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Lord Tyger

Page 26

by Farmer, Phillip Jose


  —¿Crees que te estaba buscando?—le preguntó luego Gilluk a Ras.

  —No lo sé—dijo Ras—. Nunca he hablado con el Pájaro.

  Sabía que Gilluk estaba preocupado, y que pensaba en lo que el Pájaro les había hecho a los wantso.

  Dos días después, Gilluk anunció que encabezaría una expedición río arriba. Quería examinar el sitio donde estaba la aldea de los wantso. Además, tenía la esperanza de capturar o matar a Janhoy. La descripción del león hecha por Ras le había intrigado.

  Ras no hizo ningún comentario.

  —He dado instrucciones sobre ti—le dijo Gilluk—. No pienses que podrás escaparte.

  Ras se limitó a sonreír.

  Sin embargo, pronto descubrió que no tenía ninguna oportunidad de poner a prueba su plan. Durante el día estaba rodeado por demasiadas personas, y de noche había tres centinelas montando guardia, y no sólo dos. Ras se concentró nuevamente en Bigagi, haciendo un esfuerzo por atraer su atención. Bigagi permanecía inmóvil, en la misma postura que una gigantesca rana tallada en ébano que se preparase para saltar. Sus hombros encorvados, su ancha boca y sus ojos, que parecían no parpadear nunca, todavía hacían más intensa esa impresión. Las moscas se arrastraban sobre su cara, moviéndose por su nariz y sus labios y llegando incluso hasta sus párpados. Sus únicos movimientos eran levantarse unas cuantas veces al día para beber agua, comer o utilizar el recipiente de los excrementos. De noche se quedaba dormido en la misma postura. Ya habían pasado cuatro días desde que el rey partió en dirección norte cuando Ras se dio cuenta de que Bigagi apenas si estaba comiendo nada. Al quinto día Ras le vio vaciar su vejiga sin levantarse del suelo. No lo hacía por pereza, ni tan siquiera por indiferencia. Sencillamente, Bigagi ya no sabía lo que estaba haciendo.

  Fue entonces cuando Ras se dio cuenta de que Bigagi estaba dejándose morir. Su pueblo estaba muerto, pero había hecho un esfuerzo para hacer resurgir a la tribu con la esclava de raza wantso. Derrotado, se había rendido. Ahora su vida se evaporaba de él tan inexorablemente como el arroyo que, viéndose separado de su manantial, va desapareciendo lentamente bajo el sol. Su agonía era un estado en el que caían los wantso cuando estaban embrujados o cuando les exiliaban. Entumecidos e insensibles, oprimidos por el peso de las sombras, iban dejando que el alma se les escapara, mientras el poder que la mente y el cuerpo ejercían sobre ella se iba volviendo cada vez más y más débil.

  Cuando comprendió lo que ocurría, Ras se irritó mucho. Empezó a burlarse de Bigagi, gritándole y amenazándole con torturas. Le insultó y le comparó con una babosa, un chacal, una hiena, un insecto maloliente y un babuino. Bigagi no dio señal alguna de haberle oído.

  —¡Tu gente murió, sí!—gritó Ras—. ¡Pero los míos también murieron! ¡Yusufu y Mariyam, las únicas personas a las que he amado aparte de a Wilida! ¡Y ella también está muerta! Tú, gusano que moras en los anos de los buitres muertos y que te alimentas de ellos, ¿por qué les dejaste matar a Wilida? No tienes cerebro, no tienes coraje, no tienes ni polla ni pelotas, ¿por qué no les plantaste cara y luchaste por ella? ¿Y por qué mataste a mi padre y a mi madre? ¡Jamás te habían hecho nada! ¡No tenías por qué‚ matar a mi Yusufu y a mi Mariyam!

  Ras lloraba de pena y de rabia.

  La madre de Gilluk, que estaba sentada cerca de la jaula, protegida bajo su parasol, le miró y dijo:

  —¿Por qué‚ haces esto? ¿No te das cuenta de que se ha ido o de que está a punto de irse? ¡Su fantasma ya está a medio camino de la Tierra de las Sombras!

