Dance, Nana, Dance / Baila, Nana, Baila

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Dance, Nana, Dance / Baila, Nana, Baila Page 3

by Joe Hayes


  That is the aché, the special power, which belongs to Obbara and which he can share with us. Other Orishas have a different aché. One may have power over money, another over love or healing medicine. They can help us in those matters. But many say that Obbara’s ability to reveal the true value of whatever gifts we receive in life is the most important aché of all.

  EL REGALO

  ESTA HISTORIA ES UN PATAKÍ. Los patakís son mitos y cuentos de enseñanza que se tratan de los Orishas, las deidades de la Santería, que es una de las religiones afrocubanas. Se cuenta que cada Orisha rige sobre alguna parte de la naturaleza o alguna actividad humana. Este poder, que se llama aché, fue otorgado en tiempos remotos por Olofi, el que reina sobre la tierra y el cielo. Cuando la gente se ve en necesidad, suplica al Orisha cuyo aché puede ayudarla. Esta historia explica cómo el Orisha que se llama Obbara ganó su aché.

  Entre todos los Santos, Obbara era el más pobre. Los demás vivían en casas espléndidas, con sirvientes que los ayudaban en cualquier trabajo. Viajaban montados en caballos finos.

  Obbara vivía en un bohío y cultivaba la tierra. Tenía que viajar a pie o montado en su burrito gris. Como Obbara era pobre y usaba ropa harapienta, ningún otro Orisha lo respetaba. Decían a sus espaldas:—Obbara es mentiroso y canalla. No crea nada de lo que dice.

  Sucedió una vez que Olofi, el Altísimo, convocó a todos los Orishas para que se reunieran en su casa, diciendo que tenía algo que les quería dar. Uno por uno los Orishas llegaron sobre sus hermosos caballos, todos luciendo el vestuario elegante que creían conveniente para estar en presencia de una persona tan enaltecida.

  —¿Se encuentran todos?—preguntó Olofi.

  Los otros miraron alrededor y alguien dijo:—No. Falta Obbara.

  Todos movieron la cabeza, diciendo:—Llega tarde, como siempre. No se puede confiar en él para nada.

  Al fin Obbara llegó, montado en su burro y vestido con ropa gastada de campesino. Olofi les sirvió una comida opípara a todos los Orishas, y cuando llegó el momento de marcharse, dijo que tenía un regalo para cada uno. Los condujo a una sala cuyo piso estaba cubierto de calabazas e invitó a cada uno a escoger la calabaza que más le gustaba.

  Los Orishas intercambiaron miradas disgustadas y se pusieron a escoger calabazas. Obbara fue el último en escoger. Le habían dejado la más pequeña. Los Orishas abandonaron la casa de Olofi y en el camino comentaban entre sí:

  —¿Qué tipo de regalo es éste que nos ha dado Olofi? ¡Calabazas corrientes! ¿Para eso nos invitó a su casa?—Y uno por uno botaron las calabazas en la zanja que había a un lado del camino.

  Obbara venía tras los otros en su burrito. Cuando vio las calabazas que ellos habían desechado, el agricultor humilde se dijo:

  —Qué buena comida para mi mujer y para mí.

  Recogió las calabazas y las cargó en su burro.

  Cuando llegó a la casa, Obbara le dio la pequeña calabaza a su mujer y le dijo que la preparara para la cena, mientras él trabajaba un poco más en el campo. Su esposa afiló un cuchillo y partió la calabaza en dos. ¡Estaba llena de monedas de oro! Ella se espantó y volvió a cerrar la calabaza. Cuando Obbara regresó del campo le enseñó el oro.

  Obbara escondió la calabaza llena de oro con cuidado, esperando descubrir la manera más sensata de utilizar el regalo. Pronto vio cómo usar una parte del tesoro.

  Una semana más tarde Olofi volvió a convocar a los Orishas a su casa. Les dijo que trajeran el regalo que les había ofrecido en la ocasión anterior. Otra vez todos los Orishas llegaron, y Olofi preguntó si todos estaban.

  —Obbara llegará atrasado otra vez—dijeron todos.

  Miraron por el camino, esperando ver a Obbara balanceándose sobre su burrito gris. Lo que vieron fue un hombre con un vestuario blanco resplandeciente, montado sobre un brioso caballo negro. Era Obbara.

  Olofi les preguntó a los Orishas:—¿Trajeron el regalo que les di en la otra ocasión?

