Book Read Free

Hollywood Station

Page 22

by Joseph Wambaugh


  – Sí. El océano es una medicina magnífica. Dígaselo, si le parece bien.

  El teniente asistió al control de asistencia del turno medio con tres sargentos, entre los que se encontraba el Oráculo. Le tocaba explicarlo todo y darle algún sentido, como si fuera tan fácil. Los sucesos de la víspera en Sunset Boulevard los habían desmoralizado, estaban furiosos y los supervisores lo sabían.

  El teniente pidió al Oráculo que tomara la palabra, éste le dijo:

  – T. E. Lawrence de Arabia escribió en sus memorias «Viejo y sabio significa cansado y decepcionado». No vivió lo suficiente para saber hasta qué punto había acertado.

  A las cinco y media de la tarde, el Oráculo, sentado al lado del teniente, sacó un par de pastillas contra la acidez y se dirigió a los policías reunidos en la sala de control de asistencia.

  – Según el último comunicado, Mag está consciente y descansa. No parece que se hayan producido lesiones cerebrales. El cirujano que la lleva dice que las posibilidades de salvarle la visión del ojo son positivas, en gran medida al menos, si no completamente.

  En la sala reinaba un silencio como el Oráculo no había conocido nunca, hasta que intervino Budgie Polk con voz temblorosa.

  – ¿Dicen los médicos si la cara le… le va a quedar igual?

  – Cuentan con un gran equipo de cirujanos, estoy seguro de que todo saldrá bien, con el tiempo.

  – ¿Volverá a trabajar aquí, cuando se recupere? -preguntó Fausto.

  – Es pronto para saberlo -respondió el Oráculo-, eso dependerá de ella, según lo que sienta respecto a todo.

  – Volverá -dijo Fausto-. Cogió una granada con la mano, ¿no es verdad?

  Budgie iba a decir algo más pero no pudo, y Fausto le dio unos breves golpecitos en la mano.

  – Los investigadores y los capitanes -prosiguió el Oráculo- se han comprometido a que el chulo vaya a la cárcel por esto, en lo que de ellos dependa.

  – A lo mejor no depende de ellos -dijo B.M. Driscoll-. Seguro que en estos momentos ese gusano tiene a media docena de picapleitos corruptos cambiándole la plancha. Va a sacar más pasta del juicio de la que ganaría con todas las putas de Sunset.

  – Sí; el activista que tenemos por alcalde y su comisario elegido a dedo, que odia la policía, estarán pendientes del caso -dijo Jetsam-, y tendremos que oír a los celadores del decreto de consenso. No lo dudéis.

  – Supongo que -terció Flotsam sin dar tiempo al Oráculo a intervenir-, en este caso, podrán jugar la carta racista, la última del mazo, como de costumbre.

  Eso era lo que el teniente quería evitar, que el tema de la raza saliera a colación en ese intercambio, que se preveía tenso. Pero las cuestiones racistas surgían en todos los ámbitos en Los Ángeles, de lo más alto a lo más bajo, incluido el Departamento de Policía, y eso también lo sabía.

  – Es cierto -dijo el teniente con incomodidad- que los medios, los activistas y otros grupos pueden cebarse con el asunto. Un policía blanco revienta las tripas a patadas a un detenido negro. No sólo pretenderán que se expulse al agente Turner, sino que se le juzgue, y quizá resulte así. Y nos acusarán de racismo con esa prueba en la mano.

  – Tengo una cosa que decir al respecto, teniente.

  La conversación cesó. ¿Benny Brewster, el anterior compañero de Mag Takara, el único policía negro del turno medio y de la sala, a excepción de un sargento del servicio nocturno que estaba sentado a la derecha del teniente, tenía algo que decir sobre qué? ¿Sobre la baza del racismo? ¿Blanco sobre negro? El teniente se incomodó más todavía. No le hacían falta argumentos irritantes. Todo el mundo miraba a Benny Brewster.