  —¡No quiero que muera, todavía no! —dijo Ras—. Quiero que, cuando yo le mate, esté bien vivo y con ganas de vivir. ¡Me está engañando, me roba mi derecho!

  —No creo que sea ésa la razón por la que intentas hacerle volver de entre los fantasmas—dijo Shikkut—. Creo que sigues queriéndole, o que te gustaría quererle, y por eso no deseas que muera.

  Ras se quedó tan sorprendido que durante un minuto entero fue incapaz de contestar.

  —¿Por qué‚ debería querer al hombre que mató a mis padres y permitió que mataran a Wilida?—dijo—. ¡Quiero matarle!

  —¿Hubo un tiempo en que le quisiste?

  —Le quise mucho —dijo Ras—. Pero él se volvió contra mí.

  —Entonces sigues amándole, aunque también le odias.

  Durante los días siguientes Ras estuvo pensando mucho en aquella observación, y en ningún momento fue capaz de comprender que Shikkut le estaba diciendo la verdad. Odiaba a Bigagi; en eso se resumía todo.

  Bigagi siguió adelgazando. La piel de entre sus costillas empezó a hundirse, y su cráneo intentaba asomarse al aire. Cuando se ensuciaba y sus guardianes querían limpiar la jaula, sólo se apartaba si le empujaban con una larga pértiga de madera. Después, en silencio y sin mover ni un músculo, soportaba el cubo de agua que arrojaban sobre él. Luego estuvo tres días enteros sin evacuar, quizá porque en sus entrañas no había nada de qué‚ librarse, pero orinó un poco. Sus ojos se hundieron todavía un poco más adentro de su cabeza, apartándose de la luz.

  —Mi hijo no podrá torturarlo—dijo la madre de Gilluk—. Si no vuelve pronto, ni tan siquiera podrá entregarlo vivo como alimento a Baastmaast.

  —Si muere, ¿seguir dentro de la jaula para pudrirse y apestar hasta el regreso de Gilluk?—preguntó Ras.

  La madre de Gilluk se encogió de hombros.

  —No tengo autoridad para hacer otra cosa. Hubo una época en que los sharrikt eran gobernados por mujeres, y entonces no había sacerdotes, sólo sacerdotisas. Entonces el gran Tannus, que no era más que el consorte de la reina Fakkuk, mató a la reina y se convirtió en gobernante con el apoyo de unos cuantos hombres. Eso ocurrió hace mucho tiempo, antes de que los sharrikt pasaran por el agujero de las montañas y salieran del mundo inferior para vivir aquí. Desde aquel entonces los sharrikt no han hecho sino ir empeorando.

  Esa última frase quería decir, literalmente, «ser devorados por chacales», y en inglés también habría podido ser traducida como «irse a la mierda».

  —Eso es muy interesante—dijo Ras—. Pero, ¿qué‚ se puede hacer por Bigagi?

  —Nada.

  —No le entiendo. Mi pérdida y mi dolor también fueron muy grandes, pero yo no me limité a quedarme quieto y dejarme morir.

  —No eres un wantso —dijo Shikkut—. Y tampoco eres un sharrikt. Creo que lograrás salir de esa jaula y, cuando lo hagas..., ay de los sharrikt y, especialmente, ay de mi hijo Gilluk.

  —Bueno, ya somos dos en pensar lo mismo—dijo Ras—. Cuéntame una cosa. ¿Quieres a Gilluk?

  —Le quiero mucho.

  —Creo que también le odias mucho —dijo Ras—. Mató a tu esposo, su padre, y también mató a tu hijo menor, su hermano.

  Shikkut dio un respingo, pero se recuperó rápidamente.

  —Quizá tengas razón—dijo—. Sin embargo, tenía que matarles. Es la costumbre. Pero, tal y como te he dicho, creo que lograrás salir de esa jaula. Mi hijo cometió un error al no matarte enseguida.

  —¿Me ayudarás a escapar?—le preguntó Ras, sonriendo.

