Book Read Free

Paranoia

Page 35

by Joseph Finder


  – Oh, no. Eso lo dificulta aún más, Adam, ya lo verá. Cuando los sentimientos son tan complejos…

  Suspiré.

  – No creo que mis sentimientos por él sean… hayan sido tan complejos.

  – Eso vendrá después. Las oportunidades perdidas. Las cosas que hubieran podido ser. Pero quiero que tenga esto presente: su padre tuvo la suerte de tenerlo.

  – No creo que él se considerara…

  – De verdad. Era un tipo afortunado, su padre.

  – No estoy tan seguro -dije, y entonces, de repente, la válvula estalló, la presa se quebró, y los ojos se me llenaron de lágrimas. Me ruboricé cuando las lágrimas me empezaron a correr por la cara, y espeté-: Lo siento, Jock.

  Levantó ambas manos y me las puso sobre los hombros.

  – Si no puede llorar, es que no está vivo -dijo Goddard. Tenía los ojos llorosos.

  Ahora yo estaba llorando como un bebé, mortificado y aliviado al mismo tiempo. Goddard me rodeó con sus brazos, me abrazó mientras yo lloriqueaba como un idiota.

  – Quiero que sepa algo, hijo mío -dijo en voz muy baja-. Usted no está solo.

  Capítulo 73

  El día siguiente al entierro regresé al trabajo. ¿Qué iba a hacer, quedarme en casa y deprimirme? La verdad es que no estaba tan alicaído, aunque me sentía vulnerable, como si me hubieran arrancado un pedazo de piel. Necesitaba estar con gente. Y tal vez ahora que mi padre había muerto, encontraría algo reconfortante en Goddard, que comenzaba a ser lo más parecido a un padre que yo había tenido nunca. No era cuestión de psicoanalizarme, pero algo cambió para mí cuando él se presentó en el funeral. Ya no había conflicto ni ambivalencia acerca de mi verdadera misión en Trion, la «verdadera razón» de mi presencia: porque ésa ya no era la verdadera razón de mi presencia.

  Por lo que a mí respecta, ya había cumplido mi encargo, pagado mi deuda, y me merecía un borrón y cuenta nueva. Ya no trabajaba para Nick Wyatt. Había dejado de devolver las llamadas y de contestar los mensajes de Meacham. Una vez llegué incluso a recibir un mensaje de Judith Bolton en el buzón de mi móvil. No dejó su nombre, pero su voz era inconfundible. «Adam», dijo, «sé que está pasando por un momento difícil. Todos lamentamos mucho la muerte de su padre, y le mandamos nuestras sentidas condolencias.»

  Podía imaginar perfectamente la sesión de estrategia entre Judith, Meacham y Wyatt, todos desesperados por la cometa que había roto la cuerda. Judith diría algo acerca de mostrarse suave con el chico, acaba de perder a su padre, pobre, y Wyatt soltaría un taco y diría que le importaba una mierda, que no había tiempo para eso, y Meacham trataría de ser más duro que su jefe diciendo que me iban a quemar vivo y me iban a joder de por vida; y enseguida Judith diría que no, tenemos que adoptar un punto de vista más sensible, dejad que trate de ponerme en contacto con él…

  El mensaje seguía: «Pero es muy importante, aun en este momento de agitación, que permanezca en contacto con nosotros. Quiero que todo sea positivo y cordial, Adam, pero necesito que nos contacte hoy mismo.»

  Borré su mensaje igual que el de Meacham. Así comprenderían. En unos días enviaría un mensaje a Meacham para terminar oficialmente con nuestra relación, pero por ahora, pensé, los mantendría en el aire, mientras se asentaba la realidad de la situación. Ya había dejado de ser la cometa de Nick Wyatt.

  Les había entregado lo que necesitaban. Se darían cuenta de que no valía la pena aferrarse a mí.

  Podían amenazarme, pero no podían obligarme a seguir trabajando para ellos. Mientras tuviera presente que no podían hacer nada, podría marcharme.

