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Paranoia

Page 2

by Joseph Finder


  – Pequeña, sí. Tal vez según los parámetros de Donald Trump. -Meacham tenía un rastro casi imperceptible de acento sureño.

  – Era necesaria como estímulo para la moral -dije-. Créame, señor, la fiesta hará maravillas en el campo de la productividad.

  Una mueca de desprecio se dibujó en su boca sin labios.

  – «Estímulo para la moral.» La financiación de ese «estímulo para la moral» está cubierta con sus huellas.

  – ¿La financiación?

  – No se haga el tonto, Cassidy.

  – No estoy seguro de entender a qué se refiere, señor.

  – ¿Me cree usted estúpido? -Había dos metros de falso granito entre ambos, y aun así me llegaban gotas de su saliva.

  – Me parece que… que no, señor. -Un esbozo de sonrisa apareció en las comisuras de mi boca. No lo pude evitar: era el orgullo de la labor cumplida. Grave error.

  El rostro pálido de Meacham se sonrojó.

  – ¿Cree que es gracioso eso de entrar ilegalmente en las bases de datos de la compañía para conseguir códigos de pago confidenciales? ¿Cree acaso que se trata de un juego, que ha hecho algo astuto? ¿Cree que esto no cuenta?

  – No, señor.

  – ¡Mentiroso de mierda, grandísimo gilipollas! ¡Lo que ha hecho usted es igual que robarle el bolso a una anciana en el metro!

  Traté de parecer escarmentado, pero podía ver hacia dónde se dirigía la conversación, y en realidad me parecía inútil.

  – Usted ha robado setenta y ocho mil dólares de la cuenta de Eventos Empresariales para hacerle una puta fiesta a sus amiguetes en el área de carga. ¿No es así?

  Tragué saliva. ¿Setenta y ocho mil dólares? Sabía que había sido una buena cantidad, pero no imaginé que fuera tanto.

  – ¿El tío ese está metido en todo esto?

  – ¿A quién se refiere? Tal vez está usted confundido acerca de…

  – «Jonesie.» El viejo ese, el nombre que había sobre el pastel.

  – Jonesie no ha tenido nada que ver -le espeté.

  Meacham se recostó con aire triunfante: finalmente había encontrado un punto débil.

  – Si quiere despedirme, hágalo, pero Jonesie es completamente inocente.

  – ¿Despedirlo? -Parecía que le hubiera hablado en serbo-croata-. ¿Cree que estoy hablando de despedirlo? Usted es un chico inteligente, bueno para las matemáticas y los ordenadores, capaz de sumar, ¿no es cierto? Bien, pues quizá pueda sumar estos números. Por desfalco, le caerán cinco años de cárcel y una multa de doscientos cincuenta mil dólares. Fraude por telegrama y por correo, otros cinco años de cárcel, pero espere: si el fraude afecta a una institución financiera -y fíjese qué suerte, usted se ha metido con nuestro banco y el banco receptor, es su día de suerte, gilipollas-, en total son más de treinta años de cárcel y una multa de un millón de dólares. ¿Nos entendemos? ¿Me sigue? ¿Treinta y cinco años? Y ni siquiera hemos entrado en el tema de la falsificación y los delitos informáticos, en la obtención de información de un ordenador protegido con el fin de robar datos… eso puede resultar en penas de uno a veinte años y más multas. ¿Cuánto llevamos hasta ahora? ¿Cuarenta, cincuenta, cincuenta y cinco años de cárcel? Usted tiene veintiséis, así que tendrá, veamos, ochenta y un años cuando salga.

  Para este momento ya tenía la camiseta empapada en sudor, me sentía frío y pegajoso. Las piernas me temblaban.

  – Pero -empecé a decir con voz ronca, y seguí tras carraspear- en una corporación de treinta mil millones de dólares, setenta y ocho mil dólares no son más que un error de cómputo.

