Paranoia
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– Vale -dije-. Y eso quiere decir que…
Tomó un bocado más.
– Debería pensar seriamente en mejorar su calidad de vida, Adam, de verdad. Usted tiene, qué, ¿veinticinco?
– Veintiséis.
– Tiene décadas enteras por delante. Cuide su cuerpo. El cigarrillo, la bebida, los Big Macs y toda esa mierda… tiene que ponerle punto final a todo eso. Yo duermo tres horas por noche. No necesito más. ¿Se divierte, Adam?
– No.
– Bien. No está allí para divertirse. ¿Está usted cómodo con su nuevo papel en Trion?
– Voy aprendiendo los entresijos. Mi jefa es una zorra de mucho cuidado…
– No hablo de su fachada. Hablo de su verdadero trabajo: la penetración.
– ¿Cómodo? No, todavía no.
– Hay mucho en juego. Lo comprendo muy bien. ¿Sigue viendo a sus viejos amigos?
– Claro que sí.
– No espero que los abandone, eso puede levantar sospechas. Pero más vale que se asegure de mantener la boca callada, o se verá metido en un montón de mierda.
– Entendido.
– Asumo que no necesita que le recuerde las consecuencias de su fracaso.
– No necesito que me las recuerde.
– Muy bien. Su trabajo es difícil, pero el fracaso es mucho peor.
– La verdad es que estar en Trion me empieza a gustar.
Le estaba diciendo la verdad, pero sabía también que lo tomaría como una puñalada. Wyatt levantó la cara, sonrió de medio lado mientras masticaba.
– Es un placer escuchar eso.
– Dentro de poco, mi equipo hará una presentación frente a Augustine Goddard.
– El bueno de Jock Goddard, ¿eh? Bien, se dará usted cuenta de que no es más que una cotorra pedante y sentenciosa. Me parece que de verdad cree lo que dicen esos artículos lameculos, toda esa mierda estilo «la conciencia de la alta tecnología» que aparece constantemente en Fortune. El tío cree de verdad que su mierda es la única que no apesta.
Asentí; ¿qué esperaba que dijera? No conocía a Goddard, así que no podía estar de acuerdo ni en desacuerdo, pero la envidia de Wyatt me parecía transparente.
– ¿Cuándo se presentan ante el viejo pesado?
– En un par de semanas.
– Tal vez pueda ayudarle.
– Cualquier ayuda me sirve.
Sonó el timbre del teléfono y Wyatt contestó.
– ¿Sí? -dijo. Escuchó durante cosa de un minuto-. Muy bien -dijo entonces, y colgó-. Ha encontrado algo valioso, Adam. En una o dos semanas le daremos un informe completo sobre esta Alana Jennings.
– Claro. Como los que recibí sobre Lundgren y Sommers.
– No. Esto tendrá detalles de otra magnitud.
– ¿Por qué?
– Porque va usted a seguirle los pasos. Ella es su entrada. Y ahora que ha encontrado un código, quiero que me traiga los nombres de todos los trabajadores relacionados con Aurora. Todos, desde el director del proyecto hasta el conserje.
– ¿Cómo?
Me arrepentí tan pronto como lo dije.
– Arrégleselas. Ese es su trabajo. Y lo quiero para mañana.
– ¿Mañana?
– Así es.
– Está bien -dije, con un mínimo asomo de desafío en la voz-. Pero entonces tendrá usted lo que estaba buscando, ¿verdad? Y nuestros negocios habrán terminado.
– Nada de eso -dijo Wyatt. Sonrió, deslumbrándome con sus dientes blancos e inmensos-. Esto es tan sólo el comienzo, tío. No hemos hecho más que rasgar la superficie.
Capítulo 25
En ese momento estaba trabajando como un desquiciado. Estaba hecho polvo. Además de mi jornada normal en Trion, pasaba largas horas, hasta muy tarde por la noche, investigando en Internet, o repasando los archivos de espionaje industrial que Meacham y Wyatt me enviaban, los que me hacían parecer tan inteligente. Un par de veces estuve a punto de quedarme dormido en mitad del largo y atascado trayecto entre la oficina y mi casa. Abría de repente los ojos, me despertaba con una sacudida, y lograba evitar en el último segundo que mi coche invadiera el sentido opuesto o se incrustara en el que había delante. Generalmente era después de comer cuando comenzaba a desvanecerme, y necesitaba infusiones masivas de cafeína para no cruzar los brazos y caer dormido sobre mi escritorio. Mi fantasía era irme temprano a casa y meterme bajo las sábanas en mi tugurio y quedarme profundamente dormido en mitad de la tarde. Me alimentaba a base de café y Coca-Cola Light y Red Bull. Tenía círculos oscuros debajo de los ojos. Los adictos al trabajo, al menos, de todo esto sacan una especie de placer enfermizo; yo me sentía simplemente apaleado, como el caballo azotado de cierta novela rusa.
