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Hollywood Station

Page 20

by Joseph Wambaugh


  – Yo me lo hice un día nada más terminar el turno -dijo Budgie-. Entonces venía de casa con el uniforme puesto, por ahorrar tiempo para las clases de biología a las que asistía en la universidad. Si hubieras visto la cara que puso el tipo cuando entré y me quité el Sam Browne… Me miraba embobado, como pensando «¿estoy poniéndole un aro en el ombligo a una poli?». Le temblaban las manos sin remedio.

  Las dos mujeres se rieron, y Simmons, el viejo policía antivicio que llevaba el volante, comentó con Lañe, su compañero:

  – Ya ves, la cultura popular ha llegado al Departamento de Policía.

  Antes de dejar a cada una en una manzana distinta del bullicioso Sunset Boulevard, el viejo antivicio dijo a Mag:

  – El orden de deseabilidad es, primero las putas asiáticas, después las blancas.

  – Lo siento, Budgie -dijo Mag con una sonrisa tensa.

  – Te apuesto a que ligo más yo -respondió Budgie, también con una sonrisa tensa-. Van a lloverme enanos que sueñan con rubias altas.

  – De momento, quiero que estéis sólo a una manzana la una de la otra -dijo Simmons-. Hay dos patrullas uniformadas de persecución que se acercarán a los clientes cuando os hagan la oferta, y otras dos, incluidos nosotros, cubriéndoos. Una ya está vigilando las dos esquinas. Es posible que os salga competencia y os hagan preguntas, porque sospecharán que sois policías, las dos tenéis pinta de muy buena salud.

  – Puedo tener pinta de enferma rápidamente -dijo Budgie.

  – ¿No se estropeará el juego si nos descubre una prostituta? -preguntó Mag.

  – No; simplemente se irá a diez manzanas al este y no se os acercará más. Saben que si sois señuelos de la policía, nosotros os estamos vigilando.

  – En general, la clientela es pura escoria, pero a esta hora temprana de la noche, es posible que os salga un hombre de negocios normal que va hacia el oeste desde los edificios de oficinas del centro. Saben que las putas de Sunset tienen más clase y, de vez en cuando, vienen a buscarse un rollo rápido.

  – No hace tanto que estoy en Hollywood -dijo Budgie-, pero he participado en algunas redadas antidroga como chófer de drag queens y trans. A lo mejor alguna me reconoce.

  – Las trans se mueven por Santa Mónica Boulevard, sobre todo -le dijo Simmons-. Allí tienen buena clientela, con tantos presos en libertad condicional; les va el rollo porque le cogieron el gusto a la polla y el culo en la trena. Están podridas de enfermedades. Evitan las agujas por temor al SIDA, pero fuman hielo y se revientan el culo. No tiene sentido. La meta es afrodisíaca. No se os ocurra ni daros un apretón de manos con transexuales o queens sin poneros los guantes.

  – Si ves a alguna prostituta oriental en la carrera de Sunset -dijo Lañe a Budgie, sabiendo que era la primera vez que lo hacía-, casi seguro que es una transexual. A veces, las transexuales orientales sacan mucha pasta aquí porque saben engañar a los clientes heteros, entre otras cosas porque no se les altera tanto la piel al afeitarse. Es posible que aparezcan justo antes del cierre de los bares, cuando los clientes ya están borrachos y no ven bien. Pero tenéis que considerar a todas las transexuales y queens como delincuentes violentos con vestido. Les gusta robar el coche a los clientes, cuando pueden, porque así nunca se ven envueltas como sospechosas en la denuncia del robo.

  – Procurad evitar a todas las demás prostitutas, si es posible, sean heteros, queens o transexuales.

  – ¿Las demás prostitutas? -dijo Budgie.

  – Perdona -dijo él-, empiezas a parecerme tan convincente que me lié.

  A media manzana del boulevard, las mujeres salieron del coche.

