Hollywood Station

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Hollywood Station Page 15

by Joseph Wambaugh


  Una unidad de paisano del FID aparcó entonces delante de ellos. El Oráculo se preguntó cómo habían podido llegar tan deprisa, pero entonces vio que no era más que el oficial del turno de noche Charlie el Compasivo, movido, como de costumbre, por su morbosa curiosidad. Llevaba una americana de sport a cuadros, hecha en Taiwán, de las que la gente se preguntaba si serían ignífugas. Charlie se apeó, se quitó restos de comida de entre los dientes y echó una ojeada al panorama dispuesto a hacer un sabio pronunciamiento de los suyos.

  Flotsam habló unos minutos con uno de los mirones de la Calle 18 que se había quedado por allí para asegurarse de que el perro estaba muerto y, tras la breve conversación, el surfista se acercó a trote ligero al Oráculo y le dijo:

  – Jefe, creo que en este tiroteo ha habido algunas circunstancias atenuantes que pueden ayudarle con las malditas ratas del FID.

  – ¿Sí, de qué se trata?

  – Un pandillero me ha dicho que al perro se lo habían encontrado, que era un alce de gueto -dijo, señalando al pitbull muerto.

  – ¿Cómo?

  – Ya sabe, esos perros callejeros que rondan a su aire por el gueto. Un patrullero se lo encontró en Watts, lo trajo aquí y lo puso con su jauría. Pero el mes pasado, supieron que tenía cáncer terminal y pensaban rematarlo ellos mismos un día de éstos.

  – ¿Y?

  – ¿No lo entiende?-terció Charlie el Compasivo dirigiéndose al Oráculo-. ¿No ha leído nada sobre perros que huelen tumores malignos?

  – ¿Adonde demonios quiere ir a parar, Charlie? -le preguntó el Oráculo. No tenía tiempo para ese surfista sandio ni para los análisis in situ de Charlie.

  Charlie el Compasivo sacudió la cabeza con pesar, se chupó los dientes y dijo:

  – Podríamos decir que esto es un drama conmovedor más entre los muchos que suceden todas las noches en las calles de Hollywood. El cabrón del chucho sabía que tenía cáncer y decidió honrar a los suyos cometiendo suicidio a manos de la policía.

  El joven Wesley Drubb estuvo el resto del turno como mareado. Los pensamientos se le iban constantemente a otros asuntos diferentes a los inmediatos. Por ejemplo, cuando se llevaron al prisionero a Central Jail, en Parker Center, donde recibiría atención médica, lo único que podía pensar al dejar atrás el aparcamiento era por qué la verja de entrada estaría bloqueada por una barrera de acero, y la de salida, abierta de par en par y sin pinchos metálicos. Cualquiera podría entrar por la salida, un terrorista, por ejemplo… Y así divagaban sus pensamientos.

  Después de que el prisionero recibiera tratamiento allí y antes de denunciarlo por agresión a la policía, Hollywood Nate y Wesley Drubb optaron por ir a Cedars a curarse las contusiones y las heridas y, en el caso de Nate, a recibir tratamiento por los calambres musculares. En cuanto al prisionero, Nate contó a Wesley que era la oficina del fiscal del distrito la que tenía que decidir si el tipo estaba zumbado permanentemente o era algo pasajero, debido al polvo de ángel o lo que encontraran en los análisis de sangre. La demencia pasajera debida a la droga no le serviría de defensa en un caso penal, pero la permanente, producida por la vida, como sus experiencias en la guerra, le evitaría una sentencia de encarcelación y lo mandaría de vacaciones a una institución mental.

  Los pensamientos de Wesley Drubb siguieron divagando más de una hora. Se alarmó al oír los comentarios de un empleado de prisiones que se había tomado su tiempo para volver de la larga hora del almuerzo que su sindicato les había conseguido hacía poco.

  Cuando desnudaron al prisionero para cachearlo, el agente negro se fijó en los oscuros moratones que el tipo tenía por todo el cuerpo.

