by John Barlow
–¿Te gustaría darnos un cursillo en Millgarth?
No presta atención a su comentario sarcástico.
–Me lo estuve pensando y al final le dije que sí. El concesionario es una tapadera. Además, en cierta manera está conectado con lo que hago con el dinero.
–¿De qué manera?
–Compro coches deportivos. Caros, de segunda mano. Siempre en el sur, o en Escocia, lo suficientemente lejos como para que no me encuentre con el vendedor al día siguiente.
–¿Cuántos?
–Cada envío de billetes vale medio millón de libras. Me los guardan en un coche y yo se lo compro, en algún lugar que sea bien visible, como si fuese una persona normal que vendiese su coche justo en la calle.
–¿Y el Mondeo? ¿Qué me dices de los documentos de matrícula?
–Son ellos los que le compran el coche a personas tan necesitadas de dinero que lo venden sin papeleo. No es difícil. Además, de esa manera el tipo al que yo se lo compro no puede ser localizado.
Ella suspira.
–¿Así que te llevas el coche al concesionario y guardas dentro el dinero? ¿Es por eso que había dinero en el Mondeo el viernes?
–Sí. Freddy no sabía nada de eso. Probablemente vio que no habíamos dado de alta el coche en nuestra base de datos, y por eso lo utilizó. Había billetes en él porque la última persona que fui a ver el viernes no estaba disponible.
–¿Disponible?
Él se encoge de hombros.
–Había algo en ella que no me gustaba. Normalmente, recibo un envío de billetes los lunes, y compro dos coches por noche durante cinco noches.
–¿Cuántos envíos has recibido?
–Éste era mi quinto envío.
–Dios mío, John. ¿Cincuenta coches? ¿Por valor de dos millones y medio de libras? –dice ella, moviendo la cabeza–. No, no es posible, los vendedores…
–Llego a un trato con los vendedores. Primero compro el coche, y pago en efectivo. Cuando lo tengo a buen recaudo, le desactivo el dispositivo localizador por satélite, y le pongo unas placas de matrícula nuevas, tan rápidamente como me es posible. Luego llamo al vendedor y le explico que tienen en su poder cincuenta de los grandes en billetes falsos. No tienen elección: o van a la policía, les confiscan los billetes, y se arriesgan a decirle a la compañía de seguros…
–La compañía de seguros no pagará…
–Exacto. Lo único que les queda es informar de que les han robado el vehículo. Les digo que lo que han de decir es que mientras me estaban enseñando el vehículo, alguien les llamó preguntando el coche. Se fueron a otro lugar y, al volver, yo les había robado las llaves del cajón de la cocina y me había llevado el coche. Incluso les pueden dar mi número de teléfono. El número los conducirá a un móvil anónimo. Me entregan un móvil nuevo con cada envío.
Durante un rato no habla ninguno de los dos. Él saca un Nokia del bolsillo y lo sostiene en alto sujetándolo entre dos dedos, como si fuese una prueba en un juicio. Y ahora empieza a pesarle la cabeza. Los efectos de cuatro whiskies largos y cuatro jarras de cerveza se están haciendo notar. Desearía estar con ella en otro lugar, en cualquier sitio, pero no aquí, especialmente no aquí.
–Cuando estábamos allí fuera –dice ella, finalmente–, fuera de la comisaría el sábado. Estábamos allí y me mentiste. No pienses que tengo nada que ver con esto, eso fue lo que me dijiste, como si te ofendiese que te lo hubiese preguntado. Sabes, cada vez que me tenía la más mínima duda de que podías estar implicado en algo sucio, sentía vergüenza de mí misma. Me hacías creer tus mentiras hasta tal punto que me odiaba a mí misma si dejaba de creerlas.
–Sólo hubo una mentira.
–¿Ah sí? ¿Y todos los viajes para comprar coches, todas las tardes fuera de casa? Todo una mentira. ¿El concesionario? Una auténtica mentira. Tú, tú eres una mentira. Y para colmo te estabas tirando a una policía. La guinda del pastel. ¡Debes de haberte sentido jodidamente listo!
El whisky le está dando pinchazos en las tripas. No se siente listo. Se siente como si hubiese llevado a cabo un timo de lo más inútil y le hubiese costado la única persona que le importa. Se siente como un idiota.
–Sólo le compro a los ricos. Si me parece que están pasando por dificultades de algún tipo, lo dejo. Se trata de coches caros, la gente que los conduce son espabilados. Les dices que no tienen otra elección que informar de que les han robado el coche, y luego añades cincuenta de los grandes en billetes de muy buena calidad para que se los gasten con sentido común. Eso suaviza un tanto el golpe.
