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Lord Tyger

Page 29

by Farmer, Phillip Jose


  La isla emergía del lago tan suavemente como la curvatura del caparazón de un dios tortuga medio sumergido. Veinte metros tierra adentro, en el centro de la isla, se encontraba la Casa de Baastmaast.

  Era un cuadrado de unos treinta metros de lado y estaba construida con bloques de piedra caliza. Carecía de ventanas y tenía una puerta de umbral cuadrado lo bastante grande como para que por ella pudieran entrar dos hombres, uno al lado del otro. El edificio brillaba bajo la claridad solar, y la única oscuridad que había en él era las sombras que se agazapaban detrás del umbral y un cuervo posado en una de sus esquinas.

  Eeva le estaba esperando en la playa, y Ras le dijo que cogiera dos remos y las lanzas. Metió una canoa en las aguas del lago y levantó la otra por encima de su cabeza. Sosteniéndola en alto empezó a caminar junto al profundo y espacioso canal que atravesaba la isla y se metía por un agujero cuadrado que había en los cimientos del templo.

  Una vez en el umbral, Ras apoyó la canoa contra la pared y entró en el edificio.

  —¿No pensarás...?—empezó a preguntarle Eeva, y se calló antes de terminar la frase.

  Una vez dentro, la razón de haber cavado aquel canal resultaba evidente. El agua pasaba bajo las piedras del suelo para alimentar un estanque hundido en el centro del edificio. El estanque era cuadrado y estaba formado por bloques de piedra caliza que se levantaban unos treinta centímetros por encima del suelo. Una lengua de sólida piedra iba desde un extremo del estanque hasta adentrarse unos seis metros en el agua. Formando anillo alrededor del estanque había un espacio despejado de tierra apisonada que tendría unos tres metros de ancho, y rodeándolo, salvo por un pasillo que servía como entrada, había una serie de asientos de piedra situados encima de varios estrados. Ras imaginó que aquellos asientos servirían para acomodar a los espectadores mientras Gilluk y sus ayudantes celebraban los ritos del sacrificio a Baastmaast. Las víctimas debían ser arrojadas desde el extremo de la lengua de piedra a las fauces del cocodrilo.

  No había techo; el edificio estaba abierto por la parte superior. Cuando el sol se encontrara directamente encima de él, su claridad iluminaba el interior de la estructura. Ahora el sol se hallaba lo bastante al oeste como para que las paredes que daban al lago arrojaran su sombra encima del estanque. En el extremo más alejado había un bloque de piedra situado al mismo nivel que el agua, y encima de ese bloque estaba echado Baastmaast.

  El cocodrilo debía ser tan viejo como afirmaban los sharrikt. Cuando los sharrikt llegaron al valle ya debía morar en aquel estanque. Los dattum, habitantes de esa tierra antes de la llegada de los wantso, constructores del templo y del castillo que había sobre la colina, así como de las casas de la ciudad, les habían dicho a los wantso que el cocodrilo ya vivía cuando ellos entraron en el mundo, v los wantso, a su vez, se lo habían dicho a los sharrikt. Los dattum habían adoptado al cocodrilo como su primer dios y construyeron el templo a su alrededor, y el cocodrilo había estado allí desde entonces. Los wantso lo habían alimentado y lo habían convertido en un dios, y después los sharrikt les expulsaron de aquellas tierras y se apoderaron del templo. Al cocodrilo le llamaron Baastmaast.

  Según decía Gilluk, el cocodrilo había seguido creciendo durante toda su existencia: Gilluk afirmaba que las serpientes y los cocodrilos no dejaban de crecer mientras estuvieran vivos y, dado que Baastmaast tenía ahora por lo menos quinientos años de edad, según la cronología de Gilluk, era casi dos veces tan grande como el mayor cocodrilo que Ras hubiera visto en toda su existencia, midiendo por lo menos doce metros de largo.

  —Viejo como la piedra, tan antiguo como el primer latido del primer corazón—murmuró Ras, y añadió—: Pero la piedra se desgasta, e incluso el corazón de un dios debe acabar deteniéndose.

