Paranoia

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Paranoia Page 32

by Joseph Finder


  Habíamos pasado del gintónic al Sancerre, que pedí porque había visto en sus facturas que era su vino favorito. Alana pareció sorprendida y satisfecha. Era una reacción a la que me estaba acostumbrando.

  – Lo dudo -dijo-. ¿Qué hacías en Wyatt?

  Le di la versión entrevista que había memorizado, pero eso no le pareció suficiente. Quería detalles del proyecto Lucid.

  – La verdad, si no te importa, es que no debo hablar de lo que hacía en Wyatt.

  Traté de no parecer demasiado mojigato. Alana parecía avergonzada.

  – No, claro que no, lo entiendo perfectamente -dijo.

  En ese momento apareció el camarero.

  – ¿Ya lo saben?

  – Tú primero -me dijo Alana, y siguió estudiando la carta un rato más mientras yo pedía paella.

  – Estaba pensando en pedir eso mismo -dijo. Vale, así que no era tan vegetariana.

  – No está prohibido pedir lo mismo, ¿sabes? -dije.

  – Paella para mí también -le dijo al camarero-. Pero si hay carne o salchichas, ¿puede quitarlas?

  – Por supuesto -dijo el camarero, tomando nota.

  – Me encanta la paella -dijo Alana-. Casi nunca como pescado o marisco en casa. Esto es una excepción.

  – ¿Quieres seguir con el Sancerre?

  – Sí.

  Cuando el camarero se dio le vuelta para irse, recordé que Alana era alérgica a las gambas.

  – Espere -dije-, ¿la paella lleva gambas?

  – Eh, sí, sí que lleva.

  – Ahí tenemos un problema -dije.

  Alana me miró fijamente.

  – ¿Cómo sabías…? -comenzó, entrecerrando los ojos.

  Hubo un muy largo momento de insoportable tensión mientras me sacudía la cabeza. No podía creer que la hubiera cagado de esa forma. Tragué saliva, el rostro se me vació de sangre. Al final dije:

  – ¿Quieres decir que tú también eres alérgica?

  Hubo una pausa.

  – Sí, lo soy. Lo siento. Qué gracioso. -La nube de sospecha pareció levantarse. Ambos pedimos vieiras asadas en lugar de gambas.

  – En fin -dije-, no hablemos más de mí. Quiero que me hables de Aurora.

  – Se supone que debemos mantenerlo en secreto -se disculpó.

  Le hice una mueca.

  – No, esto no es ojo por ojo, te lo juro -dijo-. ¡En serio!

  – Vale -dije, incrédulo-. Pero ahora que me has despertado la curiosidad, ¿de verdad vas a obligarme a fisgonear por ahí y averiguar por mi cuenta?

  – No es tan interesante.

  – No me lo creo. ¿No puedes ni siquiera darme la versión resumida?

  Miró hacia arriba, soltó un suspiro.

  – Bueno, ahí va. ¿Has oído hablar de Haloid Company?

  – No -dije lentamente.

  – Claro que no. No tienes por qué. La Haloid era una compañía pequeña de papel fotográfico que a finales de los años cuarenta compró los derechos de una nueva tecnología que había sido rechazada por todas las grandes compañías: IBM, RCA, GE. El invento era algo llamado xerografía, ¿vale? Y en diez o quince años esa compañía se transformó en la Xerox Corporation, y pasó de ser una pequeña empresa familiar a una corporación gigantesca. Todo por haber dado una oportunidad a una tecnología que a nadie más le interesaba.

  – Vale.