  Tan sólo debía tener eso presente. Podía marcharme en cualquier momento.

  Capítulo 74

  A la mañana siguiente, mi móvil comenzó a sonar antes de que tuviera tiempo de entrar en el parking de Trion. Era Flo.

  – Jock quiere verlo -dijo en tono urgente-. Ahora mismo.

  Goddard estaba en su despacho auxiliar con Camilletti, Colvin y Stuart Lurie, el vicepresidente de Desarrollo Empresarial que yo había conocido en la barbacoa de Jock.

  Cuando entré, Camilletti estaba hablando.

  – … no, no. Por lo que sé, el hijo de puta viajó ayer mismo a Palo Alto con una lista de términos y condiciones ya redactada. Comió con Hulman, el presidente ejecutivo, y a la hora de la cena ya habían firmado el contrato. Igualó nuestra oferta, hasta el último dólar, hasta el último centavo, ¡pero en efectivo!

  – ¿Cómo diablos ha podido pasar esto? -explotó Goddard. Nunca lo había visto tan enfadado-. ¡Delphos firmó un compromiso, por todos los cielos!

  – El compromiso tiene fecha de mañana. Nosotros no lo hemos firmado todavía. Por eso viajó con tanta urgencia, para cerrar el trato antes de que nosotros lo aseguráramos.

  – ¿De quién hablamos? -dije en voz baja mientras me sentaba.

  – Nicholas Wyatt -dijo Stuart Lurie-. Acaba de comprar Delphos, nos la ha quitado de las manos. Por quinientos millones en efectivo.

  El estómago se me hundió. Reconocí el nombre de Delphos pero recordé que no debía reconocerlo. «¿Wyatt ha comprado Delphos?», pensé sorprendido.

  Dirigí a Goddard una mirada interrogante.

  – Es la compañía que estábamos en proceso de adquirir. Ya le había hablado de ella -dijo con impaciencia-. Nuestros abogados estaban acabando de redactar el acuerdo de compra definitivo… -Su voz se apagó, luego resurgió más fuerte-. ¡Ni siquiera creí que Wyatt tuviera tanto efectivo en su hoja de balance!

  – Tenían poco menos de mil millones -dijo Jim Colvin-. Ochocientos millones, para ser precisos. Así que quinientos millones dejan el cerdito prácticamente vacío, porque tienen deudas por tres mil millones, y los intereses sobre eso son fácilmente de unos doscientos millones al año.

  Goddard golpeó la mesa redonda con la mano.

  – ¡Maldito sea! -tronó-. ¿De qué diablos le sirve a Wyatt una compañía como Delphos? Él no tiene Aurora… Que Wyatt arriesgue su propia empresa de esta forma no tiene ningún sentido, a menos que sea para tratar de jodernos.

  – Lo cual acaba de hacer, y con éxito -dijo Camilletti.

  – ¡Por Dios, Delphos no vale nada sin Aurora!

  – Pero sin Delphos, Aurora se ha jodido -dijo Camilletti.

  – Tal vez Wyatt sepa lo de Aurora -dijo Colvin.

  – ¡Imposible! -dijo Goddard-. Y aunque supiera de Aurora, ¡no lo tiene!

  – ¿Y si lo tuviera? -sugirió Stuart Lurie.

  Hubo un largo silencio. Camilletti habló lenta, intensamente.

  – Hemos protegido Aurora con exactamente las mismas medidas de seguridad que el Departamento de Defensa exige a los contratistas del gobierno que tratan con información sensible compartimentada. -Miró fijamente a Goddard-. Control de tráfico, autorizaciones de seguridad, protección en red, acceso seguro de varios niveles… Todos los sistemas de protección informática conocidos por el hombre están ahí. Él Aurora está metido en un cono de silencio. No hay manera, joder.

  – Pues bien -dijo Goddard-, Wyatt ha descubierto de alguna manera los detalles de nuestras negociaciones…

  – A menos -interrumpió Camilletti- que tuviera un infiltrado. -Pareció que se le hubiera ocurrido algo, y me miró-. Usted trabajaba para Wyatt, ¿no es así?