  El templo estaba silencioso, tan silencioso que Ras creyó poder oír el latido de aquel frío corazón de reptil. Las aguas eran oscuras, tan oscuras que le resultó imposible ver por ningún sitio el cuerpo de Bigagi. Ras caminó alrededor del estanque buscando el cuerpo, pero no podía mantener la vista apartada del enorme e impresionante Baastmaast.

  Eeva se dedicó a vagar por el templo y, pasados unos instantes, lanzó una exclamación ahogada y le llamó. Estaba delante de un pozo situado junto a la pared del otro extremo. El pozo era profundo y oscuro, pero no tanto como para que no pudiesen ver a Bigagi encogido en el fondo.

  —Estaba casi segura de que la ceremonia había sido interrumpida demasiado pronto para que lo hubiesen podido entregar como alimento al cocodrilo—dijo ella—. Deben haberle metido en este pozo hasta que llegase el momento en que Bigagi interviniera en el ritual.

  Los extremos de las cuerdas atadas a la cintura y el cuello de Bigagi estaban anudados a un pequeño poste de madera situado a un par de metros del pozo. Ras cogió las cuerdas y sacó a Bigagi del pozo. El no se movió; ni tan siquiera parecía estar respirando, y el latir de su corazón era indetectable. Si no estaba muerto, se encontraba muy cerca de estarlo.

  —Ya no puedes hacer nada por él y, en su estado, tampoco puedes hacerle daño alguno—dijo Eeva—. Olvídate de él. ¡Piensa en nosotros!

  Le rodeó el brazo con las dos manos y alzó los ojos hacia su rostro.

  —¡Ras! ¡Quizá no le tengas miedo a esa gente, pero yo sí les tengo miedo! ¡Pronto estarán aquí! ¡Vámonos, aprisa! ¿Por qué sigues esperando?

  Ras apartó su brazo de una sacudida y le dijo:

  —Tengo que matar a un dios.

  Fue hacia el extremo del estanque y miró hacia abajo. Los ojos del cocodrilo estaban abiertos. Los iris era lanzas negras que atravesaban un campo amarillo, u hojas brotando del frío cerebro escondido tras aquella armadura. Aquellos ojos habían visto cinco siglos enteros del estrecho mundo encerrado en aquel estanque. La carne humana lo había alimentado y, durante la temporada del celo, cuando había gritado de frenesí, le habían traído hembras de su especie. Los sharrikt decían que todos los cocodrilos de este mundo eran hijos suyos, y por eso Eeva, que había comido los huevos del cocodrilo, se había alimentado con la divinidad.

  Ras puso una flecha en el arco y apuntó. Baastmaast no se movió; uno de sus ojos, carente de párpados, le contemplaba sin la más mínima curiosidad.

  La flecha le mataría entrando por el ojo y atravesando el nudo del cerebro que había detrás. Y quinientos años morirían.

  La voz de Eeva sonó de forma tan repentina como el chasquido de la cuerda de un arco al ser liberada de su tensión.

  —¡Vá monos !

  Ras dio un salto. Había estado con la flecha preparada en el arco y sin moverse durante un tiempo más largo del que pensaba. Un tiempo demasiado largo. Volvió a poner la flecha en el carcaj. ¿Por qué matar a Baastmaast? Destruir al dios de los sharrikt no les destruiría a ellos. Sí, sería algo terrible y les impresionaría mucho, pero lo único que harían sería convertir a otro cocodrilo en Baastmaast. Este animal era único; había vivido tanto tiempo que matarlo sería cometer una horrible maldad. En cierto aspecto, era igual que Ras. Los dos eran únicos; los dos habían logrado sobrevivir a muchas cosas.

  —Vámonos—aceptó Ras. Eeva echó a correr por delante de él a lo largo del angosto pasillo que había entre los estrados y que terminaba en el umbral. De repente, se detuvo con tanta brusquedad que Ras casi tropezó con ella. Había oído el leve pero inconfundible chop-chop del helicóptero.

