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Paranoia

Page 9

by Joseph Finder


  Así que me pasé por Alley Cat, pues sabía que Seth estaría trabajando esa noche. Sólo quería sentarme en la barra y quemarme el cerebro con bebida gratis.

  – Qué tal, tío -dijo Seth, contento de verme-. Primer día en el sitio nuevo, ¿no?

  – Sí…

  – ¿Qué? ¿Tan mal va la cosa?

  – No quiero hablar de ello.

  – Realmente mal. Vaya.

  Me sirvió un whisky como si yo fuera un viejo borracho, un cliente habitual. El whisky se me subió de inmediato a la cabeza. No había cenado y estaba agotado. Fue una sensación muy agradable.

  – Pero tío, no puede ser tan malo. Es tu primer día, te muestran dónde queda el baño, ¿no es así? -Levantó la cara para mirar el partido de baloncesto que había en la tele y luego volvió a mirarme.

  Le hablé de Nora Sommers y de la pequeña jugarreta con lo del Apple Newton.

  – ¡Pero qué zorra! ¿Por qué tenía que atacarte de esa manera? ¿Qué esperaba? Eres nuevo, no sabes nada, ¿no es así?

  Negué con la cabeza.

  – No, ella…

  Me di cuenta en ese momento de que había omitido una parte esencial de la historia, la parte en que se suponía que yo era una de las superestrellas de Wyatt. Mierda. La anécdota sólo tenía sentido si uno sabía que la mujer dragón estaba tratando de bajarme del pedestal. Sentía que mi cerebro era un huevo revuelto, queso fundido; tratar de corregir este mínimo error me parecía una tarea insuperable, como escalar el Everest o cruzar el Atlántico a nado. Ya me había dejado coger en la mentira. Me sentía pegajoso y muy cansado. Por fortuna, alguien llamó la atención de Seth y le hizo una seña.

  – Lo siento, amigo, hoy es noche de hamburguesas a mitad de precio -dijo al tiempo que llevaba a alguna mesa un par de cervezas.

  Me sorprendí pensando en la gente que había conocido durante el día, el «reparto» (como se había referido a ellos el raro de Noah Mordden) que ahora me desfilaba por la cabeza, una serie de personajes cada vez más y más grotescos. Quería informar de mi misión a alguien, pero no podía. Más que nada, quería hacer un download, hablar de Chad y de Phil no sé qué, el viejo aquel. Quería hablarle a alguien sobre Trion y sobre lo que era Trion y sobre mi encuentro con Jock Goddard en la cafetería. Pero no podía hacerlo, porque no estaba seguro de recordar después el trazado de la Gran Muralla, cuál era la parte que nadie debía saber.

  El colocón del whisky empezó a desaparecer, y un tarareo de ansiedad, grave como una nota de pedal, empezó a hacerse más fuerte, a volverse poco a poco más agudo, como el acoplamiento de un micrófono, tan agudo como para reventarte los oídos. Para cuando regresó, Seth había olvidado de qué estábamos hablando. Seth, como la mayoría de los tíos, tiende a concentrarse más en sus propias cosas que en las ajenas. Salvado por el narcisismo masculino.

  – Joder, a las mujeres les encantan los camareros -dijo-. ¿Por qué será?

  – No lo sé, Seth. Tal vez eres tú el que les gusta.

  Incliné mi vaso hacia él.

  – Sin duda. Sin duda.

  Me puso un poco más de whisky y añadió más hielo. En voz baja, voz de confidencia, que apenas se oía en el barullo de las voces alegres y la estridencia del partido de básquet, me dijo:

  – Mi jefe dice que no le gusta mi forma de servir. Me obliga a usar uno de esos aparatos para medir la cantidad, a practicar todo el tiempo. Ahora me pone continuamente a prueba. «¡Sírveme! ¡Demasiado! ¡Estás regalando la mercancía!»

  – Pues a mí me parece que tu forma de servir es perfecta -dije.

  – Y se supone que debo escribir la cuenta.

