En busca de la memoria perfecta: Episodios en la historia de las técnicas de memorización (Spanish Edition)
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Es decir, el estudiante de griego no había aprendido griego, sino simplemente memorizado textos en griego. Así, cuando Palmireno le responde en este idioma, el muchacho no sabe de qué le están hablando y replica recitando el Ave María…
Segunda parte del Latino de repente (Valencia, 1573).
Con esta anécdota Palmireno intenta poner de relieve la importancia de saber: si alguna vez encuentras un individuo así y no tienes buenos conocimientos, con palabrería se lleva la gloria y tu quedas como tonto.
Yo que vi la poca vergüenza, hice harto en no echarle a librazos del auditorio. Si en semejantes aciertas, y no tienes caudal, con su exordio ajeno se llevan la honra, y tu quedas corrido.
Pero otros ven aquí el horror de las técnicas de memorización: en tanto que su propósito es ayudar a memorizar, con ellas lo que se promueve es la memoria, no el conocimiento; con ellas se forjarán memoriones, pero no sabios; tendremos, en definitiva, muchachos que hablan griego pero sin saber griego.
La conclusión no puede ser otra: hay que desterrar, eliminar, aniquilar cualquier vestigio de las técnicas de memorización en los centros docentes.
Y es que los tiempos han cambiado. En la Edad Media prácticamente no había otro soporte donde registrar la información más que la propia memoria de cada uno, y todo auxilio era poco. Pero ahora, en pleno siglo XVI, los libros ya no son una rareza, todas las ciudades principales cuentan con imprenta; los alumnos acuden a las escuelas con cartapacio, pluma y tintero; Luis Vives —como Erasmo— ya no incide en el arte de la memoria, sino en el arte de tomar apuntes (véase De tradendis disciplinis, lib. III, cap. III).
François Rabelais, en su famosa novela Gargantúa de 1534, pone en entredicho el modelo educativo tradicional al desarrollar el siguiente argumento: viendo que Gargantúa parece tener ingenio y una mente despierta, su padre decide darle la mejor formación «[…] alcanzará un grado superior de sabiduría si se le educa bien. Por eso voy a tomar un sabio para que le enseñe según su capacidad sin reparar en gastos», pero sus profesores le instruyen a la vieja usanza y, a pesar de que el alumno es aplicado «Tan bien lo aprendió que, cuando se lo preguntaban, lo decía de memoria y al revés», todos los esfuerzos de años invertidos en conocer los libros son inútiles:
[…] con la lectura de los cuales quedó tan sabio como antes. Entonces su padre diose cuenta de que, aunque verdaderamente estudiaba mucho y gastaba en ello todo su tiempo, en nada aprovechaba y, lo que es peor, volvíase simple, bobalicón, muy meditabundo y atontado.
Será entonces cuando se le asigna un nuevo tutor, Ponócrates, que le purgará con eléboro «para hacerle olvidar lo que habría aprendido bajo la férula de sus anteriores preceptores» y le formará según el nuevo ideal de educación humanística5.
Más explícito se muestra Michel de Montaigne en sus famosos Ensayos de 1580 cuando dice: «Saber de memoria, no es saber, es solo retener lo que se ha dado en guarda a la memoria». Y, además, advierte:
Trabajamos únicamente para llenar la memoria, y dejamos vacíos conciencia y entendimiento […] Sabemos muy bien decir: «Cicerón escribe así; ved cuáles eran las costumbres de Platón; tales son las palabras de Aristóteles»; ¿mas nosotros, qué decimos? ¿qué juzgamos? ¿qué hacemos? Lo mismo diría un lorito6.
En términos generales, no es que se minusvalore la memoria, al contrario, se la considera una cualidad muy valiosa, imprescindible; estas palabras son de Luis Vives, pero las hubiese firmado cualquier otro maestro de la época: «Has de saber que la memoria es el tesoro de toda erudición, y si falla, todo esfuerzo es baldío, no de otra manera que si viertes agua en un cesto».
Pero el recuerdo ha de ser resultado de la experiencia, de la reflexión, del análisis y estudio de la materia, no de esas absurdas elucubraciones del ars memoriae que llenan la memoria de datos sin ser conscientes ni del cómo, ni del porqué, ni del para qué.
Michel de MONTAIGNE.
Así pues, entre los reformadores de nuevo cuño el arte de la memoria tiende a ser ignorado, cuando no repudiado.
¿Y qué actitud adopta ante todo esto nuestro maestro aragonés, protagonista en la anécdota del estudiante de griego?
