Él es el encargado. Era su trabajo.

  –Y él llamó a Bilyk. La hicieron caminar hasta el exterior, como si estuviese viva. ¿Llegaste a ver eso?

  –Sí. Lo estuve viendo en el monitor.

  –Esa cinta de seguridad, ¿quién la cambia normalmente?

  –Está puesta las veinticuatro horas. Normalmente la cambia la persona que está por la noche, al principio del turno.

  –¿A media noche?

  –O un poco después. Yo lo hago después de la ronda la mayoría de las noches.

 

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