  – Si hubiera llegado yo allí antes que Turner y hubiera visto lo que él vio, ahora estaría en la cárcel. Porque habría sacado la nueve y habría vaciado el cargador contra el chulo, así es que ahora estaría en la cárcel. Eso es todo lo que tengo que decir.

  Se oyó un murmullo de aprobación e incluso algunos aplausos. El teniente quería darles tiempo muerto y restablecer el orden, y estaba pensando en cómo hacerlo cuando el Oráculo volvió a tomar la palabra. Primero los miró a todos preguntándose cómo era posible que fueran tan jóvenes.

  – La placa que llevan es la más preciosa y la más famosa del mundo. La han copiado muchos departamentos de policía y todo el mundo la envidia, pero ustedes llevan la auténtica. Y todos los críticos, políticos y periodistas de mierda vienen y van, pero la placa, siempre sigue igual. Pueden ustedes desquiciarse y sentirse tan ultrajados como quieran por lo que suceda, pero no adopten actitudes cínicas. El cinismo envejece. Hacer bien el trabajo de policía es lo más divertido que existe, lo más divertido que van a hacer en toda su vida. De modo que salgan a la calle esta noche y diviértanse. Y, Fausto, procura pasar con un par de burritos. La temporada del bañador está cerca.

  Después de atender dos llamadas y poner una multa de tráfico, Budgie Polk miró a Fausto.

  – Estoy bien, Fausto -le dijo-, en serio.

  – ¿De qué hablas? -dijo Fausto, que iba de copiloto.

  – Que dejes de preguntarme si quiero que subas la ventanilla o dónde quiero ir a hacer código siete o si quiero el chaleco. Lo de anoche ya pasó. Estoy bien.

  – No quería ser un…

  – Una niñera. Vale, déjalo ya.

  Fausto no dijo nada, estaba un poco avergonzado, y Budgie añadió:

  – Los Li'l Rascals no admitían a Darlene en su club. Pero nosotras ya estamos dentro. Así que ya os podéis preparar para vivir con ello, sobre todo tú, cascarrabias sexista.

  Budgie lo miró de reojo y él torció la cara rápidamente hacia el paseo, pero alcanzó a verle una sonrisa incipiente que no logró disimular. Las cosas volvieron a la normalidad cuando Budgie fue tras un Saab plateado que salió de los estudios de la Paramount en dirección oeste y se saltó el primer semáforo cuando hacía tres segundos bien cumplidos que estaba en rojo. El conductor iba hablando por el móvil.

  – Dios -dijo ella-, ¿qué hace? ¿Hablar con su agente?

  El Saab se detuvo y el conductor intentó conquistar a Budgie, a quien le tocaba extender la multa.

  – No me he podido saltar el semáforo, agente -le dijo con una sonrisa ligeramente coqueta-. No se puso en amarillo hasta que llegué al cruce.

  – Hacía rato que el semáforo estaba en rojo, señor -respondió Budgie; miró el carnet y luego al tipo, cuya sonrisa era ahora irritantemente aduladora.

  – Jamás discutiría con una agente de policía tan atractiva como usted -le dijo-, ¿pero no se equivoca un poquito en lo del semáforo? Soy un conductor muy prudente.

  Budgie se acercó al coche patrulla, puso la libreta de citaciones en el capó y se dispuso a escribir mientras Fausto observaba al conductor, que salió enseguida del coche y se acercó a Budgie. Ella indicó a Fausto con una seña que podía manejar a ese imbécil, y Fausto no se movió.

  – Agente, antes de que empiece a escribir -le dijo, ya sin encanto alguno-, le agradecería que me escuchara un momento. Una multa más y pierdo el seguro. Trabajo en el cine y necesito el carnet de conducir.

  – |Ah, ya lo han citado más veces! -dijo Budgie sin levantar la vista-. Creía que me había dicho que era un conductor muy prudente.

  Cuando ella empezó a rellenar el formulario, el hombre volvió al coche hecho una furia, se sentó al volante e hizo una llamada.