  Sentí que la sangre se me agolpaba en la cara, y, para disimular, fingí sentirme ultrajado.

  – Trabajaba en Wyatt -le respondí bruscamente.

  – ¿Se mantiene en contacto con él? -me preguntó, perforándome con la mirada.

  – ¿Qué sugiere?

  – Es una pregunta sencilla, la respuesta es sí o no: ¿se mantiene en contacto con Wyatt? -me atacó Camilletti-. No hace mucho que cenó con él en el Auberge, ¿correcto?

  – Suficiente, Paul -dijo Goddard-. Adam, siéntese, siéntese ahora mismo. Adam no tuvo ningún acceso al Aurora. Ni a los detalles de las negociaciones con Delphos. Creo que hoy ha escuchado por primera vez el nombre de esa compañía.

  Asentí.

  – Continuemos -dijo Goddard. Parecía haberse calmad
o un poco-. Paul, quiero que hables con nuestros abogados, veamos qué recursos tenemos. Veamos si podemos detener a Wyatt. Ahora bien, el lanzamiento de Aurora está previsto para dentro de cuatro días. Tan pronto como el mundo se entere de lo que estamos haciendo, se armará un barullo de locos para comprar materiales y fabricantes a lo largo de toda la maldita cadena de suministros. O aplazamos el lanzamiento, o… no quiero formar parte de ese barullo. Tendremos que ponernos a pensar en otra adquisición comparable…

  – ¡Pero sólo Delphos tiene esa tecnología!

  – Todos somos gente inteligente -dijo Goddard-. Siempre hay otras posibilidades. -Se apoyó en los brazos de su silla y se levantó-. Hay una historia que Ronald Reagan solía contar, acerca del chico que encontró un montón de estiércol y dijo: «Debe de haber un poni por aquí cerca.» -Goddard rió y los demás rieron también, educadamente. Parecía que ese débil intento de romper la tensión los había complacido-. Bueno, pues manos a la obra. Encontrad el poni.

  Capítulo 75

  Yo sabía lo que había ocurrido.

  Esa noche, de camino a casa, repasé los acontecimientos, y cuanto más lo hacía más enfadado me sentía, y cuanto más enfadado me sentía más rápida y erráticamente conducía.

  Si no hubiera sido por la lista de condiciones que había cogido de los archivos de Camilletti, Wyatt no habría sabido de Delphos, la compañía que Trion estaba a punto de comprar. Cuanto más pensaba en eso, peor me sentía.

  Maldita sea, había llegado el momento de explicarle a Wyatt que todo se había acabado. Que ya no trabajaba para ellos.

  Abrí la puerta de casa, encendí las luces y me dirigí al ordenador para escribir un correo electrónico.

  Pero no.

  Arnold Meacham estaba sentado frente a mi ordenador mientras un par de tíos de aspecto agresivo y pelo cortado al rape destrozaban el lugar. Mis cosas estaban desperdigadas por todas partes. Habían tirado todos los libros de las estanterías, habían destrozado los equipos de CD y DVD, incluso la televisión. Parecía como si un desquiciado hubiera arrasado con todo, destruyendo cuanto tuviera a mano, causando el mayor daño posible.

  – ¿Qué coño…?

  Meacham levantó la mirada calmadamente y dijo:

  – Nunca jamás vuelva a ignorarme, gilipollas.

  Tenía que salir de allí. Me di la vuelta y traté de llegar a la puerta justo cuando uno de los matones rapados la cerraba de un golpe y se ponía de pie frente a ella, mirándome con recelo.

  No había otra salida, a menos que se contaran las ventanas, una caída de veintisiete pisos que no parecía muy buena idea.

  – ¿Qué quiere? -le dije a Meacham, paseando la mirada entre la puerta y él.

