Hollywood Station

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Hollywood Station Page 18

by Joseph Wambaugh


  Iba a hacerlos desaparecer, y le habría gustado hablarlo con Dmitri. Seguro que Dmitri tendría buenas ideas para quitar a alguien de en medio, pero si le contaba lo de los anfetamínicos, a lo mejor consideraba que suponían un peligro en potencia y renunciaba al trato. No, tendría que arreglar el asunto con la única ayuda de Ilya. Y no iba a ser fácil, Cosmo no había matado nunca a nadie, más que a un rival del clan a quien se cargó de un tiro en Armenia, a los dieciocho años. En los Estados Unidos no había cometido ningún delito violento hasta el atraco a la joyería. Su actividad delictiva se limitaba al tráfico de drogas que ni siquiera consumía, el comercio de objetos robados y, en los últimos años, robo de identidad y datos personales, cosa que le había enseñado un gitano.

  Había conocido al gitano en un club nocturno de Hollywood, el Sunset Strip. Cosmo era cliente habitual del Strip en aquella época, allí vendía pequeñas cantidades de cocaína. Pero el gitano le descubrió un mundo nuevo. Le enseñó lo fácil que era entrar en la Oficina de Tráfico armado con algunos datos personales, robados por ladronzuelos del correo como Farley Ramsdale, y decir al empleado que necesitaba un carnet de conducir nuevo porque se había cambiado de dirección y no encontraba el antiguo. El empleado le preguntaría el número de seguridad social, pero muy pocas veces, quizá ninguna, se molestaba en arrancar la foto del auténtico titular del carnet y compararla con la cara que tenía delante. Se limitaban a poner la foto nueva, cambiar la dirección a la nueva, donde le enviarían el carnet, y asunto concluido.

  Cosmo y el gitano usaban normalmente la dirección de una casa o un apartamento de su barrio cuyo inquilino trabajara de día. Luego, uno o el otro se ocupaban de abrir el buzón correspondiente todos los días hasta que llegaba el carnet de conducir. Después, cuando Tráfico empezó a pedir la partida de nacimiento, Cosmo aprendió que, con la información robada en el buzón, al gitano le resultaba muy fácil confeccionar una partida de nacimiento creíble a satisfacción de casi todos los empleados de Tráfico.

  Cosmo y el gitano se hicieron tan vagos que, en vez de ir a Tráfico, empezaron a utilizar una plantilla en CD, que iba pasando de mano en mano entre todos los ladrones de datos personales. Era una guía práctica para hacer carnets de conducir, tarjetas de seguridad social, certificados de seguro de coche y otros documentos oficiales.

  Robar tarjetas de crédito era una mina de oro. Podían comprarse cualquier cosa, incluso automóviles ya que, como los vendedores de coches estaban cubiertos por el seguro, eran la presa más fácil. Cuando el legítimo titular de la tarjeta recibía el extracto de cuenta, Cosmo y el gitano dejaban de utilizar esa tarjeta y continuaban con otra. Algunas veces, los extractos de cuenta llegaban a direcciones falsas que ellos mismos proporcionaban, y así, el legítimo titular no descubría el fraude hasta que intentaba comprar algo de valor.

  En esa época, el gitano tenía en el equipo a una interiorista que decía que era asombroso la cantidad de gente de la parte alta del oeste de la ciudad que guardaba tarjetas viejas, incluso las de cajero automático, en cualquier cajón. Parecía que nadie le daba mucha importancia. Las empresas de las tarjetas de crédito sólo respondían cuando el ladrón pagaba con ella personalmente. Si la compra se hacía por Internet o telefónicamente, no se responsabilizaban de nada. Los bancos y empresas de crédito tardaban mucho en darse cuenta y el robo de datos personales creaba tanto papeleo que la policía estaba desbordada.