En principio, pudiera parecer que Palmireno es uno de esos personajes que se aferran al pasado, pues algunos detalles parecen apuntar en ese sentido.
Por ejemplo, cuando ya casi nadie trata este tema, Palmireno aún dedica tres capítulos a la memoria en su Tertia & ultima pars rhetoricae de 1566 (el primero va a modo de introducción, en el segundo incluye consejos de índole médica y es el tercero el que dedica a la memoria artificiosa, siguiendo caminos trillados pero incorporando algunos puntos sorprendentes, como ver ejemplos tomados de Antonio Llull o Petrus Ramus).
Consideremos que en la influyente Ecclesiasticae rhetoricae de 1576 de Fray Luis de Granada, por ejemplo, no hay referencia alguna al arte de la memoria, y quienes tratan el tema, salvo un par de excepciones, lo hacen de modo testimonial, reduciendo toda explicación a unas pocas y breves frases, eso si no mencionan el asunto para desacreditarlo. Por ejemplo, un buen amigo de Palmireno y también maestro en la Universidad de Valencia, Andrés Sempere, en su Methodus Oratoria de 1568 escribe (pág. 251):
Est enim artificiosa memoria, quae naturalis imbecillitatem iuvat & corrigit, non locis & imaginibus à Simonide inventis, quibus opprimitur; sed exercitatione & oratoria dispositione.
Existe una memoria artificial, que ayuda y corrige la debilidad de la memoria natural, pero no se trata de los lugares e imágenes inventados por Simónides, que la oprimen; sino del ejercicio y la disposición del discurso.
Retrato de PALMIRENO.
También hay otro detalle significativo. Hacia 1561, cuando tras un breve paréntesis en Zaragoza inicia Palmireno su segunda etapa en Valencia, en la Universidad se discute el horario más apropiado para la lición de coro. Estas «liciones de coro» son una herencia de la antigua enseñanza medieval que consiste, básicamente, en que los alumnos repitan de memoria la lección recibida el día anterior.
Temiendo que algunos profesores traten de restarle importancia para acabar eliminándola, Palmireno hará una firme defensa de esta práctica sugiriendo que se realice todos los días a primera hora —de hecho, acabará imponiendo su criterio—.
Esto no casa con la imagen de pedagogo reformador, pero tengamos en cuenta que para Palmireno la lición de coro no es una práctica mnemotécnica, sino un ejercicio de memoria, es decir, no se trata de repetir mecánicamente las palabras del profesor, como pudiera haber sido en otros tiempos, sino de repasar la lección y asimilar conceptos. Dicho de otro modo, no se trata de que el alumno recite de memoria textos en griego, sino de que avance en el aprendizaje de griego. Si puntualmente se vale de alguna regla nemotécnica que le ayude en algún asunto, pues bien, no hay problema.
Este sea, quizás, el punto que distingue a Palmireno de otros reformadores: no ve inconveniente en la memoria artificiosa, pues el sinsentido no está en el uso de las técnicas, sino en los profesores que toman educación por memorización.
Deshilvanar errores
Código número/figura
Cuando empecé a interesarme por la mnemotecnia, uno de los primeros libros que tuve ocasión de leer fue Cómo adquirir una supermemoria, de Jacqueline Renaud (Barcelona: Ed. Iberia, 1994).
Hacia el final del libro, pág. 218, la autora presenta el sistema o código número/figura que consiste, dicho brevemente, en representar los números mediante objetos cuya figura o silueta recuerde la forma del número en cuestión. Así, el cero puede ser una rueda, tan redonda como el dibujo del 0; el uno una columna, una vela, un lápiz… cualquier objeto que recuerde el trazo vertical del 1; para el dos es típica la figura de un pato o cisne, cuyo perfil se asemeja al 2; etc. Y, además, nos informa del origen de esta sistema:
Fue descrito por primera vez por Henri Hudson, a mitad del siglo XVII […] Henri Hudson, pues, «vistió» a los números para transformarlos en objetos: los objetos se prestan mejor a las visualizaciones variadas y por tanto adaptables a los diferentes ítems. Así, propu
so que el cero fuese una naranja; el uno, una bujía; el tres, un tridente; el ocho, unos anteojos…
Dispuesto a conocer mejor la propuesta de este autor, me puse a buscar el libro de ese inglés llamado Henri Hudson que escribió sobre mnemotecnia allá por el siglo XVII.
