– Soy Alana -dijo. Me encantaba su voz: era aterciopelada con un leve tono ronco.
– Hola, soy Adam.
– Hola, estúpido.
– ¿Qué he hecho ahora?
– ¿No se supone que debes llamar a la chica después pasar la noche con ella, por lo menos para hacerla sentir menos culpable de haberse dejado?
– Alana, yo…
– Algunos hasta mandan flores -continuó, en tono de negocios-. No es que me haya ocurrido, pero lo he leído en Cosmopolitan.
Tenía razón, por supuesto: no la había llamado, y eso era verdaderamente descortés. Pero ¿qué iba a decirle? ¿La verdad? ¿Que no la había llamado porque me sentía paralizado como un insecto en ámbar y no sabía qué hacer? ¿Que no podía creer la suerte que había sido encontrar a una mujer como ella -Alana era como una comezón que no puedes dejar de rascarte-, y me sentía, sin embargo, como un fraude total y completo y maligno? Sí, pensé, has leído en Cosmopolitan que los hombres utilizan a las mujeres. Pues no tienes ni idea, nena.
– ¿Qué tal Palo Alto?
– Bonito. Pero no me cambiarás de tema tan fácilmente.
– Alana -dije-, escúchame. Quería decirte… tengo malas noticias. Mi padre acaba de morir.
– Oh, Adam. Oh, lo siento tanto. Dios mío. Me gustaría estar contigo.
– A mí también.
– ¿Qué puedo hacer por ti?
– Nada, no te preocupes.
– ¿Sabes cuándo será el funeral?
– En un par de días.
– Estaré aquí hasta el jueves. Adam, lo siento tanto.
Enseguida llamé a Seth, que dijo más o menos lo mismo.
– Tío, lo siento tanto. ¿Qué puedo hacer por ti?
La gente suele decir eso, y es muy amable, pero después empiezas a preguntarte: ¿qué pueden hacer? No es como si tuviera ganas de que me hicieran un estofado. No sabía qué quería.
– La verdad, nada.
– Venga, que puedo salir temprano del bufete. No hay problema.
– No, de verdad. Gracias, tío.
– ¿Habrá entierro y todo?
– Sí, probablemente. Ya te lo diré.
– Cuídate, ¿eh, amigo?
Después, me sonó el teléfono en la mano. Meacham no saludó ni nada por el estilo. Sus primeras palabras fueron:
– ¿Dónde coño se ha metido?
– Mi padre acaba de morir. Hace una hora, más o menos.
Largo silencio.
– Dios mío -dijo. Luego añadió, con prontitud, como idea de último momento-: Lo siento.
– Sí -dije.
– En el peor momento.
– Ya -contesté, a punto de montar en cólera-. Y eso que le pedí que se esperara.
Y colgué.
Capítulo 72
El director de la funeraria era la misma persona que se había encargado de lo de mamá. Era un tipo cálido y amable, de pelo demasiado negro y bigote grande y erizado. Se llamaba Frank, «igual que su padre», según señaló. Me condujo al salón principal, que parecía como una casa suburbana poco amueblada, con alfombras orientales y muebles oscuros, y un pasillo central que daba a un par de habitaciones. Su despacho era pequeño y oscuro; tenía unos cuantos archivadores de acero pasados de moda y algunas copias enmarcadas de pinturas de barcos y paisajes. No había nada exagerado ni falso en el hombre: parecía conectar conmigo de verdad. Me habló un poco de cuando murió su padre, unos seis años atrás, y de lo duro que había sido. Me ofreció una caja de Kleenex, pero yo no la necesitaba. Tomó notas para la esquela del periódico -me pregunté en silencio quién la leería, a quién iba a importarle- y nos pusimos de acuerdo en la redacción. Me esforcé por recordar el nombre de la hermana mayor de papá, que había muerto, y aun de los nombres de sus padres, que yo habría visto menos de diez veces en mi vida y a quienes siempre llamé «abuelo» y «abuela». Mi padre tenía una relación difícil con ellos, así que apenas nos veíamos. Me confundí un poco con la larga y complicada historia laboral de mi padre, y es posible que me olvidara de alguna escuela en la que trabajó, pero recordé las más importantes.
