Paranoia
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Camilletti frunció el ceño al verme llegar.
– ¿Y éste quién es? -dijo. No era exactamente un «bienvenido al equipo».
– ¿Recuerdas al señor Cassidy?
– No.
– ¿El de la reunión del Maestro? ¿La cosa militar?
– Tu nuevo asistente -dijo sin entusiasmo-. Ya. Bienvenido a Control de Daños, Cassidy.
– Jim, te presento a Adam Cassidy -dijo Goddard-. Adam, Jim Colvin, director de operaciones.
Colvin saludó con la cabeza.
– Hola, Adam.
– Estábamos hablando de este maldito artículo -dijo Goddard-, y de cómo manejarlo.
– Es sólo un artículo -dije con aire sabihondo-. Lo olvidarán en un par de días.
– Y una mierda -ladró Camilletti, mirándome con una expresión tan terrible que pensé que me iba a quedar de piedra-. Es el Journal. Es primera página. Todo el mundo lo lee. Los miembros de la junta, los inversores oficiales, los analistas, todo el mundo. Esto es una puta catástrofe.
– No son buenas noticias, en efecto -reconocí. Me dije que sería mejor guardar silencio. Goddard exhaló ruidosamente.
– Lo peor que podemos hacer es forzar el swing -dijo Colvin-. No hay que mandar señales de pánico a la industria.
Me gustó lo de «forzar el swing». Jim Colvin era obviamente golfista.
– Quiero ver aquí a los de Relaciones con los Inversores y a los de Comunicaciones Empresariales, quiero que redactemos una carta al director -dijo Camilletti.
– Olvida el Journal -dijo Goddard-. Creo que me gustaría ofrecer un cara-a-cara exclusivo al New York Times. Les hablaré de la oportunidad de referirme a temas de amplio interés para la industria entera. Ellos lo entenderán.
– Lo que tú digas -dijo Camilletti-. En todo caso, no protestemos demasiado fuerte. No hay que obligar al Journal a responder con un artículo de seguimiento, a seguir echando mierda sobre el asunto.
– Me da la impresión de que el periodista del Journal ha debido hablar con gente de dentro -dije, olvidando mi decisión de callarme la boca-. ¿Tenemos alguna idea de quién pudo haberles informado?
– Recibí un correo de voz del periodista hace un par de días, pero estaba de viaje -dijo Goddard-. Así que aparezco como «no desea hacer comentarios».
– Puede que me haya llamado, no lo sé, puedo revisar mi correo de voz -dijo Camilletti-. Pero estoy seguro de que no le devolví la llamada.
– No puedo imaginar que alguien de Trion haya participado conscientemente en una cosa así -dijo Goddard.
– Uno de nuestros competidores -dijo Camilletti-. Wyatt, tal vez.
Nadie me miró. Me pregunté si los otros dos sabían que yo venía de Wyatt.
– Aquí hay muchas declaraciones de nuestros revendedores -continuó Camilletti-. British Tel, Vodafone, DoCoMo… Dicen que los nuevos móviles no funcionan. Los perros no se están comiendo su comida para perros. ¿Y cómo se le ocurre a un periodista, alguien que sólo tiene informaciones de Nueva York, llamar a Japón? Tiene que haber sido Motorola o Wyatt o Nokia, tienen que haberle pasado el dato.
– De cualquier forma -dijo Goddard-, ya todo es cosa del pasado. Mi trabajo no es manejar los medios, sino dirigir esta maldita empresa. Y este artículo necio, por más sesgado e injusto que sea, ¿hasta qué punto es tan terrible, en realidad? Aparte del desalentador titular, ¿qué hay de nuevo en este texto? Antes nuestras cifras daban en el blanco siempre, cada trimestre, nunca fallábamos, tal vez les ganábamos a los demás por un par de centavos. Éramos la niña mimada de Wall Street. Vale, los beneficios se han estancado, pero Dios mío, la industria entera pasa por un mal momento. No lo puedo evitar: detecto en el ambiente algo de alegría por la miseria ajena. Nadie es perfecto.
– ¿Cómo? -dijo Colvin, confundido.
– Pero estas chorradas -dijo Goddard-, lo de que nos enfrentamos al primer trimestre de pérdidas en quince años, todo eso es pura invención…
– No -dijo Camilletti en voz baja y sacudiendo la cabeza-. Es mucho peor que eso.
– ¿De qué hablas? -dijo Goddard-. Acabo de regresar de nuestra conferencia de ventas en Japón, y allá todo era miel sobre hojuelas.
– Anoche, cuando recibí el correo electrónico que me advertía de este artículo -dijo Camilletti-, escribí inmediatamente a los vicepresidentes financieros de Europa y Asia/Pacífico. Les dije que quería ver las cifras de ingresos, actualizadas a esta semana, y también las cifras de ventas de los balances trimestrales, discriminadas por cliente.