  – Le sugiero que se calle la boca -dijo Meacham con voz queda-. Hemos consultado a nuestros abogados, y ellos están convencidos de que pueden obtener cargos por desfalco en un tribunal. Además, está claro que usted estaba en posición de sacar más dinero, y sospechamos que esto no fue más que el primer episodio de una conspiración actualmente en curso cuyo fin es defraudar a Wyatt Telecommunications, parte de una estrategia de retiradas y desviaciones de fondos. No es más que la punta del iceberg.

  Se dirigió por primera vez a la mujer que tomaba notas.

  – Lo que sigue es extraoficial -dijo, y volvió a hablarme-. El fiscal general fue compañero de habitación de nuestro abogado en la universidad, señor Cassidy, y estamos absolutamente seguros de que tiene la intención de castigarlo tan duramente como pueda. Además, la oficina del Fiscal del Distrito, aunque usted tal vez no lo haya notado, está llevando a cabo una campaña contra los delitos empresariales, y están buscando a alguien que sirva para dar el ejemplo. Quieren una cabeza en una estaca, Cassidy.

  Me quedé mirándolo. El dolor de cabeza estaba de vuelta. Sentí un hilillo de sudor bajarme por dentro de la camisa, desde la axila hasta la cintura.

  – Tenemos tanto a la policía estatal como a los federales de nuestro lado. Es así de simple: está usted en nuestro poder. Ahora se trata simplemente de decidir con qué dureza queremos golpearlo, cuánta destrucción queremos provocar. Y tampoco se imagine que acabará en un club campestre. Los tíos guapos como usted acaban boca abajo sobre alguna litera de la Prisión Federal de Marion. Cuando salga, será un viejo desdentado. Y en caso de que no esté al tanto de nuestro actual sistema de justicia, la fianza ya no existe a nivel federal. En este momento, su vida acaba de cambiar. Está jodido, amigo.

  Miró a la mujer del cuaderno.

  – De vuelta al acta. Veamos qué tiene que decir, y espero que sea algo bueno.

  Tragué, pero la saliva había dejado de fluir en mi boca. Veía fogonazos blancos en los bordes de mi campo visual. Meacham hablaba en serio.

  En mis años de instituto y universidad, me llegaron a detener con mucha frecuencia por exceso de velocidad, y adquirí reputación de virtuoso en el arte de evitar las multas. El truco está en hacer que el policía sienta tu dolor. Es guerra psicológica. Es por eso que usan gafas de espejo, para que uno no pueda mirarles a los ojos mientras les ruega. Incluso los policías son seres humanos. Yo solía llevar un par de libros sobre prevención del crimen en el asiento delantero, y les decía que estaba estudiando para ser policía y que esperaba que esta multa no afectara mis posibilidades. O les mostraba una botella con receta y les decía que tenía prisa porque necesitaba llevarle a mamá su medicina contra la epilepsia lo antes posible. Básicamente, aprendí que si uno va a comenzar, tiene que estar dispuesto a ir hasta el final; hay que ponerle todo el corazón al asunto.

  La idea de salvar el empleo ya había quedado muy atrás. No me podía sacudir la imagen de la litera en la Prisión Federal de Marion. Estaba cagado de miedo.

  Así que no me enorgullezco de lo que hice, pero ya lo veis, no tuve opción. O sacaba de lo más profundo de mí la mejor historia posible para este asqueroso segurata, o acabaría como esclavo de alguien en la cárcel.

  Respiré hondo.

  – Mire -dije-, le voy a ser sincero.

  – Ya era hora.

  – El asunto es que… bueno, el asunto es que Jonesie tiene cáncer.

  Meacham sonrió y se echó hacia atrás sobre su silla, como diciendo: diviérteme.

  Solté un suspiro y me mordí el interior de la mejilla como si estuviera revelando algo que prefería no revelar.

  – Cáncer de páncreas. Inoperable.

  Meacham me miraba con cara de piedra.