  – Si os entra un cliente negro, adelante, hablad con él, pero si va de listo más de la cuenta y lleva un coche muy maqueado, precaución. Puede ser un chulo de Wilshire que quiere tantear a la competencia o ganársela por la fuerza. A lo mejor os suelta un par de chulerías o intenta ganaros para su causa, y nos encantaría que pasara eso, pero no levantéis los pies de la acera. No montéis, no os metáis en un coche bajo ningún concepto. Y no olvidéis que a veces hay interferencias en la comunicación y no siempre entendemos lo que os está diciendo el tío exactamente, así que tenemos que deducirlo por vuestras respuestas. Ha habido casos en que los micros han fallado por completo. Si os veis en apuros, la palabra clave es «fino». Decidla sola y apareceremos inmediatamente. Si es necesario, decidla a gritos. No lo olvidéis: «fino».

  Después de todo eso, las dos se pusieron nerviosas otra vez, ya fuera del coche. Cada una por su lado, probaron el micro hablando en tono normal dirigiéndose al sujetador; luego, las dos oyeron a la patrulla que las cubría hablando con Simmons y Lañe por la banda de radio: «Las oímos alto y claro». El policía mayor era el que más se preocupaba por la seguridad, y dijo:

  – No me malinterpretéis, espero que no me toméis por sexista, pero siempre se lo digo a las nuevas, no os arriesguéis tontamente por un delito menor como éste. Sois policías competentes, pero seguís siendo mujeres.

  – Mira cómo rujo -dijo Budgie sin convicción.

  – ¡Empieza el espectáculo! -dijo el policía joven.

  Las dos mujeres tuvieron algunos escarceos en los diez primeros minutos. Budgie cruzó miraditas con un currante blanco que iba en una camioneta GMC. El tipo sólo dio una vuelta a la manzana, salió de Sunset y aparcó. Ella se acercó al coche repasando mentalmente las frases que podían evitarle la acusación de haberle tendido una «trampa». No tenía que haberse molestado.

  Cuando se agachó a mirarlo por la ventanilla del asiento del copiloto, el tipo le dijo:

  – No tengo tiempo para nada más que un tierno trabajillo con la boca. No quiero ir a un motel. Si estás dispuesta a subirte y hacerlo en el callejón de detrás de la esquina siguiente, te doy cuarenta pavos. Si no, hasta luego.

  Fue tan rápido y tan fácil que Budgie se quedó de piedra. No hubo regateo ni juego de palabras para ver si era policía. Nada.

  – De acuerdo -dijo, sin saber muy bien qué responder-, párate una manzana más allá, junto al aparcamiento, y voy a buscarte.

  Y eso fue todo lo que tuvo que hacer, aparte de rascarse una rodilla, la señal para la patrulla de apoyo de que el trato estaba hecho. Al cabo de un minuto, una unidad blanca y negra de persecución del tercer turno hizo chirriar las medas detrás del tipo, lo alumbró con las luces y le dio un toque de claxon; diez minutos más y el asunto terminó. El cliente fue llevado al puesto de mando móvil, que era un remolque grande, aparcado a dos manzanas del lugar donde se desarrollaba la acción en Sunset Boulevard.

  En el puesto de mando había bancos para los detenidos, unas mesas plegables para escribir los informes de detención y un artilugio informático para tomar las huellas digitales y fotografiar al neurótico cliente, después de lo cual era posible que lo soltaran. Si no superaba la prueba de actitud o si se encontraban otros factores, como antecedentes de primer grado o posesión de droga, se lo llevarían a la comisaría Hollywood, donde lo ficharían.

  Si al final lo soltaban, el cliente encontraría su coche fuera del puesto de mando, donde lo habría llevado un policía de uniforme, aunque el cliente no se iría a casa en su coche. Generalmente, la oficina del distrito requisaba el vehículo porque le parecía una maniobra disuasoria muy convincente para frenar la prostitución.