Pero trabajar como un loco ni siquiera era mi peor problema. Lo grave era que comenzaba a perder la noción de lo que mi trabajo «verdadero» implicaba y lo que implicaba mi trabajo «tapadera». Estaba tan ocupado yendo de reunión en reunión, tratando de cumplir con mi trabajo para que Nora no oliera sangre y se echara sobre mí, que apenas si tenía tiempo de merodear para recoger información acerca de Aurora.
De vez en cuando me encontraba con Mordden, en las reuniones del Maestro o en el comedor de empleados, y él se detenía un instante para conversar conmigo. Pero nunca mencionó esa noche en que me vio (o no me vio) saliendo del despacho de Nora. Tal vez no me había visto. O tal vez sí, y por alguna razón había decidido no decir nada al respecto.
Además comencé a recibir cada dos noches un correo electrónico de «Arthur» preguntando cómo iba la investigación, cómo marchaban las cosas, por qué demonios estaba tardando tanto.
Me quedaba hasta altas horas casi todas las noches, y apenas paraba en casa. Seth dejó varios mensajes para mí en el contestador, y después de una semana se dio por vencido. La mayoría de mis otros amigos también me habían desahuciado. Yo trataba de sacar media hora aquí o allá para pasar por casa de mi padre y ver cómo estaba, pero cada vez que lo hacía, lo encontraba tan cabreado conmigo por el hecho de que lo evitara, que apenas si me miraba. Entre mi padre y Antwoine se había instalado una suerte de tregua, una especie de Guerra Fría. Al menos Antwoine no amenazaba con largarse. No todavía.
Una noche regresé a la oficina de Nora y quité el aparato de las pulsaciones, rápidamente y sin problemas. Mi amigo, el guardia de los Mustang, solía pasar de ronda entre las diez y las diez y veinte, así que lo hice antes de que se presentara. Me tomó menos de un minuto, y Noah Mordden no andaba por allí.
Aquel diminuto cable contenía ahora cientos de miles de pulsaciones hechas por Nora, incluyendo todas sus contraseñas. Sólo era cuestión de conectar el sistema a mi ordenador y bajar el texto. Pero no me atreví a hacerlo allí mismo, en mi cubículo. ¿Quién podía saber qué clase de programas de detección tendrían aquí en Trion? No era un riesgo que valiera la pena correr.
Preferí conectarme una noche, desde casa, al sitio web de la empresa. En la ventanilla de búsqueda tecleé Aurora, pero nada apareció. Qué sorpresa. Pero tenía algo más en mente, y escribí el nombre de Alana Jennings y encontré su página. No había foto -la mayoría tenía su foto colgada, aunque algunos no-, pero había cierta información básica, como su extensión telefónica, el nombre de su puesto (directora de Marketing, Unidad de Investigación de Tecnologías Disruptivas) y el número de su departamento, que era el mismo que el de su correo interno.
Este pequeño número era una información extremadamente útil. En Trion, igual que en Wyatt, a uno le daban el mismo número de departamento que tenían todos los que trabajaban en la misma parte de la compañía. No tenía más que introducir el número en la base de datos para sacar una lista de todos los que trabajaban directamente con Alana Jennings, es decir, que trabajaban en el proyecto Aurora.
Lo cual no significaba que fuera a conseguir la lista completa de empleados de Aurora, que podían formar parte de departamentos distintos dentro de la misma planta, pero al menos conseguí un buen número de nombres relacionados: cuarenta y siete, en total. Imprimí la página de cada persona, metí l
os papeles en una carpeta y la carpeta en mi maletín. Supuse que eso mantendría a los de Wyatt satisfechos durante un buen rato.
Cuando llegué a casa esa noche, a eso de las diez, pensando en sentarme frente al ordenador para bajar las pulsaciones, algo más me llamó la atención. En mitad de la mesa de la cocina -un chisme recubierto de formica que había comprado por cuarenta y cinco dólares en un almacén de muebles usados- había un sobre de papel manila sellado, grueso y bien lleno.
El sobre no estaba allí por la mañana. Una vez más, alguien de Wyatt se había introducido en mi piso, casi como si intentaran dejar claro que eran capaces de entrar a cualquier parte. Vale, lo habían logrado. Tal vez pensaban que era la forma más fácil de entregarme algo sin ser vistos. Pero a mí me parecía casi una amenaza.
El sobre contenía un grueso dossier sobre Alana Jennings, tal y como me lo había prometido Nick Wyatt. Lo abrí, vi cantidades de fotos de la mujer, y de repente perdí todo interés en las pulsaciones de Nora Sommers. Esta Alana Jennings, hablando claro, estaba buenísima.
Me senté en el sillón de lectura y empecé a revisar el informe.