  Todos agacharon la cabeza. Algunos tosieron. Otros se aclararon la garganta. Algunos movieron los pies incómodos. Al fin se vieron obligados a confesar que no lo tenían.

  —La perdí sin querer en el camino—dijo uno.

  —Era muy pesada—dijo otro—. Se me cansaron los brazos y no podía más con ella.

  —Me ensuciaba la ropa—dijo un tercero.

  Luego Olofi le preguntó a Obbara:—¿Y tú?

  Obbara se acercó y le dio su calabacita a Olofi. Le contó cómo había recogido las calabazas que los otros desecharon, y cómo su esposa había encontrado oro dentro de la pequeña calabaza de él.

  —Obbara—dijo Olofi—, entre todos, únicamente tú supiste cómo apreciar un regalo. Y encontraste el tesoro escondido en lo que parecía sin valor. Te doy el aché de mostrar al mundo la verdad envuelta en cualquier palabra que se dice y la riqueza en todo lo que la vida aporte.

  Ése es el aché que le corresponde a Obbara, y con el que nos puede ayudar mucho. Otros Orishas tienen dominio sobre el dinero o el amor o la curación de enfermedades, y nos ayudan en esos asuntos. Pero muchas personas afirman que el don que tiene Obbara de revelarnos el verdadero valor de los regalos que nos concede la vida es el más valioso de todos.

  DANCE, NANA, DANCE

  LONG, LONG AGO, people had no fire. They had to eat their food raw. There was no source of light except the sun during the day and the moon on the nights when she happened to be shining. Life wasn’t very pleasant, but it seemed as though no one wanted to do anything about it.

  In those long-ago times, a woman gave birth to twin boys. They were clever and curious boys, and they could sing and dance and they could play their drums as if they had magic in their hands. One day, after the boys had spent the whole morning drumming, their mother served them a meal of raw sweet potatoes. The boys asked their mother, “Why do we have to eat raw food all the time?”

  Their mother explained, “We have no fire to cook it with.”

  “Isn’t there any fire anywhere in the world?” they asked.

  “Yes, there is fire,” their mother told them. “The fire is owned by a sorceress who lives where the four roads meet. If anyone tries to take some, she turns them into stone.”

  “We’ll go and get some of her fire,” the twins declared, and even though their mother begged them not to, they picked up their little drums and set out.

  For many, many days the twins traveled. Finally they saw an old woman hunched beside a fire in the middle of a crossroads. The skin of her arms and shoulders looked like it was painted onto the bones and her head was nearly bald above her withered face. One of the twins waited in the bushes beside the road and the other approached the old woman, playing a soft rhythm on his drum as he walked.

  “Abuelita,” said the boy, “give me a little of your fire.”

  The old sorceress’ wrinkled eyelids opened wider and she turned to look at him. For a long time her clouded eyes gazed at the boy, slowly looking him up and down, and then she said, “What will you give me for my fire?”

  “I can give you music,” the boy answered, and he beat his drum faster. “I can sing and play my drum for you.”

  “Play your drum for me, boy,” the sorceress said. “Sing. Make me dance. If you can play and sing until I’m too tired to dance any more, I’ll give you some of my fire. But if you grow tired before I do, I’ll use my fire to roast you for my supper.”

  The boy smiled broadly. “That’s a good arrangement,” he said, and began to play his drum and sing:

  Piti piti piti,

  Dance, nana, dance.

  The old woman sprang to her feet and started to dance. She whirled around the fire, shaking her shoulders and hips. She leaped over the fire and slapped the soles of her feet with her hands.

  After an hour of singing, the boy’s voice was beginning to grow hoarse. But the old woman was dancing as lively as ever. “Sing louder!” the sorceress cried. “I can hardly hear you!”

  “Let me drink a little water, grandmother,” the boy said, still playing his drum. “My throat
is getting dry.”

  “Hurry! Hurry!” she shouted. “I like this music.”

  The boy ran to the bushes. His twin brother was hiding there, and it was the other twin who ran back and played the drum and sang the song:

  Piti piti piti,

  Dance, nana, dance.

  “That’s good!” the old woman said as she jumped into the air and spun around. “You sound even better than before!”

  After another hour of singing, the sorceress showed no sign of getting tired, but the boy’s voice was getting hoarse. “Grandmother,” he called out. “Let me drink some water so that I can sing better for you.”

  “Hurry! Hurry! I like this music.”