  Un coche de la brigada antivicio se llevó a Budgie al puesto de mando, donde cumplimentó un breve informe de detención después de decir al tipo que le había instalado el micro que no quería oír la cinta de la conversación con el cliente.

  – Muchas gracias -le dijo el cliente fulminándola con la mirada desde su asiento. Y a continuación la llamó «hija de puta», pero sólo moviendo los labios.

  – A lo mejor no es más que un mal rollo hormonal, pero empiezo a odiar a ese tío.

  – No es más que un vulgar vaquero que se pasó sus años dorados bailando country y reventando buzones. -Se dirigió al tipo, que estaba furioso-. Esto es Hollywood, tronco. Vamos a jugar al cinema vérité.

  – ¿Qué cojones es eso? -dijo el tipo con el ceño fruncido.
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  – Tú sigue moviendo los labios como si no estuviéramos delante de ti con una cámara de vídeo grabando una escena que a lo mejor puedes explicar después a mamá y a los niños.

  El primer cliente de Mag llegó pocos minutos después que el de Budgie. Era un tipo blanco que conducía un Lexus y, por su aspecto, debía de ser un hombre de negocios del centro que iba hacia el oeste, a su casa. Fue más precavido que el de Budgie y dio dos vueltas a la manzana. Pero Mag era un imán de clientes. Dobló la esquina después de la segunda vuelta y aparcó.

  Los agentes antivicio habían dicho que esperaban que Budgie, tan alta como era, levantara sospechas de ser un señuelo policial, pero Mag era tan pequeña, exótica y atractiva que cualquiera se sentiría seguro con ella. Y, ciertamente, el cliente no se planteó si iría de buena fe.

  – Pareces una chica muy limpia -le dijo-, ¿lo eres?

  – Sí -dijo ella, tentada de fingir acento japonés, pero cambió de opinión-. Muy limpia.

  – Me pareces muy guapa -le dijo. Echó una inquieta mirada alrededor-. Pero necesito tener la seguridad de que eres limpia de verdad.

  – Soy una chica limpísima -dijo Mag.

  – Tengo familia, tres hijos, y no quiero llevar ninguna enfermedad a casa.

  – No, claro que no -respondió Mag para tranquilizarlo-. ¿Dónde vives?

  – En Bel Air. Nunca había hecho esto hasta hoy.

  – No, claro -dijo ella. Y entonces empezó el juego.

  – ¿Cuánto cobras?

  – ¿Qué es lo que quieres?

  – Eso depende de lo que cobres.

  – Eso depende de lo que busques.

  – Eres encantadora de verdad -le dijo-. Tienes las piernas tan bien torneadas, y tan fuertes…

  – Gracias, señor -dijo, suponiendo que estaba bien seguirle la corriente de los buenos modales.

  – Deberías llevar siempre pantalones cortos.

  – Me los pongo mucho, sí.

  – Pareces inteligente. Y tan servicial… Estoy seguro de que sabes satisfacer a un hombre.

  – Sí, señor -dijo, pensando «Dios, ¿pero quiere una geisha o qué?».

  – Podría ser tu padre.

  – Oh, no, no.

  – ¿Te excito?

  – Bueno… quizá.

  Y, con esas palabras, se bajó la bragueta, se sacó el pene erecto y empezó a masturbarse y a decir a voces:

  – ¡Qué joven y encantadora eres!

  Por el grupo que la cubría y porque se sorprendió de verdad, gritó dirigiéndose al sujetador:

  – ¡Mierda bendita! ¡Te la estás pelando! ¡Sal aquí fuera!

  Tardó un minuto en acordarse de rascarse la rodilla y, al cabo de dos, el equipo uniformado de persecución encendió la luz y detuvo el Lexus, y cuando los agentes antivicio pararon el coche, Mag dijo:

  – ¡La leche! ¡Acaba de correrse encima de un coche de setenta y cinco mil dólares!

  Cuando llegaron al puesto de mando móvil, donde el tipo fue multado por el artículo 647a del Código Penal, conducta inmoral en público, a Mag le daba un poco de pena el desgraciado.

