– La mayoría de las veces las limpiamos mejor de noche -dijo Seth.
– No sé por qué la gente se pone tan quisquillosa si los miramos por la ventana mientras trabajan -dije.
– Sí -dijo Seth-, ésa es nuestra principal fuente de entretenimiento. Asustar a la gente. Provocarles infartos a esos oficinistas.
El guardia se rió.
– Dadle a la R -dijo-. Si la puerta de acceso a la azotea no está abierta, arriba debe haber alguien. Se llama Oscar, creo.
– Vale -dije.
Cuando llegamos a la azotea, recordé por qué odiaba tanto limpiar ventanas altas. El edificio de Trion sólo tenía ocho plantas -apenas unos treinta metros de altura-, pero allá arriba, y en medio de la noche, me sentía como si estuviéramos en el Empire State. El viento nos azotaba, el aire era frío y húmedo, y había un ruido de tráfico distante aun a esas horas de la noche.
El guardia de seguridad, Oscar Fernández (según su chapa), era un tipo bajito vestido con un uniforme de seguridad azul marino -Trion tenía su propio personal de seguridad, no traía gente de fuera- con un radioteléfono emisor-receptor que le colgaba del cinturón y emitía graznidos de estática y voces enredadas. Nos recibió en el ascensor de carga, y mientras descargábamos nuestras cosas se quedó allí, de pie, cambiando de pose, y luego nos llevó a la escalera de acceso a la azotea.
Subimos tras él. Mientras abría la puerta de la azotea, dijo:
– Sí, me avisaron de que vendríais, pero me ha sorprendido, no sabía que trabajarais tan temprano.
No parecía sospechar; simplemente estaba conversando.
Seth repitió su línea de «la mayoría de las veces» y enseguida volvimos a representar nuestro numerito acerca de provocar infartos a los oficinistas, y también Fernández rió. Era lógico, dijo, que la gente no quisiera que interrumpiéramos su trabajo durante horas hábiles. La verdad es que parecíamos verdaderos limpiadores de ventanas: teníamos el equipo y los uniformes; además, ¿quién más estaría tan loco como para subir al techo de un edificio alto con toda esta basura?
– Sólo llevo un par de semanas en el turno de la noche -dijo Fernández-. ¿Habéis venido antes? ¿Sabéis dónde está todo?
Le dijimos que era la primera vez que veníamos a Trion, y nos enseñó lo básico: tomas de corriente, grifos, anclajes de seguridad. Ahora es obligatorio que todos los edificios nuevos tengan anclajes de seguridad cada tres a cinco metros, a unos dos metros del borde del edificio y capaces de aguantar pesos de dos mil kilos. Los anclajes suelen parecer conductos de ventilación, pero terminados en un perno en forma de U.
Oscar parecía demasiado interesado en cómo organizábamos los equipos. Se quedó a mirar cómo poníamos los ganchos de acero. Los ganchos iban sujetos a una cuerda de escalada blanca y naranja de alta resistencia de 12,5 milímetros de diámetro, y se colocaban en los anclajes de seguridad.
– Guay -dijo-. Y en vuestro tiempo libre escaláis montañas, ¿no?
Seth me miró y después dijo:
– ¿Y tú eres guardia de seguridad en tu tiempo libre?
– No -dijo Fernández, riendo-. Quiero decir que tiene que gustaros lo de subir a sitios tan altos. Yo me cagaría de miedo.
– Uno se acostumbra -dije.
Cada uno de nosotros tenía dos cuerdas distintas: una para bajar y otra como cuerda de seguridad con un mosquetón por si la primera se rompía. Tenía la intención de hacerlo bien, y no sólo para guardar las apariencias. Ninguno tenía muchas ganas de morir cayendo del edificio Trion. Durante aquellos dos desagradables veranos en que trabajamos para la compañía de limpieza, escuchamos con frecuencia que en la industria había un promedio de diez accidentes fatales al año, pero nunca nos dijeron si eran diez en el mundo o diez en el estado, y nunca nos atrevimos a preguntar.
Sabía que aquello era peligroso; pero ignoraba por dónde llegaría el peligro.
Después de otros cinco minutos, Oscar se aburrió -en buena parte porque habíamos dejado de hablarle-, y volvió a su puesto.
La cuerda se sujeta a una cosa llamada Sky Genie, una especie de largo tubo de metal en el cual se enrolla la cuerda alrededor de un mango de aluminio forjado. El Sky Genie -«Genio del cielo», ¿no es fascinante el nombre?- es un mecanismo de control del descenso que funciona por medio de la fricción y va soltando la cuerda lentamente. Estos Sky Genie tenían rasguños y parecían usados. Levanté uno y dije:
– ¿No has podido comprarnos unos nuevos? Te di cinco mil dólares.
