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The Immortal Boy

Page 14

by Francisco Montaña Ibáñez


  —Ustedes verán. De todas formas les voy a dejar un mercadito. . . —dijo, retomando los platos sucios y dirigiéndose a la puerta—, ojalá que les alcance. No es que sea mucho lo que puedo darles y, además, me voy como dos meses.

  David hundió la cara al lado de su hermana y la almohada le transmitió el tibio olor de su respiración.

  —Ojalá que les alcance —repitió la mujer, y salió con los platos.

  —Vieja bruja —gruñó Robert—, les va a decir.

  AUNQUE SÓLO LLEVABA dos días en la calle, tenía la cara y las manos negras, como si hubiera recogido toda la mugre de la ciudad con su piel. Dejó la bolsa dentro de la cual había estado respirando y trató de pararse. Pero sus piernas reblandecidas por el efecto narcótico del bóxer no lo sostuvieron y cayó desplomado sobre los cuerpos de sus compañeros dormidos. Ninguno se inmutó con el golpe. Tirado de cualquier manera sobre ellos se rio divertido por no poder moverse y cerró los ojos para dormir.

  Una mano lo sacudió varias veces. Era Héctor. Abrió los ojos y entendió que su hermano decía su nombre y lo jalaba. A su lado también estaba su hermana, peinada como siempre. Por primera vez se dio cuenta de que su hermana se parecía mucho a su mamá. La idea no le gustó y volvió a cerrar los ojos.

  —No me vuelve a hacer esto, Robert —oyó que le advertía alguno de ellos.

  Caminaron despacio arrastrando su cuerpo por las calles que ascendían hacia la casa. Cuando se detuvieron, volvió a abrir los ojos y se dio cuenta de que habían llegado a la puerta. Todo su peso caía sobre el de su hermana. Sintió la tibieza de su aliento y le gustó. Sonrió, y dijo alguna incoherencia. Oyó la maldición que soltó María como un latigazo y se terminó de desplomar sobre ella.

  —Voy a ver si encuentro a Julio —anunció Héctor dejando a Robert sobre María.

  —Usted verá —le dijo María, que lo había dejado caer al piso—, pero yo sola no lo voy a bañar y así de inmundo no entra a la pieza.

  Héctor suspiró, se dio la vuelta y se alejó.

  —Pues déjelo en la escalera mientras se despierta.

  —¿LO ENCONTRÓ? —PREGUNTÓ María.

  —No. Me dijeron que no iba a volver por acá —afirmó Héctor levantando los hombros.

  —¿Qué vamos a hacer?

  Héctor se cogió la cabeza con las dos manos como si quisiera arrancarse los pelos. Estaban sentados en la escalera del patio conversando con prudencia, casi en secreto.

  —David dejó de hablar —le contó María.

  —¿Cómo así? —preguntó Héctor.

  —Eso, no dice nada. No responde. Lleva ya como ocho días sin decir nada. Anda pegado de Manuela y no dice nada.

  —No lo he visto —dijo Héctor.

  —Pero cómo lo va a ver si se la pasa en la calle.

  —Buscando a Julio —se justificó.

  —Deje ya de buscarlo que no lo va a encontrar. Mejor será, Héctor, ese tipo tiene muy mala fama.

  —Pues me ha dado un montón de plata.

  —¿Y ya se la cobró? —preguntó María sonriéndole malévola.

  —No. Me va a dar trabajo, ¿oyó? ¡Deje de imaginarse cosas que por eso es que espanta a todo el mundo con esa cara de ogro!

  María suspiró e ignoró lo que acababa de decir su hermano.

  —Mañana es Navidad —susurró—. A mí también me hace falta mi mamá —dijo, y se recostó sobre el hombro de Héctor. Se quedaron abrazados en silencio mirando las estrellas que habían encontrado camino para iluminar su patio después de que habían talado los enormes eucaliptos que antes lo llenaban de pepas—. ¿Qué vamos a comer mañana?