Frank me preguntó por el historial militar de mi padre, y sólo recordé que había recibido entrenamiento básico en una base cualquiera, pero nunca había ido a combatir a ninguna parte y odiaba el ejército con fervor. Me preguntó si quería poner una bandera sobre su ataúd, a lo cual mi padre tenía derecho en tanto que veterano, pero dije que no, que a él no le hubiera gustado tener una bandera sobre su ataúd. Se hubiera quejado, hubiera dicho algo como «¿Quién coño creéis que soy, John F. Kennedy en su puta capilla ardiente?». Me preguntó si quería que el ejército tocara «Taps», [18] a lo cual mi padre también tenía derecho, y explicó que eso ya no lo hacía un trompetista real, sino que ponían un casete junto a la tumba. Dije que no, que mi padre tampoco hubiera querido «Taps». Le dije que me gustaría programar el funeral y lo demás tan pronto como fuera posible. Quería terminar con todo aquello cuanto antes.
Frank llamó a la iglesia católica donde habíamos celebrado el funeral de mamá y programó una ceremonia para dos días después. Hasta donde yo sabía, ningún pariente vendría de fuera de la ciudad; sus únicos familiares vivos eran un par de primos y una tía a la cual mi padre no veía nunca. Había un par de tíos que quizá podían considerarse amigos suyos, aun cuando no se habían hablado en años; todos vivían en la ciudad. Frank me preguntó si mi padre tenía un traje en el cual me gustaría enterrarlo. Dije que era posible, que lo confirmaría.
Enseguida Frank me llevó al sótano, a una serie de habitaciones donde tenían varios ataúdes expuestos. Todos eran grandes y estridentes, exactamente el tipo de cosa de la que mi padre se hubiera burlado. Lo recuerdo despotricando una vez, por la época de la muerte de mi madre, sobre la industria funeraria y cómo era toda una monumental estafa, cómo cobraban precios ridículamente inflados por ataúdes que iban a quedar bajo tierra de todas formas, así que de qué servía aquello, y cómo, según había oído decir, tan pronto como uno se daba la vuelta alguien cambiaba esos ataúdes caros por otros de pino barato. Yo sabía que eso no era así: había visto cómo metían el ataúd de mi madre en el agujero y lo cubrían de tierra, y no creía que esa artimaña fuera posible a menos que regresaran en mitad de la noche para desenterrarlo, lo cual me parecía más bien improbable.
Por esa sospecha -o ésa, al menos, fue su excusa- mi padre escogió uno de los ataúdes más baratos para mi madre, pino barato pintado para que pareciera caoba.
– Créeme -me dijo en la funeraria después de la muerte de mi madre, en un momento en que yo no era más que un montón de lágrimas-, a tu madre no le gustaba derrochar el dinero.
Pero yo no iba a hacerle lo mismo, aunque él estuviera muerto y no fuera a notar la diferencia. Mi coche era un Porsche, mi piso era inmenso y estaba en Harbor Suites, y podía permitirme comprar un ataúd decente para enterrar a mi padre. Con el dinero que ganaba en el empleo contra el cual él mismo había despotricado tanto. Escogí uno de caoba fina que tenía dentro algo llamado «caja de recuerdos», un cajón donde uno podía guardar cosas que habían pertenecido al muerto.
Un par de horas más tarde me fui a casa, me metí en mi cama siempre deshecha y me quedé dormido. Después fui al piso de mi padre y revisé su armario -el cual, por lo que se veía, no se había abierto en mucho tiempo- y encontré un traje azul barato que nunca le había visto puesto. Había una raya de polvo sobre cada hombro. Encontré una camisa, pero no pude encontrar ninguna corbata -no creo que se hubiera puesto una corbata en su vida- así que decidí usar una de las mías. Busqué en el piso cosas con las que tal vez le hubiera gustado que lo enterráramos. Una caja de cigarrillos, tal vez.