–¡Así que se trata de una institución benéfica!
–Y siempre retiro el dinero del banco –continúa, soltándolo todo ahora–. Cincuenta de los grandes, por si en algún momento alguien me pregunta dónde estuve ayer por la noche, ya sabes, como tú el sábado.
–Realmente has pensado en todo… –dice ella, desviando la mirada hacia la oscuridad de la noche–. ¿Cuánto sacas de todo esto?
–No mucho. He renegociado el precio de los billetes, pero todavía me cuestan un veinte por ciento. Si compro un coche por cincuenta de los grandes, me cuesta diez. Y lo vendo por quince o dieciséis. Gano cinco o seis de los grandes con cada coche.
–Los chicos sacan eso por robar coches de la calle. ¿Por qué no revendes los billetes y doblas el dinero?
–Porque de esta manera no corro apenas riesgos. Subimos el coche dentro de un camión y luego llamo al vendedor para darle las malas noticias. Hasta ese momento nadie ha informado de ningún robo. No hay riesgos para mí, o para los compradores.
–¿Quiénes son los compradores?
–Tengo un contacto. Resulta que detrás está Lanny Bride. No lo sabía. La única persona que veo es un conductor de camión. Cada noche de trabajo me llevo dos coches, y gano diez de los grandes.
–¿Se exportan?
–Nunca lo he preguntado. Tras una semana de trabajo me ingresan cincuenta mil libras en una cuenta propia en Honduras.
–¿Y cuánto tiempo pensabas seguir con esto?
–Cinco años.
–Suena muy calculado.
–A este ritmo en cinco años tendré suficiente para un yate de dieciocho metros de eslora y para los gastos de mantenimiento para siempre. Ese es mi precio, mi escapatoria.
Él observa por encima del hombro el concesionario y la ciudad detrás, luego el cielo en lo alto, como si eso pudiese ser de alguna utilidad.
–Volví a casa para ayudar a Joe a vender el concesionario. En un mes me lo encuentro muerto y mi padre tiene su primer ataque. Fue entonces cuando me di cuenta. Llevaba fuera veinte años, el hijo pródigo que quería dejar la vida criminal. Y lo hice. Me marché. Pero lo cierto es que nunca supe qué hacer una vez me había marchado.
–¿Y lo de la policía? Eso que me contaste, ¿o era otra mentira?
John resopla.
–Durante un tiempo, sí. Esa iba a ser mi vida, el hijo que abandonó a su padre delincuente para convertirse policía.
–¿Y qué pasó?
–No me atreví. Me rajé.
–Pudiste abrirte camino.
–No fue así. Fui de aquí para allá. Enseñé inglés, trabajé en bares, de cocinero de comida rápida, de sobrecargo en un ferry durante un tiempo… A la edad de treinta años me formé como contable y una década más tarde ganaba cuarenta de los grandes al año, la mayor parte de los cuales gastaba en comida y vino. Entonces te conocí.
–¡Vaya! ¡Así que todo esto es culpa mía!
–Hiciste que tomase conciencia, Den. Que mirase en mi interior. Estaba cansado de esforzarme por ser un ciudadano recto, que sabía que dondequiera que fuese alguien descubriría quién era mi padre. ¿Te puedes imaginar lo que es ser un contable y tener un padre como Tony Ray? Quería liberarme. Liberarme de mi nombre.
Se desploma hacia un lado contra la puerta, como si le diese vergüenza contárselo, incluso mirarla.
–El mar. Despertarme en un yate. Todos los días. Un yate al sol, mecerse en la marea, con las gaviotas sobrevolando. Eso es lo que quiero. Eso es todo. ¿Es pedi
r demasiado?
Hace una mueca, evitando un bostezo.
–Ni siquiera soy un buen contable. Ganaba cuarenta de los grandes. La residencia de mi padre cuesta más que eso.
–Es más de lo que yo gano.
–Para ti es diferente. Tú estás haciendo algo bueno. Por lo menos crees que lo estás haciendo.
–Creía que estabas a favor de la policía.
–Antes sí.
Se pasa una mano por la frente empapada de sudor.
–Pero ahora no creo que sirva de nada. Me surgió este tema de la falsificación de dinero, yo no lo busqué. Pero de repente vi la posibilidad de dejarlo todo de una vez por todas.
–¿Un yate? ¿Eso es todo?
–¿Y tú? Persiguiendo a la escoria, descubriendo cadáveres, llamando a la puerta de familiares para darles las malas noticias.
–Haciendo del mundo un lugar aceptable para vivir.
