Paranoia
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– Me está tomando el pelo -dijo y me siguió mirando-. Más le vale que esto no sea una broma. -Acabó por quitarme la mirada de encima, y fue un alivio-. Joder, es increíble.
Estábamos en su avión privado, pero el avión no se movía. Esperábamos a su tontita de turno para que los dos despegaran hacia la isla de Hawái, donde Wyatt tenía una casa en el complejo Hualalai. Los tres: Wyatt, Arnold Meacham y yo. Yo nunca había estado en un avión privado, y éste era hermoso, un Gulfstream G-IV, cabina interior de cuatro metros de ancho, veintitantos metros de envergadura. Nunca había visto tanto espacio libre en un avión. Prácticamente se podía jugar a fútbol allí dentro. No había más de diez asientos, una sala de conferencias separada y dos baños enormes con duchas.
Por supuesto, yo no los acompañaría a la Isla Grande. Aquello no era más que una provocación. Meacham y yo nos bajaríamos antes de que el avión fuera a ninguna parte. Wyatt llevaba una especie de camisa de seda negra. Deseé que tuviera cáncer de piel.
Meacham le sonrió a Wyatt y le dijo en voz baja:
– Brillante idea, Nick.
– Tengo que reconocérselo a Judith -dijo-. Originalmente, la idea fue de ella -sacudió lentamente la cabeza-. Pero dudo que siquiera ella se lo esperara.
Cogió su móvil y oprimió dos teclas.
– Judith -dijo-. Nuestro chico está trabajando para el Señor Don Jefe en persona. El Pez Grande. Asistente ejecutivo especial del señor presidente -hizo una pausa y le sonrió a Meacham-. No, no bromeo -otra pausa-. Judith, querida, quiero que hagas un curso intensivo con nuestro jovencito -pausa-. Ya, vale, obviamente esto es prioridad número uno. Quiero que Adam conozca a ese tío como la palma de su mano. Quiero que sea el mejor asistente especial que ese tío ha contratado en su puta vida. Correcto. -Y terminó la llamada con un bip. Me miró de nuevo y dijo-: Acaba usted de salvar el pellejo, mi amigo. ¿Arnie?
Parecía que Meacham hubiera estado esperando su turno.
– Revisamos todos los nombres de Aurora que nos dio -dijo de forma siniestra-. Ni salió nada de ningún puto nombre.
– ¿Y eso qué quiere decir? -pregunté. Dios mío, cómo odiaba a ese cabrón.
– No tienen números de seguridad social, no tienen nada.
No nos toque los cojones, amigo.
– Pero ¿de qué habla? Los bajé directamente del directorio de Trion en la página web.
– Bueno, pues no son nombres verdaderos, gilipollas. Los nombres de los asistentes son verdaderos, pero los de la división de investigación son falsos. Así de escondidos están: ni siquiera ponen sus nombres reales en la web. Nunca había visto nada parecido.
– Eso no tiene lógica -dije, sacudiendo la cabeza.
– ¿Nos está diciendo la verdad? -dijo Meacham-. Porque si no, le juro que lo aplastaremos -se dirigió a Wyatt-. La cagó completamente con los registros de personal. No sacó ni una mierda de ahí.
– Los registros no estaban, Arnold -le espeté-. Los habían cambiado de sitio. Así de cuidadosos son.
– ¿Qué sabe de la hembra? -interrumpió Wyatt.
– Veré a «la hembra» la semana que viene -dije sonriendo.
– ¿En plan chico-chica?
Me encogí de hombros.
– Le intereso. Ella forma parte de Aurora. Línea directa con los trabajos secretos.
Para mi sorpresa, Wyatt se limitó a asentir.
– Muy bonito.
Meacham pareció comprender de qué lado soplaba el viento. Se había quedado con el error de la operación Recursos Humanos, con el hecho de que los nombres de Aurora que salían en la página de Trion fueran falsos, y mientras tanto su jefe se concentraba en lo que estaba saliendo bien, en el sorprendente giro de los acontecimientos, y Meacham no quería que le pillaran con el pie cambiado.
