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Avenida Hope - VERSIÓN BILINGÜE (Español-Inglés) (John Ray Mysteries) (Spanish Edition)

Page 25

by John Barlow


  Craig permanece detrás de la barra. Observa el billete que le ha dado Donna, y luego lo mete en el bolsillo. Donna desaparece dentro de la habitación.

  Avance rápido hasta las 11:46 de la noche.

  Salen los ucranianos, Fedir con aspecto ágil, sonriendo. Abandonan el hotel. Un minuto y medio más tarde, Freddy sale de la misma habitación. Titubea, torpe y aletargado, el cuerpo invadido por la tristeza. Luego también él cruza el pasillo.

  –La cinta que tiene la policía se detiene aquí –dice John–. Pero cuando Craig se la llevó a casa el viernes por la noche para copiarla, había algo más. Mira, no ha terminado...

  11.48 de la noche. Freddy sale del hotel por la puerta giratoria. Un instante más tarde Craig se dirige rápidamente por el pasillo a la habitación doce y llama. Arrima la cara a la puerta, habla hacia adentro, y tras dejar apoyada la cabeza, espera.

  Finalmente la puerta se abre y aparece Donna, tambaleándose, a punto de desmoronarse. Él dice algo, le toca la barbilla, levantándola ligeramente. La boca de ella se mueve, pero despacio. Tiene la mejilla un tanto amoratada y el rostro inexpresivo. Los ojos, casi cerrados.

  Poniéndole las manos encima, hace pasar los dedos por sus brazos. ¿Puede oírlo, sentirlo? Avanza un poco hacia ella hasta que sus cuerpos se tocan. Él la besa en el cuello. Ella se apoya en él y la rodea en sus brazos.

  Se meten en la habitación juntos y la puerta se cierra tras ellos.

  –Rebobina –dice Connie–. Quiero ver el final.

  Lo ven de nuevo.

  El cuerpo de Donna se hunde en el de él. Él la sujeta con facilidad. Luego, sólo durante un instante, parece que ella se estremece, retrocede. Pero está a punto de perder el sentido. Él la atrae hacia sí, los brazos envolviéndole el torso, el rostro hundido en su cuello. Se pone a caminar, empujándola para que entre en la habitación.

  –Ella no sabe dónde está –dice en voz baja Connie mientras la puerta se cierra tras ellos–. No tiene idea de qué es lo que ocurre. Y luego…

  Esperan sentados en silencio mientras pasan dos minutos más de imágenes sin novedades. Pero ahora ya lo saben. Detrás de la imagen borrosa de la puerta está Donna, indefensa, muriéndose.

  11:50. Craig sale a la puerta. ¿Aturdido? Es difícil saberlo. Se detiene. Súbitamente parece darse cuenta de dónde está. Empieza a sentir pánico y cruza el pasillo. A grandes pasos, rápidamente, cada vez más rápidamente.

  Justo antes de llegar a la doble puerta sus ojos tropiezan con la cámara de seguridad. Se da la vuelta y se mete en el cuarto de control de seguridad.

  La grabación se detiene.

  –Craig Bairstow –dice John, que ya tiene el iPhone en la mano–. El repulsivo Craig, el que tenía una fijación con Donna y un santuario acorde para hacerse pajas. La empujó hacia la habitación. ¿Y luego qué?

  Mientras busca la tarjeta de Steele se pregunta si aceptará el soplo de buena gana. Claro que sí. Le darán una distinción por esto. ¿Lo ascenderán? Probablemente. Y además Steele le deberá a John un gran favor. Es algo tentador, pero…

  Una vez quisiste ser policía, John. ¿Qué tipo de policía querías ser?

  Se queda pensando durante una fracción de segundo.

  El tiempo suficiente para pestañear.

  Llama.

  –El inspector Baron, por favor.

  Capítulo 42

  Están en un pequeño apartamento poco amueblado en la planta veinte de un nuevo edificio, no muy lejos de Millgarth. Tiene unas vistas estupendas, pero los dos hombres no les prestan atención.