  – O como la Galvin Manufacturing Corporation de Chicago, que hacía radios para coche con la marca Motorola, eventualmente entró en el mercado de los semiconductores y los móviles. O una pequeña empresa de exploración petrolera llamada Geophysical Service, que empezó a diversificarse y se metió en el campo de los transistores y luego en circuitos integrados y se transformó en la Texas Instruments. Ya ves lo que quiero decir. La historia de la tecnología está llena de ejemplos de empresas que se transformaron al hacerse con la tecnología adecuada en el momento adecuado, y así dejaron a sus competidores mordiendo el polvo. Eso es lo que Jock Goddard trata de hacer con Aurora. Jock cree que Aurora va a cambiar el mundo, que cambiará el rostro de los negocios en este país igual que los transistores o los semiconductores o las fotocopias lo hicieron en el pasado.

  – Tecnología disruptiva.

  – Exactamente.

  – Pero el Walll Street Journal parece convencido de que Jock es cosa del pasado.

  – Ambos sabemos que no es así. Es un adelantado, eso es todo. Mira la historia de la empresa. Hubo tres o cuatro momentos en que todos pensaban que Trion estaba contra las cuerdas, al borde de la quiebra, y de repente los sorprendió a todos volviendo con más fuerza que nunca.

  – Y tú crees que éste es uno de esos momentos fundamentales, ¿no?

  – Cuando el Aurora esté listo para ser anunciado, Jock lo anunciará. Y entonces veremos qué dice el Wall Street Journal. El Aurora hace irrelevantes los problemas más recientes.

  – Asombroso. -Miré mi copa de vino con aire despreocupado y dije-: ¿Y cuál es la tecnología?

  Alana sonrió, sacudió la cabeza.

  – Tal vez ya te he dicho demasiado -y luego, inclinando la cabeza hacia un lado, dijo juguetona-: ¿Qué, me estás haciendo un control de seguridad?

  Capítulo 68

  Desde el momento en que Alana me dijo que le gustaría cenar en el restaurante de Harbor Suites, supe que esa noche nos acostaríamos. He salido con mujeres con las que toda la carga erótica viene del «¿querrá o no querrá?». En este caso era distinto, pero el deseo era aún mayor. Había estado presente de manera constante, esa línea invisible que ambos sabíamos que acabaríamos por cruzar, la línea que nos separaba de la amistad y luego de algo más íntimo; la pregunta era cuándo y cómo la cruzaríamos, quién daría el primer paso, qué sentiríamos al cruzarla. Después de cenar volvimos al piso, ambos algo mareados de tanto vino blanco y tanto gintónic. Mi brazo rodeaba su angosta cintura. Quería sentir la suave piel de su vientre, la piel debajo de sus senos, la piel sobre sus nalgas. Quería ver sus zonas más íntimas. Quería ser testigo del momento en que se quebrara el duro caparazón que rodeaba a Alana, aquella mujer sofisticada y de belleza inverosímil; el momento en que se estremeciera, en que se entregara, en que aquellos ojos azules se perdieran de placer.

  Pasamos un rato casi vagabundeando por el piso, disfrutando de la vista del agua, y preparé un par de martinis que definitivamente no necesitábamos. Alana dijo:

  – No puedo creer que mañana tenga que ir a Palo Alto.

  – ¿Qué tienes que hacer allí?

  Negó con la cabeza.

  – Nada interesante. -Su brazo también me rodeaba la cintura, pero luego lo deslizó por «accidente» hasta tocarme el culo, apretando rítmicamente, y me preguntó en broma si había terminado de desempaquetar la cama.

  Al segundo siguiente la estaba besando, y acariciando suavemente sus pechos con las yemas de los dedos, y ella deslizó una mano muy cálida sobre mi entrepierna. Ambos nos excitamos muy rápido, y a trompicones llegamos al sofá que no estaba cubierto de plástico. Nos besamos, nuestras caderas se apretaron entre sí. Alana me quitó ansiosamente los pantalones. Bajo la camisa negra, llevaba un sujetador de seda blanca. Sus senos eran pequeños y perfectos.

  Se corrió ruidosamente, con sorprendente abandono.

  Yo tiré de un golpe mi copa de martini. Nos abrimos paso por el largo corredor hacia mi habitación, y allí lo hicimos de nuevo, esta vez más despacio.