– Oye, venían con la furgoneta, ¿qué quieres que haga? Además, ¿qué te preocupa tanto? Estas bellezas pueden soportar dos toneladas. Pero también es cierto que tú has subido un par de kilillos en estos últimos meses.
– Vete a la mierda.
– ¿Has cenado? Espero que no.
– No me hace gracia. ¿Has visto la etiqueta de advertencia que tienen estos chismes?
– Ya lo sé, el uso indebido puede ocasionar daños graves o provocar la muerte. No le hagas caso. Tú debes ser de los que no se atreven a quitarle las etiquetas a un colchón.
– Me gusta el eslogan «Sky Genie: te dejamos caer».
Seth no rió.
– Ocho plantas no es nada, tío. Recuerda cuando estábamos limpiando el Civic…
– No me lo recuerdes -lo interrumpí. No quería portarme como una niña, pero no estaba de ánimo para su humor negro, al menos no mientras estuviéramos en la azotea del edificio Trion.
El Sky Genie se enganchaba a un arnés de seguridad, y éste a un cinturón con asiento almohadillado. En el negocio de limpieza de ventanas, todo nombre incluye palabras como «seguridad» o «protección en caso de caída», lo cual no hace más que recordarte que si algo sale ligeramente mal, estás jodido.
Lo único que habíamos preparado más allá de lo ordinario eran un par de ascensores Jumar, que nos permitirían volver a subir con las cuerdas. Cuando limpias las ventanas de un edificio alto, la mayoría de las veces no tienes por qué volver a subir: simplemente vas bajando a medida que limpias hasta llegar al suelo.
Pero éste sería nuestro medio de escape.
Mientras tanto, Seth montó el torno eléctrico en uno de los anclajes del tejado y lo conectó. Era un modelo de ciento quince voltios con una polea capaz de levantar quinientos kilos. Seth lo conectó a todas nuestras cuerdas, asegurándose de que tuviera juego suficiente y no nos impidiera bajar lo necesario.
Tiré con fuerza de la cuerda para confirmar que todo estaba en su lugar, avanzamos hasta el borde del edificio y miramos hacia abajo. Luego nos miramos el uno al otro y Seth sonrió con su sonrisa de qué-coño-estamos-haciendo.
– Qué, ¿empezamos a divertirnos?
– Ya lo creo.
– ¿Estás preparado, amigo?
– Preparado -dije-. Como Elliot Krause en el Portaváter.
Ninguno rió. Nos subimos lentamente a la barrera de seguridad y pronto estuvimos del otro lado.
Capítulo 85
Sólo teníamos que bajar dos pisos, pero no era fácil. A ambos nos faltaba práctica, llevábamos herramientas muy pesadas y debíamos tener mucho cuidado de no balancearnos demasiado hacia un lado o el otro.
Sobre la fachada del edificio había cámaras de vigilancia de circuito cerrado, cuya ubicación exacta yo había encontrado en los esquemas. También conocía las especificaciones de cada cámara, el tamaño de los lentes, el alcance focal y todo eso.
En otras palabras, sabía dónde quedaban los puntos ciegos.
Y Seth y yo bajábamos por uno de ellos. No me preocupaba que los de Seguridad nos vieran bajando por el costado del edificio, ya que aquella mañana esperaban la presencia de limpiaventanas. Lo que me preocupaba era que alguien se diera cuenta de que no estábamos limpiando ninguna ventana. Que nos vieran bajando lenta, regularmente, hasta el quinto piso. Que no nos vieran ni siquiera colocándonos frente a una ventana.
Porque colgábamos justo delante de una rejilla metálica de ventilación.
Siempre y cuando no nos balanceáramos demasiado hacia los lados, nos mantendríamos fuera del alcanc
e de las cámaras. Eso era importante.
Apoyamos los pies en una cornisa, sacamos las herramientas y nos pusimos manos a la obra con los pernos hexagonales. Estaban firmemente atornillados a través del acero y del hormigón, y había muchos. Seth y yo trabajábamos en silencio mientras el sudor nos caía por la cara. Era posible que algún transeúnte, un guardia o quien fuera, nos viera quitando los pernos que sostenían la rejilla y se preguntara qué estábamos haciendo. Un limpiacristales trabaja con escobillas de goma y cubos de plástico, no con llaves inalámbricas Milwaukee.
Pero a esta hora de la mañana no pasaba mucha gente por allí. Y si alguien nos veía probablemente imaginaría que estábamos haciendo algún tipo de mantenimiento de rutina.
O eso esperaba yo.
Nos tomó un buen cuarto de hora aflojar y quitar todos los pernos. Algunos de ellos se habían oxidado y necesitaron un poco de lubricante WD-40.