  –Ya puede ser algo bueno –dice Baron, apoyado en lo que parece una mesa de comedor nueva.

  –Es mejor que algo bueno, lo es todo –dice John, con la modestia que le caracteriza.

  –Hablamos extraoficialmente, supongo.

  –Sí.

  –Hable.

  Colocada en el medio de la mesa detrás de Baron hay una foto enmarcada de dos niños gemelos. Hay otra foto de los mismos niños encima de una estantería de pino detrás, junto con algunos libros y dos pequeños altavoces cuadrados conectados a un iPod. Y eso es todo.

  John está sentado en una silla angular y ligeramente incómoda que todavía huele a Ikea.

  –Los ucranianos.

  –Curioso, Bilyk acababa de largarse cuando fuimos a verle.

  –No me sorprende. De todas maneras, lo del dinero falso, eso ya lo sabe. Fuller, el gerente del Eurolodge, actuaba como el banquero de los ucranianos.

  Baron asiente. No le sorprende oírlo, aunque todavía no pueden incriminar a Fuller.

  –Distribuían el dinero por la puerta de incendios del hotel. ¿La cámara de seguridad que había fuera en la calle? No estaba estropeada, sino desconectada. La pusieron a funcionar en un periquete en cuanto ustedes llegaron allí. ¿Se acuerda?

  Baron se acuerda. No die nada.

  –El propietario y director de un hotel que no funciona, prácticamente sin clientes –prosigue John–. Y hace dos semanas pagó veinte de los grandes por un coche en Scholes BMW. Al contado.

  Los ojos de Baron se abren levemente.

  –Tiene que ser el mismo tipo, el que por orden de los ucranianos pagó a Donna el viernes con el dinero que tenían. No sé exactamente cuánto, pero deben de haber sido miles de libras.

  –¿Cómo consiguió esa información?

  –Le diré lo que sé. Luego no volveremos de mencionar que he estado aquí. ¿No es eso lo que acordamos?

  Baron no responde.

  –Pues bien, Bilyk lleva metido en esto desde hace mucho tiempo. Aquí tiene montado todo un tinglado. Necesita una salida sin complicaciones, no una muchacha que habla por los codos y que amenaza con acudir a la policía. ¿Quiere mi opinión? Fuller había invertido dinero propio en alguno de los billetes falsos, a escondidas. Freddy pudo habérselos vendido. Freddy estaba actuando alocadamente con la distribución, por lo que he podido averiguar. Inexperto, un poco alocado. Se lo contará él en persona cuando salga en libertad bajo fianza.

  –¡Imposible!

  –Sí lo soltarán, inspector.

  Espera a que disminuya el enfado indisimulado de Baron. Luego:

  –El viernes por la tarde. Los billetes falsos inundan Leeds. Bilyk y su compinche lo están celebrando. Es Fedir el que se lo está montando con Donna. Lo que ella cobre será parte del dinero de él. ¿Y quién ha estado guardando las ganancias de las ventas del día? Fuller. El dinero en efectivo lo tiene guardado en su despacho. A Fuller le han dicho que le paguen lo que le deben. Lo que ocurre es que él le pagó con los billetes falsos que él mismo había adquirido, después de haberse embolsado él el dinero auténtico. Nadie lo sospecha. Los ucranianos terminan su trabajo, así que están listos para irse. Las ganancias de Fuller no están nada mal. Lo que ocurre es que Bilyk y Fedir no se van. Se quedan más tiempo del esperado, continúan bebiendo con Freddy, que todavía sigue con ellos.

  –¿Por qué?

  Porque quería asegurarse de que se iban, saber con toda seguridad que tanto él como Donna eran libres.

