Paranoia
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Asentí. Pasaron varios y lentos segundos antes de que continuara.
– Buscaba algo, supongo. Necesitaba algo que el mundo no podía darle. O tal vez se preocupaba demasiado por los demás y decidió que necesitaba matar esa parte de sí mismo. -De nuevo, su voz se hizo más gruesa-. Y luego el resto.
– Jock -comencé. Quería que dejara de hablar.
– El médico dijo que había sido una sobredosis. Dijo que no había dudas: era deliberada. Elijah sabía lo que hacía. -Se cubrió la cara con una mano regordeta-. Y me pregunto, ¿qué hubiera debido hacer de otra manera? ¿Cómo lo eché a perder? Una vez, llegué a amenazarle con hacer que lo arrestaran. Tratamos de meterlo en rehabilitación. Yo estuve a punto de hacerle las maletas y mandarlo, obligarlo a ir, pero nunca tuve la oportunidad. Y una y otra vez me pregunto: ¿fui demasiado duro con él, demasiado firme? ¿O no lo suficiente? ¿Acaso estuve demasiado involucrado en mi trabajo? Creo que sí. Por esos días, yo era demasiado ambicioso. Estaba demasiado ocupado en la construcción de Trion para ser un padre de verdad.
Ahora me miraba directamente, y la angustia en sus ojos era visible. La sentí como una daga en mi vientre. Los ojos se me humedecieron.
– Te vas a trabajar, construyes tu pequeño imperio -dijo-, y pierdes la noción de lo que verdaderamente importa. -Parpadeó con fuerza-. No quiero que usted pierda esa noción, Adam. Jamás. -Goddard parecía más pequeño y marchito, como si tuviera cien años-. Estaba acostado en su cama cubierto de saliva y de orines, como un bebé, y lo cogí en brazos como si fuera un niño. ¿Sabe qué se siente al ver a un hijo en un ataúd, Adam? -susurró. Se me puso la piel de gallina y tuve que evitar su mirada-. Creí que nunca iba a volver a trabajar. Creí que no lo superaría nunca. Margaret dice que no lo he hecho. Me quedé casi dos meses en casa. No se me ocurría ninguna razón para seguir viviendo. Cuando pasa algo así, uno se cuestiona el valor de todo.
Pareció recordar que tenía un pañuelo en la mano y se limpió la cara.
– Ah, míreme -dijo con un profundo suspiro, y soltó una risita inesperada-. Fíjese en este viejo tonto. Cuando tenía su edad, pensaba que al llegar a la que tengo ahora habría descubierto el sentido de la vida -sonrió tristemente-. Y no estoy ni un paso más cerca. Claro, sé bien cuál no es el sentido de la vida. Lo sé gracias a un proceso de eliminación. Tuve que perder a un hijo para aprenderlo. Te compras una casa grande y un coche de lujo, sales en la portada de la revista Fortune, y te crees que lo tienes todo dominado, ¿no es así? Hasta que Dios te manda un pequeño telegrama diciendo: «Ah, se me olvidaba, nada de eso importa un bledo. Y todos los seres queridos que tengas sobre la tierra… son prestados, ¿sabes? Así que ámalos mientras puedas.» -Por su mejilla rodó una lágrima-. Todavía hoy me pregunto si llegué a conocer a Eli. Tal vez no. Creí que lo había conocido. Sé que lo amé, más de lo que pensé que llegaría a amar a alguien. Pero ¿conocerlo? No, eso no puedo asegurarlo. -Sacudió la cabeza lentamente y comenzó a recuperar el control sobre sí mismo-. Su padre tiene suerte, quienquiera que sea, tiene tanta suerte, y nunca lo sabrá. Tiene un hijo como usted, un hijo que todavía lo acompaña. Sé que debe sentirse muy orgulloso de usted.
– No estoy tan seguro -dije en voz baja.
– Yo sí -dijo Goddard-. Porque yo lo estaría.
Séptima Parte. Control
Control: Poder ejercido sobre un agente o doble agente para evitar su defección o doble defección (la así llamada «triple actividad»).
Diccionario internacional de inteligencia
Capítulo 66
A la mañana siguiente revisé mi correo electrónico desde casa y encontré un mensaje de «Arthur».
El jefe está muy impresionado por su presentación y quiere ver más de inmediato.
Lo miré durante un minuto y decidí no responder.
Poco después llegué sin anunciarme al piso de mi padre. Llevaba una caja de rosquillas Krispy Kreme. Aparqué en un espacio que había justo enfrente del edificio. Sabía que mi padre se pasaba el día mirando por la ventana (eso cuando no estaba viendo la televisión). No se perdía nada de lo que ocurría en la calle.