  – Recibió el diagnóstico hace tres semanas. No hay nada que puedan hacer, este tío se está muriendo. Y Jonesie, ya sabe… bueno, tal vez no lo sepa, porque usted no lo conoce, pero Jonesie mantiene siempre una actitud de coraje. Va y le dice al oncólogo: «¿Quiere decir que puedo dejar de usar seda dental?» -Puse una sonrisa triste-. Sí, así es Jonesie.

  La mujer de las notas se detuvo un instante, de hecho parecía afectada. Enseguida siguió tomando notas.

  Meacham se pasó la lengua por los labios. ¿Lo estaba conmoviendo? No podía saberlo. Tenía que aumentar la potencia, buscar la medalla de oro.

  – Usted no tiene por qué saber nada de esto -continué-. Quiero decir que Jonesie no es precisamente un tipo
importante en este lugar. No es ningún vicepresidente, ni nada por el estilo. No es más que un mozo de carga. Pero es una persona importante para mí, porque… -Cerré los ojos durante unos segundos, respiré hondo-. Nunca quise decírselo a nadie, era un secreto que había entre nosotros, pero el asunto es éste: Jonesie es mi padre.

  La silla de Meacham se movió lentamente hacia delante. Ahora sí que estaba atento.

  – Apellidos distintos y todo… mamá me cambió el mío por el suyo hace unos veinte años, cuando dejó a mi padre y me llevó con ella. Yo era un niño, ¿qué podía hacer? Pero papá… -Me mordí el labio inferior. Ahora los ojos se me habían llenado de lágrimas-. Papá siguió manteniéndonos, trabajando en dos y a veces tres empleos a la vez. Nunca pidió nada a cambio. Mamá no quería que viniera a verme, pero en Navidades… -Una inhalación brusca, casi como hipo-. Papá venía cada Navidad, y algunas veces llegaba a pasar una hora en el frío, llamando al timbre, antes de que mamá lo dejara entrar. Siempre me traía un regalo, algo grande y caro que no se podía permitir. Después, cuando mamá dijo que no podría mandarme a la universidad, por lo menos no con su salario de enfermera, papá comenzó a mandar dinero. Dijo… dijo que me quería dar la vida que él nunca tuvo. Mamá nunca sintió ningún respeto por él, y siempre me puso en su contra, ¿sabe usted? Así que nunca llegué siquiera a darle las gracias. Ni siquiera lo invité a mi graduación, porque sabía que mamá se sentiría incómoda con él por ahí, pero él asistió de todas maneras, lo vi dando vueltas por el lugar, vestido con un traje horrible y viejo… Nunca antes lo había visto con traje y corbata, debió de haberlo conseguido en el Ejército de Salvación, porque estaba empeñado en verme graduarme en la universidad, y no quería causarme vergüenza.

  Meacham parecía tener los ojos llorosos. La mujer había dejado de tomar notas y sólo estaba mirándome, parpadeando para no llorar.

  Yo estaba metido en el papel. Meacham merecía mi mejor golpe, y eso era lo que estaba recibiendo.

  – Cuando comencé a trabajar aquí en Wyatt, nunca, nunca en mi puta vida, me esperé encontrar a papá trabajando en la zona de carga. Fue algo así como el mejor accidente del mundo. Mamá murió hace un par de años, y aquí estoy yo, relacionándome con mi padre, un tío maravilloso y tierno que nunca me pidió nada, nunca me exigió nada, que se rompía las manos trabajando para mantener a su maldito hijo, un desagradecido al que nunca llegaba a ver. Es como si fuera el destino, ¿sabe? Y entonces, cuando le dan la noticia, lo del cáncer pancreático inoperable, y empieza a hablar de matarse antes de que lo mate el cáncer, pues yo…

  La mujer de las notas sacó un kleenex y se sonó. Su mirada fulminó a Arnold Meacham. Meacham se estremeció.

