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Hollywood Station

Page 11

by Joseph Wambaugh


  Aparcó y entró en el establecimiento por la puerta principal, que estaba abierta. Hablaba muy poco inglés y nada de tailandés, de forma que lo único que se le ocurrió decir fue: «¿Míiister? ¿Míiister?».

  Como nadie respondió, entró con cautela hasta la trastienda y se detuvo al oír algo que parecía un gemido de perro. Se quedó escuchando y pensó que en realidad era un gato. No le gustaba aquello, no le gustaba nada. Entonces oyó unos golpes, una serie de topetazos fuertes y amortiguados. Salió corriendo de la tienda y llamó al 911 desde su móvil recién estrenado, el primero que tenía en su vida.

  El mensaje se malinterpretó a causa de su ininteligible forma de expresarse y porque colgó cuando la operadora estaba transfiriendo la llamada a un hispanohablante. Otros emigrantes sin papeles le habían dicho que la policía de la ciudad no era la migra y no daba parte a Inmigración a menos que cometiese un delito grave, pero de todos modos, prefería no acercarse a uniformes y galones y pensó que era mejor no estar allí cuando llegaran.

  El mensaje fue radiado como llamada de «desorden desconocido», las que más inquietan a los policías. Bastante trabajo tenían ya con los «desórdenes conocidos». Por lo general, esa clase de llamadas atraía a más de una unidad de refuerzo, y Mag Takara y Benny Brewster respondieron. Fausto Gamboa y Budgie Polk fueron el primer refuerzo que llegó, seguido de Nate Weiss y Wesley Drubb.

  Cuando Mag entró en la tienda sacó la pistola y avanzó con precaución siguiendo la luz de su linterna hasta la trastienda, con Benny Brewster pisándole los talones. Al ver la escena soltó un grito ahogado.

  Sammy Tanampai se había dado cabezazos desesperadamente contra la pared para llamar la atención del lavaplatos. Se le estaban durmiendo las piernas y las lágrimas le inundaban la cara mientras pensaba en sus hijos y procuraba mantenerse fuerte. ¡Procuraba no separar las rodillas!

  – ¡ALTO! -gritó Benny Brewster, que vio la granada a la luz de la linterna cuando Mag dio pasos hacia el joyero.

  Mag se quedó inmóvil, y también Fausto y Budgie, que acababan de entrar por la puerta de la calle.

  – ¡GRANADA! -gritó Mag al verla claramente-. ¡DESALOJEN! -Nadie sabía qué pasaba ni qué hacer, salvo sacar las armas instintivamente y agacharse.

  Fausto no desalojó, ni los demás. Se abrió paso rozando a Benny, se precipitó en la trastienda y vio a Mag de pie a medio metro de Sammy Tanampai, que estaba amordazado e histérico. Y también vio la granada.

  Sammy tenía sangre en la cara, en la parte donde había conseguido arrancarse la mordaza enganchándola en un clavo; quiso decir algo, pero el pegote de cinta aislante no se le soltaba de la comisura de los labios y le dieron náuseas.

  – No puedo… No puedo… -dijo.

  – ¡APÁRTATE! -dijo Fausto a Mag.

  Pero la pequeña policía hizo caso omiso y avanzó de puntillas, como si el movimiento pudiera hacer estallar la granada. Y tendió el brazo cautelosamente hacia el explosivo.

  Fausto saltó hacia delante cuando Sammy soltó el grito más desesperado y terrorífico que Mag había oído en su vida en el momento en que los muslos se le rindieron. Mag tenía la mano a centímetros de la granada cuando ésta cayó al suelo a su lado y la anilla salió despedida por el aire.

  – ¡DESALOJEN! ¡DESALOJEN! ¡DESALOJEN! -aullaba Fausto a todos los policías de la tienda, pero Mag llegó la primera, recogió la granada y la lanzó por encima de un archivador que había en el rincón más alejado.

  Instantáneamente, Fausto agarró a Mag Takara del Sam Browne por detrás y a Sammy Tanampai por el cuello de la camisa, los levantó en vilo y retrocedió con ellos hasta salir de la reducida habitación y llegar a la tienda propiamente, donde seis policías y un dependiente se aplastaron contra el suelo y esperaron la explosión con terror.

  Pero no hubo explosión. La granada de mano era de juguete.

  No menos de treinta y cinco efectivos del LAPD convergieron en la tienda y en las calles aledañas aquella noche: investigadores, criminalistas, expertos en explosivos, supervisores de patrulla e incluso el capitán de patrulla. Se entrevistó a testigos, se montaron reflectores y se efectuó un registro de la zona en dos manzanas a la redonda a la luz de las linternas.

