– Su compañero llegó hará una media hora. Tuvo que parar un coche. Está que muerde. No se acerque a él.
– Sargento, ¡estábamos persiguiendo a un gusano que disparó a un agente de policía! -dijo Andi.
– Lo entiendo -dijo el Oráculo-, y, conociéndolo a él, me imagino lo que habrá tenido que soportar, agente, pero no se deja a nadie tirado en la autopista a menos que esté muerto y se sea un asesino en serie.
– ¿Va a denunciarme oficialmente?
– Eso quería, pero lo he convencido ele que no lo haga. Le dije que sería más vergonzoso para él que para usted. De todos modos, ya le han concedido el traslado que tanto esperaba a Los Ángeles Oeste, de modo que se va al final de este cuadrante.
Y así terminó la historia, aunque la anécdota perduró entre los policías de la comisaría Hollywood que conocían a Andi McCrea. B.M. Driscoll, que no dejaba de lloriquear hablado de sus síntomas gripales, se la había recordado, y el recuerdo le arrancó una sonrisa; pensó hasta qué punto soportaría a su compañero y si saldría indemne como Andi, si hiciera lo mismo que ella. Al fin y al cabo, había sentado precedente.
Y, aunque Budgie empezaba a valorar algunas cosas en el hecho de trabajar con Fausto, ahora que se había suavizado un poco, ¿no sería estupendo hacer pareja con Mag Takara? Aunque sólo fuera por hablar un poco de cosas de mujeres. Cuando estuvieran en código 7, comiendo ensaladas en Soup Plantation, podrían reírse a gusto hablando de las peritas en dulce del turno medio, por ejemplo «¿Te lo harías con Hollywood Nate si fuera capaz de tener la boca cerrada para variar?», o «¿Cuánto tardarías en hacértelo con uno de esos dos "surfilindos", Flotsamyjetsam, si pudieras pegarles un tiro después?». Cosas de mujeres, estilo poli.
Mag era una chica corajuda y estupenda, con un discreto sentido del humor que a Budgie le gustaba. Y, como tenía algo de japonesa, estaba segura de que iría encantada a hacerse el código 7 al bar de sushi de Melrose, cosa que no había conseguido con ninguno de sus compañeros. Claro que dos mujeres como ellas, una tan baja y la otra tan alta, serían el blanco de estúpidos comentarios por parte de los tíos, además de los clásicos chistes machistas que toda mujer policía tiene que soportar, si no quiere que la sometan a más pruebas que a una rata de laboratorio, por protestar. El chiste más suave: ¿Qué es un blanco y negro con dos mujeres dentro? Respuesta: Una lata de almejas.
Y mientras Budgie pensaba en formas de cambiar a B.M. Driscoll por Mag Takara sin cabrear al Oráculo, Mag pensaba en formas de cambiar a Flotsam por cualquier otra persona del mundo. Los habían emparejado por primera vez porque Jetsam libraba unos días, uno alto, la otra baja, uno charlatán, la otra callada. Y ¡ay, Dios!, no paraba de mirarla con disimulo cada vez que ella miraba a la calle, y si la cosa seguía así, terminaría comiéndose la trasera de un autobús o cualquier cosa.
– Hora de código 7, ¿dónde vamos? -preguntó él cuando no llevaban ni veinte minutos patrullando-, y no me digas el bar de sushi de Melrose, donde he visto tu tienda aparcada en numerosas ocasiones.
– Vale, no te lo digo -contestó ella tecleando un número de matrícula de un coche tuneado, con la suspensión más baja de lo permitido, que circulaba por el segundo carril; supuso que ese surfista seguramente llevaba a sus ligues a sitios donde ponían servilletas de papel y agua del grifo.
– Para mí -dijo él esperando una sonrisa-, un plato de sushi es un plato de moluscos recién muertos y sin manipular. Hay cosecha abundante de eso en la playa cuando baja la marea. ¿Te gusta el surf?