  —¡Jamás! —respondió ella con una risita—. Pero me interesará mucho ver cómo te las arreglas para conseguirlo, y si te digo esto es porque desciendo de reinas y de sacerdotisas. Poseemos una sabiduría que va más allá de los conocimientos normales. Podemos ver lo que se esconde tras la piel de los hombres y la cáscara de las cosas.

  Ras no dijo nada. Estaba pensando que, pese a la resistencia de su hijo, Shikkut le había entregado un posible medio de huida. ¿Lo sabía o era quizá que, sencillamente, tenía la impresión de ser una herramienta del destino, una impresión que estaba más enraizada en el deseo que en el don de ver el futuro? Ras dudaba mucho de que Shikkut supiera lo que hacía cuando había reñido y gritado a su hijo hasta conseguir que éste le devolviera el espejo y la piedra de afilar. Aun así, quizás hubiera alguna parte de ella enterada de que con eso estaba causando la ruina de su hijo.

  Gilluk volvió ocho días después de su partida. Su llegada le fue anunciada a Ras por el dist
ante sonar de los tambores, las arpas, las flautas, las gaitas y las marimbas. Unos minutos después un soldado entró corriendo en el patio y gritó lo que todos sabían ya. La servidumbre, los esclavos, las tres esposas y Shikkut, llevada en una silla de manos, se apresuraron a bajar por la colina para saludar al rey. En el palacio sólo quedaron Bigagi, Ras y los dos centinelas. Uno de ellos fue corriendo hacia la gran puerta para mirar hacia abajo e irle explicando al otro cómo era el cortejo. El otro centinela no se movió de su puesto, pero les dio la espalda a sus prisioneros para oír mejor.

  Ras pensó en usar aquel momento para poner en práctica el primer paso de su plan. Después de algunas vacilaciones, decidió que la situación estaba lejos de ser la adecuada. Cerró su bolsa de piel de antílope y fue al lado de la jaula que estaba más cerca de la entrada. Pasado un tiempo el heraldo apareció por ella, seguido de Gilluk, que sostenía su espada en alto con las dos manos, la empuñadura al nivel de su rostro.

  Detrás de Gilluk apareció una cabeza. Era enorme y estaba rodeada por una melena marrón amarillenta. Sus ojos estaban tan muertos como dos piedras verdes y su roja lengua colgaba por entre sus fauces a medio abrir. Un instante después se hizo visible el palo en el que estaba clavada la cabeza.

  Ras lanzó un grito de dolor y se agarró a los barrotes de su jaula.

  Detrás del hombre que avanzaba tambaleándose bajo el peso de la cabeza de Janhoy venían los otros jóvenes de la expedición. Cuatro de ellos llevaban el cadáver de un hombre, cada uno sujetando un miembro. Los dos que iban detrás de ellos llevaban la piel del león. La guardia de honor venía pisándoles los talones. Uno de sus miembros sostenía una cuerda cuyo extremo rodeaba el cuello de una prisionera. La mujer estaba sucia y cubierta de harapos, y la fatiga hacía que se tambaleara a cada paso. Su rostro estaba hinchado y mostraba las rojas marcas dejadas por las mordeduras de los insectos. Sus ojos estaban rodeados de bolsas negras. El cabello, que en tiempos había sido rubio, tenía ahora un sucio color amarronado.

  Al ver a la mujer que había creído quemada viva, Ras se quedó como paralizado.

  Después venían Shikkut y su silla, y detrás de ella estaban las tres esposas y los tíos, tías, primos, sobrinas y sobrinos de Gilluk. La banda de música venía detrás de ellos, seguida por los hombres libres y unos cuantos esclavos.

  Gilluk se detuvo ante la jaula de Ras. No dijo nada hasta que el patio estuvo lleno de gente, pero en su rostro había una expresión de triunfo.

  —Tu bestia era enorme y de aspecto muy feroz—dijo—. Pero cuando nos acercamos a ella la encontramos tumbada de espaldas, durmiendo, con el vientre hinchado por la carne de hipopótamo. No despertó hasta que no estuvimos a un par de metros de ella. Puso sus patas en el suelo justo a tiempo de recibir tres lanzazos, y yo me encargué de acabar con su vida usando la espada divina. Ese era el gran gato que, según tú, era rey de todas las bestias.

