Hollywood Station

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Hollywood Station Page 13

by Joseph Wambaugh


  – Drogadictos no tienen diamantes -dijo Cosmo-. Creo que tú compras todos los diamantes y vendes por mucho beneficio, mi hermano.

  – Es posible que vuelva a hacer tratos contigo, Cosmo -dijo Dmitri sonriendo-. Quizá eres grande, en América, ahora.

  – Quiero traigo todos los diamantes pronto. Quiero vendo por sólo treinta y cinco miles. La señora de las noticias dice diamantes valen a lo mejor dos o tres cientos miles.

  – ¡La granada de mano! -exclamó Dmitri con una sonrisa-. ¡De modo que fuiste tú! Pero treinta y cinco mil… Tienes que traerme piedras de gran calidad, por treinta y cinco mil.

  – De acuerdo, hermano -dijo Cosmo-. Traeré.

  – Necesito al menos un mes para hacer mi trato y reunir tanto dinero para ti -dijo Dmitri-. Y asegurarme de que la policía no te detiene, entre tanto.

  – Esas palabras son tristes -dijo Cosmo empezando a sudar por la frente-. Necesita dinero ahora.

  – Lleva tu tesoro a otro, si quieres, Cosmo -dijo Dmitri encogiéndose de hombros-. No hay problema -dijo Dmitri, sabiendo que Cosmo no conocía a nadie más para una cosa así.

  – De acuerdo -dijo Cosmo-. Espero. Por favor, llamas cuando tienes dinero.

  – Ahora que te estás haciendo importante en el negocio -dijo Dmitri mientras Cosmo hacía una leve inclinación de cabeza y se disponía a marchar-, tienes que afeitarte el entrecejo. A los americanos les gustan dos cejas, no una.

  La noche en que Jetsam disparó un tiro de felicidad y ninguno de tristeza, tuvo lugar otro tiroteo, pero en el distrito de Hollywood, que acarrearía muchos tiros de tristeza a dos agentes involucrados.

  El patrulla 6 A 65 del tercer turno recibió un aviso de código 3 que la encaminó a una calle residencial del lado oeste de Hollywood, una zona en la que rara vez se producía esa clase de llamadas. La mitad de los coches del turno respondió cuando la centralita dijo las palabras: «Hombre armado».

  El coche designado llegó allí segundos antes que los demás gracias a la sirena y las luces, pero dos unidades del turno aparcaron estrepitosamente antes de que los agentes del 6 A 65 hubieran salido del coche. Una de esas unidades la conducía Mag Takara. Su compañero, Benny Brewster, saltó del coche con una escopeta, y entonces llegó otro coche del tercer turno. Ocho policías, cuatro con escopeta, se acercaron a la casa desde donde habían hecho la llamada. Las luces del porche estaban apagadas y la calle, oscura. No fue necesario tomar la decisión de acercarse o no al porche. La puerta de la casa se abrió de par en par y los agentes no podían creer lo que veían.

  Un hombre de treinta y ocho años, identificado después como Roland Tarkigton, propietario de la casa, salió al porche. Más tarde se sabría que su padre había sido dueño de gran parte de los inmuebles comerciales de Hollywood, lo había perdido todo por malas inversiones y había dejado a Roland, su único hijo, la casa y dinero suficiente para subsistir. Roland agitaba un documento en una mano y escondía la otra a la espalda.

  Deslumhrado por seis linternas más un foco montado en el blanco y negro más cercano, que le daba de pleno, Roland no dijo una palabra, sólo enarbolaba el papel como si fuera una bandera de rendición. Bajó con esfuerzo los escalones de cemento del porche y avanzó hacia los policías.

  Lo que dejó perplejos a los agentes era la estatura de Roland Tarkington. Al día siguiente lo medirían en el análisis post mórtem: dos metros cincuenta y dos centímetros de altura. En el informe de la muerte se constató un peso superior a doscientos cuarenta y tres kilos. La sombra que proyectaba sobre la hierba era inmensa.