  Ras la apartó suavemente a un lado, fue hacia la entrada y asomó la cabeza por el umbral. El bote más cercano, la canoa de guerra de Gilluk, se encontraba a medio cruzar el canal, con las demás embarcaciones varios metros tras ella formando algo parecido a un semicírculo. El helicóptero se encontraba a un kilómetro y medio de distancia, volando a unos ciento cincuenta metros por encima del lago.

  Los ocho remeros del bote de Gilluk habían dejado de manejar sus remos y estaban mirando hacia el helicóptero, igual que hacía el rey, sentado en un pequeño trono situado sobre una plataforma a popa. Las otras embarcaciones también estaban yendo más despacio, porque sus remeros habían dejado de esforzarse y miraban hacia el cielo.


  —Vieron el humo—dijo Eeva a sus espaldas. Se acercó a Ras y le cogió por los hombros. Ras pudo sentir cómo temblaba—. Me matarán.

  Gilluk gritó algo. Sus hombres salieron de la parálisis y empezaron a remar, haciendo que el bote diera la vuelta. Las demás embarcaciones les siguieron, y el grupo se dirigió rápidamente hacia la orilla del lago. Ras se preguntó dónde pensaban esconderse, dado que el castillo estaba ardiendo y en la ciudad ya había cuatro casas en llamas, y la magnitud del incendio prometía que pronto habría bastantes más.

  Eeva dejó caer las manos de sus hombros y se quedó inmóvil junto a él.

  —¿Qué‚ puedo hacer?—dijo—. Si salgo de este edificio no cabe

  duda de aue me ver n.

  —Puede que no vengan aquí—dijo Ras—. ¿Por qué iban a hacerlo?

  —Pueden haber visto cómo todos los sharrikt se dirigían hacia aquí, y quizá se estén preguntando por qué hacían eso cuando el castillo y la ciudad están ardiendo.

  Parecía probable, pero que Ras se lo dijera no haría que Eeva se sintiera mejor. Ras guardó silencio mientras observaba el helicóptero, suspendido a unos seis metros por encima de la ciudad. Sus alas hacían volar el polvo de las calles y llevaban las llamas de los edificios incendiados hacia las otras casas. En el cuerpo transparente del helicóptero había dos hombres, sus perfiles siluetas negras recortadas contra el sol.

  Los sharrikt habían huido corriendo hacia la parte oeste de la ciudad, donde intentaban esconderse del helicóptero.

  El helicóptero subió hasta situarse sobre uno de los lados del castillo, le dio la vuelta por tres veces y tomó altura para examinarlo mejor. Después se dirigió en línea recta hacia la isla. Ras y Eeva retrocedieron hacia el interior del edificio hasta que el ruido les indicó que el aparato estaba pasando por encima del templo. Mientras el helicóptero estaba suspendido directamente encima del edificio, Ras y Eeva volvieron hacia el profundo hueco de la entrada. Baastmaast gritó lo bastante alto como para ser oído por encima del ruido que hacía el helicóptero.

  Cuando la parte inferior del helicóptero apareció en su campo visual, Eeva le dio un tirón a Ras, pero Ras ya había empezado a salir del umbral. Los dos se pegaron a las paredes del exterior mientras el viento y el rugido entraban por la abertura. Después el ruido fue disminuyendo a medida que el helicóptero iba subiendo, y los dos volvieron a esconderse dentro del umbral.

  De repente el rugido se hizo bastante más fuerte. El helicóptero estaba bajando para posarse justo delante del edificio. Eeva dijo algo ininteligible y corrió hacia el interior del templo. Ras la siguió.

  —¡No hay ninguna otra salida!—gritó ella—. ¡Estamos atrapados!

  Ras le apretó el hombro y la atrajo hacia él.

  —¡Antes tendrán que matarme, y no creo que quieran hacer eso! ¡No lo creo!

  La hizo atravesar la estancia y tiró de ella por el pasillo/rampa hasta que llegaron al nivel de asientos situado más arriba. Después de aquel estrado había tierra y la pared, que terminaba unos tres metros por encima de la cabeza de Ras.