Pero, por más que indagase, no había forma de encontrar nada; tan solo me aparecía un navegante, Henry Hudson, que a principios del siglo XVII exploró la zona de Nueva York y descubrió la bahía de Hudson, llamada así precisamente en su honor —igual que el río Hudson—. ¿Será que este hombre aprovechaba los días de calma chicha para encerrarse en su camarote y elucubrar nuevas técnicas de memorización? Pero no hay constancia de que escribiese nada y, además, no me cuadraban las fechas: Hudson fallecía a causa de un motín en 1611, mientras que Jacqueline Renaud habla de un libro de mediados de siglo, es decir, alrededor de 1650.
Bueno, para no extender el relato: al cabo del tiempo, a través de otras lecturas descubrí que el inventor de este sistema en realidad no se llamaba Henri Hudson, sino Henry Herdson.
En efecto, Henry Herdson firma un libro publicado en Londres en 1654 con el título The art of memory made plain, donde podemos leer: «As for the figure of 1. a Candle, a Fish, a Staf, a Dart, &c. For 2. a Swan, a Duck, a Goose, a Serpent: For 3. a Triangle, a Trident, or any thing with three legs…».
Como es habitual en estos casos, me acordé profusamente de la madre de la tal Jacqueline Renaud y de las horas perdidas buscando información sobre un Henri Hudson inexistente. Pero esto, ¡atentos!, solo es la mitad de la historia.
Algún tiempo después examinaba la obra del genio italiano Giambattista della Porta titulada Ars reminiscendi, impresa en Nápoles en 1602. De pronto, en la página 41, observo un grabado donde los números están representados mediante figuras de trazo similar: el 0 una calabaza, el 1 un puñal, el 2 una hoz, etc.
Pero bueno, ¿esto no lo había inventado el dichoso Herdson? Pues, evidentemente, no. Es más, esta obra constituye una versión en latín de un texto escrito originalmente por el propio Della Porta en italiano con el título L’arte del ricordare en 1566 (reimpreso en 1583). Es decir, que la idea ya era conocida en Italia unos cien años antes de que Henry Herdson escribiera una sola palabra.
Grabado en la obra de DELLA PORTA.
Pero no acaba aquí la cosa.
Algún tiempo después, como un eco, examinando la obra Ars memoratiua de 1523 del francés Gulielmus Leporeus (Guillaume Lelièvre) de nuevo tropiezo con un grabado donde los números aparecen representados mediante figuras de trazo similar: el 1 un puñal, el 2 un ganso, el 3 una serpiente, etc. (hoja 10 en la impresión de 1520, hoja 13 en la edición de 1523).
¡Vaya por Dios! Entonces, ¿a quién debemos realmente esta idea?, ¿cuándo surge? La verdad es que llegados a este punto no me atrevo a dar una respuesta: temo descubrir cualquier día un manual más antiguo aún donde, de nuevo, aparezca una descripción del sistema número/figura. Dejemos pues el asunto, de momento, con el grabado de Gulielmus Leporeus y su Ars memoratiua de 1520.
Grabado en la obra de Gulielmus LEPOREUS.
No obstante, detrás de esta historia hay una cuestión sin respuesta. Más allá de la anécdota de Jacqueline Renaud y su «Henri Hudson», el hecho cierto es que está bastante extendido el error de atribuir a Herdson la idea del número/figura (así lo cuenta, por ejemplo, Kenneth L. Higbee).
¿A qué se debe esto?
Justo es reconocer que quienes más han contribuido a difundir la historia de mnemotecnia han sido autores de habla inglesa que, como es natural, se han interesado principalmente por la mnemotecnia escrita en su idioma. El resultado es que el mayor volumen de información disponible versa sobre la mnemotecnia en inglés.
De este modo, al indagar en la historia es fácil dar con la figura de Henry Herdson quien, hasta donde sé, fue el primero en exponer el sistema o código número/figura en inglés; sería correcto, por tanto, presentarle como el primero en proponer esta idea… pero en inglés. Sin remarcar este pequeño dato, sin circunscribir el hecho al ámbito anglosajón, se está dando pie a considerar a Herdson como el inventor del sistema, cuando no es así.
El error, pues, sospecho que deriva de generalizar una idea que tan solo es cierta en el contexto del habla inglesa.
Método del abecedario
Otra cuestión que me tuvo mucho tiempo intrigado fue el método del abecedario y su atribución al poeta alemán Conrad Celtes: según diversas fuentes, la idea aparece expuesta por primera vez en su obra Epitoma in utramque Ciceronis rhetoricam de 1492.