  – ¡Enseñe la otra mano! -dijo Benny Brewster, y se le añadió un coro de voces.

  – ¡A ver qué tiene en la otra mano!

  – ¡Las dos manos arriba, maldita sea!

  – ¡Acérquese a la acera!

  – ¡Cuidado con esa mano, joder! ¡Cuidado con esa mano!

  Un policía novato del tercer turno dejó a su oficial de rodaje y, sigilosamente, se alejó unos quince metros de la posición de sus compañeros por el sendero de la entrada, en el momento en que el hombretón se detenía sin haber dicho nada todavía y agitando el papel blanco. El novato, desde su posición, vio a Roland Tarkington por la espalda y gritó:

  – ¡Tiene una pistola!

  Como si le hubieran dado el pie, la última escena de ese otro espectáculo hollywoodiense se precipitó: Roland Tarkington enseñó lo que escondía apuntando súbitamente al agente más cercano con algo que parecía una pistola semiautomàtica de nueve milímetros.

  Dos disparos de escopeta de dos agentes distintos del tercer turno lo fulminaron, más cinco balas de pistola disparadas por otros dos agentes del mismo turno. Roland Tarkington, a pesar de ser una mole, recibió el destello luminoso de las brillantes detonaciones anaranjadas de las escopetas, se le despegaron los pies del suelo y cayó de espaldas desangrándose; murió en cuestión de segundos con el corazón literalmente destrozado. Cinco disparos fallidos de pistola se incrustaban en la fachada de la casa en el momento en que Roland Tarkington se desplomaba.

  Entonces empezaron a salir vecinos a la calle y se oyeron gritos y voces, y al menos dos mujeres chillaban y lloraban en la acera de enfrente. El Oráculo, que llegó en el momento en que estallaban los tiros en la noche, recogió de la hierba el papel salpicado de sangre, junto al cadáver. El arma de Roland Tarkington resultó ser una pistola de agua de diseño muy realista.

  – ¿Qué dice, sargento? -preguntó el segundo policía que había disparado.

  – «Pido disculpas humildemente a los excelentes oficiales del LAPD. Ésta era la única forma de reunir el valor necesario para poner fin a una vida miserable. Pido que mis restos se incineren. No me gustaría que nadie tuviera que cargar con mi cadáver hasta la tumba de mi familia, que se encuentra en el cementerio Forest Lawn. Gracias. Roland G. Tarkington».

  – Vámonos de aquí, compañero -dijo Mag a Benny. Ninguna de las unidades del turno había llegado a disparar-. Esto es una mierda muy chunga.

  De vuelta en el coche, mientras guardaba la escopeta en la rejilla cerrada, Mag oyó la conversación de dos policías con el Oráculo.

  – ¡Maldita sea! -dijo uno de ellos-. ¡Maldito cretino! ¿Por qué no se envenenó? ¡Maldito sea!

  – Entre en el coche y vuelva a comisaría, hijo -le dijo el Oráculo-. Enseguida llegarán los del FID.

  – ¡No soy un verdugo, hostia! -dijo la otra voz al Oráculo-. ¿Por qué me ha hecho esto? ¿Por qué?

  El último comentario de la noche lo hizo el investigador Charlie Gilford el Compasivo, que apareció cuando las patrullas se marchaban. La ambulancia estaba aparcada en doble fila, un técnico sanitario, junto a la mole inmensa de carne ensangrentada que había sido Roland Tarkington, se alegraba de que fueran los hombres del coronel quienes se hicieran cargo del cadáver.

  Charlie el Compasivo cogió la pistola de agua, apretó el gatillo y, como no salió agua, dijo:

  – Mierda, ni siquiera estaba cargada. -Después alumbró con la linterna el pecho agujereado de Roland Tarkington y añadió-: Esto es lo que podríamos decir otro final desgarrador para un melodrama hollywoodiense más.