  Ras señaló hacia el cadáver que habían dejado en el suelo.

  —¿No fue Janhoy quien le mató?

  —¡No! ¡Fue ella!

  Gilluk señaló hacia Eeva Rantanen.

  —Tattniss dio con ella cuando estábamos examinando los alrededores del poblado wantso. Estaba escondida detrás de un arbusto. Tattniss intentó acertarle con su lanza, pero estaba dominado por el pánico. He procurado convencer a mi gente de que no eres un fantasma, pero la única que realmente me cree es mi madre. Tattniss no puso toda su furia en el ataque, y por eso la mujer consiguió coger su lanza. Se echó hacia atrás y se la arrancó de la mano. Tattniss no supo alejarse con la rapidez suficiente y ella le clavó su propia lanza en la espalda. Después la rodeamos y, aunque estaba claro que no nos comprendía, se dio cuenta de que yo deseaba capturarla y no matarla, así que se rindió.

  —Muy inteligente para ser una mujer—dijo Ras.

  —Tú tampoco intentaste luchar —dijo Gilluk con una sonrisa maliciosa.

  —Había demasiados y estaban demasiado cerca—dijo Ras—. Sin embargo, de haber estado en el lugar de ella, habría luchado. Pero, tal y como he dicho, actuó correctamente..., siendo ella.

  —Es mejor vivir y esperar la oportunidad de que luego puedas escapar, ¿verdad? Olvídate de eso. Estarás en la jaula durante seis meses. Después...

  El cadáver de Tattniss, acompañado por su llorosa esposa, su padre, su madre y su hermano, fue llevado a la Casa de Baastmaast, que se encontraba en la isla. Eeva fue colocada en una jaula vacía. Gilluk tomó asiento en un enorme trono de caoba cubierto de almohadones hechos con piel de leopardo y bebió cerveza mientras la banda iba tocando. La guardia de honor hizo que los esclavos y los hombres libres salieran por la gran puerta y dejó en el patio tan sólo a los sharrikt y los artesanos. Una vez que el lugar hubo quedado algo más despejado los sharrikt bailaron y los hombres libres y los esclavos dieron palmadas siguiendo el ritmo de la música.

  La cabeza de Janhoy y su piel fueron depositadas a los pies de Gilluk, y dos esclavos se encargaron de asustar a las moscas atraídas por la sangre seca y la carne a medio pudrir. Pasado un rato, el olor y las moscas le resultaron excesivos a Gilluk, y acabó ordenando que se llevaran los trofeos. Dos curtidores que no parecían demasiado felices por tener que abandonar la fiesta se llevaron la cabeza y la piel colina abajo. Ras observó cómo la oscilante cabeza clavada en el palo desaparecía por la pendiente.

  —¡Supongo que está s planeando cobrarte venganza por lo del león!—le gritó Gilluk a Ras por encima del estruendo.

  —¡Me vengaré!—le respondió Ras, también a gritos.

  Gilluk se rió y bebió más cerveza de una gran calabaza. Le dijo algo a sus esposas que las hizo sonreír y mirarse entre ellas mientras movían las caderas hacia delante y hacia atrás. Gilluk, viendo que Ras se había dado cuenta de aquello, le dirigió una sonrisa. Ras le miró frunciendo el ceño.

  Trajeron cerveza del almacén que había en uno de los edificios y también de la ciudad. Después de que hubieran pasado unas cuantas horas, los parientes del rey dejaron de bailar para tomar asiento en las sillas y beber cerveza. Los hombres libres empezaron a bailar, apartándose ocasionalmente de la danza para ir corriendo hacia el rey y besarle las rodillas. La madre de Gilluk acabó cansándose y fue llevada a sus aposentos. Bigagi seguía inmóvil en su jaula, con la cabeza caída sobre el pecho. Eeva estaba sentada en el suelo de su jaula, arrancando pedazos de carne de unas costillas de cerdo y bebiendo agua de una jarra. De vez en cuando miraba a Ras, como si tuviera ganas de hablar con él en cuanto fuera posible hacerse oír.