  No se dirigió a ella hasta que le hubieron tomado las huellas digitales y la fotografía.

  – En realidad, tienes los muslos gordos -le dijo-. Y seguro que tienes fijación con tu padre.

  – ¡Ah, vaya! Es usted psicólogo -dijo Mag-. Sólo con verme los muslos, me ha retratado de arriba abajo. ¡Hasta luego, papaíto querido!

  Dio media vuelta para marcharse y entonces se fijó en un joven agente de la brigada llamado Turner que la estaba mirando. Se ruborizó e, involuntariamente, se miró los muslos.

  – Son estupendos, como toda tú -le dijo-, tengas o no tengas fijación con tu padre.

  Mag Takara ligó con tres clientes en dos horas, y Budgie Polk, con dos. Cuando el tercero de Budgie, un delincuente en un Pontiac machacado, le ofreció crystal por un polvo, Budgie lo detuvo por tenencia de droga.

  – ¿Qué te parece, eh? Prostitución en primer grado -le dijo a Simmons sonriendo cuando llegó al puesto de mando.

  – Estás haciéndolo de primera, Budgie -le dijo Simmons-. Diviértete, pero mantente alerta. Hay mucha gente rara por ahí suelta.

  Mag tropezó con un ejemplar raro diez minutos más tarde. Era un tipo con orejas de soplillo, de unos cuarenta y pocos. Llevaba un último modelo Audi y ropa de Banana. Mag reconoció el estilo. Seguramente habría bailado con él si se lo hubiera pedido en un club nocturno del Strip de los que frecuentaba con sus amigas.

  Se retiraba cuando otros tipos revoloteaban alrededor de ella y entablaba breves y nerviosas conversaciones, pero después se marchaba otra vez, atemorizado. Temor a la policía o temor a que le robaran, o temor al contagio, había mucho que temer en la calle, mezclado con el deseo, aunque a veces lo estimulaba. Las neurosis abundaban.

  Cuando el tipo del Audi se decidió a hablar con Mag tocando el tema del sexo por dinero con mucha cautela, fue el segundo de la noche que se excitó enseguida; se bajó la bragueta y se la enseñó.

  – ¡Ay, caray! -dijo Mag hablando al sujetador-. ¡Te estás masturbando! ¡Qué excitante!

  – ¡Es por ti! -dijo él-. ¡Es por ti! Te pagaría por una mamada, pero me he quedado seco. ¡Y no se me pone dura, joder!

  Y mientras el grupo de persecución acudía rápidamente a la esquina, los faros de una furgoneta grande iluminaron el interior del Audi. Mag miró con detalle y era verdad, no se le ponía dura. ¡Pero la tenía roja como la grana!

  – ¡Dios mío! -exclamó Mag- ¿Estás sangrando por ahí?

  – ¡Ah, eso! -dijo el tipo. Se paró a mirarse el flàccido miembro y lo soltó-. No es más que lápiz de labios de las otras tres putas que me la han mamado hoy. En eso me he gastado toda la pasta.

  Un poco más tarde, Budgie se saltó una orden de Simmons: despegó los pies de la acera. Budgie no podía creerse lo que veía cuando un camión con un remolque enorme de tres ejes, cargado de terneras, dobló la esquina y aparcó en el único sitio en que podía, en la primera bocacalle del norte.

  No pudo resistirse, se acercó a la cabina del camión a pesar de lo oscuro que estaba el callejón. Se subió al estribo y escuchó con nerviosismo cuando la cara marcada del camionero se asomó, en camiseta de tirantes y con un sombrero de vaquero, y dijo:

  – Cincuenta pavos. Aquí. Ahora. Sube y chúpamelo todo, guapa.

  Era un tipo tan singular que, cuando la segunda patrulla de apoyo se presentó, uno de los agentes le dijo:

  – ¿Qué diría su jefe si le ponemos una multa y requisamos el vehículo?