  Héctor no respondió.

  —¿Nos vamos a Bienestar? Seguro que nos reciben. De pronto si les decimos que nos dejen juntos a los cinco. . .

  —No. Primero muertos —dijo Héctor, y miró al cielo—. Le prometí a mi papá que no iba a dejar que nada nos separara.

  ENSABA QUE SI HABÍA PODIDO dejar de sentir el aleteo de la cola de los renacuajos en mi garganta cuando veía a David, también debería ser capaz de tragarme uno yo misma. De pronto eso era lo que él quería decirme, que comiéramos renacuajos. No entendía por qué era tan importante para él que uno tuviera esos bichos asquerosos en la barriga, pero si eso era lo que quería, tenía que ser capaz de hacerlo.

  Lo primero era tratar de encontrar algo que se pareciera a los renacuajos. Una vez mi papá me había llevado a comer ostras y también me había vomitado. Y era claro que en este sitio no iba a poder conseguir ostras. Entonces se me ocurrió una idea. Era asquerosa y tuve que rogar que no me hiciera daño, pero el resultado fue bueno. Pedí en la cocina que me regalaran unas papas criollas, chiquitas.

  —¿Para qué las quiere? —me preguntaron.

  —Para un experimento —respondí y sonreí.

  Sabía que aunque fuera la verdad más verdadera, de todas formas las señoras no me iban a creer. Y no me creyeron, pero seguro pensaron que era difícil hacer algún daño grave con ellas, y me dieron una bolsa con unas papitas amarillas. Las lavé con cuidado, las puse en un frasco con agua y las dejé debajo de mi cama. El proceso no debía demorarse más de cinco días. Pero cuando las revisé, me di cuenta de que casi todas seguían estando duras. Entonces hice una asquerosidad. Pero la idea no fue mía. La tomé de una clase de historia donde nos contaron que para hacer chicha, los indígenas escupían en las vasijas de maíz triturado para acelerar la fermentación. Y como eso era lo que yo quería, escupí en el frasco donde mis papas se habían mantenido casi completamente frescas. Escupí babas y mocos. Todo lo que pude. De todas formas eran míos. Y esperé dos días más. Las cosas me tenían que salir bien, y lo primero que tenía que hacer era preparar mi estómago y mi cabeza para tragar cosas viscosas y asquerosas.

  El segundo paso era por fin hablar con él. Mi mamá ya llevaba seis meses presa y esperábamos que la dejaran salir en menos de cuatro. Yo hacía fuerza todos los días para que la soltaran en ese plazo, para que los días se pasaran rápido, para que esos meses se volvieran un suspiro. Que soltaran a mi mamá sería lo mejor que me podía pasar en la vida. Pero también pensé que cuando ella saliera yo me iría de este sitio y no volvería a ver a David. Eso me parecía lo peor que me podía pasar en la vida. Mi mamá, que es la mejor del mundo, me había explicado que seguramente apenas saliera de la cárcel tendríamos que irnos del país, de manera que me aconsejaba empezar a despedirme de David.

  —No puedo —le dije con toda franqueza.

  —Es lo mejor. Si nos pudiéramos quedar sería otra cosa. Pero lo más seguro para las dos es que estemos fuera mientras sale tu papá.

  —¿Y si lo adoptas? —le pregunté sin dejarla pensar mucho.

  Ella me sonrió, me apretó la cabeza contra su pecho y, mientras suspiraba, pude ver la pequeña cicatriz en la oreja desnuda.

  —¿Y tú cómo sabes que él quiere que alguien lo adopte? —me preguntó—. No todos quieren tener una familia.

  —Él sí —le aseguré.

  Aunque estaba mintiendo me imaginaba que David, como yo, quería tener una familia. Yo hubiera sido feliz siendo parte de su familia.