  No se encontró ninguna prueba de valor y un investigador de la brigada antirrobos a quien se hizo acudir ex profeso desde su casa entrevistó a Sammy Tanampai en la sala de urgencias del hospital presbiteriano de Hollywood. La víctima contó al investigador que el ladrón había dado unas caladas a un cigarrillo, pero los investigadores no encontraron nada en el lugar de los hechos.

  Sammy se estaba adormilando bajo los efectos de una inyección que le habían puesto, pero dijo al detective:

  – No sé cómo podían saber lo de los diamantes. Los diamantes llegaron hoy, a las diez de la mañana, y pensábamos enseñárselos mañana a un cliente de Hong Kong que nos pidió unas piezas determinadas.

  – ¿Qué clase de cliente es? -preguntó el detective.

  – Hace años que es cliente de mi tío. Es muy rico y no es un ladrón.

  – Cuénteme algo más de la mujer rubia que cree que es rusa.

  – Creo que los dos eran rusos -dijo Sammy-. Hay muchos rusos en Hollywood.

  – Sí, pero la mujer, ¿era atractiva?

  – Es posible, no lo sé.

  – ¿Algún detalle fuera de lo común?

  – Pechos grandes -dijo Sammy con los ojos entrecerrados, abriendo y cerrando la dolorida mandíbula y tocándose la zona raspada de alrededor de la boca.

  – ¿Ha ido alguna vez a algún club nocturno de alrededor? -preguntó el investigador-. Varios son propiedad de risos y los gestionan rusos.

  – No. Estoy casado. Tenemos dos hijos.

  – ¿Recuerda alguna cosa más de los ladrones?

  – Ella hizo una broma sobre mantener las piernas juntas. Dijo que ella no lo hacía. Estaba pensando en mis hijos, en que no volvería a verlos nunca, y ella hizo esa broma. Espero que los maten a tiros, a los dos -dijo Sammy con los ojos llenos de lágrimas.

  En la comisaría Hollywood, una vez terminadas las declaraciones de tocios los policías que se encontraban en la joyería, Hollywood Nate dijo a su joven compañero:

  – Menuda broma, ¿eh, Wesley? La próxima vez que trabaje en un espectáculo les contaré todo esto a los de atrezzo. Una granada falsa. Eso sólo pasa en Hollywood.

  Wesley Dnibb estaba muy callado desde hacía horas, desde el trauma en la joyería. Había contestado a las preguntas (le los investigadores como mejor había podido, pero en realidad no tenía nada importante que decir.

  – Sí, la broma era para nosotros -contestó a Nate. Pero lo que le habría gustado decir era: «Podía haber muerto esta noche. Podían haberme… haberme… ¡matado esta noche! Si la granada hubiera sido de verdad».

  Le resultaba raro y muy inquietante pensar en morir violentamente. Nunca le había pasado hasta ese día. Necesitaba contárselo a alguien, pero no tenía a quién. No podía hablarlo con su compañero Nate Weiss. No podía explicar a un oficial veterano como Nate que había dejado la universidad por esto, donde formaba parte del equipo universitario de vela y salía con una de las chicas más cotizadas del famoso grupo de animadoras universitarias Song Girls de la Universidad del Sur de California. Lo había dejado por las emociones inexplicables que sentía desde los veintiún años.

  Wesley se había hartado de la vida universitaria, de ser el hijo de Franklin Dnibb, de vivir entre fraternidades universitarias y la enorme casa de sus padres en Pacific Palisades, donde pasaba todas las vacaciones escolares. Se sentía prisionero y quería liberarse. El LAPD era una liberación sin la menor duda. Había terminado el periodo de prueba de dieciocho meses y ya estaba allí, un agente recién estrenado del distrito de Hollywood.

  Había sido un disgusto para sus padres, para sus cofrades, para sus compañeros de vela y sobre todo para su novia, que ahora salía con un mediocampista del equipo universitario de fútbol americano, había sido un disgusto para todo el mundo. Había pensado dedicarse sólo un par ele años, no hacer carrera, por vivir
las experiencias que lo diferenciarían de su padre, de su hermano mayor y de todos los demás malditos agentes de la compañía de propiedad inmobiliaria Lawford and Drubb. Para ellos, sería una especie de veterano de combate, eso era todo.

  Sí, y hasta el momento todo había marchado sobre ruedas. Hasta esa noche. Hasta que la granada cayó al suelo y él se quedó mirándola, y la pequeña agente Mag Takara la recogió mientras Fausto Gamboa le reventaba los tímpanos. Eso no era trabajo policial, ¿no? En la academia no les habían hablado de cosas así. ¿Un hombre con una granada de mano entre las piernas?

  Se acordó de la clase que les había dado en la academia un experto de la brigada de artificieros, sobre el horrible suceso ocurrido en Hollywood Norte en 1986, cuando dos agentes del LAPD fueron enviados al garaje de una casa de la zona residencial a desactivar un artefacto explosivo, colocado por un sospechoso de asesinato involucrado en un conflicto entre un estudio de cine y el sindicato. Lo desactivaron pero no se dieron cuenta de la existencia de otro artefacto que se encontraba al lado de un ejemplar del Libro de cocina del anarquista. El artefacto estalló.

