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The Poems of Octavio Paz

Page 39

by Octavio Paz


  La marea nocturna, rumor de pies descalzos sobre la arena.

  La marea, al amanecer, abre los párpados del día.

  La marea respira en la noche profunda y, dormida, habla en sueños.

  La marea que lame los cadáveres que arroja a la costa.

  La marea se levanta, corre, aúlla, derriba la puerta, rompe los muebles y después, a la orilla, calladamente, llora.

  La marea, la demente que escribe sobre la roca signos indescifrables, signos de muerte.

  Los secretos de la marea los guarda la arena.

  ¿Con quién habla toda la noche la marea?

  La marea es proba y, a la larga, devuelve todos sus ahogados.

  La tormenta vino y se fue, la marea se queda.

  La marea afanosa lavandera de las inmundicias que dejan los hombres en la playa.

  La marea no recuerda de dónde viene ni sabe adónde va, perdida en su ir y venir entre ella misma y sí misma.

  Allá, por los acantilados, la marea cierra el puño y amenaza a la tierra y al cielo.

  La marea es inmortal, su tumba es su cuna.

  La marea, encadenada a su oleaje.

  Melancolía de la marea bajo la lluvia en la indecisa madrugada.

  La marea abate la arboleda y se traga al poblado.

  La marea, la mancha oleaginosa que se extiende con sus millones de peces muertos.

  La marea, sus pechos, su vientre, sus caderas, sus muslos bajo los labios y entre los brazos impalpables del viento en celo.

  El chorro de agua dulce salta desde la peña y cae en la amarga marea.

  La marea, madre de dioses y diosa ella misma, largas noches llorando, en las islas de Jonia, la muerte de Pan.

  La marea infectada por los desechos químicos, la marea que envenena al planeta.

  La marea, la alfombra viviente sobre la que andan de puntillas las constelaciones.

  La marea, la leona azuzada por el látigo del huracán, la pantera domada por la luna.

  La mendiga, la pedigüeña, la pegajosa: la marea.

  El rayo hiende el pecho de la marea, se hunde, desaparece y resucita, vuelto un poco de espuma.

  La marea amarilla, la plañidera y su rebaño de lamentos, la biliosa y su cauda de rezongos.

  La marea, ¿anda dormida o despierta?

  Cuchicheos, risas, susurros: el ir y venir de la marea entre los jardines de coral del Pacífico y del Índico, en la ensenada de Unawatuna.

  La marea, horizonte que se aleja, espejo hipnótico donde se abisman los enamorados.

  La marea con manos líquidas abre la extensión desierta que puebla la mirada del contemplativo.

  La marea levanta estas palabras, las mece por un instante y después, con un manotazo, las borra.

  Respuesta y reconciliación

  Diálogo con Francisco de Quevedo

  I

  ¡Ah de la vida! ¿Nadie me responde?

  Rodaron sus palabras, relámpagos grabados

  en años que eran rocas y hoy son niebla.

  La vida no responde nunca.

  No tiene orejas, no nos oye;

  no nos habla, no tiene lengua.

  No pasa ni se queda:

  somos nosotros los que hablamos,

  somos los que pasamos

  mientras oímos de eco en eco y de año en año

  rodar nuestras palabras por un túnel sin fin.

  Lo que llamamos vida

  en nosotros se oye, habla con nuestra lengua

  y por nosotros sabe de sí misma.

  Al retratarla, somos su espejo, la inventamos.

  Invento de un invento: ella nos hizo

  sin saber lo que hacía,

  somos un acaso pensante.

  Criatura de reflejos,

  creada por nosotros al pensarla,

  en ficticios abismos se despeña.

  Profundidades, transparencias

  donde flota o se hunde, no la vida: su idea.

  Siempre está en otro lado y siempre es otra,

  tiene mil cuerpos y ninguno,

  jamás se mueve y nunca se detiene,

  nace para morir y al morir nace.

  ¿La vida es inmortal? No le preguntes

  pues ni siquiera sabe que es la vida.

  Nosotros lo sabemos:

  ella también ha de morir un día

  y volverá al comienzo, la inercia del principio.

  Fin del ayer, del hoy y del mañana,

  disipación del tiempo

  y de la nada, su reverso.

