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Hollywood Station

Page 36

by Joseph Wambaugh


  Andi y Brant fueron a tomar un bocado rápido antes de dirigirse al Gulag. Puesto que los clubs rusos solían tener abierto hasta el último minuto que la ley permitía, Andi supuso que tenían tiempo de sobra.

  Estaban en el barrio tailandés. Andi comía ensalada de papaya verde y Brant devoraba un plato de pollo al curry rojo; los pimientos le hacían la boca agua. Ambos bebían granizado de café, tanto para aliviar el picor de la boca como por la necesidad de una inyección de cafeína, a causa de lo poco que habían dormido los dos últimos días.

  – Como soy el chico nuevo en la oficina, y rebotado del equipo de atracos para ayudarte, creo que hablaré con el teniente sobre la posibilidad de quedarme en homicidios. Estás corta de personal.

  – Todo el mundo está corto de personal -dijo Andi, y dio un sorbo al café con una pajita.

  – No es que nadie vaya a pelearse por mí -dijo Brant-. El jefe sabe que sólo estaré aquí hasta que me llegue el turno en la lista de ascensos y me nombren.

  – Teniente Hinkle -dijo Andi-, suena bien. Serás un buen comandante de turno.

  – No tanto como tú -replicó Brant-. Espero que los tumbes a todos y estés muy arriba en la próxima lista. La tropa trabajará encantada contigo.

  – ¿Por qué lo dices?

  – Tienes buen corazón.

  – ¿Cómo sabes lo que tengo por dentro? Sólo me has visto por fuera.

  – Instinto policial.

  – Cuidado, amigo. Estoy en la edad de ponerme tonta con esa clase de halagos. Podría hacer cualquier sandez, como tomarte en serio.

  – Te saco unos años, ya es hora de que me tomen en serio.

  – Vamos a dejar esta conversación para el final del turno -dijo Andi-, así podré concentrarme mejor.

  – Lo que tú digas, compañera.

  – Digo que vayamos a buscar el vídeo y aclaremos el homicidio.

  – ¿Sigue en pie lo de que Viktor se pase a charlar un rato en ruso?

  – Esta noche tiene mucho que hacer, pero ha dicho que sí.

  – Hacia el Gulag, camarada -dijo Brant con una sonrisa que le arrugó los ojos, esos ojos verdes con pestañas tan espesas, y a Andi se le encogieron los dedos de los pies.

  Ilya se asustó al ver el estado en que Cosmo subía las escaleras cojeando. Lo ayudó a limpiarse la herida de la cabeza y a cortar la hemorragia del todo. En cuanto al dedo, hizo cuanto pudo por cerrarle el tajo con tiritas y luego se lo vendó y le puso esparadrapo, hasta que pudiera ir al médico a cosérselo al día siguiente. Dónde se lo haría y dónde estarían al día siguiente nadie podía saberlo. De momento, lo único que Ilya quería era concentrarse en conseguir el dinero de Dmitri esa noche.

  – Podemos huir ahora, Ilya -dijo Cosmo-, Tenemos los diamantes. Buscaremos a alguien en San Francisco.

  – La policía nos pisa los tacones -dijo Ilya-. Pasan muchas cosas. Ya no tenemos ningún tiempo más. Vendrán en cuanto Farley informe sobre nosotros. No tenemos tiempo de buscar comprador de diamantes en San Francisco. Necesitamos dinero ahora. ¿Sabes una cosa, Cosmo? Quizá me voy directamente a Rusia. No sé.

  Él tampoco sabía. Lo único que sabía era que le asustaba mucho enfrentarse a Dmitri esa noche sin el dinero del cajero, y tener que colarle una mentira. Dmitri era muy listo, más que Ilya, le parecía. Llamó al número de móvil que Dmitri le había dado.

  – Sí -contestó Dmitri.

  – Yo, hermano -dijo Cosmo.

  – No digas tu nombre.

  – Me gustará voy dentro de treinta minutos.

  – De agcuerdo.

  – ¿Estás preparado para terminamos el negocio?

  – Sí. ¿Y tú?

