– Gracias, Andrea -le dijo entonces, llamándola por el nombre completo, como de costumbre-, eso me viene que ni peinado.
En los años que llevaba en Los Ángeles, Viktor Chernenko había aprendido que la vida en la vieja URSS y la vida en Los Ángeles -la una basada en una economía dirigida, la otra en una economía de mercado- tenían un punto en común: la cantidad inmensa de negocios que se movían en esferas extraoficiales, de los que nadie, excepto la policía, veía nada. Le fascinaba la oleada de hurtos de identidad y datos personales que barría Los Ángeles y la nación en general y, aunque los investigadores de Hollywood no llevaban directamente esos casos -los remitían al centro, a divisiones especializadas, como Estafas y Falsificaciones-, casi todos los contactos de Viktor en la comunidad de delincuentes de Hollywood tenían algo que ver con el hurto o la falsificación de datos personales.
Tras varias conversaciones con la víctima del asalto a la joyería, Sammy Tanampi, así como con el padre de Sammy, Viktor se convenció de que ninguno de los dos tenía trato alguno, ni legal ni ilegal, con prostitutas ni delincuentes rusos. Sammy Tanampi estaba seguro de que la atracadora tenía acento ruso o parecido a la forma de hablar de los emigrantes rusos que alquilaban por temporadas los alojamientos baratos de su padre en el barrio tailandés.
– El hombre no habló mucho -le dijo en una de las entrevistas-, por eso no estoy seguro del todo, pero el acento de la mujer se parecía al de usted.
Por eso, cuanto más pensaba en cómo esos rusos, si es que lo eran, habrían conseguido la información sobre los diamantes, más plausible le parecía que les hubiera llegado a través de un hurto común de correo. Mientras tomaba el té que Andi le había llevado decidió llamar por teléfono otra vez a Sammy Tanampi.
– ¿Escribió cartas a alguien a propósito de los diamantes? -le preguntó, después de que su mujer le avisara de que la llamada era para él.
– No, no.
– ¿Sabe si su padre escribió alguna carta?
– ¿Por qué iba a hacerlo?
– ¿Es posible que escribiera a un cliente interesado en los diamantes del envío, o algo así?
– Sí -dijo Sammy tras el largo silencio que impuso la pregunta-. Mi padre escribió a un cliente de San Francisco contándole lo de los diamantes. Me lo dijo él.
– ¿Sabe dónde echó la carta? -preguntó Viktor.
– La eché yo al correo -dijo Sammy-, en un buzón de Gower, a unas cuantas manzanas al sur de Hollywood Boulevard. Me queda de camino cuando voy a buscar a mis hijos a la guardería. ¿Es importante?
– Hay gente que roba cartas de los buzones -le dijo Viktor.
– ¿Ve agua clara en el caso del asalto a la joyería? -le preguntó Andi con curiosidad, después de que colgara.
– Mañana repasaré las fichas de los sin techo, quiero saber cuánta gente sin techo merodea por Hollywood y Gower.
– ¿Por qué? -le preguntó Andi-. ¡No pensará que una persona sin techo preparó un atraco tan sofisticado!
– No, Andrea -le dijo con una sonrisa más ancha-, pero la gente sin techo puede robar buzones. Y la gente sin techo ve todo lo que pasa, pero nadie ve a la gente sin techo que vive por debajo de lo oficial. Mis ladrones rusos creen que son muy listos, pero me parece que pronto se van a enterar de que no es tan fácil tomar el pelo a la policía.
Una de las razones para poner a Budgie Polk y Mag Takara en el boulevard la noche del sábado era que, según Compstat, la incidencia de atracos a clientes de la prostitución, cometidos por ladrones oportunistas y por las propias prostitutas, había aumentado mucho. Y era de sobras conocido que muchos atracos no se denunciaban, porque los clientes eran hombres casados y no querían que mamá se enterase de lo que hacían al salir del trabajo.
Compstat era el programa del actual jefe de policía, el mismo que utilizaba en su época de comisario en el departamento de Nueva York y que, en su opinión, había hecho descender la tasa de delincuencia en esa ciudad, aunque fue un momento en que dicha tasa descendió en todos los Estados Unidos por motivos demográficos que nada tenían que ver con el programa en cuestión. Sin embargo, nadie expresaba nunca sus dudas en voz alta y todo el mundo parecía entusiasmado, o al menos lo fingía, con el «nene» importado por el gran jefe, y lo mimaban y le hacían carantoñas cuando había alguien mirando.