Había temido que entrar en su piso fuera a resultarme demasiado duro; había temido comenzar a llorar de nuevo. Pero sólo me entristeció ver lo poco que el viejo había dejado tras de sí: el leve hedor del cigarrillo, la silla de ruedas, el tubo respiratorio, el sillón reclinable. Después de media hora insoportable de revisar sus pertenencias me di por vencido
y decidí que no pondría nada en la «caja de recuerdos». La dejaría simbólicamente vacía, ¿por qué no?
Cuando regresé a casa escogí una de las corbatas que menos me gustaban, una a rayas blancas y azules que me pareció suficientemente lúgubre y que no me importaba perder. No estaba de ánimo para volver a la funeraria, así que la bajé al mostrador del portero y le pedí que la enviara.
El entierro fue al día siguiente. Llegué a la funeraria unos veinte minutos antes de que comenzara la ceremonia. El lugar estaba frío por el aire acondicionado y olía a ambientador. Frank me preguntó si quería «presentarle mis respetos» en privado a mi padre, y dije que sí. Señaló una de las habitaciones a las que daba el pasillo central. Cuando entré y vi el ataúd abierto sentí una descarga eléctrica. Mi padre yacía vestido con el traje azul barato y mi corbata a rayas, con las manos cruzadas sobre el pecho. Sentí que la garganta se me cerraba, pero eso pasó rápidamente, y no tuve ganas de llorar, lo cual me pareció extraño. Sólo me sentía vacío.
Mi padre no parecía real, pero los muertos nunca parecen reales. Frank, o quienquiera que se hubiera encargado de él, había hecho un buen trabajo -no había usado demasiado colorete o como se llamara aquello- pero de todas formas el muerto parecía una de las figuras de cera del museo de Madame Tussaud, una de las mejores, eso sí. El espíritu abandona el cuerpo y no hay nada que un enterrador pueda hacer para traerlo de vuelta. La cara de mi padre tenía un falso «color piel». Sobre su boca parecía haber una capa sutil de pintalabios marrón. Se veía un poco menos enfadado que en el hospital, pero los encargados no habían logrado darle un aspecto pacífico. Supongo que no había mucho qué hacer para suavizar el ceño fruncido. Su piel se había enfriado y parecía más cerosa que en el hospital. Dudé un instante antes de besarle en la mejilla; me pareció extraño, poco natural, impuro.
Allí me quedé un buen rato, mirando esa concha de carne, esa cascara desechada, esa vaina que alguna vez había contenido el alma misteriosa y temible de mi padre. Y me puse a hablarle como supongo que la mayoría de hijos hablan a sus padres muertos.
– Bueno, papá -le dije-, finalmente te has largado. Si hay vida después de la muerte, ojalá seas más feliz que aquí.
Sentí lástima por él, una lástima que nunca fui capaz de sentir mientras vivía. Recordé un par de veces en que realmente me pareció que era feliz. Cuando yo era apenas un niño y él me cargaba en sus hombros. La vez que uno de sus equipos ganó un campeonato. La vez en que lo contrataron en Bartholomew Browning. Unos pocos momentos como éstos. Pero mi padre rara vez sonreía, a menos que estuviera riendo con su risa amargada. Tal vez mi padre era uno de esos hombres que necesitan antidepresivos; tal vez ése había sido su problema, pero me parecía poco probable.
– No te entendí demasiado bien, papá -le dije-. Pero lo intenté, de verdad que sí.