– No -dijo Mag sin asomo de sonrisa.
– Apuesto a que estarías genial agarrando un barril, con ese fantástico pelo oscuro flotando al viento.
– ¿Un barril?
– Sí, un tubo, una cañería. Cabalgar con la ola en el momento en que rompe, ¿sabes?
– Sí, ya, un barril. -«Pensándolo bien, me parece que este surfadicto abusa tanto del mar que se ha quedado la mar de sonado, no hay más que oírlo.»-Con un bikini de ésos que no son más que un trocito de licra del tamaño de una galletita de chocolate.
«Por favor, que pase pronto esta noche y me libre de este saco de hormonas», pensó Mag.
– Cierto surfista predeciría que esto podría ser el comienzo de una amistad fetén -dijo Jetsam, y Mag puso los ojos en blanco.
Wesley Drubb se puso al volante, y le gustaba. Hollywood Nate iba cómodamente sentado haciendo lo que más le gustaba, hablar del mundo del cine con su joven compañero, a quien le importaba un rábano la sala de cine que Nate le señalaba en la esquina de Fairfax y Melrose, donde se proyectaban películas mudas.
– Ahí se cometió un crimen famoso en los noventa -le informó Nate- protagonizado por los antiguos dueños.
Uno de los socios tendió una trampa al otro y contrató a un matón para que se lo cargara. Ahora la víctima cumple cadena perpetua incondicional. La prensa lo llamó «el asesinato del cine mudo».
– No me digas -dijo Wesley sin entusiasmo.
– Puedo enseñarte muchas cosas del mundo del cine -dijo Nate-. Nunca se sabe cuándo puede venir bien, trabajando en este distrito. Sé que eres rico y tal, pero, ¿no te gustaría hacer trabajillos extra en el cine? Puedo presentarte a un representante.
– Yo no soy rico -dijo Wesley Drubb, que no soportaba que sus compañeros hablaran de la riqueza de su familia-. El rico es mi padre.
– Me gustaría conocerlo un día -dijo Nate-. ¿Le interesa el cine?
– Mi madre y él van al cine de vez en cuando -contestó con un encogimiento de hombros.
– Me refiero a hacer películas.
– Le gusta el tiro al plato -dijo Wesley-, y ha practicado algo el tiro con pistola conmigo, desde que estoy en el cuerpo.
– Para mí, las armas no tienen mayor interés -dijo Nate-. Cuando hablo de milímetros, no me refiero a calibres y munición, sino a celuloide. Treinta y cinco milímetros. Veinticuatro fotogramas por segundo. Tengo una videocámara digital de mil dólares, Panavisión. Guapa.
– Ajá -dijo Wesley.
– Conozco a un tipo…, queremos hacer una película juntos. Un día de éstos, cuando encontremos a un inversor dispuesto, haremos una película independiente y la llevaremos a festivales. Tenemos el guión y estamos a punto. Lo único que nos falta es el inversor idóneo. No vamos a conformarnos con cualquiera…
Se habían detenido en una intersección de la parte residencial de Hollywood Este, en una calle de la que Wesley había oído hablar. Miró una casa de dos pisos, donde vivían algunos técnicos de cine del 18th Street (¿se refiere a la calle o es un centro de estudios artísticos?).
Hollywood Nate iba a preguntar a Wesley si su padre llegaría a plantearse la posibilidad de ampliar su cartera de inversiones con una compañía incipiente de producción, cuando un tipo blanco de cabeza rapada, con pantalones de piel de imitación, botas claveteadas y chaleco de cuero sobre el pecho desnudo y potente, cubierto de arriba abajo de arte sobre la piel, se acercó por el lado del copiloto al coche patrulla y llamó con fuerza a la ventanilla de Nate.
Los dos se sobresaltaron y Nate bajó el cristal.
– ¿En qué puedo ayudarle? -dijo Nate cortés pero cautelosamente.
– Llévame a Santa Mónica y La Brea -dijo el hombre con voz suave y grave.
