Dance, Nana, Dance / Baila, Nana, Baila

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Dance, Nana, Dance / Baila, Nana, Baila Page 2

by Joe Hayes


  —Pero estos ñames sí hablan—le recordaron el sirviente principal y el joven marido.

  —¡Ja!—dijo el rey—. Manden por Osain de los Tres Pies. El santo de la selva nos puede ayudar con los ñames habladores.

  Los soldados del rey se fueron corriendo y encontraron a Osain de los Tres Pies. El santo tenía tres brazos, tres pies, tres ojos, tres orejas, y llegó caminando—uno-dos-tres, uno-dos-tres.

  —Los ñames hablan—le dijo el rey.

  —Los ñames no hablan—respondió Osain de los Tres Pies.

  —Entonces usted tiene que resolver el misterio de estos ñames habladores. ¿Qué recompensa exige para hacerlo?

  Osain de los Tres Pies pidió tres platos de plata del tamaño de una luna llena, tres ollas nuevecitas, tres gallos y tres cocos.

  Le trajeron lo pedido y Osain de los Tres Pies extendió la mano y tocó un ñame.

  ¡LADRÓN! ¡CANALLA!

  ¡DÉJANOS DONDE ESTAMOS!

  —¡Oh-jo!—dijo Osain de los Tres Pies mientras brincaba hacia atrás—. Éste es un asunto para Osain de los Dos Pies. Es mucho más viejo y más sabio que yo.

  Tomó los tres platos de plata, las tres ollas nuevecitas, los tres gallos, y los tres cocos y se fue—uno-dos-tres, uno-dos-tres.

  El rey mandó llamar a Osain de los Dos Pies. Tenía dos brazos, dos piernas, dos ojos, dos orejas, y llegó caminando—uno-dos, uno-dos.

  —Osain de los Dos Pies—le dijo el rey—, los ñames hablan.

  —Los ñames no hablan—respondió Osain de los Dos Pies.

  Como pago por aclarar el asunto exigió dos platos de plata, dos ollas nuevecitas, dos gallos y dos cocos.

  Le trajeron lo pedido y Osain de los Dos Pies extendió el brazo y tocó un ñame.

  ¡LADRÓN! ¡CANALLA!

  ¡DÉJANOS DONDE ESTAMOS!

  —¡Oh-jo!—dijo Osain de los Dos Pies—. Éste es un asunto para Osain de Un Pie. Es mucho, pero mucho más viejo que yo. Ya era muy viejo y muy sabio antes de que yo naciera.

  Osain de los Dos Pies tomó los dos platos, las dos ollas, los dos gallos, los dos cocos y se fue.

  El rey mandó llamar a Osain de Un Pie. Tenía un brazo, una pierna, un ojo y una oreja. Llegó apoyándose en un palo torcido—pega-brinca, pega-brinca, pega-brinca.

  —Osain de Un Pie—le dijo el rey—, los ñames hablan.

  —Los ñames no hablan—dijo Osain de Un Pie y cogió un ñame.

  ¡LADRÓN! ¡CANALLA!

  ¡DÉJANOS DONDE ESTAMOS!

  Osain de Un Pie mostró el ñame:—Mira, rey—dijo—. Éste no tiene boca, ni dientes, ni lengua, ni amígdalas.

  Se rió y tiró el ñame hacia atrás. Cogió otro y la voz salió aun más fuerte:

  ¡LADRÓN! ¡CANALLA!

  ¡DÉJANOS DONDE ESTAMOS!

  Osain de Un Pie rió aun más fuerte. Cogió otro ñame de la pila y la voz se volvió furiosa:

  ¡LADRÓN! ¡CANALLA!

  ¡DÉJANOS DONDE ESTAMOS!

  Luego se volvió desesperada:

  ¡LADRÓN …!

  ¡CANALLA …!

  ¡DÉJANOS … DONDE … ESTAMOS!

  Osain de Un Pie se estremecía de risa. Llegó al fondo del montón de ñames. Ahí estaba la muy tramposa Jicotea con los párpados apretados, temblando de ira.

  —Pícara Jicotea—dijo Osain de Un Pie—, debería haber adivinado que eras tú.

  Entre risotadas Osain de Un Pie golpeó a Jicotea con su bastón torcido hasta hacerla pedazos. Con su único pie esparció los pedazos a todos lados.

  Osain de Un Pie aceptó una bolsita de ñames como recompensa y se fue—pega-brinca, pega-brinca, pega-brinca.

  El rey y sus sirvientes se fueron a casa y el ejército entero los siguió marchando. El joven marido escogió un ñame para que su mujer pudiera seguir preparando la cena.

