by John Barlow
Parece un interrogatorio. Él no dice nada. Así debió ser para su padre, hora tras hora, todas aquellas entrevistas con los policías, sin decir absolutamente nada. Está a punto de decirle a Connie que sería una buena detective, pero ella continúa:
–Freddy se lleva el coche el jueves a las ocho, y lo trae de vuelta a las once. ¿Es eso lo que les ha contado?
–Supongo. Pero, ¿es verdad?
–Sí. Lo vi en el vídeo.
–No –dice John–. Me refería a Donna. Freddy le contó a la policía que estaba con Donna el jueves por la tarde. Fueron en coche hasta un descampado cerca de Wetherby y practicaron el sexo en el asiento de atrás.
–¿Por qué iba a mentir sobre esto? Por cierto, ¿dónde queda Wetherby?
–A unos veinte minutos al norte de aquí.
–¿Tiene él familiares allí?
John niega con la cabeza.
–Su madre está muerta y su padre desapareció cuando era un bebé. Yo soy lo más parecido a un familiar que tiene. Pobre chico.
Pone los codos sobre la mesa y deja descansar la barbilla en los nudillos.
–¿Sexo en el coche? ¿Estaban esquivando a Fedir? –dice él–. Donna era la propiedad personal de Fedir, por lo que parece. Así que si ella y Freddy se iban escondiendo de Fedir…
–¿Y se dirigen en coche a, cómo se llama, Wetherby? No sé. ¿A quién se le ocurre ir a Wetherby a practicar sexo?
Él se echa a reír.
Pero luego se deja de hacerlo.
–Las carreras –dice él en voz baja, como si lo que va a revelar la pudiese sorprender–. Caballos de salto, carreras de salto, ya sabes… ¡Caballos! Se trata de un hipódromo. Acude allí muchas veces. Eso fue lo que dijo. El primer lugar que le vino a la cabeza. No fue a Wetherby.
–¿Entonces está ocultando algo?
–Me imagino que sí. ¿Pero qué?
–Se lleva el coche dos noches seguidas –dice Connie–. Pero la segunda noche, no lo hace hasta la medianoche.
–Justo antes de que dejasen tirada a Donna dentro del maletero.
Él comprueba su iPhone. Hay un mensaje. Debe de haberle llegado mientras venía conduciendo. Número no identificado. Está utilizando otro teléfono o una nueva tarjeta SIM. Porque es seguro que se lo ha enviado Den.
El mensaje dice: 87.367.
Nada más.
El número de kilómetros del Mondeo.
–Bien –dice él–. El coche tiene unos doscientos cincuenta kilómetros más que cuando lo compré. Pero el viernes sólo va desde aquí hasta el hotel, y luego lo abandonan en un lugar cerca de la ciudad. Nadie pasa la mitad de la noche con un cadáver en el maletero. Te deshaces de él tan pronto como puedes.
–¿Así que Freddy condujo unos doscientos cincuenta kilómetros el jueves por la noche?
–Eso parece. Doscientos cuarenta… o cincuenta. En tres horas, incluyendo, ya sabes, el tiempo que estuvo con Donna en el asiento de atrás.
Se reclina sobre la silla, con las manos detrás de la cabeza.
–Observa detenidamente ese Subaru –dice él, iniciando una sonrisa.
–¿Qué?
–Vamos, ¿no le ves algo raro?
Ella se mete en el despacho y se inclina sobre la mesa. Se hace difícil no notar el calor de su cuerpo y el leve aroma a Coco de Chanel.
–¿Es una maqueta? –dice, confusa.
–Sí. Cuestan treinta libras. Son maquetas hechas a escala.
–¿Y qué me quieres decir con esto? –pregunta, arreglándose el top mientras se aleja de la mesa.
–Recuerdo un maldito contenedor lleno de maquetas chinas hechas en una escala de uno a dieciocho. Coches de juguete, camiones, tractores, avionetas, cohetes… Dios mío, allí estaban todas las cajas, una tras otra, llenas de falsificaciones. Mi padre se había encargado de hacer el pedido antes de que disparasen a Joe. Para cuando nos llegó, se había olvidado totalmente del asunto.
–Lo siento –dice ella.
–Vendimos todo muy fácilmente, pero yo me quedé con un Subaru. Le hice una foto. Supongo que es una especie de broma.
Connie no le ve la gracia.
–Voy a buscar un cigarrillo. ¿Quieres? –le pregunta ella.
*
Las sombras son alargadas y oscuras, y al proyectarse por toda la avenida Hope parce que ya sea de noche.
–¿Dónde, entonces? –dice ella después de que hayan estado fumando varios minutos tranquilamente.
A él le gusta que Connie nunca tenga prisa por oír la historia completa, como si todo fuese circunstancial y la verdad se encontrase oculta.