Yo venía del tren de lavado, y el Porsche era un luminoso trozo de obsidiana, algo verdaderamente bello. Me sentía avivado: mi padre no lo había visto todavía. Su hijo «fracasado», que ya había dejado de serlo, llegaba a lo grande: en un carruaje de 450 caballos de fuerza.
Mi padre estaba instalado en su lugar habitual frente al televisor, viendo una especie de programa de investigación de bajo presupuesto acerca de los escándalos empresariales. Antwoine estaba sentado a su lado, en la silla más incómoda, leyendo uno de esos coloridos tabloides de supermercado que parecen todos iguales; creo que era el Star.
Mi padre levantó la mirada, vio la caja de rosquillas que yo agitaba en el aire, y sacudió la cabeza.
– No -dijo.
– Estoy seguro de que hay uno cubierto de chocolate -le dije-. Tu favorito.
– Ya no puedo comer esa mierda. Aquí el Africano me tiene amenazado de muerte. ¿Por qué no le ofreces uno a él?
Antwoine también se negó.
– No, gracias, trato de bajar unos kilos. Es usted un verdadero diablo.
– Pero ¿qué es esto -pregunté-, el programa de Jenny Craig?
Puse la caja de rosquillas sobre la mesa de chapa de arce que había junto a Antwoine. Mi padre todavía no había dicho nada acerca del coche, pero supuse que habría estado demasiado absorto en su programa de televisión. Además, su visión ya no era óptima.
– En cuanto te vayas, este tío sacará el látigo y me hará dar vueltas alrededor de la habitación -dijo mi padre.
– No para, ¿no es cierto? -le dije.
En la cara de mi padre había más diversión que enfado.
– Que haga lo que le dé la gana -dijo mi padre-. Aunque parece que nada le gusta tanto como quitarme los cigarrillos.
La tensión entre los dos parecía haber cedido, llegado a la resignación de un punto muerto.
– Estás mucho mejor -le mentí.
– Y una mierda -dijo, los ojos clavados en la historia pseudo-investigativa de la televisión-. ¿Todavía trabajas en el sitio aquel?
– Sí -dije. Sonreí tímidamente, pensé que era el momento de darle las buenas noticias-. De hecho…
– Déjame que te diga algo -dijo, apartando por fin los ojos de la pantalla y dedicándome una mirada legañosa. Señaló la televisión sin mirarla-. Si les dejas, esos desgraciados te robarán hasta el último centavo.
– ¿Quiénes, las empresas?
– Las empresas, los presidentes, con sus opciones de compra de acciones y sus inmensas pensiones y sus acuerdos de enamorados. Todos barren para su propia casa, todos, hasta el último de ellos. Que no se te olvide.
Bajé la mirada, la fijé en la alfombra.
– Bueno -dije en voz baja-, no todos.
– No te engañes, Adam.
– Escucha a tu padre -dijo Antwoine, sin levantar la cara del Star. Casi parecía haber un poco de cariño en su voz-. Este tío es una fuente de sabiduría.
– De hecho, papá, algo sé yo de los presidentes. Me acaban de dar un gran ascenso: me acaban de nombrar asistente ejecutivo del presidente de Trion.
Sólo hubo silencio. Pensé que no me había escuchado. Tenía la mirada fija en la pantalla. Pensaba que podía haber sonado un poco arrogante, así que intenté suavizarlo un poco.
– Para mí es muy importante, papá.
Más silencio. Estaba a punto de repetirlo cuando mi padre dijo:
– ¿Asistente ejecutivo? ¿Y eso qué es, como una secretaria?
– No, no. Es algo de muy alto nivel. Sesiones creativas, cosas así.
– ¿Y qué es lo que haces todo el día, exactamente?
Con enfisema y todo, el viejo aun sabía muy bien cómo desinflarme.
– No importa, papá -dije-. Siento haberlo mencionado. -Y sí que lo sentía: ¿qué coño me importaba su opinión?
– No, de verdad. Tengo curiosidad por saber qué has hecho para conseguir ese coche tan
lujoso.
Así que después de todo se había dado cuenta.
– Está bien, ¿no?
– ¿Cuánto te ha costado?
– Pues en realidad…
– Al mes, quiero decir -tomó una bocanada de oxígeno.
– Nada.
– Nada -repitió como si no entendiera.
– Nada. Trion paga el alquiler. Es uno de los incentivos de mi nuevo empleo. Respiró de nuevo.
– Un incentivo.
– Como el piso nuevo.
– ¿Te has mudado?
– Pensé que te lo había dicho. Ciento ochenta metros cuadrados en ese edificio nuevo, Harbor Suites. Y Trion se encarga de la hipoteca.
Otra bocanada de aire.
– ¿Estás orgulloso de todo esto?
Me sorprendió. Nunca antes lo había oído pronunciar esa palabra.
– Sí -dije, ruborizándome.