Hollywood Nate echó una rápida mirada a Wesley y enseguida volvió a mirar al tipo; le iluminó con la linterna y se fijó en los ojos, dilatados y cavernosos.
– Apártese del coche -le dijo, y se apeó. Wesley informó inmediatamente de que el 6 X 72 estaba en código 6 en esa localización. Luego aparcó el coche, apagó el motor, guardó las llaves en la hebilla del Sam Browne y salió por la puerta del conductor; sin pérdida de tiempo, fue a la parte delantera del coche con la linterna en una mano y la otra en la culata de la Beretta.
El hombre era mucho mayor de lo que a Nate le había parecido al principio, antes de llevarlo a la acera y echarle un buen vistazo, pero era ancho de hombros, con gruesas venas en los musculosos brazos y los antebrazos cubiertos de tatuajes. Estaba muy oscuro y la farola de l
a calle no funcionaba. Pasaba algún coche y no había peatones en la calle residencial.
– Soy veterano del Vietnam -dijo el tipo-. Tú eres funcionario público. Llévame a Santa Mónica y La Brea.
– Ya -dijo Nate mirando a su compañero con incredulidad-, usted es veterano del Vietnam, lo demuestra su mirada perdida, pero nosotros no somos taxistas. ¿De qué va puesto, hombre? ¿De éxtasis, quizá?
El hombre sonrió de una forma ladina y misteriosa, al borde mismo de la locura. Se abrió el chaleco enseñando el torso desnudo y se pasó las manos por la cintura, los glúteos y la ingle, por encima de los pantalones de imitación.
– Mira, voy desarmado. No llevo nada, sólo tatuajes bonitos. Vamos a Santa Mónica y La Brea.
– Sí, ya -dijo Nate, y miró otra vez a su compañero, que parecía a punto de saltar-, tiene más tatuajes que Angelina Jolie, pero usted no es ella, así es que no vamos a llevarlo a ninguna parte -y, a continuación, pronunció el mantra de la comisaría Hollywood-. Contrólate, tronco.
¡Qué ojos! Nate volvió a mirárselos alumbrándolo desde la barbilla con la linterna. ¿De dónde habría sacado esos ojos? No sabía por qué, pero no encajaban en esa cara. Era como si fueran de otra persona. O de otra cosa.
Nate miró a Wesley, que no sabía qué demonios hacer. El hombre no había violado ninguna ley. Wesley no sabía si tenía que pedirle la documentación o algo y esperaba que Nate le diera pie a hacer algo. La cosa se estaba poniendo espeluznante. Un caso de trastorno mental 5150, seguro. De todos modos, lo único que había hecho era pedir que lo llevaran a un sitio. Wesley se acordó de lo que decía el instructor de la academia, que, mientras no entrañaran peligro para sí mismos y para los demás, no podían llevárselos al hospital universitario, el antiguo hospital del condado, donde estarían vigilados setenta y dos horas.
– Este coche, al único sitio que va es a la trena -dijo Nate-. Váyase a casa a dormir los efectos de lo que le haya puesto los ojos así.
– La guerra me los ha puesto así -dijo el hombre-. La guerra.
– Creo que vamos a darle las buenas noches, soldado. Váyase a casa. Inmediatamente.
Nate hizo un gesto de asentimiento a su compañero y retrocedió en dirección al coche patrulla, pero, una vez dentro, con la portezuela cerrada, Wesley al volante, el motor encendido y la marcha en punto muerto, el hombre se acercó corriendo y dio una patada en la parte trasera del coche con las botas de clavos, aullando como un lobo.
– ¡Maldita sea! -gritó Nate al tiempo que abría el micrófono y voceaba-: ¡6 X 72, necesitamos refuerzos! -Dio la localización, abrió la portezuela de golpe y salió con la porra, aunque la perdió en los treinta primeros segundos de la pelea.