  Lo que Wesley recordaba más vívidamente no era la descripción de la truculenta y espantosa carnicería y el abrumador olor a sangre, sino el hecho de que uno de los agentes que sobrevivieron, los que acababan de entrar en la casa cuando se produjo la explosión, sufría pesadillas recurrentes aun veinte años después del suceso. Se despertaba con la almohada empapada de lágrimas, mientras su mujer lo sacudía y se decía: «¡Esto tiene que acabar!».

  Aquella noche, Wesley Drubb, después de terminar su breve declaración y de sentarse en silencio en la comisaria a tomar café, sólo podía pensar en lo que sentía cuando quería horadar los tablones del suelo con las uñas, en aquella joyería. La reacción había sido instintiva, una reacción animal. Se había visto reducido a su esencia animal elemental.

  Y Wesley Drubb se hizo la pregunta más enloquecedoramente ardua, vertiginosa, profunda e incontestable que se había hecho en toda su corta vida: ¿Cómo cojones llegué allí?

  Cambiado y vestido de civil, Fausto Gamboa se encontró con Budgie en el aparcamiento. Fueron en silencio hasta sus respectivos coches y vieron a Mag Takara saliendo del aparcamiento en su coche particular.

  – Me sacaba de quicio ver a esa criatura haciéndose las uñas en el control de asistencia -dijo Fausto-, como si estuviera preparándose para salir con un chico.

  – A partir de ahora ya no te molestará, ¿verdad? -dijo Budgie.

  – No, no tanto -reconoció Fausto Gamboa.

  Capítulo 6

  Se suponía que tenía que tomar una declaración rutinaria a un menor que se había fugado de casa, nada más. En su reducido cubículo de la sala de la brigada de investigación, Andi McCrea había estado preparando ante la pantalla del ordenador los informes que tenía que presentar en la oficina del fiscal del distrito sobre un caso en el que una mujer había golpeado en la cabeza a su marido con un martillo de retejar cuando, después de tomarse un paquete de seis cervezas escocesas, el marido frunció la boca y le dijo a su mujer que el pastel de carne en el que llevaba trabajando todo el día «olía como el coño de Gretchen».

  Había dos errores ahí: en primer lugar, Gretchen era la hermana menor de la mujer, coqueta y divorciada dos veces, y en segundo lugar, el hombre tenía una expresión de pánico en la cara que tiraba por tierra la poco convincente explicación que se apresuró a añadir: «Por supuesto, no tengo ni idea de cómo huele…». Entonces se interrumpió, empezó de nuevo y dijo: «Sólo quería hacer una broma a lo Chris Rock, pero me salió mal, ¿verdad? El pastel está bien. Está bien, cariño».

  Ella no dijo nada, se fue al porche, donde el retejador guardaba el cinturón de las herramientas, y volvió con el martillo en el momento en que él tomaba el primer bocado del pastel que olía como el coño de Gretchen.

  Aunque a la mujer se le había puesto una multa por intento de asesinato, el hombre terminó con sólo veintitrés puntos y conmoción cerebral. Andi suponía que fuera quien fuese el ayudante del fiscal a quien se lo presentara, lo rechazaría por falsedad y lo transferiría a la oficina del fiscal de la ciudad para el archivo de delitos menores, cosa que a ella le parecía bien. La víctima del martillo le recordó a Jason, su ex marido, retirado ya del LAPD y afincado en Idaho, cerca de otros muchos policías que huían a entornos más naturales. Sitios donde la policía local, en sus informes de detenciones, sólo escribe «blanco» o «paisajista» en la casilla «raza».

  A Jason, como a tantos otros, lo cataban otras muchas mujeres policía, era lo que se llama un twinkie, un pastelillo de crema nada conveniente, pero que había que probar. Ella era joven entonces y pagó el precio a lo largo de cinco años de matrimonio, de los que no sacó nada bueno salvo Max.

  Su único hijo, el sargento Max Edward McCrea, servía al ejército de los Estados Unidos en Afganistán, su segundo despliegue, después de cumplir el primero en Irak, una temporada en la que Andi apenas podía dormir unas pocas horas, porque se despertaba empapada de sudor. Ahora, en Afganistán, era mejor. Un poco mejor. A los dieciocho años, recién salido del instituto, le entró el hormiguillo, y ella no pudo hacer nada por impedir que firmara el contrato de alistamiento. Y su ex marido tampoco pudo hacer nada, cuando, por una vez, se interpuso y actuó como padre. Max insistía en irse al ejército con dos amigos de su equipo universitario de fútbol y no había más que decir. Para él, Irak; para ella, dolores de cabeza por la tensión, insomnio en su casa de dos pisos, en Van Nuys.