Brant Hinkle, de Asuntos Internos, pensaba que, posiblemente, Compstat habría sido de ayuda en Nueva York, con sus treinta mil agentes, e incluso en Boston, quizá, donde el jefe había servido de agente de la calle. Quizá fuera una herramienta útil en muchas ciudades verticales, donde miles de personas viven y trabajan unas encima de otras, literalmente, en estructuras de muchos pisos de altura. Pero la desparramada población nómada y flotante de la bahía de Los Ángeles no vivía de esa forma. Allí, nadie sabía cómo se llamaba el vecino. Allí, la gente vivía y trabajaba cerca del suelo, con fácil acceso al coche. Allí, todo el mundo tenía coche y las autovías cruzaban tanto las zonas residenciales como los distritos comerciales. Allí, sólo nueve mil policías cubrían mil doscientos kilómetros cuadrados.
Cuando se cometía un delito en Los Ángeles, el delincuente podía haberse alejado muchas manzanas o kilómetros antes de que la centralita hubiera asignado siquiera una patrulla al caso. Si es que encontraba alguna disponible. Y, en cuanto a saturar una zona de efectivos policiales para determinar las últimas tendencias de la delincuencia, el LAPD no tenía ni la mitad de agentes necesarios para saturar nada. Como mucho, acudían con cuentagotas.
Brant Hinkle había visto Compstat en acción en algunas ocasiones, en los dos primeros años de mandato del nuevo jefe. Era una época en que quizá el jefe se sintiera un poco inseguro en la costa occidental, porque había traído consigo a un compinche periodista de Nueva York que nunca había sido agente de policía, y le hizo una placa especial que decía: Jefe de Agencia». Le dio también permiso de armas y, de ese modo, tenía placa y arma como un policía de verdad. El tipo no hizo daño alguno, ahora ya se había ido y el jefe parecía haberse aclimatado mejor, se sentía más seguro. Con todo, aunque el compinche se marchó, Compstat se quedó.
Al principio, el jefe se había rodeado además de varios neoyorquinos retirados, como si quisiera reproducir Nueva York en Los Ángeles. Solían hacer pases de diapositivas con dos o tres capitanes de patrulla sentados en el banquillo de los acusados. Siempre había una diapositiva donde se veía un edificio de apartamentos, y uno de los policías retirados de Nueva York que tenía la voz fuerte, con acento del Bronx, decía a los capitanes de Los Ángeles: «Háblennos del delito que se ha cometido ahí».
Y, naturalmente, ningún capitán tenía la menor idea de qué delito se había cometido «ahí» ni qué «ahí» era ése. ¿Un edificio de apartamentos de dos pisos? Los había a centenares en cada distrito, a millares incluso, en algunos.
Otro policía retirado, el segundo por orden de voz fuerte, con acento de Brooklyn, les gritaba a la cara: «¿El atraco en domicilio que tuvo lugar ahí el viernes por la tarde es un robo aislado o forma parte de una serie con el mismo modus operandi?».
Y el capitán tartamudeaba y sudaba y no sabía qué sería mejor, si decir cualquier cosa, a ver si acertaba, o rogar que en ese mismo instante se desencadenara un terremoto.
Con todo, Brant Hinkle se dio cuenta de que algunos oficiales vivían las sesiones de Compstat con auténtico entusiasmo. Eran los agentes de la calle, si por casualidad odiaban a su capitán. Los desbordaba la felicidad al saber que sus jefes se revolcaban en el fango ante los abrasivos neoyorquinos, que los salpicaban de saliva. Al menos así era como se lo contaban a ellos, y cuánto les habría gustado asistir a esas sesiones y ver a sus mandamases recibiendo la misma medicina que administraban a la tropa. Habrían pagado entrada por verlo.
En cuanto a la tropa ele la comisaría Hollywood, el jefe de la costa Este no era Lord Voldemort, y sólo eso ya era la respuesta a una plegaria. Y sí que se preocupaba por reducir la tasa de criminalidad y por el tiempo que se tardaba en acudir a las llamadas. Y no sólo hablaba de mantener alta la moral de la tro
pa, sino que permitía a los investigadores ir a casa en el coche de trabajo cuando estaban de servicio, en vez de utilizar su propio vehículo. Y lo más importante, impuso el horario laboral intensivo que Lord Voldemort odiaba, pero que permitía a los agentes intervenir en otros distritos, porque trabajaban cuatro turnos de diez horas a la semana, o tres de doce horas, en vez de los antiguos cinco turnos de ocho horas. De esa forma, los policías de Los Ángeles, muchos de los cuales no podían permitirse vivir en la ciudad y tenían largos trayectos de casa al trabajo, disfrutaban del lujo de pasar tres o cuatro días en casa.