  The boy ran to the bushes, and his twin brother ran back to take his place and keep singing:

  Piti piti piti,

  Dance, nana, dance.

  Over and over the brothers traded places, one singing and playing while the other rested. All through the day and the night they kept up the music and the sorceress kept on dancing.

  As the evening of the second day approached, the old woman began to grow a little short of breath, but she continued to cry out, “Sing! Sing! Play that music!”

  On the morning of the third day, the old woman began to stumble and sway as she danced. And finally, just as the sun was setting on the third day, she fell to the ground exhausted, with a wide smile on her withered face.

  The boys scooped up fire in a clay pot and ran until they came to their mother’s house.

  The people piled wood in the center of the village and set it ablaze. They danced around and around the fire while the twins played their drums and sang:

  Piti piti piti,

  Dance, nana, dance.

  Ever since then, the people have had fire to cook their food and to give them light. And of course, ever since then, whenever they build a big fire, the people like to play music and sing and dance until they can’t dance any longer.

  BAILA, NANA, BAILA

  EN LOS TIEMPOS MUY, MUY ANTIGUOS, la gente no disponía del fuego. Tenían que comer la comida sin cocinar. No había nada que diera luz, más que el sol de día y la luna, en las noches que le tocaba brillar. La vida no era muy agradable, pero parece que nadie quería hacer nada para remediar la situación.

  En aquellos tiempos tan remotos una mujer dio a luz a hijos gemelos. Estos jimaguas eran listos y curiosos. Cantaban, bailaban y tocaban sus tambores como si tuvieran manos mágicas. Un día, después de que los muchachos habían pasado toda la mañana tocando sus tambores, la madre les sirvió una ración de boniatos crudos. Los muchachos le preguntaron a su madre:

  —¿Por qué siempre tenemos que comer la comida sin cocinar?

  Ella les explicó:—No tenemos candela con que cocinar.

  —¿No hay candela en todo el mundo?—preguntaron.

  —Sí, hay—les dijo la madre—. La tiene una hechicera que vive donde se cruzan cuatro caminos, pero a los que tratan de robársela, los convierte en piedra.

  —Iremos allá y se la quitaremos—aseguraron los jimaguas, y aunque la madre les rogó que no lo hicieran, cogieron sus tambores y se fueron.

  Los jimaguas pasaron muchos días caminando. Al fin vieron a una viejita acurrucada junto a una fogata en medio de una encrucijada. La piel de sus brazos y hombros parecía pintada sobre los huesos, tenía la cabeza casi calva y la cara arrugada. Uno de los gemelos permaneció entre las matas mientras el otro se le acercó a la viejita. Hacía un ritmo suave con su tambor mientras caminaba.

  —Abuelita—dijo el muchacho—, deme un poco de lumbre.

  Los párpados arrugados de la anciana se abrieron un poco más y volvió su vista hacia él. Durante un gran rato mantuvo la vista nublada en el muchacho, mirándolo lentamente de arriba a abajo. Luego dijo:—¿Qué me vas a dar a cambio de la lumbre?

  —Le doy música—respondió el muchacho y aceleró el ritmo que tocaba—. Canto y toco mi tambor.

  —Toca el tambor, moquenquen—dijo la hechicera—. Canta. Hazme bailar. Si puedes tocar y cantar hasta que me canse y no pueda bailar más, te doy un poco de lumbre. Pero si tú te cansas primero, utilizo la lumbre para asarte y serás mi cena.

  El muchacho sonrió ampliamente:—Trato hecho—le dijo, y comenzó a tocar el tambor y a cantar:

  Piti piti piti,

  Baila, nana, baila.

  La vieja se paró de un salto y comenzó a bailar. Giró alrededor de la lumbre, moviendo los hombros y las caderas. Brincó sobre la fogata, dándose palmadas en la planta de los pies.

  Al cabo de una hora de cantar, la voz del muchacho se puso ronca, pero la hechicera bailaba tan alegre como siempre.

  —Canta más alto—gritó la hechicera—. Apenas te oigo.

  —Déjeme tomar un poquito de agua, abuelita—dijo el muchacho, mientras seguía tocando el tambor—. La garganta se me está secando.

  —¡Corre! ¡Corre!—gritó—. Que me gusta esta música.

  El muchacho corrió al matorral. Su hermano gemelo estaba escondido ahí, y fue él quien regresó corriendo para tocar el tambor y cantar la canción:

  Piti piti piti,

  Baila, nana, baila.