Wesley saltó del asiento, no quitó las llaves, ni siquiera apagó el motor y, corriendo, dio la vuelta al coche y se abalanzó sobre la espalda del loco, que tenía en una mano la porra de Nate mientras que con el otro brazo le inmovilizaba la cabeza.
Toda la musculatura que Hollywood Nate se había trabajado en el gimnasio y que impresionaba a las buscapolis del Directors' Chair no habían impresionado nada a ese lunático. Y cuando Wesley se lanzó sobre él con sus noventa y cinco kilos de peso, el tipo siguió luchando, dando patadas e intentado morder como un perro rabioso.
Wesley quiso rociarlo con el Jesús líquido, pero el bote de oleorresina capsicum estaba obstruido y sólo salió una nube atomizada de pimienta que casi lo ciega a él. Lo intentó otra vez pero roció más a Hollywood Nate que al sospechoso, de modo que tiró el bote.
En pocos segundos, se enzarzaron, dieron tumbos y rodaron por el césped de una deteriorada residencia de dos pisos donde vivían inmigrantes hondureños, y siguieron rodando hasta el patio lateral y el de atrás, donde Hollywood Nate empezó a asustarse porque las fuerzas le fallaban. Pensó que tendría que disparar al lunático cabrón, cuando de pronto notó que el tipo quería quitarle el arma que llevaba en el cinturón.
Mientras se desarrollaba la pelea, unos patrulleros del clan Calle 18 se asomaron a la ventana; algunos bajaron a ver el espectáculo de cerca y a animar al soldado a que patease el culo a los agentes del LAPD. Los pitbulls que llevaban querían participar, pero los sujetaron con correas porque sabían que pronto llegarían muchos más policías.
Parecía que los perros disfrutaran del combate más que los mirones: enseñaban los dientes y ladraban y, cuando el lunático vestido de cuero gruñía y daba patadas a Wesley Drubb, que le administraba porrazos permitidos por el LAPD, ladraban más. Y entonces entró en escena Loco Lennie.
Loco Lennie no era del clan Calle 18, pero ¡ay!, cuánto le gustaría serlo. Era tan joven, idiota e impulsivo que los pandilleros no lo querían ni para chico de los recados en el trapicheo de drogas. Loco Lennie no estaba viendo la pelea con los cinco miembros del clan y sus perros enloquecidos. Loco Lennie no quitaba los ojos de encima al blanco y negro que Wesley Drubb había dejado con el motor en marcha y la llave en su sitio, en su prisa por ayudar a Hollywood Nate. Y Loco Lennie vio la ocasión de hacerse famoso y perdurar en la memoria y el corazón de esos patrulleros que, hasta el momento, lo habían rechazado. Y echó a correr hasta el coche de policía, entró y arrancó a toda velocidad vociferando: «¡Viva el Calle 18!».
Hollywood Nate y Wesley Drubb ni siquiera se dieron cuenta de que les robaban la tienda. Pero ya tenían al tipo inmovilizado contra el único garaje de la miñosa casa y el joven Wesley estaba aprendiendo que todos los golpes de piernas y brazos que le habían enseñado en la academia no valían para una mierda a la hora de pelear con un tiparrón que a lo mejor iba pasadísimo de polvo de ángel o, sencillamente, era un psicótico.
Antes de que llegaran los primeros refuerzos derrapando en la esquina, con la sirena aullando más fuerte que los perros y aún más que el enfermo mental que intentaba desesperadamente morder a Hollywood Nate, el policía lo agarró por la garganta con el brazo y el antebrazo. Le apretó las carótidas cuanto pudo mientras Wesley se agotaba aporreando al tipo en todas partes, desde la ancha espalda hasta las piernas, sin infligirle el menor efecto, aparentemente.