– ¿Y? -lo apuró Goddard.
– Covington, de Bruselas, me respondió hace una hora. Brody, de Singapur, me respondió en mitad de la noche. Las cifras son una mierda. Las ventas a distribuidores van bien, pero las ventas a consumidores son terribles. Un sesenta por ciento de nuestros ingresos vienen de Asia/Pacífico y EMOA. Estamos en la cuerda floja. La verdad, Jock, es que este trimestre vamos a perder. Es un verdadero desastre.
Goddard me miró.
– Obviamente todo esto es información confidencial, Adam, seamos claros, ni una palabra…
– Por supuesto.
– Tenemos -comenzó Goddard, luego titubeó, luego siguió-, por Dios, tenemos lo del Aurora…
– Todavía faltan varios trimestres para los ingresos del Aurora -dijo Camilletti-. Tenemos que ocuparnos del ahora. De las operaciones en curso. Y déjame que te lo diga, cuando salgan estas cifras, las acciones en Bolsa van a verse muy dañadas -siguió Camilletti, hablando en voz baja-. Nuestros ingresos para el cuarto trimestre tendrán un desfase del veinticinco por ciento. Tendremos que aceptar descuentos considerables por exceso de inventario.
Camilletti hizo una pausa y le lanzó a Goddard una mirada elocuente.
– Calculo una pérdida de cerca de quinientos millones de dólares antes de impuestos.
Goddard hizo un gesto de dolor.
– Dios mío.
Camilletti continuó.
– Sé por ejemplo que el Credit Suisse First de Boston ya está a punto de bajarnos de categoría. De «sobrepeso» a «peso de mercado». Es decir, de «comprar» a «esperar». Y eso antes de que todo esto salga a la luz.
– Dios santísimo -dijo Goddard, quejándose y sacudiendo la cabeza-. Es tan injusto, si pensamos en lo que estamos desarrollando…
– Y por eso mismo debemos darle otra mirada a esto -dijo Camilletti, golpeando con el índice su copia del documento azul de Bain.
Los dedos de Goddard tamborilearon sobre el documento de Bain. Sus dedos eran regordetes, el dorso de sus manos tenía manchas de vejez.
– Caramba, esto sí que es un informe bien empastado -dijo-. ¿Cuánto nos ha costado esto?
– Ni preguntes -dijo Camilletti.
– ¿Ah, no? -Hizo una mueca, como si su observación hubiera quedado clara-. Paul, yo juré que nunca haría estas cosas. Di mi palabra.
– Por favor, Jock, si se trata de tu ego, tu vanidad…
– Se trata de ser fiel a mi palabra. También se trata de mi credibilidad.
– Pues bien, nunca debiste haber hecho esa promesa. Nunca digas nunca jamás. En todo caso, estabas hablando de una economía distinta, eran tiempos prehistóricos. La era mesozoica, para hablar claro. La era del cohete Trion, creciendo a máxima velocidad. Somos una de las pocas empresas de alta tecnología que todavía no ha tenido despidos masivos.
– Adam -dijo Goddard, dirigiéndose a mí por encima de sus gafas-, ¿has tenido tiempo de zambullirte en esta verborrea?
Negué con la cabeza.
– Lo recibí hace apenas un par de minutos. Lo he hojeado.
– Quiero que eches un vistazo a las proyecciones para electrónica de consumo. Página ochenta y algo. Tú entiendes un poco de esas cosas.
– ¿Ahora mismo? -pregunté.
– Ahora mismo. Y dime si te parecen realistas.
– Jock -dijo Colvin-, es casi imposible recibir proyecciones honestas de los jefes de división. Todos protegen su personal, su territorio.
– Para eso tenemos a Adam -replicó Goddard-. Él no tie
ne territorio que proteger.
Repasé frenéticamente el informe Bain, tratando de simular que sabía lo que hacía.
– Paul -dijo Goddard-, ya hemos pasado por esto. Me dirás que tenemos que eliminar ocho mil empleos si queremos conservar la línea.
– No, Jock, si queremos seguir siendo solventes. Y estamos más cerca de los diez mil que de los ocho mil.
– Correcto. Explícame algo, entonces. En ninguna parte de este maldito tratado se dice que una compañía que se reduzca o se recorte o como quieras llamarlo tendrá mejores resultados a largo plazo. Sólo se habla de corto plazo -pareció que Camilletti iba a responder, pero Goddard siguió hablando-. Sí, ya lo sé, todo el mundo lo hace. Es como un acto reflejo. ¿Te van mal los negocios? Pues echa a unos cuantos. Echa los lastres por la borda. Pero ¿es que los despidos llevan realmente a un incremento sostenido en el precio de las acciones, o en el precio de mercado? Demonios, Paul, tú sabes tan bien como yo que apenas vuelva a salir el sol estaremos contratándolos a todos de nuevo. ¿Realmente vale la pena toda esta agitación?
