Cerró el puño, hizo su pistola estúpida con los dedos. Entró por la derecha y marcó contra el tablero.
– ¡Dinero! -graznó.
Fue entonces cuando le di a una especie de botón mental y dejé que la competitividad comenzara a fluir. Chad siempre entraba con la derecha y lanzaba desde la derecha, noté. Era obvio que no podía entrar por la izquierda, que no tenía una buena mano izquierda. Así que empecé a cubrirle la derecha, obligándolo a ir por la izquierda, y luego metí un gancho.
Estaba en lo cierto. Chad no tenía mano izquierda. Desde ese lado fallaba sus lanzamientos, y un par de veces le quité al balón fácilmente cuando empezaba a driblar hacia dentro. Me ponía frente a él y con un salto le cubría la derecha y le obligaba a cambiar rápidamente de dirección. Mientras entraba en el ritmo del partido, había marcado siempre de cerca, así que Chad debió de pensar que yo no tenía un buen tiro. Cuando mis tiros lejanos comenzaron a entrar, pareció quedarse atónito.
– Me estabas dando ventaja -dijo, apretando los dientes-. Tienes buen tiro. Pero lo voy a anular.
Comencé a jugar con su psicología. Simulé buscar un tiro lejano, obligándolo así a saltar, y después entré por su costado. Funcionó tan bien que lo intenté de nuevo; Chad estaba tan tenso que funcionó aún mejor la segunda vez. Muy pronto estábamos empatados.
Le estaba poniendo nervioso. Empecé a hacer una pequeña finta hacía la izquierda, y él saltaba dándome espacio para entrar por la derecha. A cada canasta se veía que Chad se alteraba más y más.
Entré y lancé un gancho y luego encesté desde fuera. Ahora iba ganando, y Chad se estaba poniendo colorado y se estaba quedando sin aliento. Nada de conversación provocadora.
Iba por delante, diez a nueve. Entré driblando rápido y me detuve en seco. Chad resbaló y cayó de culo. Me tomé mi tiempo, enderecé los pies y lancé: limpia. Hice una pistola con el índice y el pulgar, soplé el humo y dije con una sonrisa:
– ¡Caliente!
Medio retrocediendo, medio cayendo contra la pared acolchada del gimnasio, Chad habló entrecortadamente:
– Me has sorprendido, tío. Juegas mejor de lo que había pensado. -Tragó una bocanada de aire-. Ha estado bien. Muy divertido. Pero la próxima vez te pegaré una paliza, amigo. Ahora sé cómo juegas. -Sonrió como si estuviera bromeando, estiró el brazo y me puso una mano sudorosa en el hombro-. Te debo un Franklin.
– Olvídalo. De todas formas, no me gusta jugar por dinero.
– No, en serio. Insisto. Cómprate una corbata nueva o algo.
– Nada de eso, Chad. No lo aceptaré.
– Te debo…
– No me debes nada, hombre -dije. Pensé un instante. No hay nada que le guste más a la gente que dar consejos-. Excepto tal vez uno o dos consejillos sobre Nora.
Los ojos se le iluminaron. Ahora estábamos jugando en su campo.
– Le hace lo mismo a todos los nuevos. Es su novatada habitual, no tiene importancia. No es nada personal, créeme. Yo recibí el mismo tratamiento cuando comencé aquí.
Noté el tácito «Y ahora mira dónde estoy». Chad se cuidó mucho de no criticar a Nora; sabía que debía ser cauteloso conmigo, no abrirse demasiado.
– Ya soy mayorcito -dije-. Puedo soportarlo.
– Te digo que no tendrás que hacerlo. Ella ha probado lo que quería probar. Tú ve con cuidado y ella te dejará en paz. No lo habría hecho si no te considerara un AP -alto potencial, quería decir-. Le caes bien. No habría luchado por tenerte en su equipo si no fuera así.
– Vale -dije.