  –No lo sé. Lo cierto es que Donna esconde su dinero en algún lugar, y luego sale. Cuando llega al Majestic está borracha y drogada. Trata de pedir una copa. Pero tienen escáneres detrás de la barra en el Majestic. Le rechazan un billete. Conoce más o menos los negocios de Bilyk, así que ata cabos: le han pagado con dinero falso.

  –Tiene sentido –dice Baron–. Pero es una historia. La podría haber escrito yo.

  John no le hace caso.

  –Llega al Eurolodge sobre las once. Está enfadada. Craig Bairstow atiende el bar. Ella le da uno de los billetes de veinte libras. Le dice que no vale para nada. Él le sirve una copa, y luego ella entra para encararse con Bilyk. Y ya sabe, luego sigue lo de destrozar la habitación, los gritos, todo eso. Con ella hay tres hombres, los ucranianos y Freddy. A saber lo que Fedir le hizo, pero lo cierto es que los tres salen un momento después. Está en el vídeo.

  Baron asiente.

  –Bien. Después de un rato, dejan a Donna sola en la habitación. En ese momento se detiene la cint
a.

  –Alguien puso una nueva –dice Baron.

  –Exacto. Luego, a media noche, llega Mike Pearce, el portero, como de costumbre. Ve el cadáver, se asusta, y rebobina la nueva cinta. Ahí está la clave.

  –¡No jodas, Sherlock! ¿Borró las pruebas de la cinta? ¡Dios, nunca habría pensado en eso!

  Pero John ya está meneando la cabeza.

  –No. Lo que quiero decir es que si alguien quiere ocultar lo que aparece al principio de una cinta, lo que hace es rebobinarla. Desaparecen unos cuantos minutos de la grabación. ¿Qué pasa si Mike está diciendo realmente la verdad? Es un tipo de costumbres fijas. Llega a media noche, todas las noches. Y todo lo que borra son las imágenes en las que aparece él cuando encuentra el cadáver, justo después de haber llegado. Es la otra cinta, la que aparentemente termina a las 11:48 de la noche, la que también fue manipulada.

  –¿Cómo es que sabe las horas con tanta precisión?

  –Estuve viendo la cinta el sábado, en el hotel. Una pregunta: ¿cómo se puede ocultar algo al final de una cinta? Son veinticuatro horas seguidas de imágenes, con cada toma indicando la hora exacta. No puedes rebobinarla simplemente. La respuesta: te llevas la cinta a casa, eliminas las imágenes que quieres ocultar, y devuelves la cinta a su sitio, aunque ahora es más corta.

  –Simples conjeturas.

  –Simple lógica.

  –¿Y eso?

  –Sony.

  –¿Sony?

  –La cinta que termina a las 11:48 el viernes por la noche era una Sony 180. Son tres horas de duración normal, o veinticuatro en el sistema de grabación a alta velocidad del hotel.

  Baron asiente.

  –La cinta del viernes comienza exactamente a media noche del jueves, pero resulta que está llena doce minutos antes de la media noche del día siguiente. Eso quiere decir que es doce minutos más corta a velocidad rápida, o dos minutos a velocidad normal. Una cinta de 180 que dura 178 minutos.

  –Un tanto corta. ¿Y qué? –dice Baron, aunque sigue escuchando–. Continúe.

  –Las cintas vírgenes siempre duran más tiempo de lo que dice el envoltorio, de manera que nadie pueda decir que el fabricante los ha timado dándoles menos cinta. Además, las 11:48 es justo la hora en que necesitamos saber quién entró en la habitación del hotel. Lo que pienso es que alguien se llevó la cinta, la adulteró, y luego la devolvió a su sitio. Alguien con los conocimientos técnicos apropiados.

  –Craig Bairstow –dice Baron, sin querer.

  –Normalmente es Pearce el que cambia la cinta. Esa noche fue Craig el que lo hizo.

  Observa a Baron.

  –Sea quien sea el que lo hizo, abrieron la carátula y cortaron los últimos minutos de metraje. Encuentre el metraje y encontrará al asesino.

  Se recuesta sobre la silla.