– Jock -dijo Jim Colvin-, es lo que llaman regla de Ochenta-Veinte: el veinte por ciento de la gente hace el ochenta por ciento del trabajo. Tan sólo se trata de quemar la grasa.
– La «grasa» se compone de devotos empleados de Trion -repuso Goddard-. La gente a la que damos esas tarjetitas que hablan de lealtad y dedicación. Y eso también nos afecta a nosotros, ¿no es cierto? En lo que a mí respecta, tomar este camino es perder algo más que personal. Es perder el sentido fundamental de la confianza. Si nuestros empleados han honrado su mitad del acuerdo, ¿cómo es que nosotros no estamos obligados a hacerlo? Eso es abrir una grieta, una maldita grieta en la confianza.
– La realidad, Jock -dijo Colvin-, es que en los últimos diez años tú has hecho muy ricos a muchos empleados de Trion.
Mientras tanto, yo pasaba a la carrera por las tablas de ingresos proyectados y trataba de compararlos con las cifras que había visto en las últimas dos semanas.
– No es momento para altruismos, Jock -dijo Camilletti-. No podemos permitirnos ese lujo.
– Pero no soy altruista -dijo Goddard, tamborileando los dedos sobre la mesa una vez más-. Soy brutalmente práctico. No tengo ningún problema con usar los despidos para librarme de los vagos, los remolones, los gandules de vocación. Que se jodan. Pero los despidos a esta escala sólo conducen a un aumento en el absentismo, a bajas por enfermedad, a gente de pie junto a la fuente de agua comentando el último rumor. Para decirlo de modo que lo puedas entender, Paul, se llama «descenso de productividad».
– Jock -comenzó Colvin.
– Yo os daré una regla de Ochenta-veinte. Si hacemos esto, el ochenta por ciento de mis trabajadores serán incapaces de concentrar más del veinte por ciento de sus facultades mentales en su trabajo. Adam, ¿qué te parecen esas proyecciones?
– Señor Goddard…
– El último que me llamó así acabó despedido.
Sonreí.
– Jock. Mire, no voy a andarme con rodeos. No conozco la mayoría de estas cifras, y en algo tan importante no voy a hablar improvisando. Pero sí que conozco las cifras del Maestro, y puedo decirle que éstas me parecen, francamente, demasiado optimistas. Hasta que comencemos a hacer envíos al Pentágono, y eso asumiendo que cerremos el negocio, estos números son demasiado altos.
– Lo cual quiere decir que la situación puede ser aun peor de lo que nos dicen nuestros consultores de los cien mil dólares.
– Sí, señor. Al menos si partimos de las cifras del Maestro.
Asintió.
– Jock, déjame que te lo ponga en términos humanos -dijo Camilletti-. Mi padre era profesor de escuela, ¿vale? Mandó a sus seis hijos a la universidad con un salario de profesor de escuela, no me preguntes cómo, pero lo hizo. Ahora mi madre y él viven de sus míseros ahorros, sus ahorros de toda la vida, la mayoría de los cuales están invertidos en acciones de Trion, y eso porque yo les dije que ésta era una gran empresa. Según nuestros estándares, no es mucho dinero; pero mi padre ya ha perdido más o menos un veintiséis por ciento de sus ahorrillos, y está a punto de perder mucho más. Olvídate de la fidelidad y de los fondos de pensiones. La inmensa mayoría de nuestros accionistas son Tony Camilletti, ¿y qué coño les vamos a decir a ellos?
Tuve la clara sensación de que Camilletti estaba inventándolo todo, de que en realidad su padre era un inversor bancario y vivía en un complejo de Boca Ratón y jugaba al golf todos los días, pero los ojos de Goddard parecían haber comenzado a brillar.
– Adam -dijo Goddard-, tú entiendes lo que quiero decir, ¿no?
Durante un instante me sentí como un ciervo paralizado frente a un par de faros. Era obvio lo que Goddard quería escuchar. Pero después de unos segundos negué con la cabeza.
– Para mí -dije lentamente-, si no se hace ahora, se tendrán que eliminar aun más empleos dentro de un año. Tengo que decir que estoy de acuerdo con el señor… con Paul.
Camilletti alargó una mano y me dio una palmada en el hombro. Retrocedí un poco. No quería que pareciera que me ponía de lado de nadie, y menos contra mi jefe. No era la mejor forma de comenzar mi nuevo empleo.
– ¿Qué términos propones? -dijo Goddard con un suspiro.
– Cuatro semanas de indemnización.
– ¿Sin importar cuánto tiempo lleven con nosotros? No. Dos semanas de indemnización por cada año que hayan estado con nosotros, más dos semanas adicionales por cada año por encima de diez años.