Casi nadie se presentó durante las tres horas siguientes. Hubo amigos míos de la escuela, dos de ellos con sus mujeres, y dos amigos de la universidad. Irene, la anciana tía de mi padre, vino un instante y dijo: «Tu padre fue muy afortunado de tenerte.» Tenía un vago acento irlandés y llevaba un poderoso perfume de señora mayor. Seth llegó temprano y se fue tarde, me hizo compañía. Me contó historias de mi padre para hacerme reír, anécdotas famosas de sus tiempos de entrenador, historias que se habían convertido en leyenda entre mis amigos y en Bartholomew Browning. La vez que mi padre había cogido un rotulador y había pintado una línea por la mitad del casco de un muchacho, un tío grande y torpe llamado Pelly, y luego bajando por su uniforme hasta sus zapatillas, y sobre el césped, trazando una línea recta a través del campo, aunque el rotulador no funcionara sobre el césped, y dijo: «Tú corres por aquí, Pelly, ¿me entiendes? Corres por aquí.»
Hubo la vez que pidió tiempo muerto y se dirigió a un jugador llamado Steve y lo cogió por el casco y le dijo: «¿Eres tonto, Steve?» Y sin esperar a que Steve respondiera, movió el casco de arriba abajo, haciendo que Steve asintiera como una muñeca. «Sí, entrenador, soy tonto», dijo mi padre haciendo una imitación chillona de la voz de Steve. Al resto del equipo le hizo gracia, y la mayoría rió. «Sí, soy tonto.»
Hubo también el día en que pidió tiempo muerto durante un partido de hockey y empezó a gritarle a un chico llamado Resnick por jugar sucio. Cogió el palo de Resnick y le dijo: «Señor Resnick, si vuelvo a verlo arponear» -y lo golpeó con el palo en el estómago, lo cual hizo que Resnick vomitara inmediatamente- «o golpear con el extremo» -y volvió a darle con el palo en el estómago- «lo destrozaré». Y Resnick vomitó sangre y luego siguió con arcadas. Nadie rió.
– Sí -dije-. Qué gracioso era, ¿no?
En ese momento ya quería que Seth dejara de contarme historias, y afortunadamente eso hizo.
A la mañana siguiente, en el funeral, Seth se sentó a mi lado en el banco de la iglesia, y al otro lado se sentó Antwoine. El cura, un hombre distinguido de pelo canoso que parecía un predicador televisivo, se llamaba Joseph Ianucci. Antes de la misa me llevó aparte y me hizo algunas preguntas sobre mi padre: me preguntó sobre su «fe», sobre cómo era, a qué se dedicaba, si tenía pasatiempos, ese tipo de cosas. No supe qué contestarle.
Había alrededor de veinte personas en la iglesia, algunos de ellos parroquianos regulares que habían venido a la misa pero no conocían a mi padre. Los otros eran amigos míos, de la escuela o de la universidad, un par de vecinos, una señora mayor que vivía en el piso de al lado. Estaba presente uno de los «amigos» de mi padre, un tipo que había estado con él en Kiwanis años atrás, antes de que mi padre renunciara a su cargo en un ataque de furia por alguna cuestión menor. Ni siquiera se había enterado de que mi padre estaba enfermo. También estaban presentes un par de primos ya ancianos que vagamente reconocí.
Seth y yo portamos el féretro en compañía de otros hombres de la iglesia y la funeraria. Había flores en la entrada de la iglesia; no tenía idea de cómo habrían llegado allí, si alguien las había enviado o si las había puesto la funeraria.
La misa fue uno de esos oficios increíblemente largos que consisten en mucho ponerse de pie y volver a sentarse y luego arrodillarse, tal vez para que nadie se quede dormido. Me sentía diezmado, atontado, todavía en una especie de trauma. El padre Ianucci llamó a mi padre «Francis» y varias veces dijo su nombre completo, «Francis Xavier», como si eso indicara que mi padre había sido un católico devoto en vez de un tío sin fe cuya única conexión con el Señor era decir Su nombre en vano.