  Durante un tiempo, a Cosmo y al gitano les iban tan bien las cosas que tenían esperanzas de entrar en tratos con los rusos, cuyos contactos en la Europa del Este pirateaban los bancos e instituciones de préstamo de los Estados Unidos, de donde obtenían números de tarjeta, y luego adquirían papelería de calidad y tira magnética en China. Así pues, sólo compraban por Internet desde los cibercafés o por teléfono y hacían pedidos para que se los enviaran a direcciones que tenían bajo control. La FedEx dejaba los paquetes en el portal cuando el destinatario estaba en el trabajo, y Cosmo los recogía mientras el gitano esperaba en el coche. El destinatario se llevaba una desagradable sorpresa cuando, al cabo de unos meses de esta práctica, se presentaba la policía en su casa con una orden de registro a buscar el producto de los robos.

  Pero un día, sin previo aviso, el gitano y la interiorista se marcharon a Nueva York y no se lo comunicaron hasta que llegaron allí. Y así terminó todo. Cosmo siguió arrastrándose por el mundo que el gitano había surcado limpiamente, y ahora tenía que tratar con anfetamínicos ladrones de correo y arreglárselas en Internet como buenamente podía. Casi le habían detenido en dos ocasiones y empezaba a perder confianza, ahora que todo el mundo se dedicaba al robo de identidades.

  La gran oportunidad se había presentado en el saco de correo robado por Farley Ramsdale, donde había encontrado la carta que hablaba de los diamantes, y entonces cometió el primer delito con violencia de su vida en Estados Unidos. Le sorprendió descubrir que le gustaba. La sensación de poder sobre el propietario de la joyería había sido emocionante, exultante: verle el miedo en los ojos, oírle llorar… Cosmo dominaba absolutamente todo, incluida la vida de ese hombre. Era una sensación que no podía describir con palabras, y le parecía que Ilya sentía algo parecido. Si se presentaba otro atraco a mano armada seguro y lucrativo, sabía que repetiría.

  Pero su preocupación inmediata eran Farley Ramsdale y Olive. Le inquietaba la participación de Ilya en el homicidio, no estaba seguro de que tuviera lo que hacía falta para eso. No había hablado con ella de la pareja de adictos desde que se habían presentado en casa con la amenaza de chantaje. Le parecía que Ilya intuía lo que había que hacer pero prefería que se las arreglara él solo. Bien, pues no iba a ser así, no podía hacerlo solo porque no se fiarían de él. Ilya era una rusa muy despierta y él necesitaba que participara en el plan.

  Hollywood Nate Weiss y Wesley Drubb estaban pasando una mala noche hollywoodiense, es decir, una noche con muchas llamadas extrañas. Siempre era así cuando la luna llena se paseaba por el boulevard y sus alrededores.

  En realidad, el Oráculo, que había leído uno o dos libros en su larga vida, se lo había advertido durante el control de asistencia; les dijo: «Luna llena. Luna de Hollywood. En estas noches, nuestros ciudadanos ponen en escena su vida, su desesperación silenciosa. Mañana, en el control de asistencia, nos contaremos las anécdotas y otorgaremos el premio a la desesperación silenciosa a la patrulla que nos cuente la más memorable». -Y añadió-: «¡Cuidado, cuidado! ¡Los ojos fulgurantes, el pelo flotando al viento!». [14]Los hematomas de la cara que Nate se había ganado en la pelea con el veterano que quería un taxi habían mejorado y, aunque no tuviera intención de reconocerlo nunca ante nadie, en su fuero interno se arrepentía de no haber llevado al maldito psicópata adonde le pidió. El ojo morado le había costado ya perder un trabajo extra en una película de bajo presupuesto que se estaba rodando en Westwood.