Flotsam y Mag, Budgie y B.M. Driscoll y cuatro agentes del turno llegaron corriendo al rescate cuando el hombre estaba prácticamente asfixiado, con el cerebro sediento de oxígeno por culpa de la infausta «llave al cuello». La obstrucción de las carótidas, que había matado a mucha gente a lo largo de los años, también había salvado la vida a más policías que todos los transmisores, escopetas de perdigones embolsados, porras, Jesús líquido y demás armas no letales de todo el arsenal juntas. Era una modalidad de uso de fuerza no letal que, en esta época de supervisión del Departamento de Justicia, política racial y corrección política, se consideraba exactamente de la misma categoría que un tiroteo con agentes involucrados. Y acarrearía casi tanta investigación y tantos informes como si Hollywood Nate hubiera disparado al tipo en defensa propia con una carga doble de perdigones.
Y en el momento en que parecía que la situación estaba controlada, un perro de los patrulleros hizo lo que hacen los perros guardianes cuando ven policías saliendo del blanco y negro y corriendo en dirección a sus amos. Se lanzó hacia delante, rompió la correa y salió disparado, directo hacia B.M. Driscoll, que apenas había puesto un pie en la acera. B.M. Driscoll, al ver las fauces babeantes, los colmillos al aire y los ojos malvados que se le echaban encima, gritó, sacó la nueve y disparó dos veces, uno lo falló, pero mató al perro instantáneamente de un tiro en la cabeza.
Los disparos tuvieron la virtud de paralizar toda acción. Hollywood Nate se dio cuenta de que el maníaco estaba asfixiándose y lo dejó caer al suelo, inconsciente. Wesley Drubb miró hacia la calle por primera vez y dijo:
– ¿Dónele está nuestra tienda?
Ahora que la diversión había terminado, los pandilleros y los perros supervivientes dieron media vuelta y se retiraron a su casa sin protestar por el animal ilegal que habían perdido. Y hubo muchos comentarios entre ellos sobre las pelotas de acero inoxidable que tenía Loco Lennie. Quizá se replantearan lo de admitirlo en el clan, si no se lo carg
aba el madero que lo pillara con el coche robado.
– Vamos a jugarnos a piedra, papel, tijera quién le hace el boca a boca a éste -dijo Flotsam a Mag al ver al lunático vestido de cuero tirado en el suelo.
Pero mientras Mag corría al coche a buscar la mascarilla personal de reanimación cardiopulmonar, el hombre inconsciente empezó a respirar de nuevo por sí solo. Gimió e intentó levantarse, pero Hollywood Nate lo esposó inmediatamente y, acto seguido, se desplomó a su lado con la cara hinchada y magullada.
Fue entonces cuando Flotsam vio que el tipo rapado tenía una cosa pegada en la cabeza, y la alumbró con la linterna. «Weiss». Era la tarjeta de identificación de Hollywood Nate, arrancada de su sitio y pegada en el cráneo pelado del tipo.
– ¡Tráeme la Polaroid! -gritó Flotsam.
Cuando llegó el Oráculo y dio instrucciones a Flotsam y Mag de que se quedaran con él y prestaran su coche a Hollywood Nate y Wesley Drubb, el hombre esposado había vuelto en sí por completo.
– Sólo puedes hacerme daño en estado físico -dijo a Hollywood Nate.
Nate, que todavía no había recuperado el aliento, hizo girar los doloridos hombros y dijo:
– Es el único estado en que vivimos, cabrón psicópata.
El Oráculo les advirtió que quizá tuvieran que vérselas ahora con dos brigadas del FID, una por el perro muerto y otra porque Hollywood Nate había aplicado la temida llave al cuello. Tendrían que convencerlos de que B. M. Driscoll había actuado por temor a lesiones físicas de primer grado y Hollywood Nate había asfixiado al loco como último recurso en defensa inmediata de una vicia, en este caso, la suya.
– No una, sino dos investigaciones para la misma incidencia -se quejó el Oráculo.
– Todos los niveles de supervisión son pocos para el LAPD, jefe -dijo Flotsam, compadecido-. Alguien ha dado la vuelta a la pirámide y nosotros estamos en la puntita. Tenemos más pisos encima que una tarta de boda de la mafia.
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