Luego, cuando le di la señal, Seth aflojó el último perno y entre los dos levantamos cuidadosamente la rejilla. Era muy pesada, y levantarla era trabajo para dos hombres por lo menos. Tuvimos que cogerla por los bordes, muy afilados -por suerte había traído guantes, un par en buen estado para cada uno- y la ladeamos de manera que quedara apoyada sobre la cornisa. Enseguida Seth se aferró del marco del conducto para hacer palanca y logró meter los pies en la habitación. Con un gruñido cayó al suelo del cuarto de máquinas.
– Tu turno -dijo-. Ten cuidado.
Me aferré al borde, metí las piernas en el conducto de aire y caí al suelo. Rápidamente miré alrededor.
El cuarto de máquinas estaba atiborrado de equipos inmensos y ruidosos y casi totalmente a oscuras, iluminado sólo por el resplandor distante de los reflectores del techo. Había todo tipo de aparatos de climatización: bombas de calefacción, ventiladores centrífugos, enfriadores y compresores y otros equipos de acondicionamiento y filtraje del aire.
Ahí estábamos, aún enganchados a las cuerdas dobles, que colgaban a través de la rejilla de ventilación. Enseguida nos desabrochamos los arneses y nos soltamos.
Ahora los arneses colgaban en el aire. Obviamente, no podíamos dejarlos allá afuera, pero los habíamos enganchado al cabrestante eléctrico del tejado. Seth sacó un pequeño mando a distancia, como los que abren los parkings, y oprimió el botón. Oímos un zumbido, un chirrido a lo lejos, y el arnés y las cuerdas comenzaron a ascender en el aire, arrastrados por el cabrestante.
– Espero que podamos devolverlas a su sitio cuando las necesitemos -dijo Seth, pero con el intenso ruido de fondo que había en la habitación, apenas si podía oírlo.
No pude evitar pensar que todo aquello era poco más que un juego para Seth. Si lo cogían, no era grave. No tendría problema. Era yo el que estaba arriesgando el cuello.
Enseguida tiramos de la rejilla para que desde afuera pareciera estar en su lugar. Usé un segmento del kermantle para atarla a un tubo vertical y mantenerla firme.
La habitación había quedado nuevamente a oscuras, así que saqué mi Mag-Lite y la encendí. Caminé hacia la puerta de acero -parecía muy pesada- y probé a abrirla.
La puerta se abrió. Yo sabía que, por regla general, las puertas de los cuartos de máquinas no se cerraban nunca desde dentro para evitar que alguien quedara atrapado, pero fue un alivio confirmar que podríamos salir de allí.
Mientras tanto, Seth sacó un par de walkie-talkies Motorola, me pasó uno y luego sacó de su funda una radio compacta de onda corta, un aparato policial capaz de captar trescientos canales.
– ¿Recuerdas la frecuencia de seguridad? Era algo alrededor de los 400 UHF, ¿no es cierto?
Me saqué del bolsillo de la camisa mi pequeño cuaderno de espiral y le di a Seth el número de la frecuencia. Él comenzó a buscarla, y yo desdoblé el mapa de la planta y estudié la ruta a seguir.
En este momento estaba aun más nervioso que mientras bajaba por el costado del edificio. Teníamos un plan bastante sólido, pero había demasiadas cosas que podían salir mal.
Para empezar, podría haber gente, incluso a estas horas. Aurora era el proyecto prioritario de Trion, y la fecha límite para entregarlo era en un par de días. Los ingenieros trabajaban a horas raras. A las cinco de la madrugada, lo más probable era que no hubiera nadie, pero uno nunca sabía. Mejor dejarse puesto el uniforme de limpiaventanas y cargar el cubo y la escobilla: la gente de limpieza era prácticamente invisible. Era poco probable que alguien me detuviera para preguntarme qué hacía allí.
Pero estaba la posibilidad horripilante de que alguien me reconociera. Trion tenía decenas de miles de empleados, y yo había conocido hasta ahora a unos cincuenta, de manera que las probabilidades de no ver a nadie conocido estaban a mi favor, por lo menos a las cinco de la madrugada. Pero aun así… Así que me había traído un casco amarillo, aunque los limpia-ventanas nunca los usan, metí la cabeza en él y luego me puse un par de gafas de seguridad.
Una vez hubiera salido de aquel cuarto oscuro y estrecho, tendría que caminar unos cien metros o más por un corredor atestado de cámaras de seguridad que me seguirían durante todo el camino. Claro, había un par de guardias en el centro de mando en el sótano, pero tenían que mirar docenas de monitores constantemente, y probablemente también estaban viendo la tele y bebiendo café y hablando de sus cosas. No me pareció que nadie fuera a fijarse demasiado en mí.
Hasta que llegara al Centro de Alta Seguridad C, donde la seguridad era definitivamente más estricta.