–Lo cierto –dice él– es que el jueves dispusieron de tres horas. No hay tiempo para ir en coche por los caminos de Wetherby buscando un lugar tranquilo. Tuvieron que hacer unos doscientos cincuenta kilómetros en tres horas.
–¿Entonces?
–Una autopista. Seguramente –dice sonriendo–. Cajas con aparatos de radio de hojalata, montones de bolsos pirateados, bidones de plástico con perfume de imitación en el sótano, hecho en Filipinas y en Hong Kong… ¡Se trata de toda mi infancia, y ahora Freddy me la hace recordar!
–¿Qué te la hace recordar?
–¡Los muelles! Mi padre utilizaba los muelles de Immingham. Siempre. Son los más grandes del país. Es el lugar ideal para las importaciones de material de dudosa calidad.
–¿Y la distancia?
–¿Desde aquí? Hay unos ciento diez kilómetros por la M62.
No me extraña que Freddy no quisiera llevarse su propio coche. Tenía que pasar a recoger una mercancía.
–¿Por qué los muelles? –pregunta ella.
–¿Tú qué crees?
–¿Yo? Yo sólo soy una recepcionista, ¿o no?
–¡Ya!
Como por acuerdo mutuo, siguen fumando un rato en silencio.
–Nunca me has contado lo que hacías en España –dice él, tras un momento.
Ella parece sorprendida.
–Trabajaba para mi tío Enrique.
–¿En el negocio de la cerámica?
Ella se encoge de hombros. Él lo interpreta como un algo por el estilo.
–¿Enrique? El tipo del “piensa y luego habla”, ¿no?
–El mismo.
–Ojalá estuviese ahora en España, con un vaso de vino y un plato de jamón en vez de tener que lidiar con toda esta mierda –dice suspirando.
–Por lo menos puedes tener el jamón. Tengo uno en mi apartamento.
–¿Un jamón? ¿De verdad?
–Pata negra. El mejor.
–Dios, debo de estar pagándote demasiado dinero.
–Trae el vino. Puedes tomar todo el jamón que quieras.
–¿No sales esta noche?
Ella niega con la cabeza.
–¡Trato hecho!
–Muy bien –dice ella–. Nos vemos más tarde.
–Será sobre las nueve o así…
–Perfecto.
Ella recoge el bolso y se va por la avenida Hope.
*
Al muelle de Immingham y de vuelta, se dice a sí mismo mientras la ve marchar. Y no fue a por un alijo de coches de juguetes.
Capítulo 30
Puede verla en el apartamento situado encima de la tienda de bocadillos, observándolo desde detrás de las cortinas. Lleva aquí quince minutos y ella se ha negado a responder al teléfono y a abrirle la puerta cuando ha llamado. Pero ella sigue allí. Ayer se vieron en el hotel, la primera vez en un cuarto de siglo. Ahora ella se esconde de él.
La calle Town, a una corta distancia del centro de la ciudad. Aquí fue donde él creció, en una gran casa adosada con un ático doble y un enorme salón en el que no entraba nadie. Luego su padre decidió mudarse a la esplendorosa y arbolada calle Grange, con sus chalets y la respetabilidad altanera típica de un club de golf. La familia Ray no caía bien entre los vecinos. Los consideraban vulgares y de mal gusto, sobre todo después del juicio en el tribunal de Old Bailey. Su padre no se daba cuenta, pero su madre sí. Habría preferido quedarse aquí.
−Esto es ridículo de cojones −d
ice él en voz alta, apoyado en el Saab y dirigiendo su mirada hacia su apartamento−. ¿Sandy? ¿Qué pasa?
Puede ver su sombra, quieta, tras las cortinas.
Vuelve a llamarla. Se pone a la escucha mientras ella deja que suene el teléfono.
−Muy bien.
Se sube al Saab, cae sobre las rodillas y está a punto de resbalar. Se agarra a un limpiaparabrisas y recobra el equilibrio. Se levanta hasta poner un pie sobre el guardabarros y el otro en medio del capó. Se oye un golpe metálico al ceder éste último unos cuantos centímetros.
−¡Sandy! −grita tan fuerte como puede−. ¡Sandy! ¡Sí, tú, ahí detrás de las cortinas! Abre la puerta de una puta vez o la abro de una patada.
Ella sale de detrás de las cortinas y señala la puerta abajo.
Ha funcionado, por lo que parece.
*
−Aparte de no abrirme, ¿qué tal te van las cosas, Sandy?
−Cierra el pico y entra, maldito payaso.
Es una mujer alta y corpulenta, cerca de los sesenta años, que lleva el pelo corto teñido de rubio y un pendiente plateado en la nariz. Aunque no se aprecian, se intuye que debe de tener tatuajes sobre los hombros, como moretones apagados.