No podía saber si me ocultaba algo.
– Quiero decir, si quieres… Fíjate, es como la reunión de esta tarde. Tom Lundgren estará, repasaremos las especificaciones del producto, ¿no? Y durante semanas hemos estado comiéndonos el coco, atorados en un diálogo de besugos acerca de si debemos ponerle compatibilidad GoldDust al Maestro -puso los ojos en blanco-. No me jodas, tío. Y ni mencionárselo a Nora. Como sea, tal vez sería bueno que tuvieras algo que decir sobre el GoldDust. No tienes que estar de acuerdo con Nora en que es una pura mierda y un inmenso desperdicio de dinero. Lo importante es tener una opinión al respecto. A ella le gustan los debates informados.
GoldDust, según sabía yo, era la última maravilla de la electrónica de consumo. Era el elegante nombre de marketing que un comité de ingeniería le había puesto a cierta tecnología de transmisión inalámbrica de corta distancia y baja potencia que supuestamente te permite conectar tu Palm o Blackberry o Lucid a un teléfono o a un portátil o a una impresora, lo que sea. Todo lo que haya en un radio de unos siete metros, más o menos. Tu ordenador puede hablarle a tu impresora, todo puede hablar con todo, sin antiestéticos cables con los que tropezarse. Iba a liberarnos de nuestras cadenas, de las conexiones y los cables y los traspiés. Por supuesto, lo que no se imaginaron los freaks que inventaron el GoldDust fue la explosión de los WiFi, 802.11 inalámbricos. Ya antes de que Wyatt me pusiera a padecer la Marcha de la Muerte en Bataan, había tenido conocimiento acerca del WiFi. De GoldDust supe por los ingenieros de Wyatt, que lo ridiculizaron hasta cansarse.
– Sí, en Wyatt siempre había alguien tratando de imponernos este asunto. Pero nos mantuvimos firmes.
Chad sacudió la cabeza.
– Los ingenieros quieren meterlo todo, sin importar los costos. ¿Qué les importa si nuestros precios suben a más de quinientos dólares? De todas formas, eso se va a mencionar esta tarde, seguro. Me imagino que en ese tema eres como pez en el agua.
– Sólo sé lo que he leído.
– En la reunión, te colocaré la pelota para un golpe perfecto. Gánate un par de puntos estratégicos con el jefe. Nunca sobra, ¿no?
Chad era como el papel de calcar; era traslúcido; sus motivos eran bien visibles. Era una víbora; nunca podría confiar en él, pero era obvio que intentaba formar una alianza conmigo, quizá con la teoría de que era mejor alinearse con el nuevo talento, ser mi amigo, que dar la apariencia de sentirse amenazado por mí. Que era, por supuesto, como se sentía.
– Muy bien. Gracias, tío -dije.
– Lo menos que puedo hacer.
Para cuando regresé a mi cubículo, quedaba media hora antes de la reunión, así que me conecté a Internet para hacer un poco de investigación de superficie acerca del GoldDust y al menos sonar como si supiera de qué estaba hablando. Estaba pasando a toda prisa por docenas de páginas de diversa calidad, algunas de promoción industrial, otras (como GoldDustparafreaks.com) dirigidas por freaks obsesionados con esta mierda, cuando sentí a alguien parado a mi lado y mirándome. Era Phil Bohjalian.
– El alumno entusiasta, ¿eh? -dijo. Se presentó-. Tu segundo día y mírate -sacudió la cabeza con asombro-. No trabajes demasiado, acabarás quemándote. Y además nos harás quedar mal a los otros.
Soltó una especie de risilla, como si lo dicho fuera una gracia o algo así, y salió por la parte izquierda del escenario.
Capítulo 19
El grupo de marketing del Maestro se reunió de nuevo en Corvette, y cada uno se sentó en su sitio de antes, como si tuviéramos las sillas asignadas.