–Yo me crié entre criminales. Los cogen, salen de la cárcel, los matan. Y nada cambia. Pero esto es lo que sé: nací en el lugar equivocado. Todo lo que poseíamos nos lo daban de la parte de atrás de un maldito camión, regalos de navidad, ropa, botas de fútbol. Todo lo que recuerdo de mi madre son los momentos en que me arrastraba por los mercados vigilando a los vendedores de perfume.
–Opium –dice Den, como para sí.
Él no entiende.
–Opium. Llevaba Opium. Donna Macken.
–Lo sé –dice él en voz baja.
–¿Qué?
Él traga la bilis amarga que tiene en la garganta.
–Hay un billete de veinte falso en el apartamento de Craig Bairstow.
–¿Bairstow?
–El tipo del hotel. Fue él quien la mató.
Ella se revuelve en el asiento.
–¿Cómo lo sabes?
–Craig Bairstow tenía uno de los billetes con los que traficaba Bilyk. Entré en su apartamento hoy y lo cambié por uno de los míos.
–No te creo. Justamente…
–Para Bairstow no es importante. Y para Bilyk tampoco. Bilyk ya hace tiempo que ha huido.
–No eres diferente de tu padre. ¿Libertad? Todo esto no es por un yate. Eres patético.
Las arrugas de su cara brillan con el sudor. Parece viejo, demacrado. Tiene la mano en el pomo de la puerta.
–¿Soñar con el Mediterráneo? Fuiste tú quien hizo que lo deseara, Den. Me alejaste del borde del abismo. Quería vivirlo contigo.
Se detiene, esperando una respuesta. No la hay. Deja caer su cuerpo un poco, y luego abre la puerta.
Un pie en el asfalto, pero ella no ha terminado.
–Hay algo más que no entiendo.
–¿Qué? –dice él, aturdido, aliviado por haber acabado.
–¿Por qué dejas tu tarjeta de visita en el Mondeo si hay billetes falsos en el maletero?
Él explota, en una mezcla de risa y de tos profunda y ronca. Su aliento nauseabundo huele a whisky, cigarrillos y tripas podridas.
–¡Me olvidaba! –dice, respirando con dificultad–. Cada vez que traigo un coche, pongo una tarjeta en la guantera, u otra cosa, un folleto, cualquier cosa que tenga un membrete, para que el coche sea legal. A partir de entonces el coche es nuestro, lo que ocurre es que estamos un poco retrasados con los documentos de matrícula.
–Así pues, viajo al sur en tren para comprar dos coches, pero uno de ellos no era adecuado. Regreso, meto cincuenta de los grandes en el maletero, y tengo tanta prisa por verte que me dejo allí la puñetera tarjeta. Porque eres el centro de mi vida. Porque te quiero. Todo esto lo hacía por tú. Tú no eras mi coartada. Ni por un instante.
Los ojos de ella están hinchados, pero de ninguna manera va a verla llorar, no en este momento.
–Pero eres un delincuente –consigue decir ella con voz débil pero firme.
–Soy el hijo de un delincuente. El hermano de un delincuente. Eso me lo han dicho demasiadas veces.
–Yo no. Ni una sola vez. Nunca. ¿Y qué me dices de esto?
Saca del bolsillo el sobre blanco.
–¿Vas a culpar a tu padre de esto? ¿Dos millones y medio de libras en coches?
Él sonríe.
–Ábrelo.
–John, ¿de verdad tengo que…?
–Ábrelo. Vamos.
–Y luego, ¿qué? –dice, rasgando el sobre furiosamente–. ¿Vas a intentar quitármelo?
Ella extrae una única hoja.
No hay nada escrito.
–¿Qué demonios?
–Lanny no iba a vender al hijo de Tony Ray. Ni de broma. Se estaba marcando un farol. No es tan agudo como cree. Yo soy el listo, ¿recuerdas?
Ella hace una pelota con el papel, y lo deja caer.
–Podrías haberte salido con la tuya con esto, John. Los coches, el dinero. ¡Te habrías salido con la tuya!
Él sale del coche y se queda en la acera.
–No quería seguir mintiéndote, Den. Porque te quiero.
Ella arranca el coche.
–No te vuelvas a poner en contacto conmigo.
–¿Den? Me gustaría…
–Hablo en serio.
–Tienes tu propio lugar en el yate, si quieres.
Ella ríe, y durante un instante ve al hombre a quien salvó del abismo, y que a su vez convirtió la vida de ella en algo emocionante y decadente y que merecía la pena vivir. Que la amaba, y que sabía cómo ser amado.
Él se queda allí, sonriendo, mientras el coche se aleja.