  Una vez ordenado el archivo del caso, iba a tomarse un café cuando un agente de patrulla del segundo turno se acercó a su cubículo y dijo:

  – Oficial, ¿podría hablar usted con un muchacho de catorce años que se ha fugado de casa? Nos avisaron de Lucky Strike Lañes, donde estaba jugando a los bolos con un hombre de cuarenta años que empezó a darle bofetones. Nos ha dicho que el hombre ha abusado de él, pero el hombre no ha dicho una palabra. Lo tenemos en la pecera.

  – Eso es cosa de los de delitos sexuales -contestó Andi.

  – Ya lo sé, pero no hay nadie y me parece que el chico quiere hablar, pero con una mujer. Dice que le da vergüenza contar a un hombre lo que tiene que decir. Creo que necesita una madre.

  – ¿Y quién no? -suspiró Andi-. De acuerdo, llévelo a la sala de declaraciones y enseguida voy.

  Cinco minutos después, tomado el café, llevó un refresco al chico, le dijo sus derechos por segunda vez e hizo un gesto de despedida al agente uniformado.

  Aaron Billings era delicado, casi bonito, con rizos oscuros, ojos grandes y expresivos y una mirada penetrante y madura que Andi no se esperaba. Parecía una mezcla de razas, con una cuarta parte de afroamericano, quizá, pero no estaba segura. Tenía una sonrisa deslumbrante.

  – ¿Entiendes por qué los agentes te arrestaron a ti y a tu compañero? -le preguntó.

  – Sí, claro -dijo-. Mel estaba pegándome, lo vio todo el mundo. Estábamos allí en medio de la bolera. Ya estoy harto, y por eso, cuando nos pidieron la identificación, les dije que me había escapado de casa. Seguro que mi madre lo ha denunciado. Bueno, supongo.

  – ¿De dónde eres?

  – De Reno, Nevada.

  – ¿Cuánto tiempo hace que te escapaste?

  – Tres semanas.

  – ¿Te escapaste con Mel? -preguntó Andi.

  – No, lo conocí al día siguiente haciendo dedo. Estaba harto de mi madre, siempre está llevando hombres a casa y se acuestan delante de mi hermana y de mí. Mi hermana tiene diez años.

  – Has dicho al agente que Mel había abusado de ti, ¿es cierto?

  – Sí, muchas veces.

  – Cuéntame lo que ha pasado desde que os conocisteis.

  – De acuerdo -dijo el chico, y tomó un largo trago de soda-. Primero me llevó a un motel y nos acostamos. Yo no quería, pero me obligó. Después me dio diez dólares. Luego fuimos al cine, después a un restaurante chino y después nos dio por venir a Hollywood a ver si veíamos estrellas de cine. Por el camino, Mel compró vodka y zumo de naranja y nos emborr
achamos. Luego llegamos a Fresno, Mel aparcó en un área de descanso y dormimos. Nos despertamos temprano. Luego matamos a dos personas y les quitamos el dinero. Después fuimos otra vez al cine, luego llegamos a Bakersfield. Luego…

  – ¡Un momento! -dijo Andi-. Volvamos al área de descanso.

  Veinte minutos después, Andi hablaba por teléfono con la policía de Fresno y, tras una conversación con un oficial de investigación, confirmó que, en efecto, una pareja de adultos había muerto a tiros en el lugar donde, evidentemente, se habían detenido a dormir un poco en el trayecto de Kansas a California. Y, efectivamente, el caso estaba abierto y no había sospechosos ni más pruebas que las balas del calibre 32 que habían extraído del cráneo de las víctimas en el post mórtem.

  – No tenemos pistas -dijo el oficial.

  – Ahora sí las tienen -dijo Andi.

  Rhonda Jenkins, D3 y supervisora de Andi, tras llegar tarde aquel día, después una larga jornada en los tribunales como testigo de un caso de asesinato de hacía tres años, le dijo:

  – Qué día más chungo he tenido, ¿y tú?

  – Ya ves, procurando no parar en esta típica tarde de mayo de Hollywood, Estados Unidos.

  – ¿Sí? ¿Qué estás haciendo? -preguntó Rhonda, sólo por charlar mientras se quitaba los zapatos de tacón bajo y se daba un masaje en los doloridos pies.

  – Primero -dijo Andi con cara de palo-, hice llamadas sobre dos informes de anoche. Después, repasé el archivo del caso del tiroteo del pizzero. Luego interrogué a un pandillero en Parker Center. Luego me tomé un café, luego solucioné un homicidio doble ocurrido en Fresno. Después escribí una carta a Max, luego…

  – ¡Fiuuu! -dijo Rhonda-. ¡Vuelve a lo del homicidio doble en Fresno!

 

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