  Muy entrada la noche, al joven marido lo despertó un ruidito sordo fuera de la casa. Era la tramposa de Jicotea que reunía lentamente los pedazos de su cuerpo. Cuando logró componerlo y pegar cada pedazo, fue arrastrándose hacia el bosque. Allí, en la orilla del bosque, estaba Osain de Un Pie fumando un tabaco al calor de la fogata.

  Saludó a Jicotea de buena gana:—Comay Jicotea—le dijo—, qué alboroto causaste hoy. Siéntate. Fumemos y conversemos un rato.

  Jicotea y Osain de Un Pie se pasaron la noche entera charlando y bromeando junto a la fogata. Se contaron muchos cuentos. A lo mejor hasta contaron esta misma historia que yo acabo de contarte a ti.

  THE FIG TREE

  THIS IS THE STORY OF A MAN whose wife had died. He had a young son named Manolito and a daughter named Marcelita. Since he had to work hard every day to make a living, the man needed help raising his children. He soon met a woman named Nicolasa who had no husband or children and he asked her to marry him.

  Nicolasa agreed to marry the man, and when she moved in with him and his children, all she brought with her was a golden thimble, a spool of golden thread and a pair of golden scissors. The girl Marcelita was enchanted by these shiny objects and asked if she could hold them in her hand, but Nicolasa said she was forbidden to touch them. She locked them away in a wooden trunk.

  The new wife was a very strict and meticulous woman. As soon as she moved into the house, she decided exactly where everything belonged, down to the last spare button. She couldn’t stand to have anything left out or put away in the wrong place.

  After she had arranged the house to her liking, Nicolasa planted a fig tree in the courtyard. She cared for the fig tree as if it were a child. She talked to it and caressed it, and each day she washed the dust from its leaves.

  The next year twenty-one figs appeared on the tree and Nicolasa counted them five times a day to make sure not a single one had been picked. Whenever she left the house to go to church, she would say to Marcelita, “Watch the fig tree carefully while I’m gone. There had better not be any figs missing when I return.”

  One day when Nicolasa was at the church, a little blue bird with golden wings flew into the courtyard and ate one fruit from the tree. When Nicolasa returned home and counted the figs, there were only twenty. She was furious, but she didn’t say anything. She went into her room and from the locked trunk she took out the golden thimble, a spool of golden thread and the pair of golden scissors. She dug a big hole in the ground and in it she placed the beautiful golden objects.

  Nicolasa called Marcelita and showed her the treasures at the bottom of the hole. “Jump in and get them,” she told the girl. “You may have them if you can retrieve them from the hole.” As soon as Marcelita jumped into the hole, Nicolasa covered it with a heavy stone and went away. But one hair from the girl’s head remained outside the hole, and by the next morning the hair had turned into a rose bush. On the bush was the most beautiful red rose the world had ever seen.

  The girl’s little brother, Manolito, was playing outside the house and the lovely rose caught his eye. He ran over and tried to pick it, but when he tugged at the rose, he heard a voice sing:

  Little brother, little brother, please don’t pull my hair.

  Nicolasa buried me for one fig missing from the tree.

  The little boy was frightened. He ran and found his father, who was working in the field. “Come, Papá,” he said. “There’s a singing rose bush behind our house. It sounds like my sister, Marcelita.”

  The father was puzzled and went with his son to the rose bush. When he tried to pick the rose, he heard the song:

  Dearest Father, dearest Father, please don’t pull my hair.

  Nicolasa buried me for one fig missing from the tree.

  The father ran into the house and found his wife. “Come here at once,” he told her. He led her to the bush. “Pick that rose,” he ordered. When Nicolasa tried to pick the rose, the bush sang:

  Nicolasa, Nicolasa, please don’t pull my hair.

  You have buried me for one fig missing from the tree.

  Nicolasa was terrified. Her heart flooded with guilt and remorse. “Move the stone aside!” she said to her husband. The m
an lifted the rock and freed his daughter.

  Nicolasa fell to her knees and begged Marcelita to forgive her. The kind-hearted girl said she would. Nicolasa ran to the fig tree and picked all the fruit. She brought it in a basket to Marcelita. The girl shared the figs with her father and brother—and with Nicolasa too. They all ate the fruit together, and in that way, the four of them began to be a family.

  And what became of the golden thimble, the golden thread and the golden scissors?

  Marcelita had put them in her apron pocket, and even though Nicolasa never asked her to return them, that night she placed them back in the locked trunk. But the next day, Marcelita found them again in her pocket. The same thing happened for twenty days in a row. But on the twenty-first day, when Marcelita reached into her apron pocket, she didn’t find the thimble and thread and scissors. She felt soft, warm feathers. She pulled out her hand, and in it was a little bird, a little blue bird with golden wings. She opened her hand and the bird flew away over the rooftops. It was some kind of magic, I suppose.