– ¿Orgulloso de que sean dueños de tu vida?
Debí haberlo visto venir.
– Nadie es dueño de mi vida, papá -dije de manera cortante-. Me parece que se llama «tener éxito». Busca el término. Lo encontrarás en el diccionario de ideas afines, está junto a «la vida en la cumbre», «suite ejecutiva» e «individuos de perfil alto».
No podía creer lo que me salía de la boca. Tanto tiempo quejándome de ser el más sufrido, y ahora estaba haciendo alarde de mi riqueza. «¿Ves lo que me obligas a hacer?»
Antwoine puso el periódico sobre la mesa y se disculpó prudentemente, fingiendo que tenía algo que hacer en la cocina.
Mi padre se rió con fuerza y se giró para mirarme:
– A ver si lo entiendo. -Chupó un poco más de oxígeno-. No eres dueño del coche, no eres dueño del piso. ¿A eso llamas incentivo? -Respiró-. Te diré lo que eso significa. Todo lo que te han dado te lo pueden quitar, y lo harán, ya lo creo que lo harán. Conduces un puto coche de la empresa, vives en una casa de la empresa, llevas el uniforme de la empresa, y nada de esto es tuyo. Tu vida no es tuya.
Me mordí el labio. Perder el control no traería nada bueno. El viejo se estaba muriendo, me dije por millonésima vez. Toma esteroides. Es un hombre infeliz y cáustico. Pero se me escapó, simplemente.
– ¿Sabes, papá? Hay padres que se sienten orgullosos del éxito de sus hijos.
Succionó. Sus diminutos ojos brillaban.
– ¿Eso es todo esto para ti, «éxito»? Cada vez me recuerdas más a tu madre, Adam.
– ¿Ah, sí? -Me dije: guárdatelo, controla tu ira, no pierdas el control. De lo contrario, él gana.
– Sí. Te pareces a ella. Eres igual de sociable que ella. Le caía bien a todo el mundo, encajaba en cualquier parte, habría podido casarse con un ricachón, le habría podido ir mejor en la vida. Y no creas que no me lo dijo. Esas reuniones de padres de familia, en Bartholomew Browning… se hacía la simpática con esos ricos de mierda, se vestía para ellos, prácticamente les ponía las tetas en la cara. ¿Crees que no me daba cuenta?
– Vale, papá. Muy bien, te felicito. Qué pena no ser un poco más como tú, ¿sabes?
Sólo me miró.
– Sí, ya sabes -continué-: amargado, cruel. Enfadado con todo el mundo. Quieres que cuando sea mayor sea como tú, ¿no es eso?
Resopló, la cara se le llenó de rubor.
Yo seguí adelante. El corazón me iba a cien latidos por minuto, mi voz se hacía más y más fuerte, ya estaba casi gritando.
– Cuando estaba sin blanca y me pasaba el día en fiestas me considerabas un fracasado. Ahora soy un triunfador, por lo menos según la definición de casi todo el mundo, y no sientes más que desprecio. Tal vez haya una razón, papá, tal vez hay una razón por la cual no puedes sentirte orgulloso de mí.
Me miró fijamente, resopló.
– ¿Ah, sí?
– Mírate. Mira tu vida. -Dentro de mí había como un tren fugitivo, imparable, fuera de control-. Siempre has dicho que el mundo se divide en fracasados y triunfadores. Déjame que te haga una pregunta, papá. ¿Tú qué eres? ¿Qué eres?
Succionó un poco más de oxígeno; tenía los ojos llenos de sangre como si se le fueran a reventar. Parecía refunfuñar para sí mismo. Oí: «Maldito» y «joder» y «mierda».
– Sí, papá -dije, comenzando a alejarme-. Quiero ser exactamente como tú.
Me dirigí a la puerta deslizándome sobre la estela de mi propia furia acumulada. Las palabras ya estaban en el aire: no podía hacerlas desaparecer, y ahora me sentía peor que nunca. Salí de su piso antes de causar más destrozos. Lo último que vi, la última imagen de mi padre, fue su rostro grande y colorado resoplando y refunfuñando, con los ojos vidriosos y mirándome con incredulidad o rabia o dolor, no supe qué.
Capítulo 67
– Así que de verdad trabajas para el mismísimo Jock Goddard, ¿eh? -dijo Alana-. Espero no haberte hecho comentarios negativos sobre él. No los hice, ¿o sí?
Subíamos en el ascensor a mi piso. Había pasado por su casa para cambiarse después del trabajo, y estaba genial: llevaba un top negro de cuello alto, mallas negras, gruesos zapatos negros. También se había puesto la deliciosa fragancia floral que llevaba el día de nuestra última cita. Su pelo negro era largo y brillante, y contrastaba muy bien con sus luminosos ojos azules.