  – Alana -le dije cuando estábamos ya abrazados.

  – ¿Hmm?

  – Alana -repetí-. Eso quiere decir «bella» en gaélico o algo así, ¿no?

  – En celta, creo -dijo. Ella me arañaba suavemente el pecho mientras yo le acariciaba los senos.

  – Alana, debo confesarte algo. Gruñó.

  – Estás casado.

  – No…

  Se dio la vuelta hacia mí. En sus ojos había un resplandor de fastidio.

  – Sales con alguien.

  – No, definitivamente no. Tengo que confesar que… odio a Ani DiFranco.

  – Pero tú la… la citaste… -Alana parecía c
onfundida.

  – Una ex novia la oía constantemente, y ahora ha quedado asociada a cosas malas.

  – ¿Y por qué tienes uno de sus discos?

  Así que había visto el maldito disco junto al equipo de sonido.

  – He tratado de obligarme a que me guste.

  – ¿Por qué?

  – Por ti.

  Se quedó pensando un instante, frunció el ceño.

  – No tiene que gustarte todo lo que a mí me gusta. A mí no me gustan los Porsches.

  – ¿No? -Me giré hacia ella, sorprendido.

  – Son como pollas con ruedas.

  – Eso es cierto.

  – Tal vez haya tíos que los necesiten, pero no es tu caso.

  – Nadie «necesita» un Porsche. Me pareció que era guay, eso es todo.

  – Me sorprende que no hayas escogido uno rojo.

  – No. El rojo es cebo para polis. Un policía ve un Porsche rojo y enciende el radar.

  – ¿Tenía un Porsche tu padre? El mío sí. -Puso los ojos en blanco-. Ridículo. Era el coche de su crisis de madurez, ¿sabes? Su coche de menopausia masculina.

  – La verdad es que durante la mayor parte de mi niñez no tuvimos coche.

  – ¿No teníais coche?

  – Usábamos el transporte público.

  – Ah -dijo. Ahora parecía incómoda. Después de un minuto, añadió-: Entonces todo esto debe de ser bastante embriagador. -Movió la mano en el aire para indicar el piso y todo lo demás.

  – Sí.

  – Hmm.

  Pasó otro minuto.

  – ¿Puedo ir a visitarte en el trabajo?

  – No. El acceso a la quinta planta es muy restringido. Y de todas formas, me parece que será mejor que en el trabajo no se enteren, ¿te parece?

  – Sí, tienes razón.

  Me sorprendió que se acurrucara junto a mí y se quedara dormida; había pensado que preferiría irse de inmediato a casa, despertar en su propia cama, pero parecía decidida a pasar la noche aquí.

  El reloj de la mesilla de noche marcaba las tres y treinta y cinco cuando me levanté. Alana seguía dormida, respirando suavemente. Crucé la habitación caminando sobre la alfombra y al salir cerré la puerta sin hacer ruido.

  Me conecté a mi correo electrónico y encontré el acostumbrado surtido de spam y basura, un par de cosas del trabajo que no parecían urgentes y un mensaje de «Arthur» en Hushmail con el asunto: «Re: sistemas de consumo.» Meacham parecía realmente cabreado.

  El jefe muy contrariado por su falta de respuesta. Quiere más material mañana a las 18 h o el acuerdo peligra.

  Le di a «Responder» y escribí «Imposible localizar materiales adicionales, lo siento» y firmé como «Donnie». Volví a leer mi respuesta y la borré. No. No iba a responderles. Eso era lo más sencillo. Ya había hecho suficiente por ellos.

  El pequeño bolso cuadrado y negro de Alana seguía sobre la barra de granito, donde lo había dejado. No había traído su ordenador ni su maletín de trabajo, porque había pasado por su casa para cambiarse.