  – Listo, hermano -dijo Cosmo después de tragar saliva.

  – Te veo dentro de treinta -dijo Dmitri, y Cosmo creyó ver su sonrisa típica.

  Cosmo se tapó la herida de la cabeza con una boina negra, la que se ponía Ilya con su jersey negro cuando quería estar muy atractiva. Se vistió con una americana de sport clara, pantalones azules y sus mejores zapatos de vestir. Se guardó la Beretta en la cintura de los pantalones, a la espalda, y se apretó el cinturón para que la pistola no se moviera.

  Ilya se puso la falda roja más ceñida que tenía y una camiseta muy escotada que le realzaba mucho el pecho, y encima, una torera negra ribeteada de lentejuelas. Y, como iban a un club ruso, se calzó unas botas negras de caña alta y tacones de siete centímetros y medio. Pensó que no se quedaba corta ni de brillo. A Ilya le gustaba esa palabra, «brillo».

  – Vamos a buscamos nuestros treinta y cinco miles, Ilya -dijo Cosmo obligándose a sonreír con ánimo-. Vamos al Gulag.

  El Oráculo miró el reloj. Empezaba a tener hambre y la noche había sido muy movida, con la persecución encabezada por un muerto y Viktor Chernenko ocupando uno de los coches del turno medio, además de la habitual locura hollywoodiense, que no había parado de estallar de vez en cuando como si fuera noche de luna llena. El estómago le dio un pinchazo y se tomó un par de pastillas contra la acidez.

  – Tengo que ir de relaciones públicas -dijo al sargento del tercer turno-, para evitar que un abogado gilipollas presente quejas personales contra todo bicho viviente del distrito de Hollywood que ha tratado o dejado de tratar con la mema de su hija, que ha puesto una denuncia por un delito falso. Tengo que ir un momento a tomar nota del nombre y la dirección del encargado de un club nocturno, si es que de verdad es el encargado. A lo mejor sólo lo es en las tarjetas de visita que da a las chicas en los bares, para impresionarlas.

  – ¿A qué club tiene que ir? -preguntó el sargento.

  – Es un local ruso que se llama El Gulag, ¿lo conoces?

  – No, pero supongo que será un lugar de reunión de mafia rusa. Esos locales cambian de dueño y de nombre más que de calzoncillos.

  – Después me voy de código siete con Fausto y su compañera. Han descubierto un nuevo restaurante mexicano familiar muy bueno. Llámame si me necesitas.

  Cuando salía del aparcamiento de comisaría, el Oráculo mandó un mensaje a la patrulla 6 X 76 diciéndoles que estaba de camino al Gulag y que no creía que fuera a estar allí más de quince minutos.

  El aparcamiento del Gulag estaba atestado en el momento que Cosmo entró con el Cadillac. Tuvo que aparcar en el último rincón, junto a los contenedores de basura.

  – Dmitri tendría que poner mozos aquí -comentó Ilya con nerviosismo.

  – Demasiado barato -dijo Cosmo.

  Oyeron el barullo del local nada más bajarse del coche. Cosmo apagó el cigarrillo, tocó la pistola que llevaba bajo la americana y se acercó a la entrada cojeando con Ilya.

  Ilya fue directa a la barra, a las filas de clientes que intentaban que les sirvieran, y llamó al sudoroso camarero.

  – Disculpe un momento, por favor.

  Un joven borrachín que estaba sentado a la barra se dio media vuelta y le miró la cara, luego las tetas, se levantó del taburete y le dijo:

  – Le cedo mi asiento si me permite invitarla.

  – Encantador, querido -dijo ella dedicándole su mejor sonrisa profesional al tiempo que se apoderaba del taburete.

  – ¿Es rusa? -dijo él al oír su acento.

  – Sí, querido -dijo ella.

  – ¿Le apetece un ruso negro?

  – Prefiero un americano blanco -dijo ella, y el joven se rió a carcajadas, con el alcohol suficiente en el cuerpo para que cualquier cosa le hiciera gracia.

  Ilya pensó que ojalá el mundo no hubiese dejado de fumar. En esos momentos, habría dado un diamante por un cigarrillo.