  – Parece una cebra -dijo.

  Wesley Drubb jamás se había imaginado que un hombre de cincuenta y cinco años pudiera pelear así, y todavía no sabía qué era lo que sentía por el primer acto de violencia que había cometido contra un ser humano en toda su vida.

  – No tuvimos elección -dijo a modo de excusa, enfermo de preocupación y tensión por la pérdida del coche.

  – Chico -dijo el funcionario de prisiones con una risita al ver al joven tan afectado-, suerte tienes de que sea un blanco de mierda. Si fuera negro, tendrías que vértelas con las iras del ayuntamiento, del Departamento de Justicia de los Estados Unidos y del puto fantasma de Johnnie Cochran.

  Puede que Loco Lennie oyera la voz de la centralita informando a todas las unidades de que habían robado el coche a la patrulla 6 X 72 o puede que no. Puede que abriera el mensaje de texto enviado por otras unidades al coche 6 X 72 tras recibir el aviso de la incidencia o puede que no.

  Un mensaje decía: «En cuanto te veamos, date por muerto».

  Otro decía: «Dispararemos contra ti y te abrasaremos».

  Otro más, de una unidad canina, al parecer, decía: «Trooper te morderá el culo hasta que se harte antes de que mueras, desgraciado».

  En todo caso, Loco Lennie supuso que ya había dado la nota ante los del barrio, de modo que abandonó el coche de policía a sólo diez manzanas de su casa. Encontró una piedra junto a una cerca de cadenas, la cogió, la tiró contra el parabrisas como salva de despedida y luego voló a casa como un rayo cubierto de gloria.

  Cuando, al final del largo y penoso turno cada cual se dirigía a su coche particular, Wesley Drubb, que había estado silencioso casi toda la noche, dijo a Hollywood Nate:

  – A pesar de todo lo que me enseñaron en la universidad, lo único que sé desde que estoy aquí es que ya no creo en la evolución. Creo en el creacionismo, por poco científico que sea.

  – ¿Y cómo es eso? -preguntó Nate.

  – Mira el tipo de esta noche, por ejemplo. Una forma evolucionada de vida jamás podría ser así.

  Capítulo 8

  Después de una parada en el Gulag y un trago happy hour, Cosmo Betrossian iba en su Cadillac de dieciocho años en dirección este por Sunset, hacia el barrio coreano donde vivía provisionalmente, pensando en lo mucho que había impresionado a Dmitri en la entrevista de la semana anterior. Ése era su sitio, entre gente como Dmitri. Tenía cuarenta y tres años, ya no tenía edad para tratar con adictos al crystal ni para comprarles los documentos que robaban de los buzones y de los bolsos que encontraban en coches aparcados, total, para tener que vendérselos de nuevo a otros drogatas en bibliotecas públicas y cibercafés donde colocaban la información robada y compraban y vendían droga por Internet.

  Cosmo e Ilya nunca habían cometido un atraco a mano armada, hasta el de la joyería. La idea de la granada de mano salió de una conversación con un drogadicto, que había leído algo al respecto en un periódico de San Diego. El adicto se lo había comentado porque los ladrones en cuestión eran armenios relacionados, al parecer, con la mafia rusa. Cosmo se rió. Les había copiado la idea y el modus operandi, y había sido fácil. Y se había enterado de todo eso porque era inmigrante armenio.

  El soplo de la llegada de los diamantes a la ciudad le había llegado por medio de otro adicto con quien tenía tratos desde hacía meses. La información estaba en una factura contra reembolso que el joyero enviaba al proveedor de Hong Kong. Entre las cartas robadas había otra más con el remite de la joyería dirigida a un cliente de San Francisco, donde se decía que había llegado un «envío interesante» que se ajustaba muy bien a lo que el cliente deseaba la última vez que había estado en la tienda de Los Ángeles. Las cartas las había robado de un buzón un drogadicto que cambió una bolsa llena de tarjetas de crédito y datos de cuentas bancadas, además de las cartas en cuestión, por cuatro papelas de metanfetamina crystal, que Cosmo había comprado por doscientos cincuenta dólares para el intercambio.