– Ahora tendrá acceso al despacho de Goddard -dijo-. Hay un sinfín de artefactos que puede poner allí.
– Es que lo veo, coño, y no lo creo -dijo Wyatt.
– No creo que necesitemos seguir pagándole el salario de Wyatt -dijo Meacham-. No con lo que gana ahora en Trion. Mierda, este maldito cometa gana más que yo.
Wyatt parecía divertido.
– No, hicimos un trato.
– ¿Cómo me ha llamado? -le pregunté a Meacham.
– Transferir fondos a la cuenta de este chico implica un riesgo, aunque pase por miles de filtros -le dijo Meacham a Wyatt.
– Me ha llamado «cometa» -insistí-. ¿Qué significa eso?
– Pensé que era imposible de rastrear -le dijo Wyatt a Meacham.
– ¿Qué es un «cometa»? -dije.
Yo era un perro con un hueso: no iba a dejarlo caer, y no me importaba cuánto molestara a Meacham. Pero Meacham ni siquiera me escuchaba; Wyatt me miró y murmuró:
– Es jerga de espionaje empresarial. Un cometa es un «asesor especial» que va y hace labores de inteligencia por los medios que sea, simplemente cumple con su trabajo.
– ¿Cometa? -dije.
– Uno vuela una cometa, y si la cometa se enreda en un árbol, corta la cuerda -dijo Wyatt-. El desmentido plausible, ¿no ha oído hablar de eso?
– Uno corta la cuerda -repetí débilmente. En cierto modo no me importaría, pensé, porque la cuerda era en realidad una cadena. Pero sabía que al hablar de cortar la cuerda se referían a dejarme a mis expensas.
– Eso es si las cosas salen mal -dijo Wyatt-. No deje que salgan mal y nadie tendrá que cortar la cuerda. Y bien, ¿dónde se ha metido esta zorrita? Si no está aquí en dos minutos, me largo sin ella.
Capítulo 38
Luego hice algo completamente demencial pero que me resultó muy agradable. Salí y me compré un Porsche de ochenta mil dólares.
Hubo un tiempo en que hubiera celebrado una buena noticia emborrachándome, derrochando en champán o en un par de CD. Pero ahora estaba en otro nivel. Me gustaba la idea de cortar lazos con Wyatt cambiando el Audi por un Porsche, y todo por cortesía de Trion.
¿Habéis estado alguna vez en un concesionario Porsche? No es lo mismo que comprarse un Honda Accord, que eso quede claro. No es cuestión de entrar por la puerta y pedir que te dejen dar una vuelta. Hay que pasar por mucho coqueteo: hay que llenar un impreso, luego te preguntan por qué has venido, qué haces, cuál es tu signo del zodiaco.
Además hay tantas opciones que uno podría volverse loco. ¿Quieres faros Bixenón? ¿Panel de instrumentos Arctic Silver? ¿Quieres cuero, o cuero flexible? ¿Quieres ruedas Sport Design o Sport Classic II o Turbo-Look?
Lo que yo quería era un Porsche, y no quería esperar de cuatro a seis meses para que lo construyeran en Stuttgart-Zuffenhausen. Quería coger uno y llevármelo puesto. Lo quería ya. En el almacén sólo tenían dos cupés 911 Carrera, uno color rojo escarlata y otro negro basalto. Todo se reducía al estampado del cuero. El coche rojo tenía cuero negro que parecía de imitación, y además el estampado era rojo, como de película del oeste, era muy desagradable. En cambio, el modelo negro basalto tenía un maravilloso interior de cuero natural, flexible y marrón, con volante y palanca de cambio recubiertos de cuero. Apenas terminé de probarlo, dije: éste es. Tal vez el vendedor me tenía por uno de esos tíos que van sólo mirando, que al final no son capaces de apretar el gatillo, pero lo hice, y me aseguró que tomaba una buena decisión. Incluso ofreció encargarse de devolver el Audi alquilado a su concesionario sin coste alguno.
