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The Immortal Boy

Page 13

by Francisco Montaña Ibáñez


  —¿La vieja chismosa de la tienda? —preguntó Robert.

  —No es una vieja chismosa. ¡Más de una noche hemos comido con lo que ella nos regala, para que sepa!

  —¡Es una vieja regañona! —insistió Robert—, la otra noche. . .

  —¡Bueno ya! —lo detuvo María—. ¿No se alegran de que mi papá vaya a volver?

  —Yo sí —dijo Manuela saltando—. Va a ver que ya no chupo más cobija, ¿cierto Héctor. . . ? —Balbuceó, y siguió saltando—, y que ya no duermo en el cajón —terminó, y en el último salto cayó sobre David, que gimió sepultado por las piernas de su hermana chiquita.

  —Yo también —dijo Héctor.

  —Con eso puede volver al colegio —dijo María—. No hacen más que preguntar cuándo es que va a regresar.

  —¿Será que vuelvo al colegio? —se preguntó Héctor sentándose al lado de David, que se había recuperado del golpe y contemplaba con cuidado a Manuela que seguía saltando a su lado.

  María lo miró como si quisiera fulminarlo.

  —¿Cómo que no va a volver al colegio? ¿Entonces qué se va a poner a hacer? ¿A cargar costales en Corabastos? ¿Usted cree que eso es lo que su mamá quería para usted?

  Todos se quedaron quietos mirando a María.

  HÉCTOR COGIÓ LA curva inclinando el cuerpo hacia el mismo lado y giró la muñeca hacia atrás, acelerando. El motor zumbó, y pasaron entre los buses detenidos haciéndole gestos obscenos a los choferes que esperaban el despacho. Disminuyó un poco la velocidad y dirigió la moto hacía el potrero. Subió el separador, se le atravesó a un camión que bajaba lento de la parte más alta del barrio y saltó hacia el pasto. Aceleró a fondo y dejó que su cuerpo aguantara la presión del impulso agarrado del manubrio, hasta que frenó bajando los cambios y haciendo que la llanta trasera culebreara un par de eses en el pasto. Cuando estuvieron detenidos, desbocó el motor en seco dos veces más y se volvió hacia su acompañante.

  —¿Qué tal? —le preguntó, con las mejillas incendiadas por el viento frío.

  —Bien, chino, ya aprendió. Ahora le falta el siguiente paso —le dijo Julio, que sentado detrás de él parecía menor. Se bajó de un salto y le hizo señas para que apagara el motor. Héctor obedeció, le sacó la pata a la moto y la dejó caer sobre ella. Se bajó, sintió sus piernas como si se hubiera olvidado de ellas por un largo rato y dio dos pasos inseguros hacia Julio, que le señalaba un cerezo enorme en el potrero.

  —¿Lo ve? —le preguntó.

  —Claro —respondió Héctor, pensando que se trataba de un examen de agudeza visual.

  —Pues entonces ahora siémbrele una pepa de estas —dijo Julio, y se sacó del cinturón un revólver. Apuntó al árbol y dejó que Héctor lo mirara.

  —¡Pum! —gritó, y se divirtió con el salto de su acompañante—. Ahora tiene que aprender esto —confirmó, pasándole el revólver que Héctor recibió en la palma de la mano.

  —¿Y esto? ¿Para qué? —preguntó, sin atreverse a cerrar sus dedos sobre el metal tibio.

  —Por si acaso, chino, uno nunca sabe qué pueda presentarse. Hay que estar listos, ¿sí o no? —preguntó, y Héctor levantó los hombros sin saber qué responder—. ¿Le dio culillo? —chilló Julio mirándolo como si midiera su estatura.

  Héctor sostenía el objeto sobre su mano abierta sin quitarle los ojos de encima.

  —Eso, mírelo bien, enamórese de él. Ahí los dejo solos para que se conozcan. Cuidado si lo pierde —le advirtió Julio subiéndose a la moto y encendiéndola de una patada.

  El motor zumbó agudo. Julio metió primera y arrancó avanzando en la llanta trasera. Luego frenó haciendo que los elípticos delanteros se hundieran hasta el tope y volvió al lado de Héctor.

  —Ah, y tome, para los gastos —rio, lanzándole un fajo de billetes—. Si se le acaban las balas me busca. Esté pendiente para cuando lo necesite. Y cuidado, todavía no le dispare a nada que se mueva, ¿oyó? —terminó, carcajeándose ruidosamente.

  Héctor sostuvo un momento más el objeto metálico en la mano abierta y lentamente fue sintiendo cómo sus dedos engarrotados se doblaban sobre él hasta cubrirlo por completo.

  EL SOL DEL mediodía les atravesaba el cráneo y llegaba hasta sus cerebros, licuándolos y haciendo que las palabras interminables de la directora parecieran hilos de chicle derretido.