  A pesar de lo atareado que estaba, Viktor Chernenko había hecho una promesa a Andi McCrea, y las promesas se cumplen. Miró la hora y dijo a Charlie el Compasivo que tenía que ir rápidamente a un club ruso llamado El Gulag a ejercitar el músculo oral en el idioma del propietario, porque Andrea se lo había pedido. En cuanto a los investigadores de fuera, que ya estaban de camino a la comisaría para ayudarles a componer el rompecabezas del asesinato de Ramsdale y los atracos de Hollywood, Viktor tenía intención de quedarse esa noche mientr
as hubiera esperanzas de localizar a la mujer de Farley Ramsdale. Tenía una copia de su historial por hurtos menores y posesión de droga y vio que el nombre «Olive Ramsdale» debía de ser un alias reciente, porque los antecedentes estaban a nombre de Mary Sullivan, ¿pero quién podía saber cuál era su verdadero nombre? Después hizo una llamada rápida a casa y habló con Maria, su mujer.

  – Hola, mi amor -le dijo-. Soy tu amantísimo esposo.

  – ¿Qué demonios…? -farfulló Charlie el Compasivo, y miró a Viktor como si acabara de eructar spray de pimienta. Charlie no soportaba los arrumacos telefónicos.

  – Estoy trabajando en el asunto más importante de toda mi carrera, amorcito querido -dijo Viktor-. Es posible que duerma aquí, en el cuarto del catre, esta noche, no lo sé con seguridad. -Se quedó escuchando con una sonrisa bobalicona en su ancha cara eslava-. ¡Yo también! -dijo al final, y dio besos de verdad al auricular antes de colgar.

  – ¿Es su primer matrimonio, Viktor? -le preguntó Charlie.

  – El primero y el último -dijo Viktor.

  – Será cosa de rusos -dijo Charlie sacudiendo la cabeza.

  – No soy ruso -dijo Viktor con paciencia-, soy ucraniano.

  – Tráigame kielbasa si El Gulag es un local limpio -le dijo Charlie.

  – Eso es polaco, no ruso -dijo Viktor dirigiéndose a la puerta.

  – Polaco, ruso, ucraniano…, ¡no sea pesado, Viktor! -se quejó Charlie.

  Cosmo llamó a la puerta del despacho de Dmitri y una voz le dijo: «Adelante».

  Al entrar cojeando vio a Dmitri en su alta silla negra detrás de la mesa, pero esta vez no tenía los pies encima ni estaba viendo porno exótico en la pantalla del ordenador. Un hombre mayor que él, con traje oscuro y corbata de rayas, calvo salvo por un ralo flequillo, estaba sentado en el sofá de piel que se apoyaba en la pared.

  Al lado de la ventana que daba al patio de fumadores, donde había tenido lugar el asesinato, estaba el camarero georgiano, con camisa blanca almidonada, pajarita negra y pantalones negros. Tenía el pelo negro y ondulado, más espeso aún que Cosmo, y la mandíbula cuadrada y oscura, una mandíbula con la que no podía ninguna navaja de afeitar. Saludó a Cosmo con un gesto de la cabeza.

  – ¡Aquí está el tipo ogcurrente! -lo saludó Dmitri con su impenetrable sonrisa-. Encantado de conocer al señor Grushin, Cosmo, y enséñale la mercancía que tienes en venta.

  – Tengo una muestra -dijo Cosmo; la sonrisa de Dmitri desapareció y las comisuras de la boca se le quedaron pálidas. Entonces Cosmo añadió rápidamente-: Ilya tienes los demás todos diamantes, está abajo. No preocupas, hermano.

  – No me preocupo -dijo Dmitri sonriendo de nuevo-. ¿Por qué estás tan herido?

  – Lo explicaré después -dijo Cosmo. Sacó una bolsa de plástico del bolsillo de la chaqueta y dejó sobre la mesa dos anillos, tres pares de pendientes y cinco diamantes sueltos.