–Ya está bien, Den –se dice a sí mismo–. Ya puedes dejar de grabar.
Tras esto regresa a la barra del Black Horse para esperar la llegada de la policía de West Yorkshire.
*
Ella pasa por delante de Vehículos Tony Ray, tratando de no mirar, y al final de la calle gira a la derecha hacia Regent Street. El monstruo negruzco de Millgarth aparece en los espejos del coche mientras se dirige hacia las afueras de la ciudad, sin saber a dónde va. Tras tres o cuatro kilómetros, no puede ver lo suficientemente bien como para seguir conduciendo. Detiene el coche, cruza los brazos sobre el volante, y deja que pase lo peor.
Con la cara manchada de lágrimas y saliva, busca dentro de la chaqueta y encuentra un pequeño micrófono. El cable va por el forro del bolsillo y está conectado a una pequeña grabadora digital. Saca la grabadora y se pone a enredar con ella hasta que aparece una pequeña tarjeta de memoria de plástico.
Tiene los dedos mojados y apenas ve lo que hace. La tarjeta se le escapa de los dedos y cae al suelo. Le lleva un rato encontrarla, tras buscarla a tientas junto a los pies. Luego abre la puerta, la tira al suelo, y la machaca con el tacón hasta que se desarman los bordes de plástico azules y aparece el delicado sistema de circuitos. Sale del coche, recoge el montón de restos mojados, y busca la alcantarilla más cercana.
EPÍLOGO
Una copa de fino bien frío y un bol de cacahuetes con sabor a paprika. ¿Y luego? Una tajada de carne de ternera con semillas de calabaza y risotto de avellana. No sabe si todavía lo tienen en el menú, pero eso fue lo que tomó la última vez que estuvo aquí, con Den.
Una mesa en un rincón en Anthony’s. Pero esta vez sin Den. Siempre le ha gustado este sitio. ¿En qué otro local de Leeds te preparan un risotto de avellana? Incluso la decoración se adecúa a su estado de ánimo, los colores crema y marrón, las sillas formales, de respaldo alto, sin la tontería de las flores en las mesas. El personal podría cerrar el pico de vez en cuando, pero se trata de algo inevitable.
Anthony’s es justamente el lugar en que querrías comer cuando tienes el resto de tu vida por delante como un lienzo en blanco, y ni siquiera sabes qué vas a hacer con el resto del día. ¿Un almuerzo con dos botellas de vino? Como mínimo.
Escucha sus pasos por el suelo de madera. Levanta la vista. Nota algo diferente en ella. No lleva piercings en la nariz, y ha puesto algo de orden en su cabello. Parece mayor, vestida de traje pantalón marrón oscuro de líneas elegantes, con un top color crema.
–¡Vas a juego con el restaurante! –dice John mientras se levanta para besarla escuetamente en las dos mejillas–. Es
tás muy guapa, por cierto.
–Gracias.
El camarero viene a atenderlos en un instante.
–¿Un fino? –pregunta John.
–Sólo agua –le dice ella al camarero–. Tomaré vino con la comida.
Se sientan a la mesa, manteniendo la sonrisa. Para John la situación habría sido menos cómoda si no se hubiese bebido un gin tonic en casa para calmar los nervios.
–Bueno, ¿qué tal estás?
–Estoy bien.
–¿Has estado haciendo ejercicio?
–Un poco. ¿Y tú? Veo que has… engordado un poco.
Él sonríe.
–Después de tres semanas en Francia, ¡esto es lo mejor he podido hacer!
Después de recorrer Francia en solitario, John ha regresado a casa para encarar la realidad de lo que ha dejado atrás. Y no tiene ni idea de qué es lo que va a hacer.
Llega el camarero.
–¿Podría traernos una botella de Albariño, sea del tipo que sea? –le pregunta John al camarero, que asiente en señal de aprobación.
Hacen chocar las copas.
–¡Salud!
–No deberías hacer eso con el agua.
–No pasa nada, podemos volver a hacerlo cuando venga el vino.
–Muy pragmática.
–¿Yo? –dice antes de tomar un sorbo de agua–. Sí, y mucho.
Él se acaba el jerez.
–¿Has visto a Freddy? –pregunta ella.
–No. Llegué ayer, aunque sí he hablado con él. Se siente como si todo el planeta hubiese estallado a sus pies y fuese culpa suya.
–¿Lo meterán dentro, supongo?
–¿Dentro? ¿Quieres decir en la cárcel? No lo sé. Lo han acusado de conspiración para introducir moneda falsa. No pueden acusarlo de posesión, ni tampoco de haber introducido él mismo el material.