  Hacía más de un año que tenía tratos con anfetamínicos, pero Ilya y él sólo habían fumado un poco de crystal con ellos en una ocasión, y a ninguno de los dos le gustó el colocón, aunque los excitó sexualmente. Preferían la cocaína y el vodka. Cosmo dijo a los adictos que Ilya y él eran más normales, chapados a la antigua.

  Lo que ahora le entusiasmaba de verdad era lo fácil que había sido el atraco. Era emocionante haber hecho llorar y mea
rse encima al joyero. Después del atraco, se había pasado la noche follando con Ilya. También ella reconoció que la había estimulado sexualmente. Aunque dijo que no participaría en más atracos a mano armada, Cosmo pensaba que podría convencerla.

  Cuando llegó al apartamento, Ilya estaba esperándolo. En cuanto vendieran los diamantes, se cambiarían de casa, quizá fueran a un bonito apartamento de Little Armenia. Ahora vivían en un cuchitril de dos habitaciones, encima del garaje del vecino coreano que se lo había alquilado, un tipo que nunca hacía preguntas sobre los hombres, tanto blancos como orientales, que iban a ver a Ilya al apartamento para una sesión de «masaje» y se marchaban al cabo de una hora más o menos. Antes, Ilya trabajaba mucho en su propio domicilio, hasta que la arrestaron en una habitación de hotel, engañada por un guapo agente antivicio que presumía de dinero, ropa buena y anillos en los dedos. Ilya lloró cuando le enseñó la placa, aquella noche. Ingenuamente, había creído que con el guapo desconocido tenía posibilidades de algo más que una mamada rápida.

  Ilya tenía treinta y seis años y le quedaban pocos para esa clase de vida, por eso formaba equipo con Cosmo. Él le prometió cuidarla, le prometió que no volverían a detenerla y que haría dinero suficiente para que ella no tuviera que vender el culo con mucha frecuencia. Pero hasta el momento, era ella quien ganaba dinero con su culo, mucho más que él con los adictos que le llevaban cosas a cambio de droga.

  Cosmo vio la luz de fuera encendida después de aparcar a media manzana y echó a andar por el callejón hacia el apartamento del garaje con su escalera carcomida. Le extrañó porque Ilya no había concertado horas de masaje, se lo había preguntado explícitamente. Un cierto temor le removió las tripas porque podía ser una señal de ella. Pero no, la vio pasar ante la ventana. Si hubiera policía en casa, ella estaría sentada y esposada, seguramente.

  Subió las escaleras de dos en dos ágilmente y abrió la puerta sin anunciarse.

  – ¡Hola, Cosmo! -dijo Olive Oyl con una sonrisa desdentada, sentada en el pequeño sofá.

  – Buenas tardes, Cosmo -dijo Farley con su habitual sonrisa de satisfacción; estaba sentado al lado de Olive.

  – Hola tú, Olive. Hola tú, Farley -contestó Cosmo-. No llamas a mí. No espero vosotros aquí esta noche.

  – Me llamaron -dijo Ilya- cuando estabas con Dmitri.

  Cosmo le clavó una mirada. Mujer estúpida, había dicho el nombre de Dmitri delante de esos adictos.

  – ¿Qué traes a mí? -preguntó dirigiéndose a Farley.

  – Una propuesta de negocios -elijo Farley sin dejar de sonreír.

  Extrañado, Cosmo miró a Ilya. Se había recogido el pelo hacia atrás en un moño apretado, cosa que jamás hacía si esperaba visitas, aunque fueran clientes adictos como ésos. Y se había maquillado de cualquier manera, se le notaban un poco las ojeras. Supuso que estaría durmiendo una larga siesta, como de costumbre, cuando los drogadictos la llamaron y que en realidad no le había dado tiempo a arreglarse antes de que llegaran. Ilya lo miraba con cara de preocupación.