  En su bolso encontré su tarjeta de acceso, un pintalabios, caramelos de menta para el aliento, un llavero y su Trion Maestro. Las llaves eran probablemente las de su piso y su coche y acaso su buzón. El Maestro contendría tal vez números de teléfono y direcciones, pero también citas específicas. Eso podría ser de mucha utilidad para Wyatt y Meacham.

  Pero ¿acaso trabajaba todavía para ellos?

  Tal vez no.

  ¿Qué ocurriría si simplemente lo dejaba? Había cumplido con mi parte del trato, les había conseguido todo lo que querían sobre el Aurora, o al menos la mayor parte. Era muy probable que dentro de sus cálculos llegaran a la conclusión de que no valía la pena seguir acosándome. Para ellos no era conveniente delatarme; por lo menos no mientras les fuera potencialmente útil. Y no iban a mandar pistas anónimas al FBI, porque lo único que lograrían sería conducir a los agentes hacia ellos mismos.

  ¿Qué podían hacerme?

  En ese instante me di cuenta de que ya no estaba trabajando para ellos. Había tomado la decisión aquella tarde, en el estudio de la casa de campo de Goddard. No iba a seguir traicionándolo. Meacham y Wyatt podían irse a la mierda.

  Hubiera sido muy fácil coger la agenda digital de Alana y conectarla a mi ordenador y grabar sus contenidos. Por supuesto, existía el riesgo de que se despertara (ya que estaba en una cama ajena), y, al darse cuenta de mi ausencia, se levantara para dar una vuelta por el piso y ver dónde había ido. En cuyo caso tal vez me sorprendería bajándome el contenido de su Maestro a mi ordenador. Tal vez no se percataría de nada. Pero era una chica inteligente y aguda, y lo más probable era que se diera cuenta de la verdad.

  Y en ese momento no importaría cuán rápido pensara, ni con cuánta astucia lo manejara: Alana reconocería mis intenciones. Me pillaría, la relación se acabaría, y de repente me percaté de que eso me importaba. La conciencia me atormentaba frente a ella, y eso tan sólo después de un par de citas y de una noche juntos. Apenas había comenzado a descubrir su lado primitivo, expansivo, en cierta forma salvaje. Me encantaba su risa desmedida y un poco loca, su atrevimiento, su seco sentido del humor. No quería perderla por algo que el detestable Nick Wyatt me estuviera obligando a hacer.

  Ya le había entregado a Wyatt todo tipo de información valiosa acerca del proyecto Aurora. Había terminado mi trabajo. Hasta aquí llegaba mi relación con esos gilipollas.

  Y no podía dejar de ver a Jock Goddard encorvado sobre sí mismo, sentado en un oscuro rincón de su estudio, sacudiendo los hombros. Ese momento de revelación. La confianza que había puesto en mí. ¿Iba yo a violar esa confianza por Nick Wyatt el Desgraciado?

  No. No lo seguiría haciendo.

  Así que devolví el Maestro de Alana a su bolso. Me serví un vaso de agua fría del dispensador de la nevera, me lo bebí de un trago y volví a acostarme junto a Alana en la calidez de mi cama. Ella rezongó algo entre sueños, y yo me acurruqué junto a ella y por primera vez en varias semanas me sentí realmente satisfecho conmigo mismo.

  Capítulo 69

  Goddard caminaba a pasos acelerados hacia el Centro de Reuniones Ejecutivas, y yo trataba de seguirlo sin verme obligado a correr. Joder, sí que se movía rápido el viejo: era como una tortuga con anfetaminas.

  – Esta reunión será un circo -refunfuñó-. He convocado al equipo del Guru tan pronto como he sabido que incumplirán la fecha de distribución de Navidad. Saben que estoy muy cabreado, y serán como una troupe de bailarinas rusas haciendo la «Danza de las Hadas Ciruela». Va usted a ver mi lado menos agradable.