  – Cóbrame. Ahora soy rico.

  – Nada, nada. Nos dejan regalar cuatro bebidas por noche, no te preocupes. Así que crees que te va mal en el trabajo. Mi jefe en el bufete no deja de joderme la vida si llego diez minutos tarde.

  Moví la cabeza.

  – Shapiro no sabe cómo se usa una fotocopiadora. No sabe cómo se manda un fax. No sabe ni siquiera cómo se hace una búsqueda Lexis-Nexis. Sin mí, se hundiría.

  – Tal vez quiere que sea otro quien haga el trabajo sucio.

  Seth no pareció escucharme.

  – ¿Te conté mi último plan?

  – Cuéntame.

  – ¡Jingles! ¿Qué te parece?

  – ¿Eh?

  – ¡Jingles! ¡Como ésos! -Señaló el televisor, un anuncio chapucero y barato de una compañía de colchones en el que sonaba una cancioncilla estúpida y molesta-. Conocí a un tío en el bufete, trabaja para una agencia de publicidad y me lo explicó todo. Me dijo que podía conseguirme una prueba con una de esas compañías de jingles, Megamusic o Crushing o Rocket. Dijo que la forma más fácil de entrar es escribir uno.

  – Pero tú ni siquiera sabes leer una partitura, Seth.

  – ¡No pasa nada! Muchos de los tíos más talentosos no saben leer una partitura. Quiero decir, ¿cuánto tardas en aprender treinta segundos de música? La chica que hace todos los anuncios de JC Penney, según él, apenas si sabe leer una partitura, ¡pero tiene voz!

  Una mujer que estaba a mi lado en la barra llamó a Seth diciendo:

  – ¿Qué vinos tenéis?

  – Rojo, blanco, rosado -dijo él-. ¿Qué le sirvo?

  Ella dijo que blanco y él le sirvió una copa, se dio la vuelta y siguió hablándome.

  – Sin embargo, el dinero de verdad está en el canto. Sólo tengo que armar una maqueta, un CD, y muy pronto estaré en la lista de los principales. Todo depende de los contactos. ¿Me sigues? ¡Nada de trabajo, mucho dinero!

  – Suena genial -dije sin demasiado entusiasmo.

  – ¿No te gusta la idea?

  – No, suena genial, de verdad -dije, fingiendo algo más de entusiasmo-. Es un gran plan.

  En los últimos dos años habíamos hablado a menudo sobre ese tipo de planes: cómo trabajar lo menos posible. Le fascinaba oírme explicar cómo pasaba el tiempo holgazaneando en Wyatt, cómo pasaba horas en Internet mirando la página del Onion, o sitios web como aburridoeneltrabajo.com, megustaelbacon.com o putaempresa.com. Me gustaban particularmente las páginas que contaban con un «botón anti-jefes» sobre el que podías hacer clic cuando pasaba tu superior, de manera que desaparecían de la pantalla las cosas graciosas y aparecía la aburrida página Excel en que estabas trabajando. Ambos nos enorgullecíamos de lo poco que trabajábamos. Por eso le gustaba tanto a Seth trabajar como asistente de un abogado: porque le permitía mantenerse al margen, libre de supervisión, cínico y alejado de todo compromiso con el mundo del laboral.

  Me puse de pie para ir a mear y de regreso compré una cajetilla de Camel en la máquina.

  – ¿Otra vez con esta mierda? -dijo Seth cuando me sorprendió quitándole el plástico.

  – Ya, ya -dije en tono de déjame-en-paz.

  – Pues no vengas a pedirme ayuda arrastrando tu bomba de oxígeno. -Sacó del congelador un vaso helado de martini y sirvió un poco de vermouth-. Mira esto -dijo. Tiró el vermouth por encima del hombro y se sirvió un poco de Bombay Sapphire-. Esto es lo que yo llamo un martini perfecto.