  Cuando acabó y anunció que el año escolar había terminado, todos soltaron gritos y voces que manifestaban claramente su deseo de salir por fin de vacaciones.

  David fue el primero de sus hermanos en franquear el portón de reja del colegio y se plantó al lado del paletero a esperar a los demás.

  —¿Una paleta? —le preguntó el hombre, dejándolo asomar la nariz para que viera la variedad de helados que contenía el carrito. David negó con la cabeza—. Si quiere le fío —insistió el hombre.

  —Pero es el último día de colegio —le aclaró David.

  —¿El último día? —repitió preocupado—. ¿Mañana no vuelven?

  David negó nuevamente.

  —¿Me fía? —preguntó David, imaginando la respuesta.

  —Pues bueno. Me paga el primer día del año entrante.

  David sonrió emocionado y se lanzó de cabeza a escoger su helado.

  —¡Deme! —dijo Robert, que llegó a los pocos minutos y descubrió el suculento helado en manos de su hermano menor.

  —No. Es mío. Me lo fiaron a mí —aclaró David, y dirigió la vista hacia el paletero que se había desplazado unos cuantos pasos para conseguir más clientes. Luego continuó chupando y mordisqueando el helado.

  —Es un cerdo —exclamó Robert cuando llegó María, que traía de la mano a Manuela—. No quiere compartir.

  —¿Por qué? —reclamó David—, yo me conseguí el helado. Me lo puedo comer yo solo.

  —¿Qué tal que todos dijéramos lo mismo? —reclamó María—. Nadie comería en la casa —se quejó, y levantó los hombros. Manuela se acercó a su hermano y lo cogió de la mano.

  —No lo molesten que tiene hambre —lo defendió la menor.

  David miró a su hermanita y confirmó lo que siempre había sabido: era la niña más linda del mundo.

  —Tome —le dijo en respuesta a su apoyo, y le ofreció la paleta.

  La niña la recibió sonriendo y se dispuso a chuparla. Su calma enervó todavía más a sus dos hermanos mayores.

  —¡Tacaño! —atacó Robert—. Ya verá, ¿oyó? El hambre que va a pasar sin la comida del colegio.

  María lo atravesó con la mirada y le dio un empujón.

  —Vamos —ordenó—. ¡Para la casa!

  E COGIÓ DE LA MANO y me condujo en silencio a través del huerto hasta su lugar preferido. No podía imaginarme lo que me iba a mostrar. Mis flores acuáticas se habían muerto hacía días. Al parecer, el frío de las noches sabaneras no les había gustado. Me dejé llevar sin preguntarle nada, casi como si me guiara con los ojos cerrados hasta una torta de sorpresa por mi cumpleaños.

  —Es por acá —aclaró cuando nos acercamos a la chamba, como si yo no supiera ya desde hacía rato dónde se encontraba lo que le gustaba tanto.

  —Vea —dijo finalmente, deteniéndose debajo de una de las ramas del sauce que caía hasta el agua y sacando una palangana de allí.

  Me asomé y vi que en ella había una cantidad enorme de renacuajos aleteando y agitándose frenéticamente unos contra otros. Entre ellos había uno que había empezado a mutar y mostraba un diminuto par de patas cerca de la cola alargada. David lo miró con detenimiento un buen rato durante el cual no me atreví a decir nada. Me dediqué a mirar los animales y a tratar de entender cuál podría ser la fascinación que le producían esos seres detestables y babosos. Con cuidado tomó al renacuajo con patas entre los dedos. Temí lo peor. Pensé que no podría soportar verlo tragarse otro renacuajo delante de mí, menos uno que ya tuviera patas, y cerré los ojos.

  —Mire —me pidió, dándose cuenta de que había desviado la mirada, y me señaló al renacuajo rana que huía hacia la viscosa oscuridad del barro—. Se fue. Se va a volver rana.


  Lo miré, esperando que me descubriera por fin su secreto.

  —Todos se van a volver rana, ¿o no? —le pregunté.

  —No. No todos. Estos son los míos —dijo con un brillo indefinible en los ojos—. Estos no se van a volver rana. Estos son mi cultivo de renacuajos.

  Asentí. Me parecía que estaba en la mitad de algo que no había sido capaz de comprender del todo y le sonreí tratando de dulcificar el momento. Él volvió a ocultar la palangana debajo de las ramas del sauce que la protegían y se aseguró de que el agua no la cubriera hasta el borde superior.

  —Son mis renacuajos —insistió, y no sé por qué recordé que todos decían que era inmortal—. No se los he debido mostrar —dijo de pronto, empujándome y tirándome al piso—. Usted tampoco entiende —me acusó mientras me levantaba.

