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»Es el momento en que vas al Louvre a ver a la Mona Lisa por primera vez. Sabés lo sorprendida que estás de descubrir que ella es tan…pequeñita…rodeada de toda esa gente amontonándose para conocerla. Pero ella no los está viendo a ellos, está mirando hacia la entrada, porque te espera a vos. Y cuando sus ojos se encuentran con los tuyos, es ese instante, esa sonrisa que te regala porque está contenta de verte. Es a vos a quien ha estado esperando y vos también te sentís contenta.
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»Es como aquel día en que los conductores de la ambulancia me alzaron cuando me atropelló un auto, de niña. No te rías, Puffina. Así es, te lo juro. Suave, muy suavemente como si fuera de cristal. Así me alzaron. Ay, por favor. Fue hermoso que me sostuvieran así. Como si todas las cosas tristes y alegres que me pasaron alguna vez, todo lo feo y dulce y ordinario y maravilloso, se arremolinara en algo único.
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»Y él conocía todos mis secretos y mis tristezas. Mi corazón se encendió dentro del suyo y el suyo dentro del mío como el Sagrado Corazón. No me refiero al orgasmo, Puffina. Me refiero a algo más grande. El vos-vos disolviéndose, como una gragea en la lengua. De modo que ya no sos vos y él, ni esto ni aquello. Sos todas las cosas que conociste y todas las que no, y no hay palabras para describir ninguna parte de ellas y de todas formas no hay necesidad de palabras.
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»Y es como si tu cuerpo ya no fuera un ancla o una campana de hierro, es solo tu espíritu tan ancho como el cielo, como si mil gorriones abrieran las alas dentro de tu corazón y, ay, es hermoso, Puffina, hermoso. Como si nunca fueras a sentirte sola otra vez.
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Me pone de malas contar el dinero cuando me pongo a ver lo poco que me queda. Trato de no pensar en ello. Cada día tengo menos y menos, el dinero escurriéndose como en los teléfonos públicos franceses donde dejas caer las monedas en la máquina y las ves caer a todas con un clic por los conductos de plástico como una cascada. El teléfono traga y traga, quiere más y más francos. Pero no quiero volver a casa. He venido desde tan lejos porque París es la ciudad de los sueños. Todavía no, todavía no, todavía no.
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Martita, me gusta como dices “Beaubourg”.
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Ahora yo también sé cómo decirlo.
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—Nos vemos en el Centro Pompidou en Beaubourg.
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Una de nosotras siempre a tiempo y las otras dos siempre tarde. Paseamos por ahí y compramos bolsas de pommes frites, las manos frías, las pequeñas bolsas de papel grasosas y tibias, o una crêpe pegajosa de un vendedor callejero. Miramos en los aparadores las cosas que no podemos comprar.
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En Chicago, mi familia está haciendo tamales para la Navidad. Remojan las hojas de maíz en palanganas de agua para suavizarlas. Hay un aroma a carne de puerco cociéndose en la olla exprés de mi mamá. Mi mamá organiza a toda la familia en una producción en cadena que requiere de manos a la obra, tías y tíos y primos y niños, algunos a la mesa untando con cuchara la masa en las hojas de maíz, otros agregando los rellenos, lo dulce y lo salado, luego amarrándolos con tiras de hojas de maíz como si fueran regalos de Navidad.
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Me imagino a mi familia chismeando mientras trabaja. Se ríen a mis costillas, te lo apuesto. Mi mamá está contando una historia en la que aparezco sosteniendo una copa de champán en una mano y una pluma en la otra. Me imagina contemplando París desde lo más alto de la torre Eiffel, aunque ni siquiera me alcanza para subir a la torre de observación del segundo piso.
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Yo en la ciudad de los sueños.
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Solo mi papá se guarda sus pensamientos, la boca callada.