Era como pilotar un jet; cuando aceleraba a fondo, hasta sonaba como un 767. Trescientos veinte caballos de fuerza, de cero a sesenta en cinco coma cero segundos, una potencia increíble. Palpitaba y rugía. Puse mi CD favorito (uno de los últimos que había pirateado) y le subí el volumen a The Clash, Pearl Jam y Guns N' Roses de camino al trabajo. Por un momento creí que todo estaba sucediendo como tocaba.
Incluso antes de que me mudara a mi nuevo despacho, Goddard quería que encontrara un sitio nuevo donde vivir, algo más próximo al edificio de Trion. Y yo no iba a protestar: hacía mucho tiempo que habría debido hacerlo.
Su gente me ayudó a dejar el basurero en que había vivido durante tanto
tiempo y a mudarme a un piso nuevo: planta veintinueve, Torre Sur, Harbor Suites. Cada una de las dos torres tenía como ciento cincuenta apartamentos en treinta y ocho plantas, desde estudios hasta pisos de tres habitaciones. Las torres se alzaban sobre uno de los hoteles más pijos de toda el área, cuyo restaurante aparecía en los primeros puestos de Zagat.
El piso parecía salido de una sesión fotográfica de Architectural Digest. Tenía unos ciento ochenta y cinco metros cuadrados, techos de cuatro metros de alto, parqué de madera noble y suelos de piedra. Había una «suite principal» y una «biblioteca» que también podía ser usada como cuarto de invitados, un comedor formal y un salón gigantesco.
Había ventanas que iban desde el techo hasta el suelo y que daban a las vistas más sorprendentes que jamás hubiera visto. El salón mismo daba por un lado a la ciudad, esparcida allá abajo, y por el otro al agua.
La cocina con comedor incorporado parecía una vitrina de exhibición en una de esas tiendas de cocinas pijas, y tenía todos los nombres que había que tener: nevera Sub-Zero, lavaplatos Miele, horno Viking de doble alimentación, armarios Poggenpohl, encimeras de granito, hasta una «cava» de vino incorporada.
Claro, que no iba a necesitar la cocina. Si querías «cenar en casa», no tenías más que coger el teléfono de la pared y apretar un botón para recibir la cena de manos del servicio de habitaciones del hotel; podías incluso pedir, sin tener que planearlo con anticipación, que un cocinero del restaurante del hotel subiera y cocinara una cena para ti y tus invitados.
Había un inmenso club deportivo con instalaciones de última generación, dos mil metros cuadrados donde muchos ricos que no vivían allí hacían ejercicio o jugaban a squash o hacían Pilates o yoga taoísta y tomaban saunas e ingerían proteínas en forma de exquisiteces en la cafetería.
Ni siquiera tenías que aparcar coche. Lo dejabas a la entrada del edificio, y el mozo se lo llevaba a algún lado y lo aparcaba él mismo, y luego podías llamar para que te lo devolvieran.
Los ascensores viajaban a velocidad supersónica -tan rápido que los oídos se te tapaban-, tenían paredes de caoba y suelos de mármol y eran más o menos del mismo tamaño que mi anterior piso.
La seguridad también era muchísimo mejor aquí. Los matones de Wyatt no podrían entrar tan fácilmente y registrar mis cosas. Eso me gustó.
Ninguno de los pisos de Harbor Suites costaba menos de un millón, y el mío pasaba de los dos millones, pero todo era gratis -muebles incluidos- como cortesía de Trion Systems, una especie de beneficio extra.