  El señor Grushin se levantó y se acercó a la mesa. El georgiano acercó la silla del cliente a la mesa para que éste pudiera sentarse. El señor Grushin sacó una lupa de joyero del bolsillo y examinó cada objeto a la luz de la lámpara de la mesa; cuando terminó, hizo un gesto de asentimiento a Dmitri, se levantó y salió del despacho.

  – ¿Puedo veo el dinero ahora, hermano?

  Dmitri abrió el primer cajón, sacó tres fajos grandes de billetes y los dejó en la mesa ante sí. No invitó a Cosmo a sentarse.

  – De acuerdo, mi amigo -dijo Dmitri-, cuéntame qué pasó en el cajero y cuándo tendré la mitad del dinero.

  Cosmo notó humedad en las axilas y las manos se le humedecieron también al señalar al georgiano con la buena.

  – Nos da un coche no bueno. ¡El coche muere cuando salimos del cajero!

  El georgiano dijo unas palabras rápidas en ruso a Dmitri que Cosmo no entendió, y luego se volvió hacia él con el ceño fruncido.

  – ¡Tú mientes! El coche es bueno. Yo conduce el coche. Tú mientes.

  – No, Dmitri -dijo Cosmo, con el estómago y las tripas revueltas-. ¡Ese georgiano miente! Tenemos que llevar el coche lejos del cajero y aparcar en la casa de un tipo conozco. ¡Casi nos coge la policía!

  – ¡Tú mientes! -repitió el georgiano, y dio un paso amenazador hacia Cosmo, pero Dmitri levantó la mano y lo detuvo.

  – Basta -dijo a los dos.

  – Digo la verdad, hermano -insistió Cosmo-, lo juro.

  – Bien, Cosmo, ¿dónde está el dinero del cajero? -preguntó Dmitri.

  – El hombre donde llevamos el coche no bueno, su mujer roba nuestro dinero y deja su hombre. Pero no preocupes, la encontraremos y tenemos el dinero.

  – Ese hombre -dijo Dmitri con calma-, ¿no sabe nada de mí? ¿Nada del Gulag?

  – ¡No, hermano! -dijo Cosmo-, ¡Jamás!

  – ¿Y qué es ese hombre? ¿Cómo se llama?

  – Farley Ramsdale -dijo Cosmo-, es drogadicto.

  – ¿Dejas mi dinero con un drogadigcto? -preguntó Dmitri sin podérselo creer, mirando a Cosmo y al georgiano alternativamente.

  – ¡No puedo hago otra cosa, hermano! -dijo Cosmo-. Ese georgiano nos da un coche pero no anda. Y Farley no está en su casa, así que escondemos el coche en su garaje y el dinero debajo de su casa. ¡Pero la maldita adicta encuentra el dinero y escapa!

  Cosmo tenía la boca seca como arena y hacía un ruidito hueco cada vez que la abría para hablar. El georgiano lo miraba amenazadoramente, pero Cosmo no podía apartar la vista de los treinta y cinco mil dólares. Era un montón de dinero mayor de lo que se había imaginado.

  – Vete buscar a Ilya -dijo Dmitri-. Tráela aquí, yo os invito a beber y terminamos el trato de los diamantes, y me cuentas cómo va a coger a la adigcta y me dices cuándo traes mi dinero del cajero.

  Era el momento que Cosmo temía. Haría lo que Ilya le había dicho que hiciera sin importar el resultado. Tragó saliva dos veces.

  – No, hermano -dijo al fin-. Ahora cojo el dinero y tu georgiano baja conmigo abajo, al bar, Ilya va al cuarto de baño y saca los diamantes de lugar seguro y da los diamantes al georgiano. Abajo hay mucha gente, más seguro para todos nosotros.

  – Cosmo -dijo Dmitri tras lanzar una carcajada-, ¿la información de tele y periódico es correcta? ¿Cuánto había en cajero?

  – Noventa y tres miles -dijo Cosmo.

  – La señora de la tele dijo cien mil -replicó Dmitri-, pero es igual, te creo. Eso significa me debes cuarenta y seis mil y quinientos dólares, y yo te debo treinta y cinco mil dólares. Así, un poco de matemáticas y sabemos me debes once mil y quinientos dólares. Y también los diamantes. Es muy fácil, ¿no?