En cuanto a Compstat, los agentes de la calle se lo tomaban con filosofía y fatalismo, como en todo lo relacionado con la naturaleza incontrolable de la vida de policía. Una tarde, en el control de asistencia, el Oráculo, que tenía edad y años de servicio suficientes para decir la verdad cuando nadie se atrevía, preguntó al teniente retóricamente: «¿Por qué el mandamás no deja de darnos la paliza con el Compstat? No es más que una serie de mapas con alfileres generada por ordenador, sólo eso. Démosle al jefe un poco de tiempo, hasta que se haga con su nuevo entorno en Hollywood, y que asista a unos cuantos cócteles de Beverly Hills de los que organiza Wolfgang Puck, que eche un buen vistazo al arsenal de armas de seducción masiva quirúrgicamente potenciadas, y ya verán cómo supera esas tonterías de la costa Este y se identifica con Hollywood como los payasos con el ayuntamiento».
Cuando le llegó el traslado, Brant Hinkle saltaba de alegría. Esperaba que lo destinaran a la brigada de investigación de Hollywood y había tenido una entrevista informal unos meses antes con el teniente al mando. También se había entrevistado informalmente con el jefe de investigación de Van Nuys, el distrito en el que vivía, así como con la brigada de Los Ángeles Oeste, siempre con buenas perspectivas de que lo aceptaran en cualquiera de ellas.
Se presentó en la comisaría cuando le comunicaron que trabajaría con la brigada antirrobo, al menos de momento, y le enseñaron la sala de la brigada, donde se encontró a varios investigadores conocidos. Entonces se preguntó dónde estarían los demás. Contó veintidós personas trabajando en sus respectivos cubículos con ordenadores o teléfonos y una mesa de despacho metálica, separadas unas de otras solamente por mamparas de madera de un metro escaso.
– Hay algunos de permiso -le dijo Andi McCrea-, pero, más o menos, esto es lo que hay. Tendríamos que ser cincuenta, pero somos la mitad. En otros tiempos, había diez investigadores en robos, ahora hay dos.
– Pasa lo mismo en todas partes -dijo Brant-, hoy día, nadie quiere ser policía.
– Y menos aún en Los Ángeles -remató Andi-. Seguro que sabe por qué, viniendo de Asuntos Internos.
– No lo diga tan alto -le pidió, llevándose un dedo a los labios-, preferiría que la tropa no se enterase de que he estado dos años en la brigada de las ratas.
– Será nuestro secreto -dijo Andi pensando que tenía una sonrisa flamante y unos ojos verdes muy bonitos.
– Bien, ¿dónde está mi equipo? -preguntó a Andi pensando en la edad que tendría y fijándose en que no llevaba alianza.
– Ahí mismo, detrás de usted -le dijo. Brant se dio media vuelta y afrontó un entusiasta apretón de manos ucraniano que le dispensó Viktor Chernenko.
– Normalmente no trabajo con la brigada antirrobos -dijo Viktor-, pero como soy ucraniano, ahora estoy aquí por el caso del asalto a mano armada de granada. Siéntese, por favor, hablaremos de ladrones rusos.
– Disfrutará con este caso -dijo Andi, a quien cada vez le gustaba más la sonrisa de Brant-. Viktor ha investigado a fondo.
– Gracias, Andrea -dijo Viktor tímidamente-. He procurado por todos los medios no dejar títere con piedra por remover.
El Oráculo pensó que quizá él también se merecía una mención honorífica a la desesperación silenciosa, esa noche de luna llena. Acababa de volver de código 7 y tenía un ardor de estómago tremendo por culpa ele dos grasientas hamburguesas con patatas fritas, y en ese momento entró un oficial.
– Sargento, es para usted. Hay un tipo al teléfono que quiere hablar con un sargento.
– ¿No puede averiguar de qué se trata? -le dijo el Oráculo buscando en el cajón de la mesa las pastillas antiacidez.
– No quiere decírmelo. Dice que es sacerdote.
– ¡Ali, la cagamos! -exclamó el Oráculo-. ¿Ha dicho que era el padre William, por casualidad?
– ¿Cómo lo sabe?
– Hoy hay luna de Hollywood. Me tendrá una hora al teléfono. Está bien, voy a hablar con él -dijo, y fue a atender la llamada.
– ¿Qué le ocurre hoy, padre William?
– Sargento, por favor -dijo el interlocutor-, ¡mándeme dos agentes jóvenes y fuertes inmediatamente! Tienen que detenerme, esposarme y humillarme hasta las heces. ¡Es urgente!
Capítulo 10
Cuando llegó el sábado por la noche, Budgie y Mag arrancaron silbidos de un extremo a otro de la comisaría. Budgie sonreía, los desoía y procuraba no dejarse cohibir. Llevaba un sujetador con relleno un tanto incómodo, dada su condición, un jersey verde lima de escote muy pronunciado con una chaquetilla corta encima para esconder el micrófono y la falda más estrecha que se había puesto en su vida, préstamo de una vecina adolescente.