  Bebí un trago largo de whisky mientras él iba a servir y cobrar el martini, y disfruté el ardor que sentía en el fondo de la garganta. Ahora sí comenzaba a hacer efecto. Me sentía inestable sobre la silla de la barra. Bebía como el consabido jornalero con su cheque en el bolsillo. Nora Sommers y Chad Pierson y los demás habían comenzado a retroceder, a encogerse, a asumir un aura inofensiva y grotesca de personajes de caricatura. Mi primer día había sido una mierda: ¿qué tenía eso de raro? Todo el mundo se sentía fuera de su elemento en el primer día en el trabajo nuevo. Yo era bueno: debía tener eso en mente. Si no fuera tan bueno, Wyatt no me hubiera escogido para esta misión. Evidentemente, ni él ni su consigliere Judith perderían el tiempo conmigo si no consideraran que podía lograrlo. Simplemente me habrían despedido y arrojado al sistema legal para que me defendiera por mí mismo. Y para este momento, ya estaría acostado boca abajo sobre la litera de Marion.

  Empecé a sentir una agradable oleada de confianza, a
limentada por el alcohol y rayana en la megalomanía. Había aterrizado en paracaídas en medio de la Alemania Nazi, con poco más que mis raciones K y una radio de onda corta, y el éxito de los aliados dependía enteramente de mí, nada más ni nada menos que el destino de la civilización occidental.

  – Hoy he visto a Elliot Krause en el centro -dijo Seth.

  Lo miré sin comprender.

  – ¿Elliot Krause? ¿Recuerdas? ¿Elliot Portaváter?

  Mi capacidad de reacción se había ralentizado; me tomó unos segundos, pero acabé por romper a reír. No había oído el nombre de Elliot Krause en muchos años.

  – Es socio de una firma de abogados, por supuesto.

  – Especializada en… derecho ambiental, ¿no? -dije, ahogándome de risa y escupiendo un trago de whisky.

  – ¿Recuerdas su cara?

  – ¿Qué cara? ¿Recuerdas sus pantalones?

  Por eso me gustaba estar con Seth. Hablábamos en clave Morse; entendíamos las referencias del otro, las bromas privadas. Nuestra historia compartida nos proporcionaba un lenguaje secreto, como el que tienen los gemelos cuando son bebés. En tiempos del instituto, Seth había trabajado un verano en un estirado club de tenis, haciendo mantenimiento de las pistas durante un importante torneo internacional. Un día me dejó entrar sin cobrarme. Los organizadores habían traído unos de esos «servicios sanitarios portátiles» para hacer frente a la afluencia de espectadores -Una Casa a Mano o Portaváter o Retrete al Instante, no recuerdo cuál era el nombre «ingenioso» que tenían-, esas cosas que parecen neveras gigantes. Para el segundo o tercer día ya se habían llenado, pero el equipo de Una Casa a Mano no se había preocupado por ir a vaciarlos, y apestaban.

  Había un chico pijo llamado Elliot Krause que ambos odiábamos, en parte porque le había robado la novia a Seth y en parte porque a los chicos de clase obrera nos miraba con desprecio. Se presentó en el torneo vestido con un suéter de tenis más bien afeminado y con pantalones blancos de dril, llevando del brazo a la novia de Seth, y cometió el error de entrar en uno de los servicios. Seth, que en ese instante estaba recogiendo basura con un punzón, se dio cuenta y me lanzó una sonrisa malvada. Se acercó corriendo a la cabina, aseguró el pestillo con el mango de su recogedor de basura, y nuestro amigo Flash Flaherty y yo comenzamos a sacudir el Orinal de Calle de un lado al otro. Oíamos a Elliot gritando desde dentro «¡Ey! ¿Qué coño pasa?», y oíamos el chapoteo de los inefables contenidos, y acabamos por volcar el aparato con Elliot atrapado en su interior. No quiero imaginar la materia en que flotaba Elliot en esos momentos. Seth fue despedido, pero insistió en que había valido la pena: habría pagado generosamente sólo por tener el privilegio de ver a Elliot Krause salir con su ropa-antiguamente-blanca, haciendo arcadas y cubierto de mierda.