Pero esta vez Tom Lundgren estaba presente, sentado en una silla que había contra la pared del fondo, no en la mesa de conferencias. Luego, justo antes de que Nora llamara al orden, entró Paul Camilletti, jefe de servicios financieros de Trion. Se veía magnífico, como un ídolo de matiné salido de Amor al estilo italiano; llevaba una chaqueta de pata de gallo color gris oscuro sobre un suéter negro de cuello redondo. Se sentó junto a Tom Lundgren, y toda la habitación quedó paralizada, cargada de electricidad, como si alguien hubiera accionado un interruptor.
Hasta Nora parecía un poco nerviosa.
– Bien -dijo-, ¿por qué no empezamos? Es un placer darle la bienvenida a Paul Camilletti, nuestro jefe de servicios financieros. Bienvenido, Paul.
Paul bajó la cabeza con el tipo de saludo que dice: «No me prestéis atención, me voy a sentar aquí de incógnito, anónimamente, como un elefante.»
– ¿Quién más está hoy con nosotros? ¿Quién
está en línea?
Una voz salió del intercomunicador.
– Ken Hsiao, Singapur.
Luego:
– Mike Matera, Bruselas.
– Muy bien -dijo Nora-, está toda la pandilla.
Se veía excitada, estimulada, pero era difícil saber hasta qué punto su actitud no era una demostración de entusiasmo pensada para Tom Lundgren y Paul Camilletti.
– Ahora es un buen momento para echar un vistazo a los pronósticos, revisar las bases, hacernos una idea de dónde estamos. Nadie quiere oír el viejo cliché de «marca en decadencia», ¿no es así? Maestro no es una marca en decadencia. No vamos a torpedear el valor de marca con el que Trion se ha hecho gracias a esta línea sólo por afán de novedad. Creo que todos estamos de acuerdo.
– Nora, soy Ken, desde Singapur.
– Dime, Ken.
– Pues… aquí hemos sentido la presión, tengo que decirlo, de Palm y de Sony y de Blackberry, particularmente en el espacio empresarial. Los pedidos iniciales de Maestro Gold para Asia y Pacífico no han sido demasiado importantes.
– Gracias, Ken -dijo ella presurosamente, interrumpiéndolo-. Kimberly, ¿cuál es tu percepción de los distribuidores?
Kimberly Ziegler, pálida y de aspecto nervioso, levantó su cabeza de rizos salvajes y miró a través de su montura de carey.
– Debo decir que mi opinión es muy distinta de la de Ken.
– ¿Ah, sí? ¿Distinta en qué sentido?
– Veo una diferenciación de productos que en realidad nos beneficia. Tenemos mejores índices de precios que los sistemas de paging textual avanzado de Sony o de Blackberry. Es cierto que la marca ha sufrido un cierto desgaste, pero la mejora del procesador y la memoria flash van a añadirle valor. Así que me parece que lo llevamos bien, especialmente en los mercados verticales.
Lameculos, pensé.
– Excelente -sonrió Nora, encantada-. Buena noticia. Me gustaría también saber qué opiniones se han recibido acerca de GoldDust… -Nora vio que Chad levantaba el dedo índice-. ¿Sí, Chad?
– Estaba pensando que tal vez Adam tenga algo que decir sobre GoldDust.
Nora se giró hacia mí.
– Genial, oigámoslo -dijo, como si yo acabara de ofrecerme para sentarme a tocar el piano.
– ¿GoldDust? -dije con una sonrisa de suficiencia-. Tío, ¿acaso se puede ser más 1999? El betamax de los inalámbricos. Eso pertenece a los tiempos de la Nueva Coca-Cola, la fusión en frío, el fútbol XFL y el Yugo.
Hubo algunas risitas apreciativas. Nora me observaba con fijeza. Continué:
– Los problemas de compatibilidad son tantos que ni siquiera hablemos de ellos. Quiero decir, eso de que los sistemas habilitados para el GoldDust funcionen sólo con productos del mismo fabricante, la falta de un código estándar. Philips repite y repite que van a sacar una versión nueva y estandarizada de GoldDust. Sí, claro: tal vez cuando todos hablemos en esperanto.