  Capítulo 7

  La noche del viernes siguiente, una gran multitud llenaba Hollywood Boulevard, donde se celebraba otra de las interminables ceremonias de alfombra roja, esta vez, en el teatro Kodak, cuando el mundo del cine se da palmadas en la espalda a sí mismo y se abraza antes de volver a las cotidianas puñaladas por la espalda y los urticantes y eternos ataques de celos porque a un colega le han dado un trabajo que «¡era para Mí!». La oración implícita del mundo del cine: «Dios, por favor, que yo triunfe y ellos… fracasen».

  El cuadrante del turno medio andaba manga por hombro. Fausto libraba, y también Benny Brewster. El Oráculo trabajaba en su mesa y a Budgie Polk le confortó verlo allí, con los galones de la manga izquierda que le llegaban al codo. No llevaba el corazón en la manga, pero la vida sí. Cuarenta y seis años. Nueve galones de servicio. ¿Quién podía toserle? El Oráculo había dicho que iba a superar el récord del investigador de atracos y homicidi
os que se había retirado en febrero tras cincuenta años en activo. Pero algunas veces, como ahora, parecía cansado. Y viejo.

  El Oráculo cumpliría sesenta y nueve años en agosto; en las arrugadas mejillas y en la frente se le veía hasta el último día de todos los años pasados en el LAPD. Había servido con siete jefes. Había visto llegar, marcharse y morir a jefes y alcaldes. Pero en los tiempos dorados del LAPD, no se habría imaginado que tendría que ejercer bajo la tutela de un acuerdo de consenso que ahogaba la vida del cuerpo de policía que amaba. El trabajo policial de prevención se había convertido en paranoia policial, y parecía que era él quien más lo interiorizaba. Budgie le vio abrir un frasco de jarabe contra la acidez y tomarse una dosis grande.

  Budgie esperaba que le asignara a Mag Takara de compañera, pero cuando entró en el despacho del comandante de turno y echó un vistazo a la alineación, se llevó al Oráculo aparte en el pasillo y le dijo:

  – ¿Fue el teniente quien asignó las funciones para esta noche, sargento?

  – No, he sido yo -le contestó, pero Budgie dejó de hablar porque Hollywood Nate los interrumpió al materializarse en la puerta de atrás con tres grandes papeles enrollados, que llevaba como si fueran mapas del tesoro.

  – Ya verá cuando vea esto, sargento -le dijo al Oráculo.

  Pasó dos a Budgie y desenrolló el tercero con cuidado; era un cartel grande, de una sola pieza, de El crepúsculo de los dioses de Billy Wilder, con William Holden y Gloria Swanson.

  – ¿Es que no hay suficientes carteles de películas en esta comisaría? -dijo el Oráculo.

  – ¡Pero mire qué bien conservado está! Es una copia, pero bastante antigua, y en estupendas condiciones. Mañana me regalan el marco.

  – De acuerdo, póngalo en la sala de control de asistencia con los demás -dijo el Oráculo pasándose la mano por las canas cortadas al rape-. Supongo que cualquier cosa es mejor que tanta pared verde carcelario. No sé quién haría el proyecto de esta comisaría, pero seguro que había estudiado en Albania en los tiempos de la Guerra Fría.

  – Mola, sargento -dijo Nate-. Ya veremos después dónde ponemos los otros. Uno es Perdición de Billy Wilder, y el otro, Rebelde sin causa, con la cara de James Dean justo debajo del título.

  – De acuerdo, pero busque sitios donde los ciudadanos no los vean desde el vestíbulo -dijo el Oráculo-. No convierta esta comisaría en un centro de casting.

  – Siento debilidad por los polis jóvenes que respetan lo antiguo -comentó el Oráculo a Budgie cuando Hollywood Nate se hubo ido corriendo escaleras arriba-. Y, hablando de antigüedades, como Fausto libra, pensé que no te importaría trabajar con Hank Driscoll unos días.