  Al final, mi mamá no había dicho ni que sí, ni que no. Pero cuando las cosas quedaban así con ella, lo más seguro era que sí. Ahora lo que me faltaba era ser capaz de tragarme cosas asquerosas y viscosas para hacerme su mejor amiga, poder conversar con él y preguntarle si quería que mi mamá lo adoptara cuando saliera de la cárcel.

  Cuando destapé el frasco con las papas, el dormitorio se llenó de un olor tan inmundo que mis compañeras me echaron fuera. Con el frasco en medio del corredor frío, tomé lo que quedaba de una de las papas entre los dedos. Pensé otra vez en helado de fresa muy intensamente, y esperé hasta que sentí el frío contra mis dientes y la materia cremosa bajando por mi garganta llenándome de su fresca dulzura. Entonces puse esa sustancia viscosa y hedionda lo más atrás posible en mi lengua y, sin respirar siquiera, me la tragué imaginando que se trataba de un delicioso bocado de helado. Contrario a lo que suponía, mi estómago lo soportó todo. Después de un rato m
e había tragado todas las papas podridas del frasco. Me sentía un poco mareada, pero pensé que era por la emoción y el esfuerzo mental que había hecho para conseguir mi objetivo. De manera que lavé el frasco y me fui a dormir feliz por ser capaz de dominar mi cuerpo.

  Al día siguiente no me pude mover del baño, pero lo importante había pasado ya: era capaz de tragarme cualquier cosa viscosa y asquerosa sin vomitarme en el acto.

  SE DÍA MANUELA FUE la primera en abrir los ojos. Se despertó rozagante y con ganas de jugar como hacía tiempo no le pasaba. Pero como todos los demás estaban todavía dormidos y ella había aprendido que María se enfurecía si la despertaba, se quedó mirando a cada uno de sus hermanos. Se dio cuenta, por ejemplo, de que la respiración de Robert era la más corta de todas, que Héctor dormía con un ojo medio abierto, que María no cerraba la boca y siempre tenía la cobija de la cama agarrada con una mano y que David era el que respiraba más lento. Se quedó mirándolo a él sin pestañear hasta que consiguió que abriera los ojos.

  —¿Vamos? —le preguntó en un susurro—. Ya salió el sol.

  Lo miraba intensamente, como si tratara de meterse en su cabeza. David pestañeó un par de veces hasta asegurarse de que veía bien.

  —¿Está bien? —le preguntó el niño cuando consiguió enfocarla.

  —Sí —le sonrió Manuela—. ¿Me va a mostrar? —continuó sin dejar de enseñarle los pequeños dientes. David se incorporó, confirmó que los demás estuvieran dormidos y se levantó. La tomó de la mano y la condujo al patio.

  —Pero es que ya no queda nada, Manuela, ¿qué va a hacer allá? —trató de disuadirla apenas estuvieron afuera.

  —Usted me prometió que apenas estuviera bien me mostraba. . . —gimió Manuela, y David levantó los hombros con resignación.

  —¿Ya sabe cómo hacer? —le preguntó David.

  Sin responderle, Manuela subió hasta la puerta de doña Yeni y ahí se quedó un segundo mirando, como si esperara que le abrieran.

  —No quiero seguir comiendo papel —se quejó Manuela. Su voz sonó particularmente grave y David, sin dejar de mirar a su pequeña hermana, negó con la cabeza.

  —Yo tampoco. Pero allá ya no hay nada. Ya le dije —insistió el niño.

  Manuela levantó los hombros desafiante y con una habilidad increíble se trepó hasta el techo. David la miraba aterrado sin poder cerrar los ojos. La niña caminó por el borde del tejado haciendo equilibrio y se descolgó hasta una ventana donde apoyó los pies. Desde allí lo miró y le hizo un gesto extraño.

  —No se asuste, ya me sé el camino —le aseguró, empujó la ventana y se deslizó dentro del cuarto de la mujer ausente.

  A los pocos segundos, David la vio aparecer de nuevo abriéndole la puerta para dejarlo entrar.

  —Shh. Si María nos pilla nos mata —dijo imitando su voz, sacudió una mano y sonrió.