– La partida de Francis nos entristece, lloramos su fallecimiento, pero creemos que está con Dios, que está en un lugar mejor, que comparte la resurrección de Jesús y vive una nueva vida -dijo-. La muerte de Francis no es el fin. Aun podemos unirnos a él. ¿Por qué ha tenido Francis que sufrir tanto en los últimos meses? -preguntó, y respondió algo acerca del sufrimiento de Jesús y dijo que «Jesús no había sido conquistado ni derrotado por su sufrimiento». No entendí muy bien lo que trataba de decir, pero la verdad es que ya no estaba escuchando. Me había ausentado como en un viaje alucinógeno.
Cuando todo hubo terminado, Seth me abrazó, y luego Antwoine me dio un apretón aplastante y un abrazo, y me sorprendió ver una lágrima solitaria deslizándose por la cara del gigante. Yo no había llorado durante el oficio; no había llorado en todo el día. Tal vez ya lo había superado.
La tía Irene se me acercó tambaleándose y sostuvo mi mano entre las suyas, suaves y manchadas por la edad. Una mano temblorosa le había aplicado su pintalabios rojo y brillante; su perfume era tan fuerte que tuve que aguantar la respiración.
– Tu padre era un buen hombre -dijo. Pareció que hubiera leído algo en mi cara, un cierto escepticismo que no había sido mi intención demostrar-. Sí, lo sé, no era un hombre que se sintiera cómodo con sus sentimientos. Pero sé que te quería.
Pensé: vale, si insistes. Sonreí, le di las gracias. El amigo de Kiwanis de papá, un tío corpulento que rondaba su edad pero parecía veinte años más joven, me cogió la mano y dijo: «Mi más sentido pésame.» Incluso Jonesie, el tío de carga de Wyatt Telec
om, se presentó con su esposa, Esther. Ambos me dieron sus sentidas condolencias.
Estaba saliendo de la iglesia, a punto de subirme a la limusina para seguir al coche fúnebre hacia al cementerio, cuando vi a un hombre sentado en la última fila de la iglesia. Había entrado poco tiempo después de que empezara la misa, pero allí, en la luz tenue del interior de la iglesia, me había sido imposible distinguir sus facciones.
El hombre se giró y me hizo señas.
Era Goddard.
No lo podía creer. Asombrado y conmovido, me acerqué a él, caminando lentamente. Sonreí, le agradecí que hubiera venido. Negó con la cabeza y movió la mano como para espantar mis agradecimientos.
– Pensé que estaba en Tokio -dije.
– Qué diablos. La división Asia y Pacífico también me ha hecho esperar más de una vez.
– No me diga que… -tartamudeé incrédulo-. ¿Ha aplazado el viaje?
– Una de las pocas cosas que he aprendido en la vida es la importancia de organizar las prioridades.
Me quedé sin habla un instante.
– Volveré al trabajo mañana -dije-. Puede que sea por la tarde, porque tengo que encargarme de unos asuntos, pero…
– No -dijo él-. Tómese su tiempo. Vaya despacio.
– Estaré bien, de verdad.
– Sea bueno con sí mismo, Adam. Nos las arreglaremos sin usted.
– No es como… no es como lo de su hijo, Jock. Quiero decir, mi padre estuvo mucho tiempo enfermo de enfisema, y… es mejor así, la verdad. Él quería morir.
– Sé a qué se refiere -dijo en voz baja.
– Es decir, no éramos muy amigos. -Miré alrededor en el oscuro interior de la iglesia, las filas de bancos de madera, la pintura dorada y carmesí en las paredes. Un par de amigos míos estaban en la puerta, esperando para hablar conmigo-. Tal vez no debería decirlo, especialmente aquí, ¿no? -Sonreí con tristeza-. Pero era una persona difícil, un hueso duro de roer, lo cual facilita todo lo de su fallecimiento. No es como si me sintiera destrozado, ni mucho menos.
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