  Wesley iba al volante otra vez y, puesto que el Oráculo saldría en su defensa, esperaba que no hubiera consecuencias disciplinarias por haberse dejado robar y destrozar la tienda a manos del joven pandillero, que todavía no había sido detenido pero sí identificado por los investigadores. El Oráculo había hecho constar en su informe que era comprensible que Wesley no hubiera apagado el motor y guardado las llaves cuando salió del coche a toda prisa, habida cuenta de la extrema necesidad de ayudar a su compañero a reducir a un sospechoso muy violento.

  Hollywood Nate le dijo que no le costaría el puesto de trabajo porque acababa de terminar el periodo de prueba, pero suponía que lo castigarían con unos días de suspensión de empleo y sueldo.

  – La iglesia, el templo y el Oráculo perdonan, pero el perdón no está escrito en el decreto federal de consenso ni en la filosofía de Asuntos Internos -advirtió Nate al joven Wesley Drubb.

  Les llegó la primera llamada rara ele la noche en Sycamore, a unas cuantas manzanas del tráfico de Melrose. Era de una anciana de noventa y cinco años que llevaba un desteñido vestido de algodón y estaba sentada en una mecedora en el porche principal acariciando un sombrero de lienzo. Les inform�
� de que hacía «unas semanas» que no veía por allí al hombre que vivía en la acera de enfrente, en un chalet estucado de blanco.

  Estaba tan arrugada y marchita que tenía la piel como pergamino, casi transparente, y sólo unos ralos mechones de pelo incoloro. Llevaba las frágiles piernas envueltas en vendas elásticas y, aunque evidentemente estaba un poco ida, se mantenía de pie en perfecto equilibrio y salió andando hasta la acera sin ayuda.

  – Venía a tomar té y galletas conmigo, pero ahora ya no. Quien viene todos los días es su gato, y yo le doy de comer.

  Hollywood guiñó un ojo a Wesley y dio unos golpecitos en el hombro a la mujer.

  – De acuerdo, no se preocupe. Vamos a ver si ese señor se encuentra bien y le diremos que pase por aquí a tomar el té con usted y a darle las gracias por alimentar a su gato tantos días.

  – Gracias, agente -dijo ella, y volvió a la mecedora.

  Hollywood Nate y Wesley se acercaron a la casa de la acera de enfrente y subieron al porche. Entre la casa y el sendero de la entrada había una capa de porquería de muchos días, pero estaba tan cuarteada y reseca que sólo había criado una red de hierbajos en toda su longitud. Parecía que en esa manzana había muchas casitas sin cuidar, llenas de malas hierbas, de modo que todo parecía normal. Hollywood Nate llamó a la puerta, pero nadie respondió.

  – A lo mejor, el hombre se ha ido fuera a pasar el fin de semana. A esa anciana le da igual unos días que unas semanas.

  O unos años, como resultó.

  – Más vale que eches un vistazo a esto, compañero -dijo Wesley mirando el interior por el buzón de la puerta.

  Nate miró y vio un montón de correo que casi tapaba la propia abertura. Parecía correo basura en su mayoría y cubría completamente el reducido vestíbulo de dentro.

  – Vamos a ver por la puerta de atrás -dijo Nate.

  No estaba cerrada. Nate se imaginaba que se encontrarían al hombre muerto, pero no olía como era de esperar, nada en absoluto. Cruzaron la minúscula cocina y llegaron a la sala de estar, y allí lo encontraron, sentado en una hamaca, con una camisa hawaiana y pantalones caqui.

  Estaba el doble de apergaminado que su vecina de enfrente. Tenía los ojos abiertos, o lo que quedaba de ellos. Había tenido barba, pero la barba se le había caído sobre el pecho, igual que casi todo el pelo de la cabeza, donde le colgaban unos mechones resecos. Junto a la silla había una mesita plegable con el mando a distancia, una guía de televisión y dos ampollas de medicamento para el corazón.

  Wesley fue a mirar las llaves de paso del gas de la cocina, probó los interruptores de la luz y los grifos del fregadero, pero todos los suministros estaban cerrados. En la mesa de la cocina había un pasaje a Hawái sin usar donde se explicaba el significado de la camisa hawaiana. El hombre había estado practicando.