– Sí, lo pusiste a parir. Y yo pasé el informe de inmediato.
Sonrió: un destello de dientes perfectos.
– Este ascensor es del mismo tamaño que mi piso -dijo. Yo sabía que eso no era verdad, pero reí de todas formas.
– Este ascensor es de verdad más grande que mi última casa -dije yo. Cuando le conté que acababa de mudarme a Harbor Suites, me dijo que había oído hablar de los pisos de aquí, y la vi tan intrigada que la invité a pasar y verlos. Podríamos cenar abajo, en el restaurante del hotel, donde todavía no había tenido la oportunidad de estar.
– Vaya vistas -dijo tan pronto como entró. La música de Alanis Morissette sonaba suavemente-. Es fantástico. -Echó una mirada alrededor, vio el envoltorio de plástico todavía puesto sobre uno de los sofás y una silla, y dijo maliciosamente-: ¿Y cuándo te instalas?
– En cuanto tenga un par de horas libres. ¿Quieres beber algo?
– Hmm. Sí, eso estaría bien.
– ¿Cosmopolitan? También hago un magnífico gintónic.
– Un gintónic, perfecto, gracias. Así que acabas de empezar a trabajar para él, ¿no?
Me había buscado en la red, por supuesto. Me dirigí al recién aprovisionado armario de los licores, en una hornacina que había junto a la cocina, y saqué una botella de ginebra Tanqueray Malacca.
– Sí, esta semana.
Me siguió a la cocina. Cogí un puñado de limas de la nevera casi vacía y comencé a cortarlas por la mitad.
– Pero llevas un mes en Trion, más o menos. -Inclinó la cabeza hacia un lado; trataba de comprender lo de mi repentino ascenso-. Bonita cocina. ¿Te gusta cocinar?
– No, los aparatos son sólo para dar el pego -dije. Comencé a presionar las limas contra el exprimidor eléctrico-. En cualquier caso, sí, me contrataron en marketing de nuevos productos, pero luego resultó que Goddard estaba involucrado en un proyecto en el que yo trabajaba, y supongo que le gustó mi enfoque, o mis ideas o algo así.
– Vaya golpe de suerte -dijo, alzando la voz sobre el gemido del exprimidor.
Me encogí de hombros.
– Ya veremos si es buena esa suerte.
Llené con hielo dos vasos franceses estilo bistró, añadí un poco de ginebra, una buena cantidad de tónica fría de la nevera y una ración generosa de zumo de lima. Le di el suyo.
– Tom Lundgren debió de contratarte para el equipo de Nora Sommers. Oye, qué bien sabe. Es distinto con tanta lima.
– Gracias. Así es, Tom Lundgren me contrató -dije, fingiendo sorpresa por el hecho de que ella lo supiera.
– ¿Y sabes que te contrataron para reemplazarme?
– ¿Qué quieres decir?
– Para llenar el puesto que dejé al irme a Aurora.
– No me digas -traté de fingir
asombro.
Ella asintió.
– Increíble.
– Qué pequeño es el mundo. Pero ¿qué es «Aurora»?
– Ah, pensé que lo sabrías. -Me miró por encima de la montura de las gafas, una mirada que me pareció demasiado despreocupada. Negué con la cabeza, inocente.
– No…
– Pensé que también me habrías buscado en la red. Me asignaron a marketing del grupo de Tecnologías Disruptivas.
– ¿Eso se llama Aurora?
– No, Aurora es el proyecto específico al cual me han asignado -dudó un instante-. Creí que trabajando para Goddard sabrías un poco de todo.
Error táctico de mi parte. Lo ideal era que pensara que podíamos hablar con libertad de lo que hacía.
– En teoría tengo acceso a todo. Pero todavía estoy tratando de averiguar dónde está la fotocopiadora.
Asintió.
– ¿Te cae bien Goddard?
¿Qué iba a decir, que no?
– Es un tipo impresionante.
– En la barbacoa parecíais muy íntimos. Vi que él te llamó para presentarte a sus amigos, te vi cargando cosas para él, todo eso.
– Sí, íntimos -dije con sarcasmo-. Soy su recadero. Soy su porteador. ¿Lo pasaste bien en la barbacoa?
– Fue un poco raro estar con los altos mandos, pero después de un par de cervezas me fue más fácil. Era la primera vez que iba. -Porque había sido asignada a Aurora, pensé, el proyecto preferido de Goddard. Pero quería ser discreto al respecto, así que por el momento preferí cambiar de tema-. Voy a llamar al restaurante para pedir que preparen nuestra mesa.
– Yo creía que Trion no contrataba gente de fuera -dijo mientras miraba la carta-. Debían quererte mucho para romper las reglas de esta manera.
– Tal vez creyeron que fastidiaban a la competencia. Yo no era nada especial.