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En Nochebuena nadie nos invita a cenar. Marta y Paola y yo nos encontramos en Beaubourg con una bolsa de papel de nueces de Castilla, un demi-kilo de mandarinas, una barra de chocolate suizo. Miramos por los escaparates iluminados. Una tienda hindú repleta de mascadas de gasa con flecos, tiras de piel con cascabeles de latón, incienso de pachuli, canastas de mimbre, sillas de ratán. Una mujer vende castañas asadas. Puestos al aire libre con enormes gansos cubiertos de plumón colgados de las patas, cuellos flácidos, faisanes con todo su plumaje. Enceradas ruedas de quesos tan cremosos como lirios cala. Chocolates envueltos en papel de estaño dorado. Naranjas sanguinas de España, plátanos verdes y mangos de Senegal, aguacates de Israel, pistachos griegos. Tulipanes plumosos del color de los flamencos con gruesos tallos verdes. Tiendas con camisolas de seda y papel perfumado para cajones, jabón que huele a claveles, pequeños racimos de lavanda atados con un listón, una pantalla de lámpara en forma de parasol color durazno, una cama de hierro blanco con un cobertor antiguo, y las sábanas con trabajo calado y orillas de encaje de Battenburg y relojes despertadores de Marilyn Monroe.
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—¡Mira, mira, Martita!
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Me entierras la cara en el hombro y me dices:
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—Por favor, ¿podemos irnos ahora? Tengo tanto frío.
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Me voy del Hoyo Negro y me mudo con Paola durante los días festivos mientras sus patrones están de viaje en Cerdeña. Marta también se muda del Hoyo Negro gracias a un trabajo como au pair en Saint-Cloud. Un trayecto largo al final de la línea del metro, luego otro tren y luego un autobús. Vamos un sábado por la tarde, yo y Paola, Marta guiándonos.
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La torre Eiffel diminuta y lejana desde la ventana de la cocina donde Marta pica zanahorias, brócoli y chícharos para hacer una papilla verde y fea para la bebé. La bebé es una muñequita kewpie coreana con cabello como peluche, una gota gorda de miel que apenas aprendió a sostener la cabeza. Tomo una foto de Marta y la bebé en el balcón. Marta besa y besa a la bebé, y la bebé la deja.
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El apartamento de Paola queda en 7 rue des Innocents, estación del metro Châtelet. El domingo caminamos por el Boulevard St. Germain porque Paola me ha prometido llevarme a Les Deux Magots. La última vez, yo acababa de comprar un cuaderno nuevo de tapa dura moteada de negro y amarillo con una pluma fuente moteada que le hace juego, el papel de buena calidad con rayas finas cuando lo miras a trasluz, como las etiquetas de las botellas de vino. Pero no llegué a entrar al café, aunque me imagino a mí misma sentada a una mesa junto a una ventana, ordenando un café au lait y escribiendo en mi cuaderno nuevo con mi pluma nueva.
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He caminado por Les Deux Magots con otros cuadernos, otras plumas, pero nunca entro. Les tengo miedo a los meseros. Les tengo miedo a los clientes sentados a la ventana mirándome.
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Pero Paola no se da cuenta o no le importa. Me empuja por la puerta principal y me zambute en una silla, ordena por ambas. Vemos a los franceses mirándonos con caras de aburrimiento, sus cigarrillos y sus perros. Aquí no nos quieren.
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Paola me cuenta la historia de cómo llegó a París con la esperanza de convertirse en modelo. No debió haber tenido ningún problema, patilarga como un pura sangre y bonita.
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—Pero fotógrafos te tratan como su puttana. Dicen que yo soy gorda en fotos, que debería tomar pastillas, que mi nariz fea, e cose così.
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Ella enciende un Gauloise, sacude la melena platinada y, sin saberlo, se ve como una foto de Brassaï. Allá en su tierra, su tío, que come la cena recostado en un sofá como un césar, dice que ella è una pazza por malgastar dinero en tonterías como una nariz nueva cuando la que tenía antes era splendida, como la suya.