  Budgie completó la hoja y se la llevó, pero Fausto seguía pegado a la rueda trasera derecha del coche del tipo, observándole las manos como si fuera un pandillero. Sabía que Fausto seguía en su papel de ángel guardián, pero, qué demonios, en cierto modo, era una garantía de seguridad.

  – Esto no es un reconocimiento de culpabilidad, sólo el compromiso de que se presentará.

  El conductor le arrancó de la mano el taco de formularios, garabateó la firma y se lo devolvió.

  – Apuesto a que se pirra por joder a los tíos, ¿a que sí? -le dijo en voz baja, para que Fausto no lo oyera-. Apuesto a que ni siquiera sabe cómo es una polla que no funcione con pilas. Nos vemos en los tr
ibunales.

  – Sé cómo es una grabadora a pilas -respondió Budgie al tiempo que arrancaba la copia y se la entregaba-. Es así -dijo, tocando el transmisor del tamaño de una grabadora que llevaba al cinturón-. Sí, vayamos a juicio. Será genial que el jurado oiga lo que opina usted de las mujeres policía. -Sin una palabra más, el tipo se alejó en el coche-. Adiós, cucaracha.

  – Ahí va un ciudadano infeliz -comentó Fausto cuando Budgie entró en el coche.

  – Pero no me va a llevar a juicio.

  – ¿Cómo lo sabes?

  – Ha dicho cosas feas y las he grabado en mi pequeña grabadora -dijo, tocando el transmisor.

  – ¿Y se ha tragado ese anzuelo tan tonto?

  – Hasta el fondo.

  – A veces no eres tan sosa como otros agentes jóvenes -le dijo Fausto-. ¿Qué tal estás?

  – No empieces otra vez con ese rollo.

  – No, me refiero a las cosas de mamita.

  – A lo mejor tengo que pasar un momento por la central lechera, dentro de un rato.

  – La próxima vez me dejas la pistola aquí, en el coche -dijo Fausto.

  Farley Ramsdale estaba de un humor pésimo aquella tarde. El supuesto hielo que había comprado a un ladrón pringoso, tirado y gilipollas en Pablo's Tacos, donde los anfetamínicos trapicheaban todos los días las veinticuatro horas, era una mierda. Lo peor había sido tener que esperar allí al tipo una hora, amenizado por el hip-hop a todo volumen que salía del coche de un par de pirados que también esperaban al pringoso. ¿Qué coño hacían en Hollywood?

  Fue el peor crystal que había probado en su vida. Hasta Olive se quejó de que los habían timado. Pero colocar, colocaba, y la prueba era que pasaron los dos la noche en blanco, con el pulso acelerado, intentando arreglar un vídeo que no rebobinaba. Con las piezas desparramadas por el suelo, se quedaron dormidos una hora, más o menos, poco antes del mediodía.

  Cuando Farley se despertó, estaba tan rabioso que empezó a dar puntapiés a las piezas del vídeo, que fueron a parar debajo del sofá, entre bolas de polvo y tamo.

  – ¡Olive! -gritó-. Despierta, mueve ese culo flaco que tienes. ¡Hay trabajo que hacer, hostia!

  – Vale, Farley -dijo ella, levantándose del sofá antes de que Farley dejara de gruñir-. ¿Qué quieres para desayunar?

  Farley se puso en pie con mucho esfuerzo. Tenía que dejar de quedarse dormido en el sofá. Ya no era un niño y la espalda le estaba matando. Miró a Olive, que lo miraba a su vez con su sonrisa animosa y desdentada; se le acercó y le miró la boca de cerca.

  – ¡Joder, Olive! ¿Se te ha caído otro diente hace poco?

  – Me parece que no, Farley.

  Tampoco él estaba seguro en ese momento. Le dolía la cabeza como si tuviera a Nelly o a cualquier otro negrata dentro del cráneo rapeando sin parar.

  – Si se te cae uno más, ya está, te largas de aquí con una patada en el culo -le dijo.

  – ¡Puedo ponerme dientes postizos, Farley! -gimió Olive.