  Para ese momento, mientras recordábamos a Elliot Krause poniéndose sus gafas manchadas de mierda sobre su nariz cubierta de mierda para salir a trompicones de Una Casa a Mano, ya me estaba riendo con tanta fuerza que perdí el equilibrio y caí al suelo. Me quedé allí un par de segundos, incapaz de levantarme. La gente se agolpó a mi alrededor inclinando cabezas gigantes y preguntando si me encontraba bien. Había cogido un pedo total. Todo se había vuelto borroso. Por alguna razón se me apareció una imagen de mi padre y Antwoine Leonard; la idea me pareció escandalosamente cómica, y no pude parar de reír.

  Sentí que alguien me agarraba del hombro, que alguien más me cogía por el codo, Seth y otro tío me ayudaban a salir del bar. Todo el mundo parecía mirarme.

  – Lo siento, tío -dije, sintiendo cómo me sobrevenía una ola de vergüenza-. Gracias. Mi coche está justo ahí.

  – Hoy no conduces, amigo.

  – Está justo ahí -insistí sin mucha convicción.

  – Este no es tu coche. Es un Audi o algo así.

  – Es mío -dije con firmeza, y puntué la declaración asintiendo vigorosamente-. Audi… A6, creo.

  – ¿Qué le pasó al Bondo?

  Sacudí la cabeza.

  – Coche nuevo.

  – ¡Hombre! Qué, ¿te pagan mucho más en el trabajo de ahora?

  – Sí -dije, y enseguida añadí, con lengua enredada-: no mucho más.

  Llamó a un taxi de un silbido; él y el otro tío me empujaron dentro.

  – ¿Recuerdas dónde vives? -dijo Seth.

  – Pero ¿qué te pasa? -dije yo-. Claro que sí.

  – ¿Quieres llevarte un café para el camino, algo que te despierte un poco?

  – No -dije-. Tengo que irme a dormir. Trabajo mañana.

  Seth rió.

  – No te envidio, tío -dijo.

  Capítulo 17

  En mitad de la noche me sonó el móvil y casi me destroza el tímpano, sólo que no era la mitad de la noche. Tras las persianas se alcanzaba a ver un rayo de luz. El reloj marcaba las cinco y media. ¿A.m?, ¿p.m.? Estaba tan desorientado que no tenía la menor idea. Cogí el teléfono y deseé no haberlo dejado encendido.

  – ¿Sí?

  – ¿Estaba dormido todavía? -dijo una voz incrédula.

  – ¿Quién es?

  – Dejó el Audi en una zona prohibida. -Era Arnold Meacham. Lo reconocí de inmediato: el nazi de seguridad de Wyatt-. El coche no es suyo, Cassidy. Wyatt Telecommunications lo ha alquilado para usted, y lo mínimo que podría hacer sería cuidarlo un poco, no dejarlo por ahí como un condón desechado.

  Todo me llegó de golpe: la noche anterior, la borrachera en Alley Cat, haber llegado de alguna manera a casa, haber olvidado poner la alarma… ¡Trion!

  – Mierda -dije, incorporándome de un salto. Mi estómago dio una voltereta. La cabeza me latía, parecía enorme, como la de uno de esos extraterrestres de Star Trek.

  – Las reglas fueron muy claras -dijo Meacham-. Nada de juergas. Nada de fiestas. De usted se espera que funcione al máximo de sus capacidades.

  ¿Hablaba más rápido y más alto de lo normal? En todo caso, eso parecía. Apenas si alcanzaba a seguirle el ritmo.

  – Lo sé -dije con voz ronca y poco convencida.

  – No es un comienzo demasiado prometedor.

  – Ayer fue un día de mucho… de mucho trabajo. Fue mi primer día, y mi padre…

  – Sí, sí. Me importa un pimiento, la verdad. Tenemos un acuerdo explícito, y esperamos que usted lo cumpla. ¿Qué ha averiguado sobre los trabajos secretos?