  – Sentí simplemente que tenía que demostrarle lo que él significaba para mí -suspiré-. Supongo que quise hacer mi propia Fundación Pide-un-Deseo. Le dije… le dije que me había ganado la tripleta en el hipódromo, no quería que supiera ni fuera a preocuparse. Quiero decir que lo que hice estuvo mal, créame, completamente mal. Estuvo mal por todos los lados posibles, no voy a mentirle. Pero tal vez estuvo bien por un lado pequeñito…

  La mujer sacó otro kleenex y miró a Meacham como si fuera la escoria de la sociedad. Meacham tenía la mirada fija en el suelo. Se había ruborizado y era incapaz de mirarme a los ojos. Yo mismo me estaba dando escalofríos.

  En ese instante oí que se abría una puerta en el extremo más oscuro del despacho y oí aplausos. Aplausos lentos y sonoros.

  Era Nicholas Wyatt, fundador y presidente ejecutivo de Wyatt Telecommunications. Se me acercó mientras aplaudía, sonriendo de oreja a oreja.

  – Brillante actuación -dijo-. Absolutamente brillante.

  Sorprendido, levanté la mirada, y sacudí la cabeza lamentándome. Wyatt era alto -medía casi dos metros- y tenía complexión de luchador. Fue haciéndose más y más grande a medida que se acercaba, hasta que, de pie a un par de metros de mí, parecía desbordar la realidad. Wyatt tenía reputación de vestir bien, y llevaba, por supuesto, un traje gris de raya diplomática que parecía Armani. No sólo era un hombre poderoso: se veía poderoso.

  – Señor Cassidy, permítame que le haga una pregunta.

  No supe qué hacer, así que me puse de pie y le alargué la mano para saludarlo. Wyatt no me dio la mano.

  – ¿Cómo se llama Jonesie?

  Dudé un instante un poco más largo de lo conveniente.

  – Al -dije al fin.

  – ¿Al? Y el nombre completo es…

  – Al… Alan -dije-. Albert. Mierda.

  Meacham me miró fijamente.

  – Los detalles, Cassidy -dijo Wyatt-. Los detalles son lo que siempre nos jode. Pero tengo que decirle que me ha conmovido, de verdad. La parte del traje conseguido en el Ejército de Salvación me llegó al corazón. -Se dio un golpe en el pecho con el puño cerrado-. Extraordinario.

  Sonreí tímidamente, sintiéndome usado.

  – Este tío me ha dicho que esperaba algo bueno.

  Wyatt sonrió.

  – Es usted un joven de un talento extraordinario, Cassidy. Una Sherazade total. Y me parece que tenemos que hablar.

  Capítulo 4

  Nicholas Wyatt daba miedo. Nunca nos habíamos conocido, pero yo lo había visto en la tele, en CNBC y en el sitio web de la compañía, en los videomensajes que había grabado. En mis tres años trabajando para la compañía que él había fundado, incluso había llegado a verlo alguna que otra vez, en vivo y en directo. De cerca era todavía más intimidante. Tenía un bronceado profundo, un pelo negro como el betún, cubierto de gomina y bien peinado hacia atrás. Sus dientes eran paralelos hasta la perfección y de un blanco cegador.

  Tenía cincuenta y seis años, pero no los aparentaba, sea cual sea el aspecto que se aparenta a los cincuenta y seis. Lo seguro es que no se parecía a mi padre a sus cincuenta y seis: un viejo calvo y barrigón incluso en la así llamada flor de la vida. Estos eran unos cincuenta y seis muy diferentes.

  No tenía la menor idea de por qué estaba Wyatt aquí. ¿Qué amenaza podía formular el presidente ejecutivo de la compañía que Meacham no hubiera utilizado ya? ¿Condena a morir por miles de cortes de papel? ¿A ser devorado vivo por un jabalí salvaje?

  En el fondo tenía la efímera fantasía de que fuera a decirme «choca esos cinco», o a felicitarme por una buena jugada, o a decirme que le gustaba mi temple, mi movida. Pero ese patético fantaseo se marchitó tan pronto como apareció en mi imaginación desesperada. Nicholas Wyatt no era uno de esos curas que juegan a baloncesto con sus discípulos. Era un hijo de puta vengativo.