  —¿Cómo voy a entender si no me explica? —le reclamé airadamente, pero con cuidado de no mencionar para nada su inmortalidad. Pero ya era tarde, él iba de vuelta dejándome otra vez, como única respuesta, la vista de su espalda bamboleándose de un lado para el otro.

  UNQUE SUS MANOS ya no eran igual de gorditas ni tenían los agujeros en los nudillos que tanto le gustaban, David insistía en sostener una de las manos de su hermanita entre las suyas. Manuela lo miraba con los ojos vidriosos y los labios cuarteados. Estaban solos en el cuarto y él no sabía qué más hacer para aliviar los temblores de la niña.

  —¿Más agua? —le preguntó, ofreciéndole la taza que sostenía en la otra mano.

  Manuela negó con la cabeza y su respiración se agitó. Su pecho silbaba.

  —No silbes, Manue —le pidió David.

  —No puedo parar —le respondió la niña con un estremecimiento.

  David cerró los ojos y todo quedó sumergido en un silencio profundo. Sólo se escuchaba la respiración apretada en el pecho de la niña. Después de un tiempo de oírla silbando, pensó que tal vez un poco de aire le sentaría bien y abrió la puerta. En efecto, una bocanada de viento fresco se coló por el espacio abierto y llegó hasta la pequeña.

  —David —dijo ella abriendo los ojos—, quiero panela.

  David le soltó la mano, se acercó a la mesa de la cocina y revisó por todas partes.

  —Esperemos a que llegue María —le respondió—. Va a traer comida.

  Manuela volvió a cerrar los ojos y se quedó más tranquila, respirando. Su pecho no silbaba, y David se felicitó por haber tenido la idea de abrir la puerta. Se sentó a su lado y empezó a contar los dedos de la mano de su hermana una y otra vez.

  —¿QUÉ PASA? —PREGUNTÓ Héctor refregándose los ojos para tratar de ver algo en la oscuridad.

  —Está hirviendo —le respondió María.

  Héctor se levantó y se acercó a la cama de los chiquitos. Ahí estaban sus hermanos, Robert dormido con la cola levantada y la mejilla contra la almohada, y del otro lado David abrazado a Manuela. Tenía los ojos abiertos y la miraba atentamente como si temiera perderse de algo.

  —Pásese a esta cama —le dijo Héctor, pero David negó con la cabeza—. Venga hombre —le insistió el mayor—, con eso la deja dormir y usted también duerme.

  —¿Qué le pasa? —preguntó David obedeciéndole—. ¿Se va a morir?

  La oscuridad impidió que David viera la rabia que había en los ojos de su hermana mayor.

  —¿Por qué tiene que decir eso? —le preguntó María cuando ya estaba acomodándose en la cama de los mayores.

  —¿Está muy mala? Hace igual que mi mamá antes de morirse —insistió David, y recibió la caricia de Héctor en la cabeza.

  —Mañana va a estar bien —le aseguró el mayor—, no hable de eso ahora.

  David lo miró tratando de descubrir si le estaba diciendo la verdad o si simplemente lo estaba calmando. Decidió que era verdad y cerró los ojos.

  —LLEVA TRES HORAS llorando —se quejó María. Tenía, como se había vuelto su costumbre, el pelo en una moña detrás de la cabeza y daba vueltas al lado de la cama de Manuela, que no paraba de llorar. En el umbral de la puerta, David y Robert miraban a su hermana desesperada.

  —Manuela —preguntó María—, ¿qué le pasa?

  Pero como tantas otras veces, sólo obtuvo por respuesta el llanto lento y largo que salía del cuerpo de la chiquita como si fuera su misma respiración.

  DAVID SALIÓ DEJANDO la puerta abierta. En el patio sintió el olor de los eucaliptos cercanos. Seguramente los estaban tumbando o quemando porque el olor era muy fuerte. Subió las escaleras y tocó la puerta de doña Yeni. En el interior no se oía nada. Volvió a intentar hasta que, después de la tercera vez, la mujer se asomó a la puerta sin abrir del todo.

  —¿Qué quiere? —preguntó con los ojos hinchados.

  —Manuela sigue enferma —dijo el niño, sin saber de qué otra manera plantear la cuestión—. Sólo quiere panela. . .

  La mujer maldijo en voz baja algo que David no pudo entender y entró a su habitación. Al momento salió de nuevo con una bolsa en la mano.

  Aún seguía maldiciendo cuando bajó las escaleras, pero a él no le importó. La seguía emocionado pensando que la vecina podría curar a su hermanita como lo había curado a él del mal de estómago.

  —Pobre niña —susurró doña Yeni después de mirar un momento a Manuela.

  —¿Qué le pasa? —preguntó David afanado.

  —Lo mismo que a todos ustedes —respondió la mujer suspirando. David no entendía por qué tenía que suspirar tanto antes de decirles lo que pasaba.

  —¿Qué nos pasa? —preguntó, sintiendo que cumplía con un ritual que sólo le interesaba a ella.