  Budgie puso los ojos en blanco. A nadie le gustaba trabajar con Hank Driscoll, alias B.M., y menos a los agentes jóvenes. No porque fuese mayor, como Fausto; sólo llevaba diecinueve años en el cuerpo y tenía algo más de cuarenta, pero era como trabajar con tía Marta la quejica. El sobrenombre de B.M. que le habían colgado sus compañeros era por el barón Munchausen, que se creía las enfermedades que se inventaba hasta el punto de tener que someterse a tratamiento médico e incluso hospitalización, un trastorno que llegó a llamarse síndrome de Munchausen en el mundo de la psiquiatría.

  B.M. Driscoll pasaba más días de baja que todos los demás juntos. Si tenían que arrestar a un yonqui con hepatitis, B.M. Driscoll acudía al médico con síntomas antes de cuarenta y ocho horas, y escuchaba con recelo cuando le aseguraban que lo que decía era médicamente imposible.

  Las diez horas de trabajo del turno se hacían pesadas cuando había que trabajar con él. Los policías más veteranos decían que si uno tenía la sensación de que el tiempo pasaba volando, se podía conseguir que casi se detuviera trabajando un cuadrante completo de veintiocho días con B.M. Driscoll.

  Era alto y nervudo, nieto de campesinos de Wisconsin llegados a California durante la Gran Depresión, circunstancia que, según él, no permitió a sus padres alimentarse adecuadamente y por eso le habían pasado genes enfermizos.

  Siempre llevaba el escaso pelo castaño que le quedaba cortado casi tan al rape como el Oráculo, porque le parecía más higiénico. Se había divorciado dos veces, pero el gran misterio era cómo había encontrado con quién, que no fuera psiquiatra.

  A pesar de todo, contaba con una anécdota en su carrera que lo convertía poco menos que en policía legendario. Unos cuantos años antes, cuando hacía la patrulla en el barrio del distrito de Hollenbeck, asistió a un enfrentamiento con un chico del gueto, muy colocado de drogas y con la cara tatuada, que amenazaba con cortar la garganta a su novia con un cuchillo Buck de monte.

  Había varios policías allí, en plena calle, apuntándole con escopetas y pistolas, tratando de disuadirlo, amenazándolo incluso, sin conseguir nada. El agente Driscoll tenía una Taser y, en un momento del enfrentamiento, cuando el chico bajó la hoja de la navaja al mover la mano mientras vociferaba incoherencias, B.M. Driscoll disparó. El dardo lo alcanzó en la zona izquierda del pecho y le traspasó el paquete de tabaco y el mechero de butano que llevaba en el bolsillo de la camisa; el mechero ardió al contacto con el cigarrillo encendido, el chico estalló en llamas y así concluyó el enfrentamiento.

  Le quitaron la camisa antes de que las quemaduras se agravaran, lo metieron de cabeza en una ambulancia y B.M. Driscoll se convirtió en una especie de celebridad entre los patrulleros latinos, que lo llamaban «el tronco del lanzallamas».

  Con leyenda o sin leyenda, a Budgie Polk no le hacía ninguna gracia el compañero que le habían asignado.

  – Dígame sólo una cosa, sargento -dijo al Oráculo-, dígame que no nos tiene separadas a Mag y a mí porque acabo de reincorporarme después de la baja por maternidad y ella es un poco enana. No sabría explicarle lo degradante que es para nosotras, las mujeres, que nos hagan eso, o que los supervisores, cuando son tíos, digan cosas como «las separamos por su propia seguridad». ¡Encima de toda la mierda que hemos tenido que soportar las mujeres para llegar donde estamos en este trabajo!

  – Budgie -dijo el Oráculo-, le prometo que no es ése el motivo por el que le he asignado a Driscoll en vez de a Mag. No tengo esa opinión de usted. Usted es un agente. Punto.

  – ¿Y no es por eso por lo que me asigna a Fausto? ¿Para que el viejo caballo de guerra me cuide?