  —Voy a subirte—dijo Ras—. No podrán verte ahí a menos que entren en el edificio o vuelvan a despegar ahora mismo.

  El rugido se convirtió en un petardeo apagado, un silbido y silencio.

  Ras la puso de cara a la pared, dobló las rodillas, la sujetó por las nalgas y se irguió bruscamente. Eeva salió disparada de sus manos y se agarró al final de la pared. Ras la cogió por los tobillos y la levantó un poco más arriba, tensando las piernas. Después de que Eeva hubiera logrado encaramarse a la pared, se dio la vuelta y alargó la mano para coger la lanza que le tendía Ras.

  —Baja por la parte exterior y manténte pegada a la pared—dijo Ras.

  —¡Me romperé las piernas!—exclamó ella, y al ver su expresión añadió—: ¡Está bien! ¡Lo haré!

  Ras giró en redondo, corrió a lo largo del pasillo y por la tira de tierra curvada que había entre la primera fila de asientos y el estanque. No se atrevía a mirar por el umbral, porque los hombres de fuera podían verle. No podía permitir que descubrieran que había alguien dentro del templo, porque entonces podían regresar al helicóptero, emprender el vuelo y hacerle salir.

  El hombre que entró en el edificio caminaba despacio pero hacía ruido. El extremo de su sombra atravesó el umbral, pero se detuvo y se quedó inmóvil durante por lo menos un minuto entero. Ras se preguntó si los dos hombres estarían al otro lado del umbral, aunque parecía lógico que uno de ellos se quedara algo rezagado para cubrir al otro.

  La sombra volvió a moverse. Ras, cuchillo en mano, se pegó a la pared. Él jamás habría entrado en un sitio donde resultaba tan fácil tender una emboscada pero, naturalmente, él no poseía las armas de aquellos hombres ni la arrogancia que engendraban, o quizá fuera que el hombre no creía que hubiera nadie escondido en el templo ya que había visto el edificio tanto por fuera como por dentro.

  El cañón del rifle asomó por la entrada y se movió hacia un lado y hacia otro igual que si fuera una serpiente husmeando el peligro. Ras alargó la mano y tiró de él, arrastrando al hombre que lo sostenía y haciéndole dar la vuelta. Las explosiones le ensordecieron y algo pasó junto a él con un agudo silbido; partículas de piedra se estrellaron contra su cuerpo. Un instante después el cuchillo entró en el vientre y en aquel pálido cuello, y Ras se encontró poseyendo un arma que no sabía cómo utilizar.

  Alguien gritó desde fuera del templo, en inglés:

  —¡Al! ¿Qué ha pasado?

  Ras cogió el rifle y la pistola que el muerto llevaba en la funda y echó a correr por el interior del templo, subiendo por la rampa y depositando las dos armas encima de la pared. Cuando el hombre oyó aquel ruido volvió a gritar. Ras dio un salto, se agarró al final de la pared y se izó sobre ella para quedar encaramado en lo alto del muro. Eeva estaba agazapada junto a la pared, al otro lado. Alzó los ojos y le hizo una seña para indicarle que se encontraba bien.

  —¡He matado a uno!—dijo Ras—. ¡Toma!

  Dejó caer la pistola, y Eeva se apresuró a dejar su lanza para cogerla. La lanza hizo un ruido tintineante al caer, y Ras esperó que no hubiera sido lo bastante fuerte como para ser oído al otro lado del edificio. Dejó que el rifle cayera horizontalmente, y Eeva logró cogerlo con ambas manos. En ese instante el helicóptero tosió, y los dos oyeron una especie de gemido agudo.

  —¡Dispárale antes de que pueda alejarse!—le dijo Ras.

  Eeva fue corriendo alrededor del edificio y, mientras corría, hizo algo en el rifle. Ras se dejó caer nuevamente al interior del edificio y corrió hacia el umbral, junto al que había dejado el arco y las flechas. Cogió el arco y una flecha y salió al exterior justo cuando el helicóptero se encontraba a unos tres metros por encima del suelo y empezaba a subir en ángulo para cruzar el canal. Las explosiones del arma de Eeva le hicieron dar un salto, aunque estaba esperándolas.