Nuevas risas, aunque noté de pasada que la mitad de los presentes habían puesto cara de piedra. Mordden me comía con los ojos, fascinado, igual que los mirones se quedan boquiabiertos frente a un accidente con varias víctimas mortales desparramadas sobre la mediana. Tom Lundgren me miraba con una sonrisa torcida y graciosa. Su pierna derecha se movía como un martillo neumático.
Mientras tanto, yo iba entrando en calor, sintiéndome cómodo.
– Quiero decir, el ritmo de transferencia es cuánto, ¿menos de un megabit por segundo? Patético, la verdad. Menos de la décima parte de un WiFi. Esto es un juego de niños. Y ni hablemos de lo fácil que es interceptar, es que no hay la más mínima seguridad.
– Toda la razón -dijo alguien en voz baja, pero no pude ver quién era. Mordden brillaba de contento. Phil Bohjalian me miraba con ojos entrecerrados: su expresión era críptica, imposible de interpretar. En ese momento levanté la cara y vi a Nora. Tenía la cara roja. Quiero decir que uno podía ver la ola de color subiéndole por el cuello hasta los ojos abiertos.
– ¿Ha terminado? -ladró.
De repente me sentí mareado. Esta no era la reacción que esperaba. Qué, ¿me había enrollado demasiado?
– Sí -dije con recelo.
Un tío de aspecto indio sentado al frente de mí dijo:
– ¿Por qué estamos repasando esto? Nora, pensé que habías tomado una decisión al respecto la semana pasada. Parecías muy convencida de que la funcionalidad añadida bien valía el coste. ¿Por qué volvéis los de marketing a este viejo debate? ¿No estaba decidido el asunto?
Chad, que había estado estudiando la tabla, dijo:
– Venga, tíos, dadle un respiro al nuevo. No podemos esperar que lo sepa todo, el pobre ni siquiera sabe todavía dónde está la máquina del capuchino.
– Creo que no debemos perder más tiempo en esto -dijo Nora-. Está decidido: GoldDust se añade.
Me lanzó una mirada de ira intensa.
Cuando terminó la reunión, después de veinte minutos de nudos en el estómago, y la gente empezó a salir de la habitación, Mordden me dio una palmadita rápida y furtiva en el hombro, lo cual debería habérmelo dicho todo. La había cagado del todo. La gente me lanzaba toda clase de miradas curiosas.
– Nora -dijo Paul Camilletti, levantando un dedo-, ¿te importa quedarte un segundo? Quisiera repasar unas cosillas.
Cuando salí, Chad se me acercó y habló en voz baja.
– Parece que no se lo tomó demasiado bien -dijo-. Pero fue una aportación valiosa, tío.
Sí, claro, hijo de puta.
Capítulo 20
Unos quince minutos después del final de la reunión, Mordden se pasó por mi cubículo.
– Bien, bien, me has impresionado.
– No me digas -dije sin mucho entusiasmo.
– Sí. Tienes más cojones de los que había pensado. Cogerla contra tu jefe, la temible Nora, en su proyecto favorito… -Sacudió la cabeza-. ¡Hablando de tensiones creativas! Pero alguien te debería poner al tanto de las consecuencias de tus acciones. Nora no olvida las afrentas. Ten en mente que los más crueles guardias de los campos nazis eran mujeres.
– Gracias por el consejo -dije.
– Tendrás que mantenerte alerta con respecto a posibles señales de disgusto. Por ejemplo, cajas vacías apiladas junto a tu cubículo. O de repente no lograr entrar en tu ordenador. O que Recursos Humanos te pida el carnet. Pero no te preocupes, te darán una buena recomendación, y en Trion los servicios de colocación externa son gratis.