  Después—¿habrá un después,

  encenderá la chispa primigenia

  la matriz de los mundos,

  perpetuo recomienzo del girar insensato?

  Nadie responde, nadie sabe.

  Sabemos que vivir es desvivirse.

  II

  Violenta primavera, muchacha que despierta

  en una cama verde guardada por espinas;

  árbol del mediodía cargado de naranjas:

  tus diminutos soles, frutos de lumbre fresca,

  en cestas transparentes los recoge el verano;

  el otoño es severo, su luz fría

  afila su navaja contra los arces rojos;

  eneros y febreros: sus barbas son de yelo

  y sus ojos zafiros que el mes de abril licúa;

  la ola que se alza, la ola que se tiende,

  apariciones-desapariciones

  en la carrera circular del año.

  Todo lo que miramos, todo lo que olvidamos,

  el arpa de la lluvia, la rúbrica del rayo,

  el pensamiento rápido, reflejo vuelto pájaro,

  las dudas del sendero entre meandros,

  los aullidos del viento

  taladrando la frente de los montes,

  la luna de puntillas sobre el lago,

  hálitos de jardines, palpitación nocturna,

  en el quemado páramo campamento de estrellas,

  combate de reflejos en la blanca salina,

  la fuente y su monólogo,

  el respirar pausado de la noche tendida

  y el río que la enlaza, bajo el lucero el pino

  y sobre el mar las olas, estatuas instantáneas,

  la manada de nubes que el viento pastorea

  por valles soñolientos, los picos, los abismos,

  tiempo hecho rocas, eras congeladas,

  tiempo hacedor de rosas y plutonio,

  tiempo que hace mientras se deshace.

  La hormiga, el elefante, la araña y el cordero,

  extraño mundo nuestro de criaturas terrestres

  que nacen, comen, matan, duermen, juegan, copulan

  y obscuramente saben que se mueren;

  mundo nuestro del hombre, ajeno y prójimo,

  el animal con ojos en las manos

  que perfora el pasado y escudriña el futuro,

  con sus historias y vicisitudes:

  el éxtasis del santo, la argucia del malvado,

  los amantes, sus júbilos, encuentros y discordias,

  el insomnio del viejo contando sus errores,

  el criminal y el justo: doble enigma,

  el Padre de los pueblos, sus parques crematorios,

  sus bosques de patíbulos y obeliscos de cráneos,

  los victoriosos y los derrotados,

  las largas agonías y el instante dichoso,

  el constructor de casas y aquel que las destruye,

  este papel que escribo letra a letra

  y que recorres tú con ojos distraídos,

  todos y todas, todo,

  es hechura del tiempo que comienza y se acaba.

  III

  Del nacer al morir el tiempo nos encierra

  entre sus muros int
angibles.

  Caemos con los siglos, los años, los minutos.

  ¿Sólo es caída el tiempo, sólo es muro?

  Por un instante, a veces, vemos

  —no con los ojos: con el pensamiento—

  al tiempo reposar en una pausa.

  El mundo se entreabre y vislumbramos

  el reino inmaculado,

  las formas puras, las presencias

  inmóviles flotando

  sobre la hora, río detenido:

  la verdad, la hermosura, los números, la idea

  —y la bondad, palabra desterrada

  en nuestro siglo.

  Instante sin duración ni peso,

  instante fuera del instante:

  el pensamiento ve, los ojos piensan.

  Los triángulos, los cubos, la esfera, la pirámide

  y las otras figuras de la geometría,

  pensadas y trazadas por miradas mortales

  pero que están allí desde antes del principio,

  son, ya legible, el mundo, su secreta escritura,

  la razón y el origen del girar de las cosas,

  el eje de los cambios, fijeza sin sustento

  que en sí mismo resposa, realidad sin sombra.

  El poema, la música, el teorema,

  presencias impolutas nacidas del vacío,

  edificios ingrávidos

  sobre un abismo construidos:

  en sus formas finitas caben los infinitos,

  su oculta simetría rige también el caos.

  Puesto que lo sabemos, no somos un acaso:

  el azar, redimido, vuelve al orden.

  Atado al suelo y a la hora,

  éter ligero que no pesa,

  soporta el pensamiento los mundos y su peso,

  torbellinos de soles convertidos

  en puñado de signos

  sobre un papel cualquiera.