  – Ya te pareces bastante a George Washington. Anda, vete a preparar los malditos cereales.

  – ¿Puedo ir primero a ver a Mabel dos minutos? Es muy mayor y me preocupa.

  – Cómo no, mujer, vete a cuidar a la bruja del barrio -dijo Farley-. A lo mejor, la próxima vez que haga un guiso de ratas y ranas nos invita a un plato.

  Olive salió corriendo, cruzó la calle y, tres casas más allá, se detuvo en la única de la manzana donde" la fronda de hierbajos era más abundante que en la de Farley. La casa de Mabel era una cabaña de madera construida mucho más tarde que el chalet de Farley, en la década de los cincuenta, cuando hicieron muchas construcciones baratas. La pintura estaba llena de burbujas, desconchada, la madera asomaba completamente pelada en muchas partes y la mosquitera de la puerta se había oxidado tanto que un golpe fuerte podía deshacerla en pedazos.

  La puerta estaba abierta, así es que Olive se asomó por la mosquitera.

  – ¡Mabel! -gritó-, ¿Estás en casa?

  – Sí, Olive, pasa -le respondió una voz sorprendentemente vigorosa.

  Olive entró y encontró a Mabel sentada a la mesa de la cocina tomando té con limón. Había un platillo con galletas de vainilla junto a un ovillo de lana y unas agujas de tejer.

  Mabel tenía ochenta y ocho años y era propietaria de la cabaña desde hacía cuarenta y siete. Llevaba puesto un albornoz encima de una camiseta y pantalones de algodón. Tenía arrugas, aunque conservaba la forma de la cara. Pesaba menos de cuarenta y cinco kilos pero su dentadura estaba más completa que la de Olive. Vivía sola y era independiente.

  – Hola, Olive, querida -la saludó-. Sírvete una tacita de té y toma una galleta.

  – No puedo quedarme Mabel. Farley está esperando el desayuno.

  – ¿El desayuno, a estas horas?

  – Se fue tarde a dormir -dijo Olive-. Sólo venía a ver si estabas bien y si necesitabas algo del súper.

  – Eres muy amable, querida, pero hoy no necesito nada.

  Olive tuvo remordimientos porque, cada vez que le hacía la compra a Mabel, Farley le sisaba al menos cinco dólares, a pesar de que la mujer sólo cobraba lo de la Seguridad Social y una pequeña pensión de su difunto marido. En una ocasión, Farley se quedó con trece dólares, y Olive sabía que Mabel se había dado cuenta, aunque la anciana jamás le dijo una palabra.

  No tenía hijos ni familiares, y había contado muchas veces a Olive que temía el día en que tuviera que vender la cabaña y trasladarse a un asilo del condado; el producto de la venta iría a parar a manos de la burocracia del condado, que se encargaría de mantenerla lo que quedara de vida. No soportaba la sola idea. Todos sus amigos habían muerto o se habían ido a otra parte, y ahora, Olive era la única amiga que tenía en el vecindario. Y se lo agradecía mucho.

  – Llévate unas galletas, querida -le dijo-. Te estás quedando tan delgada que me preocupas.

  – Gracias, Mabel -dijo Olive cogiendo dos galletas-. Ya vendré a verte otra vez esta noche, para saber que estás bien.

  – Me gustaría que una tarde te quedaras a ver la tele conmigo. Ahora duermo muy poco y sé que tú también. Veo vuestra luz encendida a todas horas.

  – Farley tiene problemas de sueño -dijo Olive.

  – Ojalá te tratara mejor -dijo Mabel-. Siento tener que decirlo, pero ojalá fuera así.

  – No es tan malo, cuando se le conoce.

  – Te guardaré algo de comer, por si vuelves esta noche -le dijo Mabel-, nunca me acabo el guiso yo sola. Eso nos pasa siempre a todas las viudas viejas como yo. Seguimos cocinando como cuando teníamos marido.

  – Luego vuelvo -dijo Olive-, me encanta tu guiso.