  – ¿Todavía no lo ha entendido, Budgie? -dijo el Oráculo-. Fausto Gamboa está amargado y deprimido desde que perdió a su mujer por un cáncer de colon, hace dos años. Sus dos hijos son unos perdedores y no le ayudan en nada. Cuando Ron LeCroix tuvo que operarse de hemorroides, me pareció el momento perfecto para poner a Fausto con una persona joven y viva, preferiblemente mujer para ver si se suaviza un poco. Ya ve, no se lo asigné a usted por su bien, sino por el bien de él.

  No lo llamaban el Oráculo por nada, pensó Budgie. La agente había mordido su propio anzuelo.

  – Por la boca muere el pez -fue lo único que pudo farfullar.

  – Póngase un poco de algodón en los oídos unos días. En realidad, Driscoll es un policía honrado, y es generoso. Le comprará café y bollos siempre que tenga ocasión, y no porque sea mujer. Él es así.

  – Espero no pillar la gripe aviar ni el mal de las vacas locas sólo con oírle -dijo Budgie.

  Cuando entraron en el coche patrulla, con Budgie al volante, B. M. Driscoll puso su bolsa de guerra en el maletero y dijo:

  – Budgie, procura mantenerte alejada de mi zona de respiración, si puedes. Sé que tienes un bebé y no quisiera contagiarte. Creo que me ronda algo. No estoy seguro, pero tengo dolores musculares y una especie de escalofríos por la espalda. Tuve la gripe en octubre y otra vez en enero. Este año es malo para mi salud.

  Lo demás se perdió en la cháchara de la radio. Budgie procuraba concentrarse en la voz de la centralita y no oír la de su compañero. Se acordó de una cosa de la que había oído hablar por primera vez cuando la destinaron al distrito de Hollywood y conoció a la oficial de investigación Andi McCrea. A otras agentes femeninas les gustaba mucho esa historia.

  Al parecer, hacía un
os años, un automovilista había disparado un tiro a un oficial del LAPD de un distrito vecino cuando lo obligó a detenerse para multarlo. Andi McCrea era entonces una agente de uniforme del distrito de Hollywood, y varias unidades del turno de noche fueron enviadas a patrullar por el extremo oriental de la zona donde el sospechoso había sido visto por última vez al abandonar el coche tras una breve persecución.

  El final del turno ya se había cumplido y las unidades, haciendo horas de más, se comunicaban entre sí mientras registraban callejones, patios de almacenamiento y edificios vacíos sin encontrar rastro del tirador. Entonces, Andi se enteró de quién era el agente al que habían disparado: un compañero suyo de clase, y estaba malherido. Aquella noche no había quien la parase, buscaba afanosamente con la linterna por los tejados e incluso los árboles, y su viejo compañero era un plasta como B.M. Driscoll. Pero no se quejaba de enfermedades imaginarias sino de necesidad de descansar y dormir. Era un haragán en quien no se podía confiar.

  Andi McCrea, según contaban todas las versiones, lo soportó dos horas, pero cuando le dijo «No vamos a encontrar a nadie. Larguémonos de aquí de una puta vez y se acabó el turno. Esto es una mierda», ella giró resueltamente en dirección norte hacia la autopista de Hollywood, subió a una rampa y paró el coche.

  Cuando su compañero le preguntó por qué se paraba allí, Andi le dijo: Algo falla ahí fuera. Sal a echar un vistazo a la rueda delantera derecha».

  También protestó por eso, pero lo hizo, y cuando estaba fuera del coche alumbrando la rueda con la linterna, dijo:

  – Aquí no hay nada raro.

  – Seguro que sí hay algo raro, gilipollas inútil -contestó Andi, y se largó en el coche dejándolo en la rampa de la autopista, con el transmisor en el asiento del coche y el teléfono móvil en la taquilla de la comisaría.

  Andi siguió buscando una hora más y no lo dejó hasta que se anunció el fin de la búsqueda, tras lo cual, volvió a la comisaría cabreada todavía y dispuesta a tomarse la medicina correspondiente. El Oráculo la estaba esperando y, cuando recogía la bolsa de guerra del maletero, le dijo:

 

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