  No dije nada. ¿Qué podía decir? Ya había visto sus momentos de enfado, y no podían compararse siquiera con lo que había visto en el otro presidente. Al lado de Nick Wyatt, Goddard era Míster Rogers. [17] Y la verdad es que todavía me sentía conmovido por aquella escena íntima en el estudio de la casa del lago: nunca había visto a un ser humano abrirse de esa manera. Hasta ese momento, una parte de mí seguía desconcertada por el hecho de que Goddard me hubiera escogido, ignoraba las razones que había tenido para acercarse a mí. Ahora lo comprendía, y la verdad es que aquello me había sacudido. Ya no quería tan sólo causarle buena impresión; quería su aprobación, y tal vez algo más profundo.

  ¿Por qué -me pregunté en medio de mi agonía-, por qué tenía Goddard que joderlo todo siendo tan buena persona? Ya era bastante desagradable trabajar para Nick Wyatt como para añadir esta complicación. De repente me vi trabajando contra el padre que nunca tuve. El asunto me iba a volver loco.

  – La directora del Guru es una joven muy inteligente, Audrey Bethune, una chica con futuro -murmuró Goddard-. Pero este desastre puede afectar a su carrera. No tengo paciencia con meteduras de pata de estas dimensiones. -Al acercarnos a la habitación disminuyó la velocidad-. Ahora bien, si se le ocurre algo, no dude en hablar. Pero le advierto: son un grupo muy enérgico y aferrado a sus ideas, y no tendrán con usted ninguna deferencia sólo por el hecho de que haya venido conmigo al baile.

  El equipo del Guru se había reunid
o alrededor de la mesa de conferencias y esperaba nerviosamente. Cuando entramos, levantaron la cabeza. Algunos sonrieron diciendo «Hola, Jock», y otros «Buenas tardes, señor Goddard». Parecían conejos asustados. Pensé que yo me había sentado a la misma mesa no mucho tiempo atrás. Hubo algunos que me miraron con perplejidad; hubo susurros. Goddard se sentó en la cabecera de la mesa. Junto a él estaba una mujer negra de poco menos de cuarenta años, la misma que había visto hablando con Tom Lundgren y su esposa en la barbacoa. Goddard dio una palmada sobre la mesa para indicarme que me sentara a su lado. Mi móvil había estado vibrando durante diez minutos; lo saqué furtivamente y le eché un vistazo a la pantalla. Varias llamadas de un número que no reconocí. Apagué el aparato.

  – Buenas tardes -dijo Goddard-. Les presento a mi asistente, Adam Cassidy.

  Hubo sonrisas educadas, y en ese momento reconocí una de las caras: era Nora Sommers. Mierda, ¿también estaba en el Guru? Llevaba un traje a rayas blancas y negras y se había puesto su maquillaje de combate. Me hizo señas, sonriendo como si yo fuera un amigo de infancia que no hubiera visto en mucho tiempo. Le devolví la sonrisa, saboreando el instante.

  Audrey Bethune, la directora del programa, iba elegantemente vestida con un traje azul marino, una blusa blanca y un par de pendientes de oro. Su piel era oscura y llevaba el pelo recogido en un moño perfecto y laqueado. Yo había hecho una breve investigación sobre ella y sabía que venía de una familia de clase media alta. Su padre era médico, igual que su abuelo, y había pasado los veranos en el complejo familiar de Oak Bluffs, en Martha's Vineyard. Al sonreírme reveló un hueco entre los dientes delanteros. Pasó la mano por detrás de Jock para saludarme. La palma de su mano estaba fría y seca. Me impresionó pensar que esa tarde se jugaba su carrera.

  El Guru -el nombre secreto del proyecto era TSUNAMI- era un asistente digital portátil superpotente: tecnología de primera línea, además de ser el único sistema de convergencia fabricado por Trion. Era un PDA, un comunicador y un teléfono móvil, todo en uno. Tenía la potencia de un ordenador portátil en una estructura de doscientos gramos. Tenía correo electrónico, mensajes instantáneos, hojas de cálculo, un buscador HTML de Internet y una magnífica pantalla TFT de matriz activa y a todo color.

 

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