  La superficie transparente que cubría la parte delantera del helicóptero tenía ahora unos agujeros. El hombre que iba dentro de él —era blanco— se agitó espasmódicamente, pero el aparato siguió ascendiendo, y ahora iba en dirección al pantano. Eeva dejó de disparar.

  —¡Maldición! ¡Maldición! ¡Maldición!—gritó, y un instante después se echó a llorar.

  —¡Creo que le has dado!—dijo Ras.

  Eeva se colocó el rifle en el hueco del brazo y apoyó el rostro en el pecho de Ras. Sus hombros temblaban, y las lágrimas empezaron a bajar por el pecho de Ras.

  —¡Si pudiera haberle acertado antes de que se metiera dentro del helicóptero! —dijo—. ¡Sé manejarlos! ¡Sé manejarlos! ¡Podríamos haber salido de aquí!

  —Sigues viva y ahora tenemos sus armas—dijo él—. Y si no le hubieras herido quizás hubiese regresado para dejar caer una bomba de fuego. Tendrás que enseñarme cómo disparar. Pero eso ser luego, ahora tenemos que marcharnos. Ese hombre les dirá a los otros que sigues viva, y empezarán a buscarte. Y puede que también me busquen a mí.

  Señaló hacia el otro lado del canal.

  —Los sh
arrikt están saliendo de las casas.

  Ocho casas estaban en llamas. La gente de la ciudad empezó a formar tres hileras entre las casas que ardían y el lago. Gilluk y sus parientes estaban conferenciando junto a la orilla. Miraban frecuentemente en dirección a la isla y señalaban hacia ella.

  —Este rifle tiene mira telescópica—dijo Eeva—. Puedo matar a Gilluk desde aquí.

  Ras sabía que las balas podían recorrer una distancia muy larga, pero aun así se quedó asombrado. Tuvo la sensación de que en un arma semejante había algo injusto, algo malo. Quizá la palabra monstruoso fuera una descripción mejor.

  —No—dijo—. Pasará cierto tiempo antes de que Gilluk reúna el valor suficiente para perseguirnos.

  Eeva miró por el tubo que había en lo alto del rifle, hizo algunos ajustes y dijo:

  —Podría acabar por lo menos con cinco de ellos antes de que se metieran dentro de una casa.

  Ras le dijo que sentía deseos de hacer pedazos el rifle golpeándolo contra una pared.

  —¿Por qué está s tan disgustado? —preguntó ella—. ¡Acabaste con casi todos los guerreros wantso!

  —Pero lo hice por mí mismo. ¡No utilice una máquina!

  —¡Tu arco es una máquina! ¡Y tu lanza también lo es! ¡Y tu cuchillo!

  —Hay una diferencia—dijo él. Entró en el edificio, y Eeva le siguió. Examinó los bolsillos del muerto y encontró tres cargadores de balas de 7.5 milímetros, así las llamó Eeva, que cogió para usarlas con el rifle. En uno de sus bolsillos había también veinte cartuchos del 32 para el revólver, y Eeva cogió el cinturón con un cuchillo en la vaina y se lo puso.

  En el curso de su búsqueda encontró también un paquete de cigarrillos, un encendedor y un sobre. Ras lo examinó y vio que contenía una carta. Estaba escrita a mano, en inglés. Ruth Bevans, una mujer de Liverpool, Inglaterra, le había escrito una carta de amor a Al Lister, que ahora yacía muerto en el templo de Baastmaast y que pronto acabaría alimentando a un cocodrilo de quinientos años de edad. Ruth anhelaba el día en que su amante volvería junto a ella, aunque tenía la esperanza de que no se mostraría tan celoso e irritado como en su última visita al hogar. Podía confiar en ella; sólo le amaba a él, y nunca se le ocurriría ni mirar a otro hombre.

 

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