Era evidente que se había invertido una buena cantidad de tiempo y dinero en él. Alana había sido espiada por detectives privados que habían tomado buena nota de sus idas y venidas, sus costumbres, los recados que hacía. Había fotos de ella entrando en el edificio de Trion, en un restaurante con un par de amigas, en una especie de club de tenis, haciendo ejercicios en uno de esos clubes de fitness sólo para mujeres, saliendo de su Mazda Miata azul. Tenía el pelo negro y lustroso y los ojos azules, un cuerpo esbelto (eso era bastante evidente a juzgar por sus trajes de lycra). Algunas veces usaba gafas de montura negra y gruesa, del estilo que usan algunas mujeres para dar a entender que son inteligentes y serias y, sin embargo, tan bellas que pueden usar gafas feas. Eso, en realidad, la hacía más sexy. Tal vez ésa era su intención.
Después de una hora leyendo el archivo, sabía más sobre ella que sobre cualquier novia que hubiera tenido. No sólo era bella, era rica: doble amenaza. Había crecido en Darien, Connecticut, asistido al Instituto Miss Porter de Farmington, y enseguida a Yale, donde estudió Filología Inglesa y se especializó en Literatura Norteamericana. También había tomado algunas clases de informática e ingeniería eléctrica. Según sus informes universitarios, había obtenido sobresalientes en todo, y en sus primeros años de carrera fue elegida por Phi Beta Kappa. Vale, así que además era inteligente: triple amenaza.
El equipo de Meacham había conseguido todo tipo de información financiera acerca de su familia. Tenía una renta de varios millones de dólares, pero su padre, director ejecutivo de una pequeña compañía manufacturera de Stamford, tenía un portafolio que valía mucho más que eso. Alana tenía dos hermanas menores: una de ellas todavía estaba en la universidad, en Wesleyan, la otra trabajaba en Sotheby's, en Manhattan.
Dado que llamaba a sus padres casi cada día, podía intuirse que tenía una buena relación con ellos. (En el informe se incluía un año entero de recibos telefónicos, pero por fortuna alguien ya los había digerido por mí, y había seleccionado las llamadas más frecuentes.) Alana era soltera, no parecía estar saliendo con nadie actualmente, y era propietaria de su piso en un lugar de muy alto nivel, no muy lejos de los cuarteles generales de Trion.
Todos los domingos hacía la compra en un supermercado naturista; parecía ser vegetariana, porque nunca compraba carne, ni siquiera pollo o pescado. Comía como un pajarito, pero un pajarito de la selva tropical: muchas frutas -fresas, frambuesas, moras- y muchos cereales. No frecuentaba bares ni happy hours, pero sí recibía pedidos ocasionales de una tienda de licores del barrio, así que tenía por lo menos un vicio. Su vodka de todos los días parecía ser Grey Goose; su ginebra era Tanqueray Malacca. Salía a cenar una o dos veces por semana, y no precisamente a Denny's o Applebee's o Hooters; parecía gustarle lo fino, lugares gourmet con nombres como Chakra y Alto y Buzz y Om. También iba con frecuencia a restaurantes Thai.
Por lo menos una vez por semana iba al cine, y acostumbraba comprar las entradas con anticipación en Fandango; de vez en cuando veía la típica peli de chicas, pero la mayoría eran filmes extranjeros. Aparentemente, era una mujer que prefería ver El árbol de los zuecos que Porky's. Allá ella. Compraba muchos libros por Internet, en Amazon y Barnes and Noble, la mayoría ficción moderna de corte serio, cosas latinoamericanas y una buena cantidad de libros sobre cine. También, más recientemente, algunos libros sobre budismo y sabiduría oriental y mierda así. También había comprado películas en DVD, incluyendo toda la serie de El padrino y clásicos noir de los cuarenta como Perdición. De hecho, había comprado Perdición dos veces, una hace años, en vídeo, y otra, más recientemente, en DVD. Era obvio que había comprado su reproductor de DVD en los últimos dos años; y era obvio que aquella vieja peli de Fred McMurray y Barbara Stanwyck era una de sus favoritas. Parecía haber comprado todos y cada uno de los discos de Ani DiFranco y Alanis Morissette.
Guardé bien estos datos. Comenzaba a hacerme una idea de Alana Jennings. Y comenzaba también a diseñar un plan.
Capítulo 26
El sábado por la tarde, vestido con ropa deportiva blanca (que había comprado esa misma mañana: normalmente juego a tenis en vaqueros cortados y camiseta) y llevando en la muñeca un reloj de buzo, italiano y ridículamente caro, que había sido uno de mis despilfarros recientes, llegué a un lugar estirado y exclusivo llamado Tennis & Racquet Club. Alana Jennings era socia, y de acuerdo con mi informe, jugaba allí todos los sábados. Confirmé la hora de su pista llamando el día anterior y diciendo que se suponía que debíamos jugar juntos y que había olvidado la hora, no lograba encontrarla, ¿a qué hora era aquello, por favor? Fácil. Tenía un partido de dobles a las cuatro y media.