  LA MATA DE HIGO

  ESTE ERA UN HOMBRE a quien se le había muerto la esposa. Tenía un hijo que se llamaba Manolito y una hija llamada Marcelita. Como el hombre tenía que trabajar mucho todos los días para ganarse la vida, le hacía falta ayuda para criar a los hijos. Pronto conoció a Nicolasa, una mujer que no tenía marido ni hijos y le pidió que se casara con él.

  Nicolasa aceptó casarse con el hombre, y cuando se mudó para vivir con él y sus hijos lo único que trajo consigo fue unas tijeritas de oro, un dedal de oro, y un carretel de hilo de oro también. A la niña Marcelita le encantaron esas cosas tan brillantes y pidió permiso para tenerlas en la mano, pero Nicolasa le prohibió tocarlas y las encerró con candado en un baúl de madera.

  La nueva esposa era muy rígida y meticulosa. Tan pronto se instaló en la casa determinó el lugar preciso para todo, hasta el último botón de repuesto. No toleraba que nada quedara fuera de su lugar ni puesto en un lugar equivocado.

  Después de arreglar la casa a su gusto, Nicolasa plantó una mata de higo en el patio. Se ocupó del árbol como si fuera un niño. Le hablaba, lo acariciaba y todos los días le lavaba las hojas para quitarles el polvo.

  Al año siguiente veintiún higos aparecieron en la mata, y Nicolasa los contaba cinco veces al día para asegurarse de que ninguno faltaba. Siempre que se iba de la casa para asistir a misa, le decía a Marcelita:

  —Cuida la mata de higos mientras no estoy y procura que no falte ninguno cuando regrese.

  Un día, cuando Nicolasa estaba en la iglesia, un pajarito color azul con alas doradas entró volando al patio y se comió un higo de la mata. Cuando Nicolasa llegó a la casa y contó los higos, no había más que veinte. La mujer se puso furiosa, pero no dijo nada. Entró en su cuarto y sacó del baúl las tijeras de oro, el dedal de oro y el carretel de hilo de oro. Cavó un pozo hondo en la tierra y puso las tres cosas preciosas en él. Después, Nicolasa llamó a Marcelita y le mostró los tesoros en el fondo del hueco.

  —Baja y recoge esas cosas—le dijo a la niña—. Si las puedes recuperar del pozo, son tuyas.

  En cuanto Marcelita se metió en el hoyo, Nicolasa lo tapó con una piedra pesada y se fue. Pero un pelo de la muchacha permaneció afuera, y a la mañana siguiente se había convertido en un rosal hermoso. Ese rosal lucía la rosa más bella que se haya visto en el mundo.

  Manolito, el hermanito de la muchacha, estaba jugando afuera y la hermosa rosa le llamó la atención al niño. Corrió a la mata para arrancar la rosa, pero cuando tiró de la flor, oyó cantar una voz:

  Hermanito, hermanito, no me arranques el pelito.

  Nicolasa me ha enterrado por un higo que ha faltado.

  El niño se espantó. Corrió a buscar al padre.—Ven, papá—le dijo—. Hay un rosal que canta detrás de la casa. Suena como mi hermana Marcelita.

  El padre se asombró y fue con su hijo al rosal. Trató de quitar la rosa y oyó cantar a la voz:

  Papacito, papacito, no me arranques el pelito,

  Nicolasa me ha enterrado por un higo que ha faltado.

  El padre corrió a la casa y encontró a su mujer.—Ven conmigo—le dijo y la llevó al rosal.

  —Coge esa rosa—le ordenó! Cuando Nicolasa haló la rosa, la mata cantó:

  Nicolasa, Nicolasa, no me arranques el pelito,

  Me has enterrado por un higo que ha faltado.

  Nicolasa se quedó pasmada. Su corazón se llenó de vergüenza y remordimiento.—Aparta la piedra—le pidió al marido. El hombre quitó la piedra y liberó a su hija.

  Nicolasa cayó de rodillas y pidió perdón a Marcelita. La muchacha bondadosa le dijo que sí, que la perdonaba. Nicolasa corrió a la mata de higos y recogió toda la fruta. La trajo en una cesta y se la dio a Marcelita. La muchacha compartió la fruta con su padre, con su hermanito, y con Nicolasa también. Los cuatro comieron juntos las frutas, y de esa manera empezaron a convertirse en una familia.

  Y ¿qué fue del dedal de oro, el carretel de hilo de oro y las tijeras de oro?