  – ¿Cree que me puede esconder cosas? -dijo Meacham-. No es así. No hay caja fuerte ni cuchitril alguno que esté a salvo de nosotros. Veo que ha estado guardando todos mis correos. No sabía que le importaran tanto.

  – Claro que sí -dije indignado-. Hago copias de todo.

  – El programa de cifrado que ha estado usando para sus notas de citas conmigo, con Wyatt, con Judith… no sé si lo sabe, pero ese programa fue descifrado hace más de un año. Hay otros mucho más fuertes en el mercado.

  – Es bueno saberlo, gracias -dije con sarcasmo. Traté de parecer impertérrito-. Ahora, ¿por qué no se largan de aquí usted y sus chicos, antes de que llame a la policía?

  Meacham soltó un bufido y me hizo una señal para que me acercara.

  – No -dije-. He dicho que usted y sus amigos…

  Hubo un movimiento repentino que alcancé a ver por el rabillo del ojo, un movimiento relámpago, y algo me golpeó en la nuca. Caí de rodillas. La boca me sabía a sangre. Todo se tiñó de rojo oscuro. Alargué el brazo para coger a mi atacante, pero mientras mi mano se agitaba detrás de mí, un pie se me clavó en el riñón derecho. Un dolor agudo me recorrió el torso y me dejó tendido sobre la alfombra persa.

  – No… -dije con la respiración entrecortada.

  Otra patada, esta vez sobre mi nuca, increíblemente dolorosa. Ante mis ojos titilaban pequeños puntos de luz.

  – Quítemelos de encima -gemí-. Dígale que se detenga. Si me deja atontado, puede que comience a hablar…

  No se me ocurrió mejor amenaza que ésa. Probablemente, los cómplices de Meacham sabían poco o nada del asunto que teníamos entre manos. Sólo eran el brazo fuerte. Meacham no les habría explicado nada, pensé, habría preferido que no supieran. O tal vez sabían un poco, lo suficiente para saber qué buscar. Pero Meacham querría mantenerlos del otro lado tanto como fuera posible.

  Me encogí, me preparé para otra patada en la nuca; todo era blanco y chispeante; tenía en la boca un sabor metálico. Durante un instante hubo silencio; parecía que Meacham les había indicado que se detuvieran.

  – ¿Qué coño quiere de mí? -pregunté.

  – Vamos a dar un paseo -dijo Meacham.

  Capítulo 76

  A empujones, Meacham y sus matones me sacaron de casa, me bajaron por el ascensor al parking y me sacaron a la calle por una puerta de servicio. Estaba aterrorizado. Un Suburban negro con ventanas tintadas estaba estacionado junto a la salida. Meacham caminaba delante, pero los tres se mantenían muy cerca de mí, encerrándome, tal vez para asegurarse de que no arrancaba a correr o trataba de atacar a Meacham o algo así. Uno de los tíos llevaba mi ordenador portátil; el otro llevaba el de sobremesa.

  La cabeza me palpitaba; la espalda y el pecho me estaban matando. Debía verme espantoso, lleno de moretones y magulladuras.

  «Vamos a dar un paseo» significaba, al menos en la jerga de la mafia, bloques de cemento en los pies y un chapuzón en el East River. Pero si querían matarme, ¿por qué no lo habían hecho en el piso?

  Los matones eran ex policías, según intuí poco después, empleados de Seguridad Empresarial de Wyatt. Parecía que los hubieran contratado sin más razón que la fuerza bruta: no eran los más brillantes del curso. En realidad, eran más bien limitados.

  Uno de ellos conducía, y Meacham iba en el asiento delantero, separado de mí por un vidrio a prueba de balas. Habló por teléfono durante todo el trayecto.

  Aparentemente, había cumplido con su misión. Me había hecho cagar de miedo, y él y sus chicos habían encontrado la prueba que yo guardaba contra Wyatt.

  Veinte minutos después, el Suburban entró por la larga entrada de piedra de Nick Wyatt.

