Paranoia
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– Sí, eso no está bien -dije-. ¿Y entonces quién lleva las solicitudes?
Frankheimer exhaló. Era un hombre enfadado y lleno de amargura, candidato principal al infarto.
– Ojalá lo supiera. Pero parece ser que ni siquiera somos lo bastante fiables como para conocer esa información. ¿Qué es lo que pone en nuestras tarjetas? Comunicación abierta. Ah, me encanta eso. Creo que haré que impriman eso en las camisetas de los próximos Juegos Empresariales.
Después de colgar pasé por el despacho de Camilletti de camino al lavabo. Tuve que volver a pasar.
Sentado en el despacho de Paul Camilletti, con expresión de gravedad, estaba mi viejo amigo.
Chad Pierson.
Apuré el paso, pues no quería ser visto por ninguno de los dos a través de las paredes de vidrio del despacho de Camilletti. Ahora bien, ¿por qué no quería ser visto? No tenía la menor idea. En ese momento ya corría por instinto.
Dios mío. Pero ¿Chad conocía siquiera a Camilletti? Nunca lo había mencionado, y, dada su personalidad modesta y sin pretensiones, aquello parecía exactamente el tipo de cosa de la que se hubiera vanagloriado frente a mí. No se me ocurría ninguna razón legítima o por lo menos inocente por la que ese par se hubiera sentado a conversar. Y lo único seguro era que no se trataba de una charla social: Camilletti nunca desperdiciaría su tiempo con un gusano como Chad.
La única explicación posible era la que yo más temía: que Chad había comunicado sus sospechas sobre mí a los altos mandos, o al mando más alto al que tenía acceso. Pero ¿por qué Camilletti?
Sin duda, Chad me tenía antipatía, y tan pronto como oyó hablar de un nuevo empleado procedente de Trion, asaltó a Kevin Griffin en busca de mierda para echármela encima. Y había estado de suerte.
¿Era así? ¿Había estado de suerte?
En realidad, ¿cuánto podía saber de mí Kevin Griffin? Conocía rumores, cotilleos; podía alegar que conocía algo de mi historia pasada en Wyatt. Sin embargo, se trataba de alguien cuya propia reputación estaba en entredicho. Trion había dado crédito a las acusaciones de Seguridad de Wyatt, fueran las que fuesen; de otra forma, no se hubieran desecho de Griffin con tanta rapidez.
¿Sería capaz Camilletti de creer en acusaciones de terceros, procedentes además de fuentes cuestionables, de un tipo de pasado tan turbio como Kevin Griffin?
Por otra parte… ahora que me había visto cenando con Wyatt, en un restaurante tan apartado, tal vez sí.
Me comenzó a doler el estómago. Me pregunté si estaba teniendo un ataque de úlcera.
Y aunque fuera así, ése sería el menor de mis problemas.
Capítulo 65
Al día siguiente, sábado, era la barbacoa de Jock. Tardé una hora y media en llegar a la casa del lago, buena parte del tiempo conduciendo por estrechas carreteras secundarias. De camino, llamé a mi padre desde el móvil. Fue un grave error. Hablé un segundo con Antwoine, y entonces se puso mi padre, enfadado y quejoso, tan encantador como siempre, y me exigió que pasara a verlo de inmediato.
– No puedo, papá -le dije-. Tengo un asunto de negocios. -No quería decirle que tenía una barbacoa en la casa de campo del presidente: mi mente repasó las posibles respuestas de mi padre y muy pronto saltó la alarma de sobrecarga. Su perorata «Presidentes corruptos», su perorata «Adam, el lameculos patético», su perorata «No sabes quién eres», su perorata «Los ricos te restriegan su riqueza en los morros», su perorata «Qué pasa, no quieres estar con tu padre moribundo»…
– ¿Necesitas algo? -añadí, consciente de que nunca admitiría tener necesidades.
– No necesito nada -dijo con irritación-. No si estás tan ocupado.
– Déjame que vaya a verte mañana por la mañana, ¿vale?
Mi padre se quedó callado para hacerme sentir lo enfadado que estaba, y enseguida se puso Antwoine. El viejo volvía a ser el gilipollas de siempre.
Colgué al llegar a casa de Goddard. Una simple señal de madera sobre un poste señalaba el lugar: ponía Goddard y un número. Después había un sendero de tierra largo y lleno de surcos que atravesaba un bosque y se hacía más ancho hasta convertirse en una gran rotonda cubierta de conchas machacadas. Un muchacho de camisa verde hacía las veces de mozo. Con reticencia, le entregué las llaves del Porsche.
La casa era una construcción desordenada, de piedra gris y aspecto confortable, que parecía construida a finales del siglo XIX, más o menos. Se levantaba en un pequeño risco sobre el lago, y tenía cuatro gruesas chimeneas de piedra y las paredes cubiertas de hiedra. Tenía delante una gran extensión de césped que olía como si acabaran de podarlo, decorada, aquí y allá, por robles viejos y macizos y pinos nudosos.
En el prado había veinte o treinta personas en camiseta y shorts, cada uno con una bebida en la mano. Un grupo de niños corría de aquí para allá, gritando y jugando y arrojándose pelotas. Una bella chica rubia estaba sentada frente a una mesa de juego que había en la galería. Sonrió, buscó la etiqueta con mi nombre y me la entregó.
La acción parecía suceder al otro lado de la casa, en el prado trasero que descendía paulatinamente hacia el muelle de madera del lago. Allí la multitud era más densa. Busqué un rostro conocido y no encontré a nadie. Entonces se me acercó una mujer corpulenta vestida con un caftán color burdeos, de unos sesenta años, rostro muy arrugado y pelo blanco.
– Parece perdido -me dijo amablemente. Tenía la voz ronca y profunda y un rostro tan erosionado y pintoresco como la casa.
Supe de inmediato que era la mujer de Goddard. Era tan hospitalaria como decía su reputación. Mordden tenía razón: en verdad parecía un cachorro shar-pei.
– Soy Margaret Goddard. Y usted debe de ser Adam.
Le di la mano, halagado por el