  La cerveza eliminó el miedo que todos sentían hacia las dos personas de piel blanca. Algunos hombres se aproximaron a las jaulas de Bigagi y Eeva para gritarles insultos y hacerles gestos con un significado sexual. Bigagi no les hizo más caso del que hacía a las moscas que se arrastraban por encima de su cuerpo. Un hombre orinó sobre Bigagi mientras todos los presentes se reían, salvo los otros dos prisioneros. Otro hombre alargó la mano por entre los barrotes de la jaula de Eeva y ésta le mordió la mano. Todos se rieron menos el hombre que había sido mordido. Algunos hombres y mujeres intentaron tocar a Eeva. Una mujer chilló cuando Eeva le retorció la muñeca. Gilluk se levantó de su trono y les gritó que se apartaran de la jaula. Pero llegaba demasiado tarde. Un hombre había ido retrocediendo hasta tocar los barrotes de la jaula de Ras. Antes de que se diera cuenta de dónde estaba se vio cogido por detrás, su cabeza fue golpeada contra los barrotes y, después de hacerle girar en redondo, Ras volvió a estrellarla contra éstos ahora por la frente. Tuvieron que llevárselo sin sentido, con la nariz sangrando y probablemente rota. A partir de entonces ninguno de los presentes necesitó nuevas órdenes de Gilluk para mantenerse lejos de los prisioneros.

  Después de aquello Ras se sintió un poco mejor. El rey no parecía enfadado y la multitud estaba incluso de mejor humor que antes, con excepción de quienes habían resultado heridos, pues ahora se había derramado un poco de sangre. La música y las danzas continuaron hasta que salió la luna, momento en el cual Gilluk decidió que ya había tenido bastante de aquello. Se puso en pie con cierta dificul
tad, le gritó a la banda y a los bailarines que se marcharan a casa y, sostenido por sus esposas, subió las escaleras que llevaban a su dormitorio. A Ras le alegró que el jaleo hubiera terminado, pero sintió envidia hacia el rey.

  —¡Deja una aquí abajo para mí! —gritó, pero el rey no le oyó.

  La luna fue subiendo por el cielo mientras el castillo iba quedando en silencio y la ciudad se preparaba para dormir. En el patio no se oía ni un solo ruido, con excepción del lejano aullar de un chacal. Los centinelas, que también habían bebido algo de cerveza, se apoyaban vacilantes sobre sus lanzas. Eeva era una silueta negra y plata encerrada en una jaula. Estaba tan inmóvil y silenciosa que Ras pensó que se había quedado dormida.

  —¡Eeva!—dijo.

  Eeva se agitó y se incorporó.

  —¿Sí?—dijo con voz cansada.

  —Pensaba que habías muerto.

  —Estuve muy cerca de que me mataran—dijo ella—. Pensé que te habían matado a ti. Tuve la impresión de que la bomba de napalm te había acertado por error. O quizás a propósito, no lo sé. No tengo ni idea de lo que pretendían esos tipos del helicóptero.

  Le contó lo sucedido después de que huyó hacia la jungla. Corrió, cayó, se arrastró y volvió a correr, intentando alejarse cuanto pudiera del fuego de aquellas ametralladoras que disparaban contra los árboles y la maleza. Pese a lo denso de la vegetación, ya casi había recorrido cien metros cuando dejaron caer el napalm. No estaba en la zona de la explosión, pero sí lo bastante cerca como para que la onda expansiva la hiciera caer de bruces. Saltó por encima de un risco y aterrizó sobre barro, pero el calor le había chamuscado el cabello y había hecho que sus ropas humearan. Después de aquello había tenido la parte posterior de las manos y los brazos roja y dolorida durante varios días, así como las orejas. Por suerte, cuando el fuego casi llegó a envolverla había estado dejando escapar el aire pues de lo contrario quizá hubiera sufrido heridas en los pulmones. Contuvo el aliento durante el tiempo suficiente para escapar del peligro más inmediato, aunque sentía grandes deseos de gritar. Posiblemente se encontraba tan lejos que aquella precaución resultaba innecesaria, pero de todas formas la había tomado.

 

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