  —¡Está bueno!—dijo la vieja, y dio una vuelta en el aire—. Hasta suena mejor que antes.

  Después de otra hora de canto, la hechicera bailaba tan animada como siempre, pero al muchacho la voz se le ponía ronca.

  —Abuelita—llamó—. Déjeme tomar agua, para que le pueda cantar mejor.

  —¡Corre! ¡Corre! Que me gusta esta música.

  El muchacho corrió al matorral y su hermano regresó en su lugar para seguir cantando:

  Piti piti piti,

  Baila, nana, baila.

  Repetidas veces los hermanos se turnaron, el uno tocando y cantando mientras el otro descansaba. Durante todo el día y toda la noche siguieron con la música y la hechicera siguió bailando.

  Al atardecer del segundo día a la vieja se le dificultaba el aliento, pero seguía gritando:—¡Canta! ¡Canta! Toca esa música.

  A la mañana del tercer día la vieja empezó a tropezar y bambolearse mientras bailaba. Al fin, justo a la puesta del sol del tercer día, cayó rendida al suelo. Una sonrisa grande se dibujaba en su cara arrugada.

  Los muchachos tomaron candela en una olla de barro y emprendieron el regreso a la casa de su madre. Cuando llegaron, la gente amontonó leña en el centro del pueblo y le prendió fuego. Todos dieron vueltas y vueltas bailando alrededor de la hoguera y los jimaguas tocaron sus tambores y cantaron:

  Piti piti piti,

  Baila, nana, baila.

  Desde de ese día en adelante la gente ha tenido candela para cocinar la comida e iluminarse. Y por supuesto, desde entonces, siempre que la gente se reúne y hace una hoguera grande, le gusta tocar música, cantar y bailar hasta más no poder.

  THE LAZY OLD CROWS

  ON THE BRANCH OF A DEAD TREE, behind the palm-thatched house of an old guajiro named Estanislao, two crows sat complaining about how hard life had become for them. Unlike Estanislao, whose children and grandchildren looked after him, the crows received help from no one. Each year their young ones had simply grown up and flown away, never to be seen again.

  They noticed that Estanislao had left a piece of bright metal, maybe a spoon, outside his door. For an instant they thought they might fly down and steal it, but that would be too much trouble. They didn’t even feel like annoying the old guajiro with an endless racket of caw caw. Everything seemed like too much effort.

  Most of all, they were weary of the constant struggle of searching for food. They were just about to give up. Even hanging onto the branch as the wind shook it from side to side was a struggle.

  As the pair sat complaining on their branch, the papa crow noticed that in a nearby tree the wind was shaking a nest that had just been built by a young pair of newlywed crows. Papa Crow shook his head and croaked, “These youngsters nowadays! They don’t know anything.”

  “If they did,” replied the mama crow, “they wouldn’t have built their nest in such an un
steady place. The wind’s going to shake the eggs right out of it.”

  “They don’t know how to raise their babies properly anyway,” said Papa Crow. “They probably don’t know a baby crow from a baby crocodile.”

  The papa crow’s last remark gave the old mama crow an idea. When the next hard gust of wind sent the eggs tumbling from the nest to the ground, she said to her old husband, “Follow me,” and they both flew over and settled into the young crows’ nest.

  “Those young crows have never had children before,” she told the old man. “Pluck out all my feathers and I’ll pluck yours. We’ll pretend we’re their babies and make them bring us food.”

  They plucked and plucked at each other until they were both as bare as a pair of newly hatched chicks, and then they waited for the inexperienced parents to return. When the young parents arrived, the old ones opened their mouths wide like little baby crows, squeaking and begging for food.

  “Look,” the young crow mother said to her mate. “Our eggs have hatched and our babies are hungry.” The young crows flew off and brought back worms and bugs and little chunks of meat. The old crows swallowed them all, and then opened their mouths again and begged for more. Off flew the parents to bring more food.

  The plan worked wonderfully. The old crows spent many lazy days in the nest, while the young ones worked ceaselessly to keep them fed. After two weeks, the old crows started to sprout new feathers, but they plucked each other again and went on begging like little babies.

  At the end of a month, the young parents were exhausted and began to grow impatient. “Where are your feathers?” they asked. “Look, all the neighbors’ children have already left the nest. When are you going to learn to fly?” But the old crows just opened their mouths wider and begged even more helplessly.

  “We’ve run out of places to look for food,” the young crows said.

 

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