– Eso es una locura, Jock. En algunos casos pagaremos un año de indemnización, tal vez más.
– Eso no es indemnización -murmuró Jim Colvin-, eso es seguridad social.
Goddard se encogió de hombros.
– O despedimos en estos términos, o no despedimos -dijo, y me miró con expresión acongojada-. Adam, cuando vayas a cenar con Paul, no dejes que escoja el vino. -Luego se dirigió al jefe de servicios financieros-. Quieres que los despidos sean efectivos el 1 de junio, ¿no?
Camilletti asintió con recelo.
– Me parece recordar vagamente -dijo Goddard- que firmamos un contrato de indemnizaciones de un año de duración con la división de CableSign que compramos el año pasado, y ese contrato expira el 31 de mayo. El día antes.
Camilletti se encogió de hombros.
– Pues bien, Paul, estamos hablando de casi mil trabajadores que recibirían un mes de salario más un mes de paga por cada año de trabajo… si los despedimos un día antes. Una indemnización bastante decente. Ese día de diferencia significará mucho para esa gente. Tal como están las cosas, recibirían dos semanas. Una miseria.
– El 1 de junio es el primer día del trimestre…
– No lo admito. Lo siento. Que sea el 30 de mayo. Y en cuanto a los empleados que no hayan ejercido su derecho a comprar acciones, les daré doce meses para hacerlo. Y aceptaré una reducción de mi salario. A un dólar. ¿Y tú, Paul?
Camilletti sonrió nerviosamente.
– Tú tienes más opciones de compra que yo.
– Lo vamos a hacer una sola vez -dijo Goddard-. Lo haremos una sola vez y lo haremos bien. No recortaré dos veces.
– Entendido -dijo Camilletti.
– Bien -dijo Goddard con un suspiro-. Como digo siempre, algunas veces simplemente hay que subirse al autobús, seguir con el programa. Pero quiero discutirlo con todo el equipo de gestión, así que convoca a tantos como sea posible reunir. También quiero ponerme al teléfono y hablar con nuestros inversores. Si se lleva adelante, como me temo que se hará, grabaré un anuncio para que se emita en la web de la empresa -dijo Goddard-, y lo emitiremos mañana, después del cierre de las operaciones. Y haremos el anuncio público al mismo tiempo. No quiero que se escape ni una palabra antes de tiempo, es desmoralizante.
– Si lo prefieres, yo haré el anuncio -dijo Camilletti-. Así tú te lavas las manos.
Goddard lo miró intensamente.
– No voy a achacarte esto a ti. Me niego. Es decisión mía: para mí son el crédito, las portadas de revistas, y tambi
én la culpa. Es lo justo.
– Lo digo pensando en que has hecho tantas declaraciones en el pasado. Van a clavarte…
Goddard se encogió de hombros, pero parecía triste.
– Supongo que comenzarán a llamarme La Sierra Goddard o algo así.
– Creo que «Jock de Neutrones» suena mejor -dije, y por primera vez Goddard sonrió de verdad.
Capítulo 45
Salí del despacho de Goddard sintiéndome a la vez aliviado y oprimido.
Había sobrevivido a mi primera cita con él, había logrado no quedar demasiado como un imbécil. Pero estaba en poder de un secreto industrial serio, información confidencial que cambiaría la vida de mucha gente.
Pero había decidido que no iba a darles esto a Wyatt y compañía. Esto no formaba parte de mis tareas, no estaba en la descripción de mi empleo. No tenía nada que ver con los trabajos secretos. No era mi obligación hablarles de esto a mis adiestradores. Y ellos, de todas formas, no sabían que yo lo sabía. Que se enteraran de los despidos de Trion a la vez que el resto del mundo.
Preocupado, bajé del ascensor en el tercer piso del ala A para comer algo, aunque fuera tarde, cuando vi un rostro familiar que caminaba hacia mí. Un tío alto, delgado, de poco menos de treinta años y pelo mal cortado, gritó «¡Ey, Adam!» al entrar al ascensor.
En esa fracción de segundo que pasó antes de que pudiera ponerle un nombre a la cara, el estómago se me cerró. Mi instinto animal había percibido el peligro antes de que mi cerebro lo comprendiera.
Asentí, seguí caminando. La cara me ardía.
Su nombre era Kevin Griffin, un tío afable aunque de aspecto atontado, y bastante buen jugador de baloncesto. Solíamos hacer unos tiros en Wyatt Telecommunications. Él estaba en la División Empresarial, en routers. Según lo recordaba, había un tío muy astuto y muy ambicioso detrás de ese porte relajado. Siempre obtenía los mejores resultados, y solía bromear conmigo, sin ninguna mala intención, acerca de mi actitud informal frente al trabajo.