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—¡Mi tío! No puede esperar hasta decirme, Paola no logra éxito en sua vita. No, Puffina. Yo no ritorno hasta que aprenda il francese vero. Entonces tal vez puedo encontrar trabajo de intérprete o de guía de turistas, o ¿qué se yo?
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A la Paola de antes de la nariz nueva le dieron permiso de ir a París sola
, siempre y cuando se quedara con su primo Silvio.
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—Perché? Porque Silvio es famiglia. Primo secondo, pero famiglia. Me dijo que me podía quedar hasta encontrar trabajo, nessun problema. Luego, Mamma mia…me fui tan pronto como pude correr, ¿eh? Capisci?
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Pone los ojos en blanco y levanta las cejas a modo de explicación, y yo asiento y le hago creer que lo capto. Paola es de la misma edad que yo, pero soy una tontita en comparación.
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—Pero si mi tío supiera qué tipo de bárbaro es Silvio, nunca me hubiera dejado ir. Pero no lo sabía, ¿no? Silvio me mira, ¿y qué ve? Que soy una idiota. Dormimos en misma cama porque solo hay una, en un cuarto e, in ogni caso, ¿cómo no confías en mí, en tu propio primo?
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»Él es tan mayor, ¿y yo qué digo? Una noche una de sus ragazzas también está en la cama y yo, con miedo, hago que duermo porque I’m a stupid girl. Ellos haciendo ruiditos como cerdos junto a mí, como si a mí me gustara. Me quedo hasta al mattino, hasta que tengo suficientes francos en mi bolso. ¿Adivina dónde los encuentro? Ecco! I go.
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A Paola le gusta decir que es de Milano, pero no es así. Es de un pueblito a las afueras de la ciudad llamado San Vittore, un lugar que a mí me suena bonito.
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—Pero, no, no es así, Puffi. No puedes ir a ninguna parte sin embarrarte los zapatos de merda. Y en invierno fa molto freddo, ni te imaginas. Duermo en il divano cerca del calentador y aún así…El perro atado a la cerca en el patio del vicino ladrando toda la noche. Las ventanas sucias. Mis zapatos sucios. El colchón de resortes oxidados y las bicicletas y el metal en el jardín. Tutto grigio, sempre grigio.
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»Cuando crees que es impossibile vivir un día más con neblina e invierno y grigio, cuando te vuelves loca y vas a hacer suicide, voilà! Es primavera. Y allí, por encima de toda esa fealdad tan fea, tan cerca que crees que los podrías tocar, Puffina: los Alpes.
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Los argentinos han organizado una fiesta de Año Nuevo. Han rentado un salón cerca de la Bastilla y todos vamos a ir. Todos menos Marta. Pero, a última hora, ella también viene.
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Nos amontonamos en el Citroën amarillo de la nueva novia de José Antonio, una mujer con esa piel transparente que tienen las mujeres de pelo cobrizo, arrugas tan finas como hilos de seda, el tipo de cara de a quien le dan jaquecas. José Antonio la presenta como una actriz porteña. Su cuello muy derecho y orgulloso mientras maneja, como si fuera una bailarina de flamenco.
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Hace frío afuera. Un frío seco. Hasta la luna se ve fría y lejana. El pequeño agujero en mi corazón está quebradizo y chamuscado.
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Manejamos por calles vacías, altas bardas de madera, edificios oscuros. Es raro ir en carro. Damos vueltas y vueltas por una glorieta amplia.
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—Acá es donde estaba la Bastilla —dice José Antonio.
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—¿Dónde?
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—Acá.
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Pero acá no hay nada más que un gran círculo baldío. El carro da vueltas y vueltas, muy rápido, como un carrusel mareado.
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Nadie camina por las calles. Todo está cerrado y tapiado. De pronto, las vitrinas de una tienda de lámparas brillantes con candelabros.
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—Guarda, che bello! —dice Paola.
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Y por un instante el hoyo en mi corazón deja de silbar.