  —¿Su papá al fin cuándo llega? —interrogó la mujer, acercándose a la mesa de la cocina y empezando a mover los chécheres.

  —María es la que sabe —explicó David.

  —¿Y dónde está ella?

  El niño levantó los hombros por respuesta.

  —Vamos a hacer una cosa —le propuso la mujer, y David asintió—, esperamos a que lleguen sus hermanos y les digo.

  LAS CUATRO CUCHARAS rasparon la sopa hasta el fondo de los platos. Los ojos ávidos de David revisaron los platos de sus hermanos buscando alguna sobra que pudiera calmar su hambre insaciable. Se habían comido todo. Suspiró y clavó los ojos en doña Yeni. La mujer los había mirado comer en silencio mientras le daba lentas cucharadas a Manuela. La niña recibía despacio y con desgano la sopa tibia cuya parte más líquida se le escurría por la barbilla. Cuando terminaron, doña Yeni tomó aire, recogió los platos y miró a María.

  —¿Al fin cuándo es que llega? —preguntó.

  —¿Quién? —preguntó Héctor.

  —Su papá, ¿quién más? —aclaró la mujer. María le quitó los platos y se dirigía a la puerta del cuarto para lavarlos, cuando la mujer la detuvo—. Un momento, María —la niña se detuvo con la mirada baja, como si presintiera lo que vendría.

  —Gracias por la sopa, doña Yeni —dijo, evitando mirarla.

  —María —dijo Robert.

  —¿Qué pasó? —preguntó ella dejando los platos de un golpe sobre la mesa. El sonido crispó aún más el ambiente.

  —¿Que cuándo es que llega mi papá? ¿Usted sí habló de verdad con él? —le soltó sin piedad Robert.

  Manuela se había quedado dormida en el asiento y estaba a punto de caerse, María se lanzó a sostenerla. La alzó y la llevó a la cama. La niña balbuceó un par de sonidos y se enroscó para seguir durmiendo.

  —¿Ah, María? —insistió doña Yeni.

  David y Héctor también esperaban una respuesta.

  —No sé cuándo llega, no tengo ni idea. Sólo mandó decir que lo esperáramos juntos —respondió María, como si debiera enfrentarse ella sola contra todos.

  —¿Y no será que usted se lo inventó todo para poder mandarnos? —preguntó Robert buscando la aprobación de doña Yeni.

  —No —dijo simplemente María. Los miraba desafiante. No estaba dispuesta a dejarse vencer.

  —¿Y no será que le podemos mandar otra razón a ver qué hacemos? —preguntó Héctor más conciliador.

/>   —Ya traté —respondió María—. Doña Carmen no lo volvió a localizar. . .

  Se quedaron callados hasta que un nuevo balbuceo sin sentido de Manuela los hizo volver a la conversación.

  —Yo no sé —empezó doña Yeni—. Pero no pueden seguir así.

  Todos la miraron.

  —¿Así cómo? —preguntó María.

  —Así, muriéndose de hambre —dijo finalmente doña Yeni—. ¿Quieren saber lo que tiene la niña? —preguntó señalando a Manuela—, pues hambre —sentenció sin esperar la repuesta—. A mí no me importa lo que les pase, pero deberían irse a Bienestar a ver si los acomodan en un sitio donde por lo menos tengan comida —terminó.

  —¿A Bienestar? —gruñó Robert—. Yo no me voy a Bienestar.

  —No nos podemos separar —dijo Héctor—. Mi papá me dijo que no nos podíamos separar.

  —¿Cuándo? —preguntó doña Yeni.

  —Antes de irse.

  De nuevo todos se quedaron callados. En silencio, David se acostó al lado de Manuela y la abrazó.

  —Queremos quedarnos juntos —dijo María—. En Bienestar nos separan.

  —Pero les dan comida y ropa —dijo la vecina—. ¡Y médico! —exclamó—. Es que es un pecado que la niña esté enferma. Si por mí fuera yo los cogía y los llevaba ya mismo.

  —No les diga nada —pidió Robert.

  —Yo ya casi consigo trabajo —aseguró Héctor—. Me van a llamar para un trabajo y entonces solo tendrá que ayudarnos a cuidar la casa.

  David, abrazado a Manuela, no paraba de mirar la cara de doña Yeni, que hizo una ligera mueca con los labios, la misma que hacía cuando a él se le caía algo de lo que le ayudaba a cargar.

  —Ustedes verán —concluyó doña Yeni—. Pero yo me voy a pasar Navidad y Año Nuevo en mi casa y se van a quedar solos. No voy a poder ayudarles con nada —dijo, su voz aguda—. ¿Qué van a hacer?

  —Mi papá va a volver —aseguró María.

  —Y yo voy a trabajar —confirmó Héctor.

 

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