−Siéntate. Quieres una copa, ¿verdad? Yo sí…
Habla rápidamente. Ya tiene la botella de ginebra en las manos, y sirve una cantidad generosa en dos vasos de cerveza.
−Has abollado el capó, imbécil. Toma
Sandy regentaba un pub en esta calle. Él iba allí a beber con sus compañeros, todos menores de edad, tratando de pasar desapercibido en un rincón por si algún conocido de sus padres lo viese emborracharse. Sólo unos cuantos años más tarde se dio cuenta de que probablemente todos en el pub sabían quién era: el hijo de Tony Ray.
Le sirve un vaso de gin tonic tibio, con poco gas.
−Te vas a matar, John −dice ella, tendiéndose de golpe sobre un viejo sillón hundido que la hace hundirse un poco más de lo que había anticipado, por lo que vierte parte del gin tonic sobre los pantalones vaqueros.
−Han matado a alguien −dice él−. ¿Qué voy a hacer? ¿Dejar que culpen a Freddy de ello?
Ella no dice nada. Enciende un cigarrillo.
−¿Y tú? −dice él−. Parece que alguien te ha dado un toque de atención desde ayer.
Ella sigue fumando, sin decir nada.
Él aspira de nuevo su perfume, lo que le lleva a otra época, una época en el que todas sus opciones vitales estaban a su disposición, y tenía toda una vida por delante.
−Veo que todavía llevas puesto Charlie −dice él, olfateando el ambiente−. El aroma de la juventud.
−Tontaina descarado −dice ella, sonriendo por primera vez.
Siempre olía bien. Cuando se ponía detrás de la barra podías distinguir estos tonos químicos de Charlie, que lo hacían estremecerse ante la promesa de sexo maduro, lo que le hacía desear ser mayor y tener más experiencia, preferiblemente con ella.
−Siempre has tenido un buen olfato para los perfumes. ¿Te acuerdas de cuando recorrías los mercados con tu madre, controlando a los vendedores?
−!Dios santo! ¡Vaya si me acuerdo! −dice él−. El que piense que hay personajes poco fiables en el mercado de los coches de segunda mano que pruebe el mundo de los perfumes de imitación, exceptuando a los presentes.
−Difícil de creer, ¿verdad? ¡Chanel número 5 en un humilde pub de Armley! Me solían preguntar: Es auténtico, ¿no?
−¡Como si lo pudiese ser pagando la quinta parte del precio de la tienda!
Ella se ríe mientras bebe.
−Charlie, Poison, Obsession, Opium… Si lo piensas bien, son nombres que suenan a algo poco de fiar. Hoy en día no podría vender Charlie bajo mano. Los críos pensarían que les estoy hablando de cocaína en aerosol.
−Hay uno que todavía me gusta −dice él−. Es Coco, de Chanel. Tiene un nombre cuando menos inocente. ¿Sabes si mi padre lo trabajaba?
−No lo sé.
−Yo tampoco.
Los dos toman otra copa.
−Dejemos estos temas triviales −dice él, mientras toma otro sorbo−. Tengo unas preguntas sobre el hotel Eurolodge.
Ella exhala un suspiro.
−¿Sabes lo que solía decir tu padre, cada vez que le preguntaba por ti? Está trabajando en sus cosas, decía. Y te guiñaba el ojo como solía hacer…
−Creía que habíamos dejado los temas triviales.
−Y los hemos dejado. Tengo grandes esperanzas puestas en él, solía decir. Siempre comentaba que habías sido delegado del colegio, que estudiabas en Cambridge, y todo eso.
Ella le da una calada al cigarrillo y el humo le sale por las comisuras de los labios.
−Harías bien en seguir por ese camino.
−¿Qué quieres decir?
−Eres tú el que dejaste toda esta mierda. No me gusta lo que voy a decirte, John, pero ¿quieres acabar como tu hermano? Porque, joder, es que vas de camino si sigues así.
−Estoy tocando fondo, ¿no?
−Yo ya lo he hecho. Eso es lo único que sé.
Él pasea la vista por la habitación, los sillones desfondados, la tele del año de la pera, la fotos en blanco y negro.
−¿Llevas mucho tiempo trabajando en el hotel?
Ella niega con la cabeza.
−Por si te interesa, llevo allí tres meses. No me pagan nada del otro mundo, pero algo es algo. Sin ese dinero estaría cenando macarrones del microondas todos los domingos.
−Adrian Fuller, el dueño y gerente…
Ella resopla.
−Un buen tipo, Fuller. Le tocó en herencia el edificio hace un par de años. Su idea era la de montar hoteles de negocios económicos. Hoteles como el Eurolodge, por todo el país. Me lo contó una noche cuando estaba borracho.