  Marcelita los había puesto en el bolsillo de su delantal, y aunque Nicolasa no se los pidió, aquella noche los devolvió al baúl con candado. Pero al otro día los encontró de nuevo en el bolsillo de su delantal. Lo mismo sucedió durante veinte días seguidos. Pero al llegar el vigésimoprimer día, cuando Marcelita metió la mano en el bolsillo de su delantal, no tocó el dedal ni el carretel ni las tijeras, sino plumas suaves y cálidas. Sacó la mano y en ella estaba un pajarito, un pajarito color azul con alas doradas. Marcelita abrió la mano y el pajarito se fue volando por encima de los techos de las casas. Cosa de magia, supongo.

  THE GIFT

  THIS IS A SPECIAL KIND OF STORY called a patakí. Patakís are myths and teaching tales about the Orishas, the holy ones of Santería, which is the Afro-Cuban religion. It is said that each Orisha has a special gift or power over some part of nature or some necessary human activity. This power, which is called aché, was granted long ago by Olofi, the ruler of the earth and the sky. When people are in need, they call upon the Orisha whose aché can help them. This story explains how the Orisha named Obbara won his aché.

  Of all the Holy Ones, Obbara was the poorest. The other Orishas lived in splendid houses and had servants to help them with all their labors. They traveled about on fine horses.

  Obbara lived in a palm-roofed hut and worked his little piece of land. He had to travel on foot or ride his little gray donkey. Because he was poor and dressed in rags, none of the other Orishas had any respect for Obbara. They talked behind his back. “Obbara is a liar and a rascal,” they said. “Don’t believe anything he says.”

  It happened once that Olofi, the Highest of the High, invited all the Orishas to a meeting at his home, saying he had a gift he wanted to give to them. One by one they arrived on their beautiful horses, all of them dressed in the elegant clothes they thought fitting for meeting such an exalted person.

  “Is everyone present?” asked Olofi.

  The others looked about and someone said, “No. Obbara hasn’t arrived yet.”

  They all shook their heads. “He’s late as usual,” they said. “He can’t be relied on for anything.”

  Finally Obbara arrived, mounted on his donkey and dressed in his ragged work clothes. Olofi served a delicious meal to all the Orishas and then when it was time to leave, he announced that he had a gift for each of them. He led them into a room. The floor was covered with pumpkins and Olofi invited each Orisha to choose the pumpkin they liked most.

  The Orishas exchanged disappointed glances and began choosing their pumpkins. Obbara chose last. The others had left the very smallest pumpkin for him. The Orishas left Olofi’s house and as they traveled down the road they said among themselves, “What sort of gift has Olofi given us? Worthless pumpkins! He invited us to his house for this!” And one by one they began throwing their pumpkins into the ditch at the side of the road.

  Obbara tagged along behind the others on his little burro. When he saw the pumpkins they had thrown away, the hum
ble farmer said to himself, “Here’s good food for my wife and me to eat,” and he gathered up the pumpkins and loaded them onto his donkey.

  When he arrived home Obbara handed his little pumpkin to his wife and told her to cook it for their supper while he went off to do some work in the field. His wife sharpened a knife and then cut the pumpkin in half. It was full of gold coins! She was frightened and closed the pumpkin again. When Obbara came home from the field, she showed the gold to him.

  Obbara hid the gold carefully, waiting to discover the wisest way to use it. He soon saw a fitting way to spend some of the gold.

  Just one week later Olofi called the Orishas to another meeting at his house. He told them to bring along the gift he offered on their last visit. The Orishas arrived, and once again Olofi asked if everyone was present.

  “Obbara is late again,” they all said. They looked down the road, expecting to see Obarra come jogging along on his gray donkey. What they saw was a man dressed in a resplendent suit of pure white, mounted on a prancing black steed. It was Obbara.

  Olofi asked the Orishas, “Did you bring the gift I gave you on your last visit?”

  They all hung their heads. Some coughed. Others cleared their throats. Some shuffled their feet. Finally they had to admit they no longer had it.

  “I dropped it on the way home,” one said.

  “It was too heavy,” said another. “My arms couldn’t hold it any longer.”

  “It was soiling my clothes,” said a third.

  Then Olofi asked Obbara, “And you?”

  Obbara stepped forward and handed his little pumpkin to Olofi. He told how he had gathered up the pumpkins the others had thrown away, and how his wife had found gold inside his own small pumpkin.

  “Obbara,” said Olofi, “you alone knew how to appreciate a gift. And you found the treasure that was concealed in what seemed to have no value. You will have the power to show the world the truth hidden in every word that is spoken and the richness in everything life offers.”

 

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