  – ¿Trabajos secretos? -Dejé caer los pies sobre el suelo y me senté en el borde de la cama, masajeándome las sienes con la mano libre.

  – Proyectos secretos, codificados. ¿Para qué coño cree usted que está allí?

  – Es demasiado temprano -dije-. Demasiado pronto, quiero decir. -Poco a poco mi cerebro comenzaba a funcionar-. Ayer me acompañaron en todo momento. No estuve solo ni un minuto. Habría sido demasiado arriesgado intentar escabullirme. No querrán ustedes que eche a perder la misión en el primer día.

  Meacham quedó en silencio unos segundos.

  – Muy bien -dijo-. Pero pronto habrá una oportunidad, y espero que la aproveche. Quiero un informe hoy a última hora, ¿está claro?

  Capítulo 18

  A la hora de la comida ya me había pasado un poco la sensación de muerto ambulante, así que decidí subir al gimnasio -perdón, el «complejo deportivo»- para hacer algunos ejercicios rápidos. El complejo deportivo estaba en la azotea del ala E, en una especie de burbuja con pistas de tenis, todo tipo de equipos cardiovasculares, cintas y StairMasters y máquinas elípticas todas equipadas con pantallas individuales de vídeo y televisión. Los vestuarios tenían baño turco y sauna y eran tan espaciosos y elegantes como cualquier club deportivo que yo hubiera visto en mi vida.

  Me había cambiado y estaba a punto de comenzar con las máquinas y las pesas cuando Chad Pierson entró, con aire despreocupado, al vestuario.

  – Ah, nuestro campeón -dijo Chad-. ¿Qué tal, macho?

  Abrió una taquilla vecina de la mía.

  – ¿Vienes para el baloncesto?

  – En realidad, pensaba…

  – Debe de haber comenzado un partido. ¿Quieres jugar?

 
; Dudé un instante.

  – Bueno, vale.

  No había nadie más en la pista de baloncesto, así que esperamos un par de minutos, driblando y lanzando. Al final, Chad dijo:

  – ¿Qué te parece un partidillo uno contra uno?

  – Vamos.

  – A once. ¿Saca el que anota?

  – Vale.

  – Escucha, ¿y si hacemos una pequeña apuesta? No soy demasiado competitivo, y esto tal vez lo vuelva más interesante.

  Sí, claro. Tú no eres competitivo.

  – ¿Unas cervezas o algo así? -pregunté.

  – Venga, tío. Un verde tipo C. Cien dólares.

  ¿Un verde tipo C? ¿Acaso estábamos en Las Vegas con los chicos del Rat Pack? [5]A regañadientes, dije:

  – Vale, vale, lo que sea.

  Grave error. Chad era bueno, jugaba con agresividad y yo estaba en plena resaca. Desde la línea de tres puntos, Chad lanzaba y encestaba, y luego hacía una pistola con índice y pulgar, soplaba el humo del cañón y decía: «¡Caliente!»

  Chad entraba de espaldas al aro, empujándome, y así lanzó unos pocos sostenidos e inmediatamente tomó la delantera. De vez en cuando hacía el gesto de Alonzo Mourning, y movía ambas manos de adelante atrás como un tirador de precisión en medio de un tiroteo. Era terriblemente molesto.

  – Parece que no has traído tu equipo titular, ¿eh? -decía. Su expresión parecía benevolente, incluso preocupada, pero sus ojos brillaban de condescendencia.

  – Supongo que no -dije. Trataba de ser simpático, de disfrutar el partido, no dejarme provocar como un imbécil, pero Chad estaba comenzando a cabrearme. Cuando atacaba, no me sentía sincronizado, todavía no había desarrollado mi ritmo. Fallé algunos lanzamientos y él bloqueó algunos más. Pero entonces marqué unos cuantos puntos, y en poco tiempo el marcador era seis a tres. Me empecé a dar cuenta de que Chad entraba por la derecha.

 

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