  Enjambres giratorios

  de transparentes evidencias

  donde los ojos del entendimiento

  beben un agua simple como el agua.

  Rima consigo mismo el universo,

  se desdobla y es dos y es muchos

  sin dejar de ser uno.

  El movimiento, río que recorre sin término,

  con los ojos abiertos, los países del vértigo

  —no hay arriba ni abajo, lo que está cerca es lejos—

  a sí mismo regresa—sin regresar, ya vuelto

  surtidor de quietud.

  Árbol de sangre, el hombre siente, piensa, florece

  y da frutos insólitos: palabras.

  Se enlazan lo sentido y lo pensado,

  tocamos las ideas: son cuerpos y son números.

  Y mientras digo lo que digo

  caen vertiginosos, sin descanso,

  el tiempo y el espacio. Caen en ellos mismos.

  El hombre y la galaxia regresan al silencio.

  ¿Importa? Sí—pero no importa:

  sabemos ya que es música el silencio

  y somos un acorde del concierto.

  México, a 20 de abril de 1996

  Biographical Note

  Octavio Paz was born in Mexico City on March 31, 1914. On his father’s side, the family was mestizo, from the state of Jalisco. His grandfather, Ireneo Paz, was a well-known journalist and novelist who fought against the French; his father, a lawyer who took part in the Mexican Revolution and represented Zapata in the United States. An alcoholic, he was run over by a train when Paz was twenty. His mother’s family was purely Spanish, emigrants from Andalusia. Paz was an only child. Apart from a few years in California, Paz lived in Mixcoac, a village that has now been absorbed into the expanding metropolis of Mexico City and that figures in many of his poems. He read books in his grandfather’s library, attended French and English schools, and, “above all, learned the art of climbing trees, of sitting alone in the branches and listening to the birds.”

  He writes: “We lived in a large house with a garden. Our family had been impoverished by the revolution and the civil war. Our house, full of antique furniture, books, and other objects, was gradually crumbling to bits. As rooms collapsed we moved the furniture into another. I remember that for a long time I lived in a spacious room with part of one of the walls missing. Some magnificent screens protected me inadequately from the wind and rain. A creeper invaded my room . . .”

  He began publishing poetry in 1931, at the age of seventeen. Two years later his first book appeared, Luna silvestre (Savage Moon), in an edition of thirty copies. (Paz: “There are sins for which there is no forgiveness, and one of them is Luna silvestre.”) This was followed by various pamphlets: ¡No pasarán!, a long poem in support of the Spanish Republic; Raíz del hombre (The Root of Man); and Bajo tu clara sombra y otros poemas sobre España (Beneath Your Bright Shadow and Other Poems on Spain), which was published in Spain. With other young poets, he founded two short-lived magazines: Barandal (Balustrade) and Cuadernos del Valle de México (Notebooks of the Valley of Mexico). He spent much of 1936 in the Yucatán, where he organized a school for the children of farm laborers; it was his first extended experience of rural Mexico.

  In 1937, Paz married Elena Garro, who would much later become known as the author of an important novel Los recuerdos del porvenir (translated as Recollections of Things to Come). That same year, at the invitation of Pablo Neruda, he went to Spain in the midst of the Civil War to attend the Second International Congress of Anti-Fascist Writers, where he met a galaxy of poets: among them, Cernuda, Machado, Alberti, Neruda, Huidobro, Vallejo, Auden, Spender, and Tristan Tzara. He was in Spain and later in Paris for a year, working for the Republic as a noncombatant. In 1938 he returned to Mexico to write a daily column on politics for the workers’ newspaper El Popular, to edit an anthology of poetry from Spain, and to found a third magazine, Taller (Workshop), a gathering of the new Mexican poets. He supported himself with odd jobs; among the oddest was counting old banknotes before they were thrown into a furnace at the Central Bank.

  With the onset of the Second World War, Mexico was flooded with European refugees, transforming the capital into a cosmopolitan city, and Paz became close friends with such exiles as Victor Serge and Benjamin Peret. In 1941 he edited, along with Xavier Villaurrutia and others, Laurel, a massive, 1100-page anthology of Spanish-language poetry that controversially attempted to ignore the considerable political differences of the contributors in the name of a community of modern poets. He cofounded a fourth magazine, El Hijo Pródigo (The Prodigal Son) a major international literary review that introduced writers as diverse as Lautréamont and John Donne into Spanish. His first substantial collection of poems, A la orilla del mundo (On the Bank of the World) appeared in 1942.