  Nate se acercó a mirar la guía de televisión y se fijó en la fecha, era de hacía dos años y tres meses.

  Wesley preguntó a Hollywood Nate si podrían estar ante un caso criminal… ¡porque al muerto le faltaba la pierna izquierda!

  Nate miró en un rincón detrás del pequeño sofá y allí estaba, apoyada cerca de la gatera por donde el gato entraba y salía a voluntad. En el pie no quedaba prácticamente nada de carne seca, sólo jirones de un calcetín rojo en torno al hueso. Por lo visto, la pierna se le había caído como las hojas en otoño.

  – Menos mal que no tenía perro -dijo Nate-. Si la abuela de la acera de enfrente se encuentra esto en el porche, se le para el corazón también a ella.

  – ¿Llamamos a una ambulancia? -preguntó Wesley. -No, sólo a la brigada del coronel. Estoy prácticamente seguro de que este hombre está muerto -dijo Hollywood Nate.

  Cuando volvieron a comisaría, al final de la ronda y compararon las diversas anécdotas de luna llena, todos coincidieron sin ninguna duda en que el premio a la desesperación silenciosa se lo llevaban Mag Takara y Benny Brewster.

  Todo empezó cuando la propietaria y habitante de una casa situada al oeste de Los Feliz Boulevard levantó el auricular, marcó el 911 y, después de dar su dirección, dijo:

  – ¡Mi vecina está pidiendo socorro a gritos! ¡La puerta de su casa está cerrada con llave! ¡Vengan, rápido!

  Mag y Benny respondieron a la llamada de código tres, pusieron en marcha la luz y la sirena y se dirigieron allí. Llegaron a una casa horripilante de dos pisos y oyeron los gritos desde la calle.

  – ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Socorro, por favor!

  Corrieron a la puerta de entrada y la encontraron cerrada con llave. Mag se apartó de en medio y Benny Brewster dio una patada que astilló las jambas y estampó la puerta contra la pared.

  Una vez en el interior, la intensidad de los gritos de socorro aumentó.

  – ¡Por el amor de Dios, que alguien me ayude! ¡Socorro! ¡Auxilio!

  Mag y Benny subieron las escaleras rápidamente al tiempo que, en la calle, se oían los portazos del coche de Fausto y Budgie y de otras dos patrullas. La puerta del dormitorio estaba entreabierta, Mag se apostó a un lado y Benny al otro y, como policías que eran, se llevaron la mano a la pistola instintivamente.

  Mag abrió la puerta un poco más con la punta del pie. No se oía nada, sólo el fuerte tic tac de un reloj de pared al ritmo del balanceo del péndulo.

  – ¡Socorro! -se oyó de pronto otra vez en el último rincón del gran dormitorio doble-. ¡Socorro! ¡Auxilio!

  Mag y Benny se agacharon en posición de combate automáticamente. Era una inválida de cincuenta y cinco años, muy paralizada por la artritis, a la que su hijo soltero había dejado sola de noche. Estaba sentada en una silla de ruedas junto a una mesilla redonda, cerca de la ventana donde, sin duda, pasaría largas horas mirando a la calle.

  Tenía una 32 semiautomàtica en una de las agarrotadas manos y un cargador vacío en la otra. Los proyectiles se le habían caído y estaban desperdigados por el suelo. Tenía las mejillas sorprendentemente lozanas pero anegadas de lágrimas.

  – ¡Ayúdenme! -les gritó-. ¡Ayúdenme a cargar este chisme, por favor, y luego váyanse!

  Aquella noche, había dos oficiales de investigación haciendo horas extra en la comisaría Hollywood. Uno era Andi McCrea, a quien le habían encargado el trabajo de terminar lo que había empezado inocentemente unas semanas antes como substituta, el día de la escasez de agentes de delitos sexuales. Pero no le importaba, porque era la primera vez en su carrera que resolvía un homicidio doble sin saber absolutamente nada del caso.