  Yo había oído rumores. Sabía que cualquier persona con dos dedos de frente se esforzaba por evitarlo. Había que bajar la cabeza y no llamar su atención. Wyatt era famoso por sus cóleras, sus berrinches y sus disputas a gritos. Se sabía que era capaz de despedir a alguien en un solo instante, haciendo que los de Seguridad recogieran sus pertenencias y lo acompañaran a la salida. En sus reuniones ejecutivas, siempre escogía alguien a quien humillar durante toda la sesión. No había que darle malas noticias; no había que hacerle perder ni un segundo de su tiempo. Los que tenían la desafortunada obligación de hacer una presentación en Powerpoint para él, la ensayaban y la ensayaban hasta dejarla perfecta, pero al más mínimo problema técnico, Wyatt interrumpía gritando:

  – ¡Es que no me lo puedo creer!

  La gente decía que se había sosegado mucho desde los primeros años, pero ¿en qué se basaban? Wyatt era un competidor sanguinario, levantador de pesas y triatlonista. Quienes hacían ejercicio en el gimnasio de la compañía decían que siempre estaba retando a los deportistas más serios a competir haciendo flexiones en la barra fija. Nunca perdía, y cuando el otro se había dado por vencido, lo provocaba diciendo: «¿Quieres que siga?» Decían que tenía el cuerpo de Arnold Schwarzenegger, un condón moreno lleno de nueces.

  No era sólo que estuviera obsesionado por ganar, sino que la victoria no era dulce si no lograba además ridiculizar al vencido. Una vez, en una fiesta de Navidad para toda la compañía, escribió sobre una botella el nombre de su
principal competidora, Trion Systems, y la destrozó contra la pared entre las ovaciones y los silbidos de los borrachos.

  Era el líder de un club de alta testosterona. Los de su equipo vestían, como él, trajes de siete mil dólares: Armani o Prada o Brioni o Kiton o cualquier otro diseñador cuyo nombre yo no había escuchado nunca. Y le aguantaban sus gilipolleces porque por ello recibían compensaciones asquerosamente buenas. Todo el mundo conoce la broma que hay sobre él: ¿Cuál es la diferencia entre Dios y Nicholas Wyatt? Que Dios no se cree Nicholas Wyatt.

  Nick Wyatt dormía tres horas por noche, parecía no comer más que barras proteínicas durante el desayuno y la comida, era un reactor nuclear de energía nerviosa y transpiraba copiosamente. Lo llamaban «El Exterminador». Su herramienta era el miedo y nunca olvidaba un desaire. Cuando uno de sus ex amigos fue despedido de la presidencia ejecutiva de cierta empresa de alta tecnología, Wyatt le mandó rosas negras. Sus asistentes siempre sabían dónde conseguir rosas negras. La frase por la que es famoso, la única cosa que repetía con tanta frecuencia que debería estar tallada en granito encima de la entrada, o transformada en salvapantallas para todos los ordenadores, era: «Claro que soy paranoico. Quiero que todos mis trabajadores sean paranoicos. El éxito exige paranoia.»

  Seguí a Wyatt por el corredor, desde Seguridad Empresarial hasta su suite ejecutiva, y no fue fácil mantener su paso: caminaba muy rápido. Casi tuve que correr. Meacham, detrás de mí, nos seguía, llevando un portafolio de cuero negro que se balanceaba en su mano como un bastón de mando. A medida que nos acercábamos a la zona ejecutiva, las paredes de yeso se transformaron en caoba; el alfombrado se hizo suave y grueso. Estábamos en su despacho, su guarida.

  La pareja de asistentes le sonrió cuando nuestra caravana pasó entre ellas. Una rubia, otra negra. Wyatt dijo «Linda, Yvette», como si les pusiera un subtítulo. No me sorprendió que ambas fueran hermosas como maniquíes: aquí, todo era de alto nivel, como las paredes y el alfombrado y los muebles. Me pregunté si su trabajo incluía responsabilidades no administrativas, como mamársela al jefe. Eso era lo que se decía, por lo menos.

 

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