La vecina se había dejado llevar por el espíritu de la mascarada y había insistido en que Budgie se probara unos zapatos de aguja de su madre, de siete centímetros y medio, que le quedaban bien, porque, a pesar de ser tan alta, Budgie tenía los pies pequeños. Un bolso verde colgado al hombro completaba el conjunto. Se puso mucho maquillaje y el carmín de labios más luminoso y cremoso que tenía, y no escatimó delineador de ojos. En vez de la trenza, se peinó una cola de caballo y se la roció de purpurina.
– ¡Tío, mira qué joya! -dijo Flotsam a Jetsam mirándola de arriba abajo.
Fausto la miró desaprobadoramente y se sacó del bolsillo un revólver Smith & Wesson de dos pulgadas y cinco tiros.
– Toma esto, métetelo en el bolso -le dijo.
– No me hace falta, Fausto -le dijo ella-. La patrulla de apoyo no me quitará el ojo de encima.
– Haz lo que te digo, por favor -insistió Fausto.
Como era la primera vez que le decía «por favor», aceptó el revólver; al notar que Fausto le miraba la garganta y el pecho, se desabrochó una delicada cadena de oro con medalla que llevaba puesta y se la entregó.
– ¿Qué prostituta llevaría esto? Guárdamela.
– ¿Y quién es éste? -preguntó Fausto con la medalla en la mano.
– San Miguel, santo patrón de los agentes de policía.
– Llévatelo en el bolso, con la pistola -le dijo al tiempo que se la devolvía.
Mag, que no era tan alta y delgada como Budgie -medía casi tres centímetros menos-, tenía, sin embargo, todas las curvas pertinentes sin necesidad de ponerse rellenos, y parecía más bien una prostituta de sado. Llevaba un jersey negro de cuello alto, pantalones cortos negros, botas negras de charol hasta la rodilla, compradas para la ocasión, y pendientes largos de plástico. Se había recogido la brillante melena igualada en un severo moño. Todo en ella decía: «Voy a hacerte daño, pero no mucho».
Cuando el resto del turno medio le dedicó las mismas voces y silbidos, ella se colocó en pose, se dio un manotazo en el lado derecho de la cadera y les lanzó una mirada ardiente.
– ¿Os gustaría que os fustigara con regaliz de palo?
Mientras se desarrollaba el control de asistencia, los policías antivicio escoltaron a las agentes prestadas hasta su oficina, les instalaron la escucha, les explicaron las partes del artículo 647b del Código Penal, que tipifica como delito el ofrecimiento de sexo a cambio de dinero. Ellas tenían que actuar de señuelo pasivamente, sin «trampas», sin hacer ofertas explícitas, aunque los clientes más listos procurarían que se las hicieran, porque, en caso de que los detuvieran, no serviría de nada si resultaba que las «putas» eran policías.
Después del control de asistencia, el Oráculo se llevó a Fausto aparte y le dijo:
– No te ac
erques a Budgie esta noche, Fausto. Te lo digo en serio. Si andas merodeando en el blanco y negro por el boulevard, joderás a todo el mundo.
– Lo único que tengo que decir es que no hay derecho a que se le encargue ese trabajo a una madre tan reciente -farfulló Fausto; dio media vuelta y se fue a hacer la ronda nocturna con Benny Brewster.
Mientras Budgie y Mag, instaladas en los asientos de atrás del coche antivicio, se dirigían a Sunset Boulevard -Mag ya había participado otras veces en esa clase de operación, pero Budgie nunca había actuado de agente encubierto-, iban acumulando energía a base de conversación nerviosa. Al fin y al cabo, iban a salir a escena, se colocarían en sus marcas y esperarían a que el agente antivicio, en el papel de director, dijera «¡Acción!». Todo eso, sabiendo que el papel que iban a desempeñar conllevaba un elemento de peligro al que los actores de Hollywood, que cobraban más, no tenían que exponerse. Pero las dos tenían ganas de hacerlo, y querían hacerlo bien. Eran policías jóvenes, listas y ambiciosas.
Budgie advirtió que las manos le temblaban y las escondió debajo del bolso verde de plástico. No sabía si Mag estaría nerviosa, y le dijo:
– Pensé en ponerme una camiseta con la espalda descubierta, pero supuse que entonces no podrían ocultarme el micro.
– Y yo quería enseñar el aro del ombligo -dijo Mag-, pero pensé lo mismo, que no se podría esconder el micro. Me gusta mi ombligo, pero me alegro de haber resistido la tentación de la mariposa encima de la rabadilla, cuando se puso tan de moda.
– Yo también -dijo Budgie, consciente de que el simple hecho de hablar de cosas de chicas la calmaba-, ya no se llevan esas marcas de guarra descarada. Incluso estoy pensando en quitarme el aro del ombligo. El cinturón del arma me lo roza. Tardó casi un año en curarse.
– A mí ya no me roza -dijo Mag-, porque me lo tapo con un poco de algodón y esparadrapo antes de ponerme el uniforme.
Hollywood Station Page 19