  – Olive -dijo aún Mabel, señalando a su gato rubio atigrado-, si Tillie se mete otra vez en tu casa, tráemela cuando vengas, haz el favor.

  – ¡Ah, me encanta que venga a casa! -dijo Olive- Espanta a todas las ratas.

  Al final de la tarde ya estaban por fin en la calle, era el primer día que habían conseguido arrancar el coche de Farley y habían devuelto el Pinto a Sam.

  – ¡Me cago en la transmisión de este cacharro japonés! -dijo Farley-. Cuando cobremos lo del armenio, vamos a buscar otro buga.

  – También nos hace falta cambiar la lavadora, Farley -dijo Olive.

  – No; me gusta llevar las camisetas tiesas, me sirven de escudo contra navajas -le contestó-. Me siento protegido cuando ando entre pringosos en Pablo's Tacos. -«Pensándolo bien, en cuanto Cosmo pague, adiós, Olive. Esta zorra boba se pega más que las lapas.»Encendió un chino mientras conducía y, como solía pasarle desde que cumplió treinta, hacía ya tres años, empezó a sentir nostalgia de Hollywood. Se acordaba de cuando era jovencito, de aquella época gloriosa en el Instituto Hollywood.

  – Mira por la ventana, Olive -dijo, y mandó unos aros de humo al parabrisas-. ¿Qué ves?

  Olive no soportaba que le hiciera esa clase de preguntas. Sabía que si no contestaba bien, le gritaría. Pero era obediente y miró los establecimientos comerciales del paseo que había allí, en el lado este de Hollywood.
<
br />   – Veo…, bueno…, veo tiendas.

  Farley sacudió la cabeza y echó humo por la nariz, pero con una especie de bufido de irritación que puso nerviosa a Olive.

  – ¿Hay un solo cartel de mierda en tu lengua materna? -dijo Farley.

  – En mi…

  – ¡Sí, hostia!

  – Bueno, un par.

  – Lo que quiero decir es que parece que estemos en Bangkok, joder, y no en Hollywood Boulevard, entre Bronson y Normandie. Sólo que aquí, la droga y el puterío no son tan baratos. O sea, que esto está lleno de amarillos e hispanos. Por no hablar de rusos y armenios como ese par de ladrones de mierda, Ilya y Cosmo, que quieren adueñarse de Hollywood. Ah, y no olvidemos a los putos filipinos. Los filipinos son como hormigas en las calles ele alrededor de Santa Mónica Boulevard, quitan a otros el trabajo de limpiar las planchas en los hospitales y dejan el coche encima de bloques de cemento porque ni un puto amarillo en toda la historia ha aprendido a conducir como un blanco. ¿Tú ves lo que nos está pasando a los estadounidenses?

  – Sí, Farley -dijo ella.

  – ¿Qué, Olive? -le preguntó, rabioso-. ¿Qué nos está pasando?

  Olive se tocó las palmas de las manos y las tenía húmedas, pero no sólo por el crystal. Ya estaba otra vez igual, tenía que contestar a una pregunta y no sabía la respuesta, igual que cuando era una niña acogida bajo la protección del condado de San Bernardino y vivía con una familia en Cucamonga, iba a una escuela nueva y nunca sabía la respuesta, fuera cual fuese la pregunta de la maestra. ¡Pero de pronto se acordó de lo que tenía que decir!

  – Seremos nosotros los que tengamos que sacar la tarjeta verde.

  – Sobresaliente, joder -dijo, y soltó otra nube de humo por la nariz-. Respuesta acertada.

  Cuando llegaron al descuidado solar del desguace y Farley entró por la verja, que estaba abierta, aunque solían tenerla cerrada con cadena, aparcó cerca de la pequeña oficina. Estaba a punto de salir del coche cuando entendió por qué estaba abierta la verja. Había un nuevo sistema de seguridad.

  – ¡Maldita sea! -chilló al ver acercarse a un dóberman ladrando y enseñando los dientes.

 

‹ Prev