  El muchacho de Reno estaba en Protección de Menores en espera de vista judicial. Pero lo importante era que su compañero de asesinato, Melvin Simpson, de cuarenta años, tres veces ex convicto, de la bahía de San Francisco, que había ido a Reno a correrse una juerga en las apuestas, iba a ser acusado de asesinato en primer grado.

  En esos momentos, los investigadores de Las Vegas también seguían los pasos de Simpson porque habían descubierto, por medio de los recibos de su tarjeta de crédito, que había pasado una semana en la ciudad. Sin trabajo oficial, había dispuesto de dinero suficiente para apostar en ambas ciudades, y dio la casualidad de que a un ingeniero de tecnología punta procedente de Chicago, que había asistido a un congreso, le habían asaltado y asesinado en un área de descanso a la salida de Las Vegas el día en que Simpson pagó su cuenta en el hotel y se marchó.

  El informe de balística no estaba completo todavía, pero Andi tenía muchas esperanzas. ¿No sería un buen tema de exposición ante el tribunal del próximo examen oral para teniente? Quizá incluso se hablara del caso en el Z. A Times, aunque ya nadie lo leía, en realidad, ni el Times ni ningún otro periódico, de modo que no había por qué emocionarse por ese lado.

  El otro oficial de investigación que estaba haciendo horas extra era Viktor Chernenko, un emigrante ucraniano de cuarenta y tres años, uno de los dos investigadores nacionalizados que trabajan en esos momentos en Hollywood; el otro era mexicano, de Guadalajara. Viktor tenía una abundante mata de pelo hirsuto -él lo llamaba «desobediente»-, la cara ancha, típicamente eslava, y el cuerpo como un tonel, con el cuello t
an ancho que siempre se le saltaba el primer botón de la camisa.

  En una ocasión, cuando su brigada antirrobo tuvo que acudir a una clínica de Hollywood Este para hablar con la víctima de un violento tirón de bolso, el recepcionista, al verlo entrar, dijo a una mujer que esperaba en el vestíbulo: «Ahí está su taxi».

  Y, desde luego, era el policía más entregado, trabajador y complaciente que Andi McCrea conocía.

  Viktor había emigrado a los Estados Unidos en septiembre de 1991, un mes después de la caída de la Unión Soviética, cuando tenía veintiocho años y era capitán del Ejército Rojo. Su salida de la URSS era misteriosa, no estaba clara; se murmuraba que había desertado con información valiosa y que la CIA lo había llevado a Los Ángeles. Pero quizá no fuera así. Nadie lo sabía con certeza y parecía que Viktor así lo prefería.

  A él recurría el LAPD cuando hacía falta un intérprete ruso o había que hacer un interrogatorio en ruso y, como consecuencia de ello, se hizo muy conocido entre los delincuentes locales oriundos de países del otro lado del antiguo telón de acero. Y por eso se había quedado trabajando esa noche. Le habían asignado como colaborador al equipo que investigaba el «atraco a mano armada con granada», como llamaban ya al asalto a la joyería. Viktor se había puesto en contacto con todos los emigrantes que conocía personalmente, relacionados con la llamada mafia rusa aunque fuera remotamente, lo cual significaba cualquier delincuente de Los Ángeles procedente del bloque del Este, incluidos los YACS, es decir, los yugoslavos, albanos, croatas y serbios.

  Viktor había cursado estudios superiores cuando vivía en Ucrania, y los completó en Rusia. El conocimiento del inglés le había ayudado a ascender a capitán en el ejército antes que muchos colegas de su misma edad, pero en la URSS no le habían enseñado giros y modismos que, seguramente, lo confundirían para siempre. Esa noche, Andi le había ofrecido café dos veces y dos veces le había dicho que no amablemente, hasta que le ofreció té.

 

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