  Empujó a su hermano hasta la cocina. En el canasto que servía de despensa y que David había cargado tantas veces había una papa podrida que los dos miraron fijamente.

  —Si ve —le dijo David que bostezaba aburrido—. No hay nada más. Ya nos llevamos todo.

  La niña siguió revisando el espacio con los puños apretados. Su respiración se hacía cada vez más rápida y su pequeño cuerpo se sacudía en ligeros estremecimientos, como si la recorrieran los mordiscos de algún animal diminuto.

  David miraba distraído el sitio que conocía de memoria hasta que sus ojos se detuvieron en una foto pegada en la pared. Era doña Yeni persiguiendo gallinas en un corral.

  —¿Quién es? —le preguntó Manuela.

  David no respondió. Sus ojos estaban absortos en la imagen. La mano de doña Yeni estaba a punto de alcanzar una gallina roja que corría con las alas desplegadas y los ojos desorbitados. El pelo cubría casi por completo la cara de la mujer, y en sus labios estirados había un gesto que anunciaba el sabor de la carne del animal. Junto al pie que tenía apoyado, otra gallina huía, más tranquila y segura. David tragó saliva y sintió la mirada vidriosa de su hermanita.

  —Las gallinas se comen, ¿verdad? —le preguntó Manuela, y un escalofrío la agitó.

  —Todos los animales se comen —concluyó David. Un brillo nuevo iluminaba sus ojos. Su mirada se quedó perdida en el vacío hasta que un nuevo estremecimiento del pequeño cuerpo de su hermana lo hizo reaccionar.

  —Vamos, Manue. Le va a hacer daño el frío.

  EL PARQUE ESTABA vacío y Héctor permanecía sentado en la banca del centro. De vez en cuando miraba hacia las cuatro calles que desembocaban en el parque esperando que apareciera alguna cara conocida. Después de un rato se levantó y con pasos decididos se perdió por una de ellas.

  Mientras avanzaba vio el lucero de la tarde despuntar en el cielo azul que se oscurecía y recordó que si era el primero en verlo podía pedir un deseo. Cerró los ojos, apretó los puños y, en silencio frente al local al que lo llevaron sus pasos, deseó con mucha fuerza que terminara todo lo que estaba pasando. Enseguida entró y avanzó hasta el mostrador. Detrás de él, como siempre, encontró a la mujer, que al verlo le sonrió.

  —¿Qué, pelao? Feliz Navidad —lo saludó—. ¿Cuándo es que va a coger oficio?

  Héctor bajó la mirada, tal vez se sentía culpable. Descubrió la punta de sus tenis rasgados por el crecimiento de sus dedos y le pareció que la madera del mostrador estaba más engrasada que las últimas veces.

  —¿Tiene hambre? —preguntó la mujer sin dejar de sonreír.

  —Sí —susurró Héctor—. ¿Julio no ha venido?

  —Que lo deje de buscar —le pidió la mujer.

  —Es que tengo que devolverle una cosa —aclaró Héctor.

  —Ese no va a volver —insistió ella, empezando a recoger trastos detrás del mostrador.

  —¿Y no será que se la puedo dejar con usted? —preguntó Héctor, sacando del bolsillo de adelante el revólver—. No quiero cargar más con esto. No sé, ¿qué tal que se me endiable la mano. . . ?

  El metal atrapó la mirada de la mujer, que abrió la boca tratando de decir algo que no pudo. En cambio negó con la cabeza.

  Héctor, sin decir palabra, volvió a guardar el arma apenado y bajó los ojos.

  —Yo de esas cosas no me ocupo. Eso es entre ustedes, a mí no me metan —dijo la mujer, tratando de olvidar la imagen del arma impresa en su cerebro—. Más bien tómese esta sopa —añadió, y dejó un plato humeante en una de las mesas—. Además, al Julio lo debieron pelar por andar chicaneando, por creerse el chacho de Ciudad Bolívar. Hay que saber comer callado. Sobre todo aquí, que todo el mundo quiere joder al otro para salvarse —susurró—. Pero siga, tranquilo. Después arreglamos, ni que no tuviera corazón para un platico de sopa.