La mudanza fue indolora, porque no conservé nada de mi viejo piso. Goodwill y el Ejército de Salvación vinieron y se llevaron el sofá grande y horrible, la mesa de formica de la cocina, la cama y el colchón de muelles y toda esa basura, hasta mi viejo escritorio de mierda. Del sofá cayó toda la basura del mundo cuando lo levantaron para llevárselo: papeles de Zig-Zag, toda la parafernalia del drogadicto. Conservé mi ordenador, mi ropa y la cacerola de hierro negro de mi madre (por razones sentimentales, porque nunca la usaba). Lo metí todo en el Porsche, lo cual da una idea de lo poco que había, porque en el maletero de un Porsche hay cero espacio. Todos los muebles los mandé traer de esa tienda de muebles lujosos, Domicile (fue sugerencia del agente): sofás grandes, acolchonados y demasiado rellenos en los cuales uno podía ahogarse, con sus sillones a juego, y una mesa de comedor con sillas que parecían venir de Versalles, una cama gigantesca con cabecera de hierro, tapetes persas. Colchones Dux, supercaros. Todo. Un ojo de la cara, pero no era yo quien pagaba.
De hecho, los de Domicile estaban trayéndome los muebles cuando el portero, Carlos, me llamó para decirme que abajo me esperaba un visitante, un señor Seth Marcus. Le dije que lo hiciera pasar.
La puerta principal estaba ya abierta para los del almacén, pero Seth llamó al timbre y se quedó parado en el vestíbulo. Llevaba una camiseta de Sonic Youth y vaqueros Diesel rotos. Sus ojos marrones, que normalmente se veían tan llenos de vida, casi maníacos, parecían muertos. Estaba apagado, y no supe si se sentía intimidado o celoso o cabreado -o una combinación de las tres cosas- por el hecho de que yo hubiera desaparecido de su radar.
– Hola, tío -dijo-. Te he encontrado.
– Hola -le dije y le di un abrazo-. Bienvenido a mi humilde morada.
No sabía qué más decir. Por alguna razón me sentía avergonzado. No quería enseñarle el lugar. Él se quedó en el vestíbulo.
– ¿No ibas a decirme que te mudabas?
– Ha sido una cosa repentina -dije-. Iba a llamarte.
Sacó una botella de champán barata de esa mochila de lienzo que llevaba como si fuera un cartero. Me la dio.
– He venido a celebrarlo. He pensado que una caja de cerveza era poco para ti.
– ¡Genial! -dije, recibiendo la botella e ignorando el ataque-. Pasa, pasa.
– Joder, esto es magnífico -dijo con voz plana y poco entusiasta-. Inmenso, ¿no?
– Ciento ochenta y cinco metros. Ven, te lo enseño.
Le hice el tour. Seth dijo cosas graciosas como «Si eso es una biblioteca, ¿no necesitas libros?» y «lo único que te hace falta para amueblar la habitación es una chati». Dijo que mi piso era «una mierda» y «que apestaba», lo cual era su forma falsamente gangsteril de decir que le gustaba.
Me ayudó a quitarle el plástico y la cinta a un sofá para que pudiéramos sentarnos. Lo habían puesto en medio del salón, cómo flotando allí, de cara al océano.
– Guay -dijo, hundiéndose en él. Parecía como si quisiera poner los pies sobre algo, pero todavía no me habían traído la mesa de centro, lo cual estaba bien, porque no quería verle poner sus Doc Martens llenas de barro sobre mi mesa.
– ¿Ahora te haces la manicura? -dijo con suspicacia.
– De vez en cuando -admití con voz tímida. No podía creer que se diera cuenta de detalles tan pequeños como mis uñas. Dios mío-. Tengo que tener pinta de ejecutivo, ¿sabes?
– ¿Y qué le pasa a tu pelo?
– ¿Qué le pasa?
– ¿No crees que es, digamos, un poco mariposa?
– ¿Mariposa?
– Como demasiado elegante, ¿sabes? ¿Te pones mierdas en el pelo, gomina o espuma o algo así?