  In 1943 he left Mexico for ten years, first to the United States on a Guggenheim fellowship, living in New York and in a cloakroom of a hotel in San Francisco, and discovering North American poetry, particularly Pound, Williams, and Cummings. After the grant ran out, he held various jobs: washing dishes, dubbing films for MGM, and teaching briefly at Middlebury College.

  Invited to join the foreign service—a tradition for writers in Mexico—in 1945, he left for Paris. His low-level post gave him time to write, and also sent him on missions to Japan and India. In the cafés of Paris, he formed friendships with André Breton and Albert Camus, among many others, and began participating in the various Surrealist (and non-Surrealist) activities, exhibitions, and publications. The first translation of his work appeared in English in a New Directions anthology in 1947, followed the same year by contributions to French magazines.

  In 1949, Paz published his collected poetry to date, Libertad bajo palabra (Freedom on Parole); in 1950, El laberinto de la soledad (The Labyrinth of Solitude), his reflections on Mexico and Mexican-Americans, a product of his two years in the U.S.; in 1951, one of the most important books of Spanish p
rose poetry, ¿Águila o sol? (Eagle or Sun?). He edited an anthology of Mexican poetry for UNESCO, and commissioned a penniless Irish writer, Samuel Beckett, to translate the English version.

  Back in Mexico for another ten years, Paz was active in an experimental theater company, Poesía en Voz Alta (Poetry Out Loud), which staged his one play, an adaptation of Hawthorne’s “Rappaccini’s Daughter” with scenery by Leonora Carrington. (Paz disliked the stage set. William Carlos Williams, who attended a performance in Guadalajara, thought the set “dreadful,” but loved the company and wished they would stage his own play “A Dream of Love.”) He personally brought Luis Buñuel’s Los olvidados to the Cannes film festival, after the Mexican government had refused to send it. He published two books of prose: El arco y la lira (The Bow and the Lyre), his major ars poetica, and a collection of essays on literature, Las peras del olmo (Pears from an Elm Tree—the phrase is the Spanish equivalent of “apples and oranges”). His poems of the period were collected in Semillas para un himno (Seeds for a Hymn) and La estación violenta (The Violent Season), which also included Piedra de sol (Sunstone), originally published as a pamphlet in 1957.

  Paz considered Sunstone both the end of his “earlier” poetry and the beginning of his “later” work. That poem—along with The Labyrinth of Solitude—launched his international reputation. Within a few years it was translated into many of the Western languages, by poets as varied as Muriel Rukeyser, Benjamin Peret, György Somlyo, and Artur Lundkvist. Reciprocally, in 1957 Paz began his serious work as a translator with a version of Bashō’s Narrow Roads, the first translation in a Western language. Book-length translations of William Carlos Williams, Apollinaire, and Pessoa followed, as well as hundreds of pages of individual poems from the French, Swedish, English, Chinese, and Japanese.

  In 1962, the “later” stage of Paz’s poetry begins with the publication of Salamandra (Salamander), a book greatly influenced by his readings of American poetry. That same year, he was appointed the Mexican Ambassador to India, a post that also included Afghanistan, Pakistan, and (then) Ceylon. There he met and married Marie-José Tramini (“After being born, the most important thing that has happened to me”), began his serious studies of Indian art and philosophy, and traveled widely through the four countries. The years in India were immensely productive: the poems of Ladera este (East Slope), which contained the long poem Blanco, previously published on one continual folded sheet; the three-dimensional poem-games of Discos visuales (Visual Disks); book-length studies of Claude Lévi-Strauss and Marcel Duchamp; and five books of essays on art, literature, philosophy, and politics, most notably Corriente alterna (Alternating Current) and Conjunciones y disyunciones (Conjunctions and Disjunctions). He was also the coeditor of a huge anthology of contemporary Mexican poetry, Poesía en movimiento (Poetry in Motion) and organized the first exhibition of Tantric art in the West. In 1968 he resigned his post to protest the government massacre of student demonstrators in Mexico City shortly before the Olympic Games.

 

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