– Ya. Gracias.
Me di cuenta de que tenía correo de voz. Cuando Mordden se fue, levanté el auricular.
Era un mensaje de Nora Sommers, que me pedía -no, me ordenaba- ir a su despacho de inmediato.
Cuando llegué, estaba azotando el teclado. Me dio una mirada rápida, lateral, reptilesca, y volvió al ordenador. Así me ignoró durante unos dos minutos. Me quedé allí, incómodo. Su rostro comenzó de nuevo a llenarse de rubor. Casi me dio lástima que su propia piel la delatara tan fácilmente.
Al final levantó la cabeza, se giró sobre su silla para mirarme de frente. Los ojos le brillaban, pero no de tristeza. Algo diferente, algo casi salvaje.
– Escuche, Nora, me gustaría disculparme por…
Ella habló en voz tan baja que apenas pude oírla.
– Sugiero que sea usted quien escuche, Adam. Ya ha hablado suficiente por hoy.
– Me he portado como un idiota…
– Y hacer semejante comentario frente a Camilletti, el Señor Tope de Gastos, el Señor Margen de Ganancia… Ahora tengo que llevar a cabo reparaciones urgentes, gracias a usted.
– He debido quedarme callado…
– Si trata de menoscabar mi autoridad -dijo-, no sabe con quién se ha metido.
– Si hubiera sabido…
– Ni se moleste. Phil Bohjalian me dijo que había pasado por su cubículo y lo había visto investigando apasionadamente acerca de GoldDust antes de la reunión, antes de su rechazo «casual», «improvisado», de esta importante tecnología. Déjeme que le asegure algo, señor Cassidy. Usted puede cree
rse un geniecillo de mierda por cuenta de su recorrido en Wyatt, pero aquí en Trion yo no me dormiría sobre los laureles. Si no se sube al autobús, el autobús va a arrollarlo. Y óigame bien: seré yo quien esté al volante.
Me quedé allí unos segundos, mientras ella me aniquilaba con esos gigantescos ojos de predador. Miré al suelo, levanté la cabeza.
– La he cagado -dije-, y la verdad es que le debo una disculpa inmensa. Evidentemente juzgué mal la situación, y probablemente me haya traído conmigo los viejos prejuicios de Wyatt, pero eso no es excusa. No volverá a ocurrir.
– No habrá oportunidad de que vuelva a ocurrir -dijo en voz baja. Era más dura que cualquier policía de tráfico que me hubiera obligado a detenerme a un lado de la carretera.
– Comprendo -dije-. Y si alguien me hubiera dicho que la decisión ya se había tomado, seguro que me hubiera callado la bocaza. Supongo que me imaginé que la gente aquí en Trion había oído hablar de lo de Sony. El error es mío.
– ¿Sony? -dijo-. ¿Qué quiere decir con «oído hablar de lo de Sony»?
La gente de espionaje industrial de Wyatt le había vendido esta primicia, y él me la había pasado para que la usara en un momento estratégico. Supuse que salvar mi cabeza contaba como momento estratégico.
– Ya sabe, lo de que están descartando sus planes de incorporar el GoldDust en sus nuevos ordenadores de mano.
– ¿Por qué? -preguntó con aire suspicaz.
– El último modelo de Microsoft Office no va a aceptarlo. Sony cree que si incorporan el GoldDust, perderán millones de dólares en ventas empresariales, así que optarán por Black-Hawk, el protocolo inalámbrico que Office sí aceptará.
– ¿Lo aceptará?
– Absolutamente.
– ¿Y está usted seguro de esto? ¿Sus fuentes son completamente fiables?
– Completamente, cien por cien. Me juego la vida.
– ¿Y la carrera también? -Sus ojos me penetraron como un taladro.
– Creo que acabo de hacerlo.
– Muy interesante -dijo-. Extremadamente interesante, Adam. Se lo agradezco.
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