  Cosmo sudaba la gota gorda. Tenía la camisa empapada y no paraba de secarse las manos en los pantalones, allí de pie como un niño, mirando a ese ruso pervertido y al matón georgiano, que estaba de pie a su lado. Deseaba con todas sus fuerzas tocar la Beretta, fría contra el sudor de la espalda.

  – ¡Por favor da tres minutos para explico el coche roba este georgiano es por qué todos los problemas de todo el mundo!

  Al Oráculo le sorprendió ver el coche del investigador en la zona roja, al lado este del club, donde también tuvo que dejarlo él porque en el atestado aparcamiento era imposible. Se preguntó qué investigador estaría dentro y por qué motivo. Cuando avanzaba hacia la puerta, un blanco y negro aminoró y se detuvo; Fausto tocó el claxon brevemente para llamarle la atención. El Oráculo se acercó al bordillo y se agachó a hablar.

  – ¿Necesita compañía? -le dijo Budgie-. Nunca he entrado en uno de esos locales rusos tan de moda.

  – De acuerdo, pero les vamos a dar un susto de muerte -dijo el Oráculo-, ya hay un equipo de investigadores dentro.

  – ¿Y qué hacen? -preguntó Fausto.

  – Quizá sea por el asesinato de la noche pasada -dijo el Oráculo-. ¿Cinco policías? Creerán que han vuelto a la Unión Soviética.

  Cuando el Oráculo entró, seguido por Fausto y Budgie, vio a Andi y Brant un poco retirados, junto a los servicios, hablando con un tipo de esmoquin que supuso que sería el encargado Andrei.

  E
l volumen de decibelios era ensordecedor, la pista de baile rebosaba de luces estroboscópicas y de colores, que bañaban a las parejas, jóvenes en su mayoría, que iban «agcudiendo», según diría Dmitri. Ilya, desde su taburete del final de la barra, no vio a los tres policías uniformados que acababan de entrar y que se dirigieron al estrecho pasillo que pasaba por la cocina. El Oráculo, Fausto y Budgie llamaron un poco la atención, pero no mucho, y sorprendieron a los investigadores.

  – ¿Qué hacen aquí? -tuvo que gritar Andi para sobreponerse al volumen de la música-. ¡No me diga que ha habido otro asesinato en el patio del que todavía no sé nada!

  – ¿Es usted Andrei? -preguntó el Oráculo al preocupado tipo del esmoquin.

  – Sí, dijo el encargado.

  – Con éste le dejamos colarse -dijo Andi al Oráculo-. En realidad estamos esperando a Dmitri, el propietario.

  – Tengo que hablar con usted -dijo el Oráculo a Andrei-, necesito su nombre y dirección. Se lo explicaré en un lugar tranquilo, si es que lo hay por aquí. -Hizo un guiño a Andi y señaló a Fausto y Budgie-: Éstos son mis guardaespaldas -dijo a Andrei-, vienen conmigo a todas partes.

  Andrei puso cara de «qué más puede pasar ahora» en el mismo momento en que iba a pasar algo tremendo.

  Dmitri escuchaba con los ojos entrecerrados el relato de Cosmo sobre lo sucedido después del atraco al cajero, aunque omitió el enfrentamiento con Farley Ramsdale.

  – ¿Tuviste que matar al guardia? -le preguntó cuando terminó.

  – Sí, Dmitri -dijo Cosmo-. No entrega el dinero, como dices tú.

  – A veces la información sobre el enemigo no es corregcta -dijo con un encogimiento de hombros-. Que pregunten al presidente Bush.

  Cosmo tenía esperanzas, hasta que Dmitri se dirigió al georgiano y le dijo:

  – De agcuerdo, quizá es verdad lo del coche. Quizá el coche no es tan bueno como crees.

  – ¡Dmitri! -dijo el georgiano, pero al ver la mirada de su jefe no dijo nada más.

  – Entonces, Cosmo -dijo Dmitri-, tendrás el dinero del cajero mañana cuando encuentras a la drogadicta, ¿no?

 

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