– Un poco de gomina -dije en tono defensivo-. ¿Y qué tiene eso de malo?
Achicó los ojos y sacudió la cabeza.
– ¿Te has puesto colonia?
Quise cambiar de tema.
– Creía que trabajabas hoy por la noche -dije.
– ¿Te refieres a lo del bar? No, lo he dejado. Resultó ser una mierda.
– Parecía un sitio guay.
– No para el que trabaja allí, tío. Te tratan como a un puto camarero.
Solté una carcajada.
– Ahora tengo algo mucho mejor -dijo-. Estoy en el «equipo móvil de energía» de Red Bull. Te dan un coche genial para ir por ahí repartiendo muestras y hablando con gente, cosas así. El horario es totalmente flexible. Puedo hacerlo después de lo del bufete.
– Suena perfecto.
– Completamente. Me deja tiempo libre para trabajar en mi himno empresarial.
– ¿Himno empresarial?
– Todas las grandes compañías tienen uno. Un rock mediocre, o un rap, o algo. «¡Trion! ¡Cambia tu mundo!» -cantó-. Algo así. Si Trion no tiene uno, tal vez puedas hablarle de mí a la persona indicada. Te apuesto a que me pagarán royalties cada vez que uno de vosotros lo cante en un picnic de empresa.
– Veré qué puedo hacer -dije-. Hostia, no tengo copas. Estoy esperando un envío, pero no ha llegado. Dicen que en Italia el vidrio se sopla con la boca, me pregunto si todavía se alcanza a oler el ajo.
– No te preocupes. Lo más probable de todas formas es que el champán sea una mierda.
– ¿Sigues trabajando en el bufete?
Eso pareció avergonzarlo.
– Es mi única paga fija.
– Oye, eso es importante.
– Créeme, tío, hago lo menos posible. Hago justo lo necesario para sacarme a Shapiro de encima: faxes, copias, búsquedas
, lo que sea, y me queda tiempo suficiente para navegar por la web.
– Guay.
– Gano veinte dólares a la hora por jugar a videojuegos y piratear CD y hacer como si trabajara.
– Genial -dije-. Los tienes bien engañados.
Pero la verdad es que era patético.
– Ya lo creo.
Y en ese momento, no sé por qué, se me escaparon las palabras.
– ¿Y a quién crees que engañas más, a ellos o a ti mismo?
Seth me miró de un modo extraño.
– ¿De qué hablas?
– Quiero decir que haces el gilipollas, haces trampas trabajando lo menos posible, ¿y alguna vez te has preguntado por qué lo haces? ¿Qué sacas de todo eso?
Sus ojos se encogieron, hostiles.
– ¿De qué vas?
– Llegará un momento en que tengas que comprometerte con algo, ¿sabes?
Se quedó en silencio.
– Lo que tú digas -dijo al fin-. Oye, ¿quieres salir, ir a alguna parte? Esto es demasiado adulto para mí, me pone los pelos de punta.
– Vale.
Había estado pensando en llamar al hotel y pedir que nos mandaran a un cocinero para hacer la cena, porque creí que Seth se sentiría impresionado o le parecería guay, pero de inmediato recapacité. No habría sido buena idea. Habría sacado a Seth de casillas. Aliviado, llamé al mozo y le pedí que trajera mi coche.
Me estaba esperando cuando bajamos.
– ¿Es tuyo? -balbuceó-. ¡No es posible!
– Es posible -dije.
Su compostura cínica y desapegada acabó por descomponerse.
– ¡Esta criatura debe de costar unos cien mil!
– Menos -dije-. Mucho menos. De todas formas, la empresa lo alquila para mí.
Se acercó al Porsche lentamente, sobrecogido, igual que se acercaban los simios al monolito en 2001: Odisea del espacio, y acarició el reluciente negro basalto de la puerta.
– Bueno, tío, ¿cuál es tu chanchullo? -exigió-. Quiero mi tajada.