  –Ésta es mi historia. Puede creerla o no.

  –Podemos confirmarla de inmediato –dice Baron agarrando el teléfono y acercándose a la ventana.

  Tras haber llamado, pasea la vista por el apartamento. Tiene la atmósfera de una habitación de hotel. Resulta cómoda, pero no es el tipo de lugar en el que querrías pasar mucho tiempo.

  –No es gran cosa, ¿no?

  –¿Algo temporal? –pregunta John.

  –Estoy divorciado –dice, molesto.

  –Lo siento, no lo sabía. En el cuerpo hay muchos, supongo.

  –Sí.

  Baron pasa una uña por uno de sus dientes.

  –¿No lo sabía?

  –No. ¿Por qué?

  Baron parece reflexionar sobre esto un momento.

  –Lo peor son los desayunos, encontrarte en la cocina solo, tomando cereales azucarados, sabiendo que en otro lugar hay dos críos que siguen creciendo lejos de ti.

  –Podría salir a desayunar.

  –Muy listo, Ray. Es usted muy sabihondo.

  –No pretendía hacerme el gracioso. Hablaba en serio.

  Baron lanza un bufido.

  –Muchas veces salgo a comer fuera. La mayoría de las veces, solo. Siempre que lo hago me imagino que estoy a la mesa con mis hijos, un par de muchachos a quienes doy órdenes. Les digo que coman más despacio, que utilicen bien los cubiertos, todo eso. Ir de picnic, tomar algodón de azúcar en la feria, un buen estofado en una noche fría, o pescado y patatas fritas. Tengo cuarenta y tres años y estoy soltero. Es probable que no vuelva a vivir todo esto a partir de ahora. Y lo echo de menos.

  –Nunca lo ha vivido.

  –Aún así lo echo de menos.

  Baron mira por la ventana. La luz es fuerte y grisácea, y unas nubes bajas cruzan el cielo con penosa lentitud.

  –¿Así que lo que me aconseja es comer fuera más a menudo?

  –Eso es lo que hago yo.

  Suena el móvil de Baron.

  La conversación es breve.

  –Ya –dice, antes de meter el teléfono en el bolsillo–. Han manipulado la cinta. Parece que eliminaron algunas imágenes. Pegaron los dos pedazos de la cinta resultante con un trozo de cinta adhesiva normal. Y le faltan tres minutos. Bien hecho, señor Ray. Ahora, pues, todo lo que va a hacer es contarme todo lo que sabe. Cuéntemelo todo ahora mismo, y no se deje nada. Comience.

  –Craig Bairstow. Estudiante de informática. De unos veinticinco años de edad. Solitario. Está obsesionado con Donna Macken. Enfermo de amor, enfermo de la cabeza, según mis informaciones. Se hace amigo de ella, la desea, la adora, pero siempre a distancia. Mientras tanto, ella ejerce su oficio delante de sus narices, además del idilio que se trae con Freddy, el cual, estoy seguro, no la ha conquistado con dinero.

  –Rápido, por favor –dice Baron, consultando el reloj.

  –Craig ha estado acumulando imágenes de Donna. Muchas. Se lleva a casa las cintas de seguridad y las copia en su portátil. El viernes cambia las cintas antes de que llegue Pearce, y luego se va a casa con la cinta. Hace una copia, como hace con todos los vídeos, con cualquier cosa en la que aparezca Donna. A la mañana siguiente, devuelve la cinta a la sala de control de seguridad, como si nada hubiese pasado. Pero para entonces la cinta ha sido manipulada.

  –¿Cómo está tan seguro?

  –Llamémosle instinto. Pero yo de usted me pondría a buscar un CD-ROM o, no sé, algo que sea fácil de ocultar. Él nunca destruiría esos archivos. Nunca.

  –Vamos –Baron se dirige de inmediato a la puerta, mientras llama por teléfono.

