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El Diccionario del Mago

Page 20

by Allan Zola Kronzek


  Merlín sucumbe a los encantos de Viviana.

  (Fuente de la imagen 70)

  Durante el reinado de Úter de Pendragón, Merlín protagonizó una hazaña todavía más remarcable. Úter se había enamorado de una duquesa llamada Igerna, ya casada. Su marido Gorlois, el duque de Cornwall, la encerró en un castillo celosamente vigilado. Pero Merlín usó un conjuro para conseguir que Úter tuviera el mismo aspecto que Gorlois y pudiera acceder al castillo. Los guardias fueron burlados, al igual que Igerna. Esa noche fue concebido Arturo, el heredero del trono de Úter y futuro rey de Gran Bretaña. Años más tarde, tras la muerte en batalla del verdadero Gorlois, Igerna y Úter se casaron.

  Merlín protegió a Arturo durante la infancia, hasta que pudo ascender al trono y, posteriormente, le sirvió como profeta, hechicero y consejero militar para garantizar el gran éxito del monarca.

  Cuando Arturo tenía quince años, Merlín lo ayudó a obtener su espada mágica, Excalibur. Tiempo después, en plena batalla, le dijo a Arturo que mantuviera su espada envainada hasta el momento en que él le ordenara sacarla. Arturo siguió este consejo, aunque no era fácil hacerlo porque el enemigo iba ganando. Pero cuando por fin Merlín dio la orden y Arturo blandió la espada, la luz que esta irradió era tan cegadora que confundió a los soldados enemigos. Eso cambió la suerte y Arturo salió victorioso. En otra ocasión, Merlín aseguró la victoria de Arturo con un conjuro que hizo que todos los soldados enemigos se durmieran en el campo de batalla.

  Se decía que Merlín poseía el don de la transformación y que podía convertirse en un niño o en un anciano, en mujer o en animal si le convenía. Podía controlar el mar embravecido y hacer que los muros del castillo de Arturo, Camelot, lanzaran al suelo a los enemigos que intentaban escalarlos. Pero a pesar de sus extraordinarias capacidades, el gran mago cometió una locura que fue su fin. Se encaprichó de una hechicera, Viviana (llamada algunas veces la Dama del Lago), y le reveló sus secretos mágicos. Usando estos conocimientos contra él, Viviana lo encerró para siempre en un roble mediante un conjuro.

  No obstante, Merlín ocupa un lugar tan destacado en la literatura y la leyenda que ningún otro mago puede comparársele. Su combinación de sabiduría y poderes mágicos ha fascinado a artistas de todo tipo, y ha hecho de él un personaje destacado de innumerables novelas, obras de teatro y películas. No es de extrañar que Albus Dumbledore mencione su pertenencia a la Orden de Merlín en la correspondencia oficial de Hogwarts. Es un honor del que cualquier mago estaría orgulloso.

  Lo que más miedo le da a Parvati Patil es tener que enfrentarse a una momia, y no se lo reprochamos. Después de todo, para ella una momia no es una figura de esas que se pueden ver descansando pacíficamente en el sarcófago de un museo, sino más bien una de las que salen en las películas de terror: un alto monstruo que persigue a sus víctimas con los brazos extendidos y los vendajes que se le van deshilachando poco a poco.

  Aunque «momia» es un término muy amplio y sirve para referirse a cualquier cadáver que se conserva durante un tiempo más largo del normal, la imagen común de las momias envueltas en vendajes está inspirada en la antigua práctica egipcia de la momificación, un proceso en el que se extraían todos los fluidos corporales, se embalsamaba el cuerpo con un compuesto químico especial llamado natrón y luego se envolvía con vendas de lino. Entre el 3000 a. C. y el 200 d. C., los antiguos egipcios conservaron de este modo a millones de humanos y animales, guardaron sus restos en pirámides o en tumbas subterráneas y construyeron elaboradas ciudades de los muertos conocidas como necrópolis. Los egipcios se tomaban todas estas molestias porque creían que las almas de los difuntos necesitaban un cuerpo intacto para continuar su viaje hacia el otro mundo. También pensaban que durante ciertas ceremonias religiosas importantes, el espíritu, o ka, de un difunto podía volver a entrar en la momia y relacionarse con los vivos.

  (Fuente de la imagen 71)

  Aunque los egipcios dejaron de momificar a sus muertos alrededor del siglo I d. C., las momias continuaron formando parte de la imaginación popular. Durante la Edad Media, el polvo de momia machacada era un ingrediente corriente de muchos medicamentos y pociones mágicas. Tras la invasión napoleónica de Egipto, en 1798, las momias estuvieron muy buscadas como curiosidad histórica y objeto de coleccionista. El aventurero italiano Giovanni Belzoni hizo una pequeña fortuna robando en antiguas tumbas egipcias, sacando las momias y exhibiéndolas por toda Europa. En la década del 1830, el amigo de Belzoni, Thomas Pettigrew, comenzó a organizar ceremonias, a las que se asistía pagando, en las que se despojaba a las momias de su vendaje. Estos acontecimientos se hicieron tan populares que, al menos en una ocasión, incluso no se pudo dejar entrar al arzobispo de Canterbury por falta de espacio. A finales del siglo XIX, era posible conseguir una momia egipcia auténtica en casi cualquier casa de subastas inglesa, y muchos elegantes caballeros ingleses tenían una momia o dos escondidas en el ático (¡solo por el gusto de tenerlas, al parecer!)

  Estas actividades tan morbosas no tardaron en despertar la fértil imaginación de los escritores, que empezaron a publicar con gran éxito cuentos sobre momias resucitadas. En el relato humorístico de Edgar Allan Poe Conversaciones con una momia, escrito en 1845, un grupo de caballeros obsesionados con Egipto se cuelan en un museo en plena noche y resucitan un antiguo cadáver egipcio aplicándole electricidad. Pero se llevan una desagradable sorpresa cuando descubren que su recién resucitado amigo no es el monstruo primitivo y sin cultura que esperaban, sino un amable noble de tres mil años que sabe más de astronomía, ingeniería y ciencia que cualquiera de los eminentes Victorianos que lo han devuelto a la vida. El único invento moderno que impresiona realmente a la momia es una pastilla de menta para el aliento, porque ¡nunca había visto cosa igual!

  La historia sobre momias más influyente que se ha escrito nunca es, probablemente, la que Arthur Conan Doyle imaginó en 1892, Lote número 249. Es un cuento memorable acerca de un antiguo egipcio devuelto a la vida para que asesine y destruya. Conan Doyle describe a su momia como «una cosa horripilante y deforme» que acecha a sus enemigos «con ojos ardientes y deshilachados brazos tendidos hacia adelante». Esta descripción resultó lo suficientemente sugestiva para inspirar a miles de imitadores y construir la imagen moderna de la momia como monstruo.

  Hoy en día hay casi tantos relatos breves, libros y películas sobre momias como antes había momias auténticas. Pero que no se entere Parvati Patil. Ya tiene bastantes problemas enfrentándose a los monstruos de uno en uno.

  La capacidad para lanzar conjuros y encantamientos, flotar por los aires, aparecerse en forma de animal y curar con hierbas mágicas: todo eso le consiguió a la bruja Morgana su lugar entre los cromos de las ranas de chocolate. Conocida también como Morgan le Fay y hermana o hermanastra del rey Arturo, Morgana es un versátil personaje de ficción presente en la literatura y las leyendas de Gran Bretaña, Italia y Francia. Algunas veces es una diosa, otras una bruja, una arpía, una encantadora o un hada. En cualquiera de sus formas, la fuerte personalidad y las habilidades sobrenaturales que posee hacen de ella una figura digna de ser tenida en cuenta.

  Morgana entró a formar parte de la leyenda artúrica en los escritos del siglo XIII de Geoffrey de Monmouth, quien se refiere a ella como Morgan le Fay (el hada) y la describe como una mujer bella y sabia, con poderes curativos, y la capacidad de volar y cambiar de forma. Vive con sus ocho hermanas en la isla de Avalón. Cuando el rey Arturo resulta herido en su última batalla, Morgana se lo lleva a Avalón, lo acuesta en una cama de oro y le devuelve la salud. Muchos relatos posteriores cuentan que Morgana aprendió el arte de curar y otras artes mágicas de Merlín.

  Representación del sigo XIX de Morgana Le Fay lanzando un conjunto.

  (Fuente de la imagen 72)

  Fata Morgana

  Morgana cede su nombre a uno de los espejismos más famosos del mundo, la Fata Morgana de Italia. Esta ilusión óptica, que se da en el estrecho de Mesina, entre la península italiana y Sicilia, aparece al principio como un grupo de castillos almenados que surgen del m
ar atravesando la niebla. Si se mira durante un rato, una torre parece convertirse en una figura humana (se dice que es Morgana en persona) que flota sobre las aguas. Esta sorprendente visión se debe, al parecer, a una compleja interacción entre las diferentes capas de aire marino húmedo, que distorsionan y amplifican la imagen de los acantilados y las casas de la orilla del estrecho.

  A finales de la Edad Media, cuando la brujería se consideraba un asunto muy grave en Europa, una poderosa mujer capaz de hacer magia era sospechosa, incluso si se trataba solo de un personaje de ficción. Por eso, las versiones posteriores de la leyenda de Arturo comenzaron a describir a Morgana de forma negativa. En La muerte de Arturo, de Thomas Malory, Morgana aparece como un personaje malvado, que se dedica a usar la magia para destruir a su hermano, a la reina Ginebra y a toda la corte. Como sabe que Arturo es vulnerable sin la espada mágica Excalibur, la roba y se la entrega al enemigo de Arturo con la esperanza de que sea usada para matar al rey. En otra ocasión, Morgana da a su hermano una capa encantada, aparentemente en señal de buena voluntad. En el último momento este se salva de ponérsela y acabar convertido en carbones ardientes. Perseguida por los hombres de Arturo, Morgana se transforma en una piedra para escapar de ellos.

  Al margen de la leyenda artúrica, Morgana aparece en la tradición irlandesa como un hada a la que le gusta asustar a la gente y, en el folklore escocés, como la señora de un castillo habitado por una banda de hadas malvadas. En el poema épico italiano Orlando Furioso, Morgana es un hechicera que vive en el fondo de un lago y entrega tesoros a quienes la complacen. También se la relaciona con los morganes o morgens, sirenas que, según se dice, viven frente a las costas de Francia. Tal vez sea una prueba de la naturaleza dual del personaje de Morgana el que, en algunos cuentos, los marineros que se encuentran con una de esas sirenas estén condenados, mientras que en otros entran en un magnífico paraíso subacuático.

  Nicholas Elamel es conocido por los admiradores de Harry Potter como el alquimista medieval que halló la piedra filosofal: una sustancia milagrosa que transforma el plomo en oro y produce el elixir de la inmortalidad. Durante el primer curso que Harry Potter pasa en Hogwarts (donde la Piedra está oculta y protegida por conjuros y encantos), Mantel goza de buena salud y vive, a la venerable edad de 656 años, con su esposa Perenela en Devon, Inglaterra.

  Esa sería aproximadamente la edad que tendría el histórico Nicholas Flamel si aún viviera. Porque Flamel fue en realidad un alquimista, tuvo una esposa llamada Perenela y, si creemos en los escritos que dejó, creó la legendaria Piedra en su laboratorio de alquimia el 17 de enero de 1382.

  (Fuente de la imagen 73)

  Mucho de lo que sabemos acerca de Flamel procede de su libro Hieroglyphica, en el que nos cuenta cómo llegó a ser alquimista de manera accidental. En la época de su nacimiento (aproximadamente en 1330, en la pequeña población de Pontoise, Francia), la alquimia se practicaba en toda Europa occidental. Los secretos de la alquimia, basada en las prácticas de los antiguos maestros metalúrgicos griegos y egipcios, se transmitieron a través del mundo árabe y se difundieron por Europa alrededor del año 1200 por medio de libros escritos en latín. Esos libros describían un sofisticado instrumental de laboratorio, productos químicos y procedimientos complejos mediante los cuales uno podía crear la piedra filosofal y obtener una enorme riqueza, por no hablar de la promesa de la vida eterna. Se decía que la alquimia era también una práctica espiritual y que, con actitud humilde y mucha dedicación, el alquimista se vería elevado a un estado superior de pureza y nobleza. Muchos eran escépticos respecto a ambas afirmaciones, pero muchísimos otros montaron laboratorios caseros y dedicaron su vida al intento de hallar la piedra filosofal.

  De joven, sin embargo, Flamel no parecía tener ningún interés especial en la alquimia, aunque sin duda habría oído hablar de ella. Era un hombre culto para su época; leía y escribía en latín y francés y, cuando le llegó el momento de independizarse, se trasladó a París y se estableció como copista, escribano y librero. Muchos de sus contemporáneos no sabían leer ni escribir y, cuando necesitaban que constara por escrito alguna transacción importante, recurrían a un escribano profesional. Flamel también copiaba libros y manuscritos (faltaba todavía un siglo para que se inventara la imprenta), y obtenía algunos ingresos adicionales dando lecciones de escritura a los ricos, en las que les enseñaba, entre otras cosas, a firmar con su nombre. Su primera tienda fue un diminuto puesto de madera en la calle de los Escribanos, pero a medida que su próspero negocio creció, tomó aprendices, compró una casa cercana y trasladó su establecimiento al primer piso de esta. También conoció a Perenela, una viuda rica y atractiva, y se casó con ella.

  Hasta ese momento la vida del joven escribano era bastante común. Pero un día entró un desconocido en la tienda y le vendió un libro que cambiaría su vida para siempre. «Cayó en mis manos —escribió Flamel—, por la suma de dos florines, un libro dorado, muy antiguo y muy grueso. No era de papel o de pergamino como otros, sino hecho solo de fina corteza. La cubierta era de cobre, muy delicada y toda ella estaba grabada con extrañas figuras». Flamel estudió el libro y quedó convencido de que contenía el secreto de la piedra filosofal, si pudiera entenderlo. Pero como todos los libros de alquimia, en su mayor parte estaba escrito en un lenguaje deliberadamente críptico, y los secretos más ocultos no se hallaban en las palabras sino representados mediante misteriosos dibujos simbólicos. Un dibujo, por ejemplo, era un desierto lleno de hermosas fuentes que rebosaban de serpientes. En otro se veía un arbusto azotado por el viento en la cima de una montaña rodeada de grifos y dragones.

  Los procesos de la alquimia solían tardar semanas o meses en completarse. Nicholas Flamel solo contaba con un ayudante, su esposa Perenela.

  (Fuente de la imagen 74)

  Flamel copió los dibujos (nadie excepto Perenela pudo ver el libro original), los enseñó a sus colegas y los colgó en la tienda, esperando que alguien pudiera explicarle su significado. Pero nadie pudo hacerlo. Es posible que fuera entonces cuando Nicholas instaló un laboratorio y empezó a experimentar, siguiendo los procedimientos de las partes del libro que lograba entender. Nada funcionó. Según la tradición de la alquimia, quienes desean aprender «el arte» deben ser iniciados previamente en sus secretos por un maestro. Así que, tras muchos experimentos fracasados, buscó y encontró a un maestro en España. Con los verdaderos secretos del libro por fin en sus manos, regresó a París y allí, al cabo de tres años de intensa labor, consiguió su propósito. «He proyectado la Piedra roja sobre una cierta cantidad de mercurio —escribió— en presencia de Perenela exclusivamente, y la he transmutado en la misma cantidad de oro puro».

  Flamel creó oro, según él, solo tres veces. Pero eso era mucho más de lo que nunca llegaría a necesitar. Él y Perenela vivían modestamente y usaban su riqueza para ayudar a otros. Durante el resto de sus vidas fundaron y financiaron catorce hospitales, costearon monumentos religiosos, construyeron capillas, corrieron con los gastos de mantenimiento de iglesias y cementerios, y fueron generosos con las viudas y los huérfanos pobres. Perenela murió en 1397, y Flamel pasó sus últimos años escribiendo acerca de la alquimia. Murió el 22 de marzo de 1417, y fue enterrado en la iglesia de Saint-Jacques la Boucherie, cerca de su casa.

  ¿Qué podemos pensar de la historia de Flamel? ¿Realmente creó oro? ¿O todo fue una invención suya, el viejo libro, el viaje a España, la piedra filosofal? Nuestra única fuente de información es el propio Flamel. Pero no existe duda sobre algunos de los hechos. Nicolás Flamel existió; sus regalos y buenas obras fueron reales (algunos de los monumentos que construyó duraron siglos), y la historia de su búsqueda alquímica ayudó a mantener viva la creencia de que la alquimia era una auténtica ciencia y que la piedra filosofal podía hallarse.

  En el siglo XVII, la historia de Flamel se había convertido en leyenda. Se decía que, poco después de su muerte, unos saqueadores entraron en su casa y la destrozaron buscando oro. Como no pudieron encontrarlo, abrieron el ataúd del alquimista con la esperanza de encontrar
algún trozo de la piedra filosofal. Pero el ataúd estaba vacío: ¡ni piedra filosofal ni Flamel! Según algunos, la verdad era que Flamel y Perenela no habían muerto en realidad, sino que habían usado la Piedra para conseguir la inmortalidad. Mucha gente dijo haber visto a los Flamel. Un emisario del rey Luis XIV dijo que vivían en la India. En 1761 se contaba que los habían visto presenciando una representación en el teatro de la Ópera de París y, más recientemente ha corrido el rumor, difundido por el propio Albus Dumbledore, de que la pareja se está planteando renunciar a la inmortalidad para disfrutar de un largo y merecido reposo.

  La medida del poder de un mago son las palabras que sabe. Con las palabras se urden los conjuros y se lanzan encantamientos y maldiciones. Como atestiguan historias por todo el mundo, hay palabras mágicas para cada ocasión: para encantar un castillo, volar en una alfombra, hacerse invisible o conseguir que una escoba cocine el almuerzo y luego lo deje todo limpio. Naturalmente, no cualquier palabra sirve. Deben ser las palabras adecuadas para cada tarea y, como aconseja sabiamente el profesor Flitwick a sus alumnos de primer curso en las clases de Encantamientos, hay que pronunciarlas con absoluta precisión. Dilas correctamente y funcionarán de inmediato, como si le dieras a un interruptor. Dilas mal y quizás acabes teniendo tres cabezas.

 

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