El método del abecedario básicamente es un método de los lugares donde los lugares se han sustituido por letras: lugar 1 = A, letra que representaremos, por ejemplo, con un águila («águila» empieza por A); lugar 2 = B, por ejemplo, buey (empieza por B); etc. Los datos a memorizar se asocian con letras —mejor dicho, con los objetos o elementos que representen a dichas letras— de modo que después, para recordarlos, basta con repasar el abecedario y que el elemento de cada letra nos evoque el dato que lleva asociado.
El problema es que la atribución de esta idea a Conrad Celtes resulta, obviamente, un error.
La historiadora Frances Yates apunta como en la Rhetorica novissima de 1235, Boncompagno de Signa ya habla de un alfabeto imaginario (supongo que se refiere al pasaje «Per illam siquidem imaginationem alphabeti, memoriae naturalis beneficio pereunte…»), y no es descabellado pensar que esta técnica tuviera su origen en la Edad Media.
Por un lado, ya en aquellos tiempos era sabido que el simple hecho de catalogar, clasificar o agrupar los datos resulta de gran ayuda para la memoria; aprovechar el orden alfabético y disponer la información siguiendo una pauta bien conocida —el orden de las letras— ayudaría a encontrar los recuerdos en la memoria de forma parecida, por poner un símil, a como encontramos las palabras en un diccionario.
Por otro lado, una característica del método de los lugares en la mnemotecnia medieval es estar constantemente preparando nuevas rutas adaptadas a los datos a memorizar. Por ejemplo, si tuviera que memorizar algo de índole religiosa prepararía una ruta escogiendo diversos puntos de una iglesia; si fuera algo relativo al mar, diseñaría un trazado de proa a popa considerando las partes de un navío; etc. De este modo, no sería extraño que en un momento dado alguien decidiera improvisar una ruta con las letras del abecedario para memorizar algo relacionado con la gramática, o quizás la retórica.
Sea como fuere, el hecho cierto es que hacia finales del siglo XV esta técnica está consolidada.
En la obra de Jacobus Publicius Oratoriae artis epitomata de 1482, el primer libro salido de imprenta con un apartado sobre técnicas de memorización, encontramos el grabado de un alfabeto visual, es decir, una especie de sistema o código letra/figura donde, para facilitar el trabajo con letras, cada una viene representada mediante un objeto de trazo similar: la A equivale a un compás abierto, o una escalera de tijera; la B es un laúd; la C una herradura; etc.
Primeras letras en el alfabeto visual de Jacobus PUBLICIUS.
Y poco después el famoso Pedro de Ravena, en su Phoenix de 1491, nos narra su particular forma de poner en práctica el método del abecedario: la A es su amigo Antonio; la B, Benedito; etc. Así, los datos a memorizar los va asociando el primero con A (Antonio), el segundo con B (Benedito), etc. Para después recordar los datos, sencillamente repasa la lista alfabética de sus amigos y evoca aquello que vinculó a cada uno de ellos.
Para cuando el poeta alemán trata el tema, la idea ya es de sobra conocida. ¿Por qué, entonces, el común error de atribuirle la invención de esta técnica?
Tardé algún tiempo en dar respuesta a esta cuestión simplemente por la imposibilidad de examinar el libro de Conrad Celtes. Echar mano a un incunable no es nada fácil; quizás no resulte imposible, pero desde luego no es tan sencillo como entrar en un bar y pedir un café. En ocasiones, salvo que haya edición moderna o algún investigador haya publicado un estudio al respecto, acceder al contenido de ciertas obras puede suponer toda una odisea.
Por suert
e —¡bendita tecnología!—, en los últimos tiempos muchas de las grandes bibliotecas están digitalizando sus fondos y poniendo al alcance de cualquier interesado una copia en pantalla de sus obras más relevantes. Así fue como, mediante una simple conexión a internet, pude finalmente consultar el ejemplar custodiado en la Biblioteca Estatal de Baviera (Bayerische Staats Bibliothek).
Bastó un rápido vistazo para comprender la especial relación de Conrad Celtes con el método del abecedario.
En tanto que el abecedario tiene un número limitado de letras, será igualmente limitada la cantidad de datos que se pueda memorizar con esta técnica (si el alfabeto latino poseía 23 letras, se podrían memorizar, como máximo, 23 datos).
El poeta alemán propone entonces una forma elegante y sencilla de aumentar este límite: combinar cada consonante con las cinco vocales. Así, su alfabeto particular empieza con las vocales A (abbas), E (eques), I (institor), O (officialis), U (usuararius) y sigue con las combinaciones BA (balneator), BE (begutta), BI (bibulus), BO (bossequus), BU (buccinator); CA (cardinalis), CE (cesar), CI (cirurgicus), CO (cocus), CU (cursor); etc.