– La tengo -dijo Seth, mirando fijamente la lectura digital de la radio de la policía-. Acabo de oír «seguridad de Trion» y Trion no sé qué más.
– Vale -dije-. Sigue escuchando y avísame si hay algo que deba saber.
– ¿Cuánto crees que tardarás?
Retuve el aliento.
– Podrían ser diez minutos, podría ser media hora. Depende de cómo vayan las cosas. -Ten cuidado, Cas.
Asentí.
– Espera. Mira, aquí tienes -había encontrado un cubo de limpieza amarillo y con ruedas en un rincón y lo empujó hacia mí-. Llévate esto.
– Buena idea -dije. Miré un instante a mi viejo amigo y quise decirle algo como «deséame suerte», pero decidí que eso sonaba demasiado a nervios y además era cursi. Le mostré las manos con los pulgares alzados, como si en realidad estuviera tranquilo-. Nos vemos en un rato -le dije.
– No te olvides de encender tu aparatito -dijo, señalando mi walkie-talkie.
Negué con la cabeza, como sorprendido de ser tan olvidadizo, y sonreí.
Abrí la puerta lentamente. No vi venir a nadie. Salí al pasillo y cerré la puerta tras de mí.
Capítulo 86
A menos de veinte metros de allí había una cámara de seguridad, montada en lo alto de la pared, junto al techo. Su pequeña luz roja parpadeaba.
Wyatt me había dicho que yo era un buen actor, y ahora sí que tendría que demostrarlo. Debía parecer despreocupado, un poco aburrido pero atareado, y sobre todo nada nervioso. Eso requeriría una buena actuación.
«Sigue mirando el Canal del Tiempo o lo que estén transmitiendo en este momento -ordené telepáticamente a quienquiera que estuviera en el centro de mando-. Bébete el café, cómete las rosquillas. Habla de baloncesto o de fútbol. No te fijes en el hombre que hay en la pantalla.»
Mis botas de trabajo crujían suavemente mientras caminaba por el corredor alfombrado empujando el cubo de limpieza. No había nadie alrededor. Qué alivio.
«No -pensé-, de hecho sería mejor que hubiera otra gente caminando por aquí. Así dejarías de ser el centro de atención.»
Sí, podía ser. Acéptalo como venga, pensé. Simplemente espera que nadie te pregunte adónde vas.
Doblé la esquina y entré en una amplia área de cubículos. Todo estaba a oscuras, excepto por unas pocas luces de emergencia.
Mientras avanzaba, empujando el cubo, por un pasillo del centro de la sala, noté que había todavía más cámaras de seguridad. Los letreros de los cubículos, los pósteres raros y para nada graciosos, todo indicaba que allí trabajaban ingenieros. Sobre el e
stante de uno de los cubículos había una muñeca Quiéreme, Lucille, que me miraba con malevolencia.
«Sólo estoy haciendo mi trabajo», me recordé.
Al otro lado de esta zona abierta, según el mapa, había un corto pasillo que llevaba directamente al área cerrada de la planta. El letrero en la pared (Centro de alta seguridad C. Sólo personal autorizado, y una flecha) me lo confirmaba. Ya casi estaba allí.
Todo marchaba sin problemas, mucho mejor de lo que había esperado. Por supuesto, alrededor de la entrada de centro de alta seguridad había cámaras y detectores de movimiento.
Pero si mi llamada de unas horas antes había funcionado, ya habrían desconectado los detectores de movimiento.
Claro que no podía estar seguro. En unos segundos, cuando estuviera más cerca, podría confirmarlo.
Lo más seguro era que las cámaras estuvieran encendidas, pero para eso tenía un plan.
De repente un sonido brusco me sacudió, una vibración aguda de mi walkie-talkie.
– Dios mío -dije con el corazón acelerado.
– Adam -me llegó la voz de Seth, plana y entrecortada.
Apreté el botón del costado.
– Sí.
– Hay problemas.
– ¿Qué quieres decir?
– Regresa aquí.
– ¿Por qué?
– Te digo que regreses, joder.
Mierda.
Me di media vuelta, dejé el cubo de la limpieza y empecé a correr hasta que recordé que me estaban observando. Me obligué a reducir el paso y caminar. ¿Qué coño podía haber sucedido? ¿Nos habían delatado las cuerdas? ¿Se había caído la rejilla? ¿O habían abierto la puerta del cuarto de máquinas y encontrado a Seth?
La caminata de regreso me pareció interminable. La puerta de un despacho se abrió delante de mí y salió un tipo de mediana edad. Llevaba pantalones de poliéster marrón con pinzas y una camisa amarilla de manga corta, y parecía un ingeniero técnico de la vieja guardia. Tal vez había decidido comenzar temprano; tal vez había pasado la noche trabajando. Me miró y luego bajó los ojos sin decir nada.
Paranoia Page 39