Media hora antes de su partido tuve una cita con el director de admisiones del club para que me enseñara el lugar. Eso requirió de cierta estrategia, porque se trataba de un club privado y no se podía entrar en él así como así. Le dije a Arnold Meacham que le pidiera a Wyatt mover sus fichas para que algún ricachón -el amigo de un amigo de un amigo, alguien que estuviera a cierta distancia de Wyatt- contactara a los del club y me recomendara. El tío resultó ser parte del comité de admisiones, y era obvio que su nombre tenía peso en el club, porque el director de admisiones, Josh, parecía encantado de enseñarme el lugar. Hasta me dio un pase para que pudiera ver las pistas (eran de tierra batida, las había cubiertas y también al aire libre) y tal vez consiguiera un partido.
El lugar era una extensa mansión estilo «shingle» que parecía una de esas «casitas» de Newport. Se levantaba en medio de un mar esmeralda de césped perfectamente recortado. En el café, finalmente me quité a Josh de encima fingiendo que saludaba con la mano a un conocido. Se ofreció a conseguirme un partido, pero le dije que no se preocupara por mí, yo conocía a muchos de los socios, no tendría problemas.
La vi un par de minutos después. Era imposible no ver a una tía tan buena. Llevaba una camiseta Fred Perry, y tenía (por alguna razón, esto no se veía en las fotos de vigilancia) un magnífico par de tetas. Sus ojos azules eran deslumbrantes. Entró en el café con otra mujer de su edad, y ambas pidieron Pellegrino. Encontré una mesa cerca de la suya, pero no demasiado cerca, y detrás de ella, fuera de su campo visual. La idea era observar, escuchar y, sobre todo, no ser visto. Si me veía, la próxima vez que tratara de merodear a su alrededor lo iba a tener más difícil. No es que yo sea un Brad Pitt, pero tampoco soy el tío más feo del mundo; las mujeres tienden a fijarse en mí. Tendría que ir con cuidado.
No pude saber si la mujer con la que estaba Alana Jennings era una vecina o una amiga de la universidad o qué, pero estaba claro que no hablaban de negocios. Se podía fácilmente concluir que no era una de sus compañeras del proyecto Aurora. Mala suerte: no iba a escuchar nada útil.
Pero entonces sonó su móvil.
– Soy Alana -dijo.
Tenía una voz aterciopelada, como de colegio privado, culta sin resultar afectada.
– ¿Eso hicist
e? -dijo-. Pues bien, me parece a mí que lo has resuelto.
Mis oídos se abrieron.
– Keith, acabas de reducir el tiempo de producción a la mitad, es increíble.
Estaba definitivamente hablando de trabajo. Me acerqué un poco para oír mejor. Había risas en el ambiente, y platos chocando, y el top top de las bolas de tenis, todo lo cual hacía más difícil entender lo que Alana decía. Alguien pasó junto a mi mesa, un tipo corpulento con una tripa inmensa que sacudió mi vaso de Coca-Cola. Reía escandalosamente, y su risa cubría la conversación de Alana. Muévete, gilipollas.
Pasó de largo caminando como un pato, y entonces escuché otro fragmento de la conversación. Ahora Alana estaba hablando en voz baja, y tan sólo me llegaban trozos aislados. La oí decir:
– … pues sí, ésa es la pregunta de los sesenta y cuatro mil millones de dólares, ¿no es cierto? Ojalá supiera la respuesta. -Y luego, un poco más fuerte-: Gracias por avisarme. Es genial. -Sonó un pequeño bip y Alana colgó-. Es trabajo -le dijo a la otra mujer en tono de disculpa-. Lo siento, me gustaría apagar este aparato, pero estos días debo estar disponible las veinticuatro horas. ¡Ahí está Drew!
Un tío alto y fornido se acercó a ella -recién entrado en la treintena, bronceado, el cuerpo ancho y liso de un remero- y le dio un beso en la mejilla. No besó a la otra mujer.
– Hola, nena -dijo.
Genial, pensé. Así que los matones de Wyatt ni siquiera se habían dado cuenta de que Alana estaba saliendo con alguien.
– Hola, Drew -dijo ella-. ¿Dónde está George?
– ¿No te llamó? -dijo Drew-. Vive en la luna. Se le olvidó que este fin de semana le tocaba su hija.
– ¿Así que no tenemos cuarto?
– Ya encontraremos a alguien -dijo Drew-. No puedo creer que no te haya llamado. Qué lata.
Una bombilla se encendió en mi cabeza. Echando por la borda mi cuidadoso plan de observación anónima, tomé una decisión más arriesgada en una fracción de segundo. Me puse de pie y dije: