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Paranoia

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by Joseph Finder




  Paranoia

  Joseph Finder

  Adam Cassidy tiene veintiséis años y odia su empleo miserable en una compañía tecnológica, pero su vida cambia por completo cuando le ofrecen convertirse en espía infiltrado en la Trion Systems, el principal competidor de su empresa. Sus superiores le preparan, le proporcionan información sobre su nueva empresa y, en cuanto empieza a trabajar en ella, se convierte en empleado estrella ascendiendo rápidamente a puestos de gran responsabilidad. Ahora su vida es perfecta: adora su trabajo, conduce un Porsche y tiene una novia que quita el sueño; lo único que tiene que hacer para mantener las cosas como están es traicionar a todos los que le rodean.

  «Ha llegado el nuevo Grisham… Paranoia es un thriller magistralmente narrado y tremendamente absorbente» People Magazine

  Joseph Finder

  Paranoia

  © 2004 by Joseph Finder

  Título original: Paranoia

  © de la traducción: Juan Gabriel Vásquez

  Primera Parte. El amañado

  Amañado: Término de la CIA originado en la Guerra Fría y referido a una persona que será chantajeada o puesta en entredicho para obligarla a cumplir los deseos de la Agencia.

  Diccionario del Espionaje.

  Capitulo 1

  Hasta que ocurrió todo, yo nunca había creído en la vieja frase de que debes tener cuidado con lo que deseas, porque podrías conseguirlo. Ahora creo en ella.

  Ahora creo en todos los proverbios de advertencia. Creo que más dura será la caída. Creo que de tal palo tal astilla, que la mala suerte no viene sola, que no todo lo que brilla es oro, que más rápido se coge al mentiroso que al cojo. Lo que se te ocurra, yo lo creo.

  Podría intentar explicar que todo empezó con un acto de generosidad, pero eso no sería muy preciso. Fue más bien un acto de estupidez. Un grito de auxilio, si se prefiere. O más bien un corte de mangas. Como sea, el error fue mío. En parte, pensaba que me saldría con la mía, pero también esperaba que me despidieran. Debo confesarlo: cuando recuerdo la forma en que comenzó todo, me maravillo ante lo gilipollas y arrogante que llegué a ser. No negaré que recibí mi merecido. Es sólo que no fue lo que esperaba. Pero ¿quién hubiera esperado algo así?

  Hice un par de llamadas, y eso fue todo. Me hice pasar por el vicepresidente de Eventos Empresariales y llamé al lujoso servicio de catering que se encargaba de todas las fiestas de Wyatt Telecom. Les dije que hicieran exactamente lo mismo que habían hecho para la juerga de la semana anterior, la del premio al Mejor Vendedor del Año. (Obviamente, yo ignoraba el despilfarro que había sido aquello.) Les di los códigos de pago correctos, autoricé las transferencias por anticipado. Todo fue sorprendentemente fácil.

  El dueño de Cenas de Esplendor me dijo que nunca había organizado una recepción en el área de carga de una compañía, que el asunto presentaba «dificultades escenográficas», pero yo sabía que no rechazaría un jugoso cheque de Wyatt Telecom.

  Por alguna razón, dudo que Cenas de Esplendor hubiera hecho jamás una fiesta de jubilación para un auxiliar de capataz.

  Creo que eso fue lo que realmente enfureció a Wyatt. Pagar una fiesta en honor de Jonesie -«¡un mozo de carga, por el amor de Dios!»- era una violación del orden natural. Si me hubiera gastado el dinero en la entrada de un descapotable Ferrari 360 Módena, Nicholas Wyatt casi lo hubiera entendido. Hubiera percibido mi codicia como evidencia de nuestra humanidad compartida, igual que la debilidad por la bebida, o por las «tías», como llamaba a las mujeres.

  Si hubiera sabido cómo terminaría todo, ¿volvería a hacerlo? Ni pensarlo.

  Sea como sea, debo decir que estuvo muy bien. Yo estaba al tanto de que el dinero para la fiesta de Jonesie salía de un fondo destinado, entre otras cosas, a una «excursión» del presidente ejecutivo y sus vicepresidentes al hotel Guanahani de la isla de St. Barthelemy.

  También me gustó que los obreros de carga se hicieran una idea de cómo vivían los ejecutivos. La mayoría de los colegas y sus esposas, gente cuya idea de derroche era el Festival de la Gamba en el Red Lobster o la Barbacoa de Costillas en el Outback Steakhouse, no supieron qué hacer con la comida más rara, el caviar de Osetra o el cuarto trasero de ternero lechal a la Provenzal, pero devoraron el filete de res en croute, el costillar de cordero, la langosta asada con raviolis. Las esculturas de hielo fueron todo un éxito. El Dom Perignon fluyó, aunque no tan rápido como la Budweiser. (Y eso me parecía bien, porque los viernes por la tarde yo solía quedarme a fumar en el área de carga, y alguien, generalmente Jonesie o Jimmy Conolly, el capataz, traía una nevera de latas frías para celebrar el final de otra semana.)

  Jonesie, un viejo con una cara desgastada y abatida que lo hacía inmediatamente simpático, estuvo animado toda la noche. Esther, su esposa de cuarenta y dos años de edad, nos pareció estirada al principio, pero al final resultó ser una bailarina increíble. Yo había contratado a un excelente grupo de reggae jamaicano, y todos se unieron a la fiesta, incluso los tíos que nunca hubiéramos esperado ver bailar.

  Eso fue después de la gran crisis tecnológica, por supuesto, y en todas partes las compañías estaban haciendo despidos masivos e instaurando políticas de «austeridad», lo cual significaba que uno tenía que pagar por su café y que no habría más Coca-Cola gratis en el salón de descanso, y cosas así. Se suponía que Jonesie debía dejar de trabajar un viernes, pasar unas horas rellenando impresos en Recursos Humanos, y después irse a casa para el resto de su vida, sin fiesta, sin nada. Mientras tanto, el equipo ejecutivo de Wyatt Telecom planeaba dirigirse a St. Bart en sus aviones Lear para revolcarse con sus esposas o novias en sus chalets privados, embadurnarse los michelines con aceite de coco y discutir políticas de austeridad empresarial durante obscenos desayunos de buffet con papayas y lenguas de colibrí. En realidad, Jonesie y sus amigos no se preguntaron demasiado en serio quién estaba pagando todo aquello. Pero a mí me hizo sentir un cierto placer secreto y perverso.

  Eso fue hasta la una y media de la mañana, cuando el sonido de las guitarras eléctricas y los gritos de un par de colegas jóvenes, que habían pillado una curda de mil demonios, debió de llamar la atención de un guardia de seguridad, un tipo recién contratado (la paga es pésima, los turnos son increíbles), que no conocía a ninguno de nosotros y no estaba dispuesto a dejar pasar nada por alto.

  Era un tío regordete, de cara colorada a lo Porky, que apenas habría cumplido los treinta. Simplemente agarró su walkie-talkie como si fuera una pistola Glock y dijo:

  – ¿Qué coño…?

  Y mi vida, tal como la conocí, había terminado.

  Capítulo 2

  El correo de voz me estaba esperando cuando llegué al trabajo, tarde como siempre.

  En realidad, más tarde que de costumbre. Me sentía mareado, la cabeza me palpitaba y el corazón me iba demasiado rápido después de la gigantesca taza de café barato que me había bebido de un trago en el metro. Una ola de acidez me salpicaba el estómago. Había llegado a pensar en llamar y decir que estaba enfermo, pero esa pequeña voz de cordura que había en mi cabeza me dijo que lo más sabio, después de los sucesos de la noche anterior, era presentarme a trabajar y afrontar las consecuencias.

  Lo cierto es que estaba convencido de que me despedirían: casi me hacía ilusión, de la misma forma que uno teme y a la vez ansía que le limpien con una fresa un diente dolorido. Cuando salí del ascensor y caminé el kilómetro hacia mi terminal de trabajo, pasando entre los primeros cuarenta cubículos de la planta, veía cabezas que se alzaban aquí y allá, como perros en una pradera, para alcanzar a verme. El rumor había corrido; yo era una celebridad. Los correos electrónicos volaban de un lado al otro, de eso no había duda.

  Tenía los ojos rojos, mi pelo era un desastre, parecía un anuncio ambulante de no a la droga.

  La pantallita de cristal líquido de mi
teléfono Internet decía: «Tiene once mensajes.» Conecté el altavoz y los pasé deprisa. Con sólo oír los mensajes, preocupados y sinceros y aduladores, me subió la presión detrás de los ojos. Saqué el frasco de Advil del cajón inferior, cogí dos y me los tragué en seco. Así que esta mañana ya llevaba cuatro, lo cual excedía la dosis máxima recomendada. ¿Y qué podía pasarme? ¿Morir de una sobredosis de ibuprofeno momentos antes de ser despedido?

  Yo era subdirector de líneas de producción para routers en nuestra División Empresarial. No preguntéis qué significa eso en cristiano, es lo más aburrido que os podáis imaginar. Me pasaba los días oyendo frases como «servicio dinámico de emulación de circuitos de banda ancha» y «dispositivo de acceso integrado» y «dispositivo IOS» y «ejes ATM» y «protocolo de seguridad para Internet», y os juro que no sabía qué significaba la mitad de esa mierda.

  Un mensaje de un tío de Ventas llamado Griffin. Me llamaba «campeón» y se jactaba de que acababa de vender un par de docenas de los routers que yo manejaba asegurándole al cliente que tenían una característica particular -protocolos de capacidad múltiple para transmisión de vídeo en vivo-, aunque él sabía muy bien que no la tenían. Pero estaría muy bien que esa característica le fuera añadida al producto, digamos en las próximas dos semanas, antes de que saliera el envío. Sí, claro. Tranquilo.

  Una llamada de seguimiento del jefe de Griffin, sólo «para confirmar el progreso de los protocolos de capacidad múltiple que según se dice estás haciendo», como si me encargara yo mismo del trabajo técnico.

  Y la voz cortada, importante, de un hombre llamado Arnold Meacham, que se identificó como director de Seguridad Empresarial y me pidió que por favor me «pasara» por su despacho tan pronto como llegara.

  Más allá de su título, no tenía la menor idea de quién era Arnold Meacham. Nunca había oído su nombre. Ni siquiera sabía dónde estaba Seguridad Empresarial.

  Es gracioso: cuando oí el mensaje, mi corazón no se aceleró como era de esperar. De hecho, redujo el ritmo, como si mi cuerpo supiera que el concierto se había acabado. Había algo Zen en todo aquello, la serenidad interna del momento en que te das cuenta de que no hay nada que hacer. Casi me deleité con aquel momento.

  Durante unos minutos, mientras aspiraba mi Sprite, me puse a mirar fijamente las paredes de mi cubículo, el color carbón del tapizado Avora, que parecía la moqueta que cubría el suelo del piso de mi padre. Siempre mantuve los paneles libres de toda evidencia de presencia humana: nada de fotos de la esposa o los hijos (fácil, pues no tenía), nada de caricaturas de Dilbert, nada irónico ni agudo para decir que me encontraba aquí bajo protesta, pues ya me sentía bastante lejos de todo eso. Tenía un estante en el que había una guía de referencia de protocolos para routers y cuatro carpetas negras y gruesas que contenían el «índice de características» del router MG-50K. No iba a echar de menos ese cubículo.

  Quiero decir, no era como si fueran a fusilarme; según pensé, ya me habían fusilado. Ahora sólo era cuestión de ocuparse del cuerpo y de limpiar la sangre. Recuerdo que en la universidad leí una vez acerca de la guillotina en la historia francesa, y de cómo un verdugo que era médico llevó a cabo este espantoso experimento (uno se divierte como puede, supongo): segundos después de que cayera la cabeza observó la forma en que los ojos y los labios temblaban y se contraían hasta que los párpados se cerraban y todo se detenía. Entonces pronunció el nombre del muerto, y los ojos del decapitado se abrieron de golpe y se fijaron en el verdugo. Segundos después los ojos se cerraron, y el doctor llamó al muerto de nuevo y los ojos volvieron a abrirse y lo miraron. Qué simpático. Así que treinta segundos después de quedar separada del cuerpo, la cabeza sigue reaccionando. Así me sentía yo. La cuchilla ha caído ya, pero me siguen llamando.

  Levanté el auricular y llamé al despacho de Arnold Meacham, le dije a su asistente que me pondría en camino, y pregunté cómo se llegaba.

  Tenía la garganta seca, así que me detuve en el salón de descanso para servirme uno de aquellos refrescos antiguamente-gratuitos-pero-ahora-a-cincuenta-centavos. El salón de descanso estaba al fondo, en medio de la planta, junto a los ascensores, y mientras caminaba en un curioso estado de fuga, un par de colegas me vieron llegar y rápidamente se dieron la vuelta, avergonzados.

  Inspeccioné la vitrina de cristal grasiento donde estaban los refrescos, decidí que no tomaría mi acostumbrada Pepsi Light -la verdad era que en ese momento no necesitaba más cafeína- y saqué una Sprite. Sólo por rebeldía, no dejé nada de dinero en el bote. ¡Ja! Así aprenderían. Abrí el refresco y me dirigí al ascensor.

  Yo odiaba mi trabajo, lo despreciaba de verdad, así que la idea de perderlo no me parecía nada terrible, ni mucho menos. Pero por otra parte, no es que pudiera vivir de rentas. Necesitaba el dinero, por supuesto. El punto era ése, ¿no? Había regresado básicamente para colaborar con el tratamiento médico de mi padre. Mi padre, que me consideraba un fracasado. En Manhattan, trabajando como camarero, ganaba la mitad del dinero pero vivía mejor. ¡Estamos hablando de Manhattan! Aquí, yo vivía en un deteriorado estudio en la planta baja de un edificio de Pearl Street, un lugar que hedía a tubo de escape y cuyas ventanas se sacudían cuando pasaban los camiones a las cinco de la mañana. Es cierto que un par de noches por semana podía salir con amigos, pero la mayoría de las veces acababa metiendo la mano en la línea de crédito de mi cuenta una semana antes de que mi cheque apareciera, mágicamente, el día quince de cada mes.

  Así que la paga no era gran cosa, pero tampoco es que fuera de culo. Trabajaba el mínimo de horas requerido, llegaba tarde y me iba temprano, pero hacía mi trabajo. Mis calificaciones de desempeño no eran demasiado buenas: yo era «contribuyente de base», es decir que estaba en el límite, tan sólo un escalón por encima del «bajo contribuyente», que era donde uno ya podía empezar a hacer las maletas.

  Entré en el ascensor, me fijé en lo que llevaba puesto -vaqueros negros, camiseta gris, zapatillas- y deseé haberme puesto una corbata.

  Capítulo 3

  Cuando trabajas en una gran empresa, nunca sabes muy bien qué creer. Las charlas están llenas de bravuconadas y amenazas. Todo el tiempo te hablan de «aplastar a la competencia», de «clavarles una estaca en el corazón». Te hablan de «matar o morir», «comer o que te coman», de «quitarles la comida» y «cómete al enemigo» y «cómete a tus hijos».

  Eres ingeniero de software o director de producción o encargado de ventas, pero después de un tiempo comienzas a pensar que de alguna forma has acabado mezclado con una de esas tribus aborígenes de Papúa Nueva Guinea que se pintan la cara y se atraviesan la nariz con colmillos de jabalí y se ponen calabazas en la polla. Cuando la realidad es que basta con que le envíes a tu colega de Tecnologías de la Información una broma subida de tono y políticamente incorrecta por correo electrónico, y que tu colega se la mande al tío de unos cubículos más allá, para que acabes encerrado en una sala de conferencias en Recursos Humanos recibiendo Capacitación para la Diversidad durante una semana de espanto. Roba unos clips y acabarán azotándote con la regla astillada de la vida.

  Lo que pasa, por supuesto, es que yo había hecho algo un poco más serio que asaltar el armario de materiales de oficina.

  Me hicieron esperar en una lejana oficina entre media hora, cuarenta y cinco minutos, pero pareció más tiempo. No había nada que leer, aparte de Gestión de la seguridad y cosas así. La recepcionista llevaba el pelo rubio cenizo metido en un casco, y tenía círculos amarillos de fumadora debajo de los ojos. Contestaba el teléfono, tecleaba en un teclado, me echaba miradas furtivas de vez en cuando, como cuando uno trata de ver un truculento accidente de tránsito mientras mantiene los ojos en la carretera.

  Estuve tanto tiempo sentado que la confianza me empezó a fallar. Tal vez el punto era ése. El asunto del cheque mensual comenzaba a parecerme una buena idea. Tal vez una actitud desafiante no era la mejor estrategia. Tal vez me tendría que tragar la mierda. Tal vez la cosa era mucho más grave.

  Arnold Meacham no se puso de pie cuando la recepcion
ista me hizo pasar. Estaba sentado detrás de un gigantesco escritorio negro que parecía de granito pulido. Tenía unos cuarenta años, era delgado y ancho, con cuerpo de Gumby, [1] cabeza larga y cuadrada, nariz larga y delgada, sin labios. Pelo castaño encanecido y con entradas. Llevaba un blazer azul cruzado y una corbata azul a rayas, como el presidente de un club náutico. Me miraba fijamente a través de unas gafas de acero demasiado grandes, estilo aviador. Se podía ver que no tenía el más mínimo sentido del humor. A un lado de su escritorio, sentada en una silla, estaba una mujer algo mayor que yo que parecía tomar notas. El despacho era grande y sobrio, con muchos diplomas colgados de la pared.

  – Así que usted es Adam Cassidy -dijo Meacham. Tenía una manera de hablar remilgada y precisa-. ¿Resaca postfiesta, muchacho?

  Sus labios se juntaron en una sonrisita.

  Dios mío. Esto no pintaba bien.

  – ¿En qué le puedo ayudar? -dije. Traté de parecer perplejo, preocupado.

  – ¿En qué me puede ayudar? ¿Qué le parece si comienza por decirme la verdad? Así es como me puede ayudar.

  Generalmente le caigo bien a la gente. Se me da bien lo de conquistar simpatías: la profesora de matemáticas enfurecida, el cliente de la empresa cuyo pedido lleva seis meses de retraso, lo que sea. Pero de inmediato pude ver que aquél no era uno de esos momentos Dale Carnegie. [2] Las posibilidades de rescatar mi detestable empleo se reducían a cada segundo.

  – Por supuesto -dije-. ¿La verdad sobre qué?

  Meacham resopló, divertido.

  – ¿Qué tal el acontecimiento de anoche?

  Hice una pausa, reflexioné.

  – ¿Se refiere a nuestra pequeña fiesta de jubilación? -dije. No estaba seguro de cuánto sabían ellos, pues había sido muy cuidadoso con el rastro del dinero. Debía cuidar mis palabras. La mujer del cuaderno, una mujer ligera con pelo rojo y crespo y grandes ojos verdes, estaba probablemente en calidad de testigo.

 

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