  *

  Cuando están bajando en el ascensor, contemplando la ciudad a través del grueso cristal, ya hay coches circulando a toda velocidad en dirección a la universidad y al barrio de Harehills para capturar a Craig Bairstow. Toda la policía de Leeds lo está buscando.

  –¿Cómo es que los cincuenta mil en billetes falsos que había en el Mondeo no se corresponden con los que Bilyk ha hecho circular?

  –Ni idea. Todo lo que sé es que hay un montón de dinero falso circulando en estos momentos. Freddy, los ucranianos, Donna, Fuller… Todos llegaron a estar cerca del coche, pero todo el mundo me acusa a mí. No sé cómo han podido aparecer allí.

  Baron no parece muy convencido.

  –Los billetes de otras operaciones eran similares a éstos. Todos trabajo de Bilyk, o así pensamos. Tiene el suministro asegurado. Los billetes que había en su coche eran mejores. ¿Se acuerda?

  –Sí, ya me acuerdo. Me enseñó dos falsos en Millgarth. Quería que yo le dijese que eran diferentes.

  –Son diferentes.

  –De los que me mostró el bueno era el del Mondeo, ¿no? –dice John, sonriendo.

  –¿Qué?

  –¡No son tornillos! No llegas a la fábrica y te pones a cargar el camión, directamente de la línea de producción. Los billetes pasan por las manos de intermediarios, una enorme cadena siniestra y oculta. Nunca sabes realmente de dónde vienen. ¿Bilyk? Allí está, viviendo en un hotel. Es demasiado tarde para los controles de calidad. Acepta las entregas y revende los billetes. Probablemente nunca toca el material. De esa manera funciona el negocio. Bilyk no va a armar jaleo si sus envíos pierden calidad o si le llega material de imprentas diferentes. Lo q
ue necesita es suministro. Eso es todo. Esos billetes eran suyos.

  –No me lo creo.

  Te lo acabarás creyendo.

  Capítulo 43

  Da un rodeo por el barrio de Harehills. Al aminorar la marcha tanto como puede, ve varios coches de color oscuro en el exterior del apartamento de Craig Bairstow, uno de ellos sobre la acera. Ya hay un policía de uniforme junto a la puerta, y hay otros charlando en el jardín.

  ¿Y la cisterna? Ya lo encontrarán.

  *

  –¿Otra vez usted? –dice ella.

  –Otra vez por aquí. Necesito hablar con usted. Es importante.

  –¿Quién lo dice?

  –¿Puedo entrar?

  Ella regresa adentro sin mediar palabra. Él la sigue hasta la sala de estar, con una bolsa de plástico blanca en la mano. Ella se mueve lenta y dificultosamente, como si caminase dentro del agua.

  Se quedan de pie en penumbra.

  –¿Quiere sentarte? –dice ella, sin hacer amago de secundarlo.

  Reconoce las señales. Culpa, desconcierto, ira… Luchará con la pena durante meses. Su única hija, muerta. ¿Hay algo peor? Lo que él está a punto de hacer parece un sinsentido. No, más bien algo cruel.

  –Necesito preguntarle algo.

  –Nadie se lo impide.

  –El viernes, ¿dejó ella algo aquí?

  Sólo en este momento aparecen visibles los rasgos de su rostro.

  –¿Es importante para usted?

  Le suena el móvil. Es Den, llamando desde casa.

  Dios, justo lo que necesitaba ahora…

  Deja que siga sonando.

  –¿No va a responder?

  –Una amiga. Ya la llamaré –dice él, metiéndose el teléfono en el bolsillo de la chaqueta. No va a responder en presencia de una madre compungida.

  –¿Le dejó Donna algo para que usted lo guardase? ¿Dinero?

  –Salga de aquí antes de que llame a la policía. Si me toca, gritaré. ¿El muchacho que vive al lado? No se quedará quieto si yo le…

  –Es falso. El dinero. Alguien la engañó.

  Se viene abajo. Las ganas de pelea se le han ido en un santiamén.

 

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