  Héctor se sentó y miró la sopa. Le dio dos vueltas con la cuchara y no se atrevió a probarla.

  —¿Qué? ¿Está mala?

  —No —sonrió Héctor—, es que mis hermanos. . .

  —¿Y usted por qué no deja que cada uno se vaya por su lado? —preguntó la mujer, que lo miraba como si supiera la respuesta a su pregunta—. Si quiere yo aquí lo recibo, pero solo.

  Héctor alejó el plato de sopa, tragó saliva y se levantó.

  —Le prometí a mi papá. . . —murmuró en voz baja.

  —¿Cómo? —La mujer no alcanzó a escucharlo.

  —Que gracias por la sopa. Pero no puedo. . .

  —¿Me la va a dejar servida?

  —Perdón. . . Si viene Julio dígale que tengo que devolverle esto —se tocó el bolsillo donde había guardado el arma y dio unos pasos hacia la puerta—. Qué pena —repitió, y al salir oyó el primer volador de esa Navidad.

  PENSÓ QUE NO le costaría trabajo llegar hasta el colegio, sería cosa de unos cuantos minutos y podría escapar corriendo con su botín. El problema era que siempre había saltado la barda desde adentro, nunca desde afuera. Esta novedad le ofrecía varias dificultades, la más importante era evitar que lo vieran los celadores. Para su fortuna, los dos que cuidaban ese día estaban en la calle ocupados en los preparativos de la celebración navideña, que ya empeza
ba a sentirse. El aire se llenaba poco a poco con las explosiones de los voladores y con la música a todo volumen que salía de los parlantes de las casas vecinas. El sol se había ocultado ya por completo, pero en el aire todavía quedaba el rastro tibio de la intensa temperatura del día. Atravesar la barda no fue tan difícil como se imaginó. Una vez adentro miró el cielo y le llamó la atención la oscura profundidad azul en la que no se interponía ninguna nube. Pero no podía detenerse en contemplaciones. Sabía que estaba actuando como un criminal y debía evitar a toda costa ser atrapado.

  Avanzó con la espalda pegada al muro y el oído atento a los movimientos de los celadores. La penumbra, que con rapidez se hacía más intensa, le impedía entender si las figuras que se atravesaban a su paso eran sombras o cuerpos sólidos. Se refregó los ojos tratando de obligarlos a habituarse a la oscuridad, y continuó dirigiéndose hacia la parte de atrás del colegio, a las canchas. Sólo le faltaba rodear la última esquina y estaría muy cerca de su objetivo. Miró hacia atrás y distinguió las figuras de los celadores inclinados sobre el asador. Parecían diablos rojos iluminados por la luz de las brasas y, sacudido por un repentino golpe de terror, decidió correr el último tramo. Al golpearse con la malla que se estrechaba contra la esquina, se maldijo por haberse apresurado y no haber mirado bien. Antes, la malla no se pegaba al edificio. Ese obstáculo era una novedad imprevisible, pero ya era tarde. La malla no sólo le impedía continuar con el camino planeado, sino que al chocar contra ella hizo un enorme estruendo que había alertado a los celadores.

  Rápido como una alimaña se coló dentro de una caneca de metal. El fondo estaba lleno de cemento seco y había unos cuantos trapos y periódicos que olían intensamente a químico. Se enroscó en el fondo cilíndrico de la caneca y se cubrió como pudo con los trapos y el papel. Rogó ser capaz de soportar el tiempo que fuera necesario ese olor que le quemaba la nariz. Se acomodó un par de veces buscando la mejor posición para quedarse completamente quieto, y cuando movió el brazo, que le empezaba a cosquillear, sintió los pasos de uno de los celadores acercándose.

 

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