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El Citroën amarillo va a toda velocidad por aquí y por allá, bajando por un callejón y subiendo por otro, un juego salvaje de gallinita ciega. Nos estacionamos sobre la banqueta igual que todos, empujamos una cerca de madera. Un patio sin luz y el olor pegajoso a carne friéndose. Entramos arrasados por una multitud que empuja para entrar.
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El salón que han rentado los argentinos está tan frío como una gasolinera, los techos tan altos como un hangar y las luces fluorescentes que nos endurecen la cara. Paredes de concreto y pisos de concreto de un color que no tiene nombre. ¿Color mastique? ¿Gris submarino? ¿Verde chícharo? Como si la guerra acabara de terminar.
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Hacemos fila para comprar nuestros boletos, todo el mundo paga su propia entrada, menos la actriz que paga por José Antonio. Carne asada en un asador al aire libre, el cocinero sudando. Un boleto rojo para el vino y uno verde para la carne. Pero hoy hace tanto frío afuera que las estrellas ni siquiera guiñan. Mesas plegables. Sillas de metal plegables contra nuestros vestidos finos. Nos dejamos puesto el abrigo y los guantes mientras comemos. Platos de papel y cubiertos de plástico. Vino del mismo color de la sangre que suelta la carne.
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Están tocando discos de tango. Todo el mundo se pone de pie para bailar. José Antonio con su actriz, Carlitos arrastrando a Paola. Los bailarines se mueven en un gran círculo en sentido contrario a las manecillas del reloj, el sonido de sus pies barriendo el piso: un pequeño rezago, un desliz, un tirón, los movimientos del engranaje y la rotación del interior de un reloj.
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Incluso con el abrigo puesto, estoy tiritando. Juro que puedo ver mi aliento. Llevo puesto el vestido Fiorucci verde oliva que compré de oferta. Es el único vestido bueno que tengo. La última vez que me lo puse, un motorista que pasaba por ahí paró y me dijo algo. Su francés fue un listón azul, yo no sabía dónde terminaba una palabra y comenzaba la otra.
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—Désolée, je ne comprends pas, désolée, désolée.
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Al principio creí que quería que le diera indicaciones, pero cuando me di cuenta de que pretendía que me subiera a su carro, salí corriendo de ahí. Nunca me volví a poner ese vestido hasta ahora.
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—Diles que duermes con tu mamma —dice Paola—. Siempre me dejan en paz cuando les digo eso.
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Platos de papel ensangrentados, huesos de bife tan grandes como nudillos. El agujero en mi corazón punzando cuando tomo aliento y cuando lo suelto.
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—Acompañame —dice Martita—. Por favor, no me dejes sola esta noche.
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Martita se desabrocha su abrigo de lana con capucha de diario para mostrarme el bonito crepé negro que lleva debajo.
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—Compré zapatos nuevos, ropa interior nueva y medias también. Gasté demasiado, lo sé, pero me invitaron a una fiesta muy elegante esta noche, Puffina. Un chico francés con quien antes salía me invitó a su casa. Pero peleamos a última hora.
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»Ayer lo llamé para preguntarle a qué hora debía esperarlo. Dijo que no tenía tiempo para eso, que yo debía ir sola, y luego me escuché decir, Pues si no me recoges, no voy, y él dijo, Vale. Así nada más. Eso fue lo que dijo.
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»Iba a haber champán y música en vivo y todo. Se suponía que yo iba a conocer a su familia. Nunca me habían invitado a su casa. ¿A vos te han invitado alguna vez a la casa de algún francés, Puffi? Fui una estúpida en insistir que él me recogiera, ¿no? Pero no creés que…¿si fue él quien me invitó?
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Me habla todo el tiempo sin mirarme. Ese pellizco de perfil.
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—Puffina. También está esto…Ay, prometeme que no se lo vas a contar a nadie, por favor, Puffina, prometelo, decí que lo prometes. Prometelo, por favor…
Martita, I Remember You/Martita, te recuerdo Page 8