  Dos de los tipos me registraron, buscando armas o cualquier cosa, como si en algún momento del trayecto entre mi piso y aquel lugar hubiera podido hacerme con una Glock. Me quitaron el móvil y me metieron de un empujón en la casa. Pasé por el detector de metales y sonó la sirena. Me quitaron el reloj, el cinturón y las llaves.

  Wyatt estaba sentado en frente de una inmensa televisión de pantalla plana en una habitación espaciosa y con pocos muebles, viendo la CNBC sin volumen y hablando por el móvil. Me miré en un espejo al entrar con mis escoltas rapados. Tenía bastante mal aspecto.

  Todos esperábamos.

  Después de unos minutos, Wyatt colgó, dejó el móvil a un lado y me echó una mirada.

  – Cuánto tiempo sin verlo -dijo.

  – Ya -dije.

  – Por Dios, mírese. ¿Se ha estrellado contra una puerta? ¿Se ha caído por la escalera?

  – Algo así.

  – Siento mucho lo de su padre. Pero Dios mío, respirando por un tubo, tanques de oxígeno, todo eso… A mí que me maten si alguna vez llego a estar así.

  – Será un placer -dije, pero no creo que me oyera.

  – Mejor muerto, ¿o no? Mejor que haya dejado de sufrir.

  Quería arrojarme sobre él y estrangularlo.

  – Gracias por preocuparse -dije.

  – Gracias a usted -dijo-, por la información sobre Delphos.

  – Ha debido vaciar el cerdito para comprarla.

  – Siempre hay que pensar tres jugadas por delante. ¿Cómo cree que he llegado dónde estoy? Cuando anunciemos que somos nosotros los que tenemos el chip óptico, nuestras acciones se dispararán.

  – Muy bien -dije-.
Bueno, ya lo tiene todo resuelto, ¿no? Ya no me necesita.

  – Al contrario, amigo mío. Usted está lejos de haber terminado. Ahora me conseguirá las especificaciones del chip. Y el prototipo.

  – No -dije en voz baja-. Ya he hecho lo que tenía que hacer.

  – ¿Eso cree? -rió-. Está alucinando, Adam.

  Respiré hondo. Podía sentir el pulso de mi propia sangre en la base del cuello. Me dolía la cabeza.

  – La ley es muy clara -dije, aclarándome la voz. Había repasado algunas páginas legales en la web-. La verdad es que usted está mucho más pringado que yo, porque fue usted quien supervisó todo este asunto. Yo he sido sólo una ficha. Usted ha controlado la operación.

  – La ley, la ley -dijo Wyatt con una sonrisa incrédula-. ¿A mí me habla de la jodida ley? ¿Es por eso que ha estado guardando correos y memorandos y toda esa mierda, para tratar de acumular pruebas legales contra mí? Casi me da lástima. No lo entiende, ¿verdad? ¿Cree que voy a dejar que se marche antes de terminar con el asunto?

  – Ya le he dado todo tipo de información valiosa -le dije-. Su plan ha funcionado. Fin de la historia. De ahora en adelante, no volverá a contactarme. Transacción terminada. Por lo que respecta a todo el mundo, esto nunca ha ocurrido.

  El terror puro había cedido su lugar a una cierta seguridad delirante. Yo había cruzado la línea: había saltado al precipicio y mi cuerpo planeaba en el aire. Por lo menos disfrutaría de la caída hasta el momento en que llegara al suelo.

  – Piénselo -dije.

  – ¿Ah, sí?

  – Usted tiene mucho más que perder. Su empresa. Su fortuna. Yo no soy nadie. Soy el pez pequeño. No, ni siquiera eso. Soy plancton.

  Sonrió de oreja a oreja.

  – ¿Y qué hará? ¿Decirle a «Jock» Goddard que usted no es más que un pequeño capullo de mierda que recibía sus «brillantes» ideas de mano de su principal competidora? ¿Y qué cree que hará él en ese momento? ¿Darle las gracias, llevarlo a comer a su vagoncito y brindar por usted con un cóctel sin alcohol? No, no lo creo.

 

‹ Prev