−¿Y qué es lo que ha ocurrido con la idea?
−El hotel no tuvo éxito. Pronto empezó a recibir huéspedes de lo más raro. Grupos de hombres, que se alojaban en una habitación, y que pedían descuento. Hacían reservas para una semana o durante más tiempo, y entraban y salían a todas horas…
−¿Era el tipo de gente que solía contratar mi padre?
−Algo así. Antes de que se diese cuenta, los clientes normales habían desaparecido.
−Me lo imagino.
Ve cómo ella apaga el cigarrillo e inmediatamente enciende otro.
−¡Qué bien me sienta! −dice gimiendo, en un arrobo de placer.
−Dios mío, me he pasado años tratando de fumar sólo dos al día, y luego uno al día. Hasta que hoy, de repente, me veo rodeado de mujeres a las que les encanta el tabaco.
−Es el único placer que me puedo permitir, corazón −dice ella, mientras da otra gran calada.
−¿Qué me puedes decir de los ucranianos?
−¿No te cansas, eh?
−El mayor, Bilyk, ¿qué opinión te merece?
Ella expulsa una enorme nube de humo.
−Ese hijo de puta es listo, y tiene toda la pinta de ser un tipo duro. Pero es algo más que músculo. Eso es todo lo que sé, John. No quiero…
−Ya, ya. ¿Y el menor, Fedir?
Se estremece ante el nombre.
−Trataba a aquella chica como si fuese un maldito animal.
−¿Sólo él?
−El otro no parecía interesado. Siempre estaba al teléfono, o hablando con Fuller en el despacho. Pobre muchacha. Tenía carácter, pero eso no es suficiente, no en una situación como aquella. Estaba tensa, cada vez que la veía, muy tensa. Era una auténtica zorra engreída, pero…
−¿La conocías?
−Conocía a su madre, de años atrás. No sé lo que Donna tuvo que soportar en aquella habitación, pero no era ella la que mandaba allí.
−Y Freddy, ¿qué es lo que hace mientras sucede todo esto?
−Tan pronto se hace el tipo importante con Bilyk como se las da de amigo de toda la vida de Fedir, llevándolo a discotecas o a fiestas de veinticuatro horas, toda esa mierda.
−¿Y qué hace con Donna?
−Pues verás. Cuando Freddy estaba
allí, ella estaba mucho más contenta. Era una muchacha diferente.
−¿Crees que la protegía?
−Si es así, no hizo un trabajo muy bueno, ¿no crees?
Ella se recuesta un poco más, observando la pared.
−He oído que has ido a ver a su madre.
−¿Te lo dijo ella?
−Sí. No le dije que te conocía, pero por la forma en que te describía, no era difícil averiguar que eras tú.
−Verás: hay algo que me dice que a la policía le podrían faltar algunas pistas, así que lo estoy intentando yo solo.
−Mira, John −dice ella, incorporándose en el sillón−. Estás en peligro. Deberías marcharte…
−No te preocupes por eso. Háblame de Craig Bairstow. Te lo pido por favor.
Ella suspira.
−¿Craig? Lleva trabajando allí más tiempo que yo. Es un tipo un tanto desagradable.
−¿Conocía a Donna?
−Solía invitarla a beber.
−En vez de gastarse el dinero en instalar un sistema de seguridad digital, ¿no?
−Si cuesta dinero, no está en la lista de prioridades de Fuller.
−¿Pero Craig es el responsable del sistema?
−Se pasa un montón de tiempo en aquel cuarto, sea lo que sea que haga allí.
−¿Desde cuándo?
Ella frunce el ceño.
−No lo sé. No había pensado en eso. Desde hace unas cuantas semanas, creo. Recientemente ha venido haciendo más turnos de trabajo. Por las tardes. Alguien tiene que hacerlo. Mike está por las noches, Fuller por el día. Luego estamos Craig y yo.
−¿Cuatro empleados?
−La mayoría de los días superamos en número a los huéspedes.
A ella le suena el teléfono,
−Mierda −dice ella, cabizbaja, antes de responder.
Un coche se detiene fuera. Las puertas se cierran de golpe. Se oyen voces.
Ella hace un movimiento brusco con la cabeza.
−Vaya −dice él−. Debería habérmelo imaginado…
−Lo siento, corazón −dice ella en voz baja.
−La cámara de seguridad fuera del hotel −dice él mientras ambos se incorporan con dificultad de sus sillones vencidos−. ¿Cuánto tiempo llevaba sin funcionar?
Ella parece atónita, como si estuviese a punto de explotar.
−¡Qué demonios! ¿Me estás tomando el pelo? ¿Sabes quién está ahí fuera, ahora?