  – ¿Van al matadero? -preguntó Budgie al vaquero.

  El vaquero estaba tan cabreado que no contestó al principio, pero luego dijo:

  – Supongo que no comerá ternera, y que pegará un tiro a las langostas antes de meterlas en agua hirviendo. ¡Ande, señorita, déjeme en paz!

  Era un caso que presentaba tantos problemas logísticos que al final lo soltaron y le dejaron seguir su camino con su cargamento.

  Cuando Budgie terminó en el puesto de mando y volvió a la esquina de Sunset Boulevard, procuró olvidarse de los mugidos de las terneras condenadas. Era la primera vez en la noche que se entristecía de verdad.

  No llevaba tres minutos en el boulevard cuando un Hyundai con matrícula de Arkansas se acercó con dos adolescentes en su interior. Seguía deprimida por las terneras y por los maridos y padres imprudentes y patéticos que había pescado esa noche, y se preguntaba qué enfermedades llevarían a casa, a su mujer, esos perdedores.

  Quizá la enfermedad fatal, la que se escribe con mayúsculas.

  Vio inmediatamente lo que tenía delante: un par de marines. Los dos tenían la cara bronceada desde la mitad de la frente y el pelo rapado por encima de las orejas. Llevaban sendas camisetas baratas con el nombre de un grupo de rock en letras brillantes sobre el pecho, camisetas que seguramente acababan de comprar en una tienda de recuerdos de Hollywood Boulevard. Los dos sonreían nerviosamente, como colocados, la verdad es que tenían cara de jóvenes colocados. Budgie, después de ponerse inexplicab
lemente triste, se desquició inexplicablemente, también.

  – ¡Eh, preciosa! -dijo el que iba de copiloto.

  – Como me digas «¿tienes caliente la cosa?» puede que te meta un tiro -dijo Budgie acercándose al coche. La palabra «tiro» cambió la dinámica inmediatamente.

  – Supongo que no llevas pistola ni nada de eso -dijo el chico.

  – ¿Por qué no? -dijo Budgie-. ¿Es que las chicas no tenemos derecho a protegernos aquí en la calle?

  – ¿Sabes dónde podemos encontrar un poco de acción? -preguntó el chico tratando de recuperar la actitud bravucona.

  – «Acción» -repitió Budgie-. ¿Y a qué te refieres con eso?

  – Bueno -dijo el copiloto, y miró al piloto, que estaba aún más nervioso-, nos gustaría un poco de juerga, tú ya me entiendes.

  – Sí -dijo ella-, te entiendo.

  – Si no es muy caro -añadió el chico.

  – ¿Y a qué te refieres con eso? -dijo Budgie.

  – Podemos pulirnos setenta pavos -dijo el chico-, pero tienes que hacértelo con los dos, ¿de acuerdo?

  – ¿Dónde estáis concentrados? -preguntó Budgie, suponiendo que una patrulla de apoyo o de persecución se estaría preparando.

  – ¿Qué quieres decir? -preguntó el chico.

  – Nací de noche, pero no anoche. -«Pensándolo bien, no tienen más de dieciocho años», se dijo.

  – Campamento Pendleton -contestó el chico perdiendo la sonrisa.

  – ¿Cuándo os vais a Irak?

  El chico no entendía nada; miró a su compañero y a Budgie intentando recuperar la actitud de machito.

  – Dentro de tres semanas. ¿Por qué? ¿Vas a hacértelo gratis con nosotros por patriotismo?

  – No, so gilipollas, enano cabeza de tornillo -dijo Budgie-, voy a darte un pase para que os vayáis a Irak y os revienten allí ese culito infantil que tenéis. Soy policía, hay una patrulla antivicio a un minuto de aquí y si no os habéis marchado cuando llegue, tendréis que dar algunas explicaciones a vuestro superior. Y ahora, ¡largaos inmediatamente de Hollywood y no volváis a poner los pies por aquí en vuestra vida!

 

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