  – ¿Qué negocios? -preguntó Cosmo.

  – Que seamos socios, más o menos -dijo Farley.

  – No entiendo.

  – Creemos que el último material que te trajimos valía mucho más que las pocas papelas que nos diste, muchísimo más.

  – Es difícil vendo información tarjetas de crédito y papel bancario hoy. Todos gustan crystal quieren hacer muchos tratos hoy. Todos saben hacen…, ¿cómo se dice?

  – Robo de identidad -dijo Farley.

  – Sí -dijo Cosmo-. Y yo no saco dinero suficiente para el precio del crystal doy a ti, Farley.

  – Cuatro miserables papelas -le recordó Farley-, ni un cuarto de onza. Siete gramos en tu país, ¿no? ¿A cómo la compraste? ¿A sesenta la papela, quizá?

  – Hacemos un trato -dijo Cosmo enfadándose-. Ya está hecho. Es tarde para quejas, Farley. Está hecho. La próxima vez, vas a otro sitio, no caemos bien a vosotros.

  – Ah, Cosmo -dijo Olive, alarmada por el tono de Cosmo-, sí que nos caes bien, Ilya también nos cae bien, ¿verdad Farley?

  – Calla la boca, Olive -dijo Farley, y siguió hablando con Cosmo-. Soy listo, Cosmo, muy listo.

  Olive iba a darle la razón verbalmente, pero Farley la hizo callar de un codazo.

  – Cosmo, leo hasta el último puto papel que llevo a los tíos con los que hago tratos. Leí también las cartas de cierta joyería y pensé que a lo mejor podías hacer algo con eso, como, por ejemplo, vender la información a algún caco profesional que pudiera colarse por la chimenea cuando la tienda estuviera cerrada para llevarse los diamantes. Pero no se me ocurrió que fuera a entrar alguien armado y tomara la tienda como Bonnie y Clyde. Verás, es que yo no soy violento y creía que tú tampoco lo eras.

  Parecía que Ilya fuera a empezar a gritar, pero Cosmo la fulminó con la mirada.

  – Dices mierda, Farley -le dijo.

  – Veo mucho la tele, Cosmo. Fumar crystal es lo que tiene. No leo tanto la prensa, pero la tele la veo mucho. El truco de la granada de mano salió en todas las noticias locales la noche en que lo hiciste, poco después de que te diera las cartas de la joyería.

  – Dices mierda, Farley -fue lo único que Cosmo pudo contestar.

  – La descripción de las noticias se refería a ti. -Entonces miró a Ilya-. Y a ti, Ilya. Lo he estado pensando y no se me ocurre otra cosa.

  – No me gusta esta conversación -dijo Cosmo, mirando como loco ora a Farley, ora a Ilya.

  – Hay otra carta que no te he dado -dijo Farley-, y no la he traído, se la he dado a un amigo. Si no vuelvo a casa sano y salvo esta noche -prosiguió con una punzada de temor-, mi amigo llevará la carta a la comisaría Hollywood.

  – Y yo también, Farley -dijo Olive mirándolo burlonamente-, sana y salva, ¿de acuerdo?

  – Cállate, Olive -dijo Farley, y olió su propio sudor al pensar en la descripción de la titi de las noticias sobre el tipo que llevaba una pistola en la mano la noche del atraco.

  – ¿Qué quieres yo doy a tú? -dijo Cosmo tras un largo silencio.

  – Pues, unos cincuenta mil -dijo Farley.

  – ¡Loco! ¡Tú estás loco! -gritó Cosmo levantándose de un brinco.

  – ¡No me toques! -gritó Farley también-. ¡No me toques! ¡Tengo que volver sano y salvo a casa o estás acabado!

  Olive abrazó a Farley para calmarlo e impedir que siguiera temblando. Cosmo volvió a sentarse, suspiró, se pasó la mano por el espeso pelo y dijo:

  – Doy diez. Doy diez miles un día, mes próximo. El dinero llega a mes de junio. Hoy no tengo nada. Nada.

  Farley pensó que le convenía conformarse con los diez y, cuando Olive y él se levantaron, temblaba. Cogió a Olive de la mano. La violencia no era su rollo. ¿Un tipo como ése mirándolo de esa forma asesina? Era una situación nueva para Farley Ramsdale.

  – De acuerdo -dijo-, pero no intentes largarte de la ciudad. Tengo tu casa vigilada las veinticuatro horas, los siete días.

  Y, sin dar tiempo a Cosmo a replicar ni a que lo asustase otra vez, Farley y Olive se escabulleron escaleras abajo; Farley soltó un grito al perder pie en el último peldaño, medio comido por las ratas. Un fiero gato negro le bufó.

  Cuando llegaron al local de donuts de Santa Mónica por donde pululaban los anfetamínicos, Farley se había recuperado en gran medida. La verdad es que se sentía todo un machote pensando en los diez de los grandes que serían suyos al mes siguiente.

  – Supongo que no te habrás creído que ese comecabras me acojonó -le dijo a Olive, aunque había salido temblando de tal forma que tuvo que dejar el volante a Olive y ponerse al lado.

  – Claro que no, Farley -dijo Olive-. Has sido muy valiente.

  – No hay de qué tener miedo -dijo él-. Mierda, le pusieron una granada de juguete, ¿no? Apuesto a que la pistola también era de juguete. ¿Qué dijeron en las noticias? ¿Que era una pistola semiautomàtica? Seguro que era un juguete bien hecho que parecía de verdad.

  – No me los imagino disparando a otra persona -dijo Olive dándole la ra
zón.

  – Lo malo es que no tenemos suficiente material para aguantar hasta el mes que viene -le recordó Farley-. Tenemos que ir al cibercafé a hacer alguna movida. Ahora mismo.

  – Ahora mismo, Farley. -Deseó tener algo de dinero para pagarse una buena comida. Farley estaba más escuálido que nunca.

  El cibercafé que escogieron estaba en un centro comercial junto a la carretera. Era un edificio de tiendas grande, de dos pisos, con cien ordenadores al menos en funcionamiento día y noche. Se podía hacer muchas movidas por Internet. Los anfetamínicos podían comprar droga en un tablón de anuncios, o quizá ir de putas un rato, o de putos, cada cual según su gusto. Se podía enviar dinero de una cuenta a otra. Los anfetamínicos también podían sentarse allí sin más a engañar a cibernautas incautos para robarles la contraseña y la información de su tarjeta de crédito. El alquiler de los ordenadores era barato, se alquilaban por horas, como las dragons que hacían esquinas cerca del cibercafé.

  Una dragón, una queen negra de más de un metro ochenta con toda su parafernalia: peluca rubia, vestido corto rojo de tubo, botas amarillas de siete centímetros, pulseras rojas de plástico y aros amarillos en las orejas, vio a Farley y Olive y se acercó a ellos.

  – ¿Llevas crystal esta noche? -La dragon había comprado crack a Farley algunas veces, cuando lo pasaba.

  – No, estoy buscando -dijo Farley.

  La dragón iba a volver a la esquina a ver qué sacaba de los puteros que pasaban en coche, cuando un adolescente anfetamínico muy alto, afroamericano también -con la gorra de béisbol puesta de lado, una sudadera con un número, bermudas anchos y botas deportivas negras, con una pinta de bobalicón como para ganarse la vida tirando a cesta en la NBA-, se acercó a la dragon.

  – Eh, mama -le dijo-, ¿dónde puede pillarme algo? Lo necesito ya, ¿te enteras?

  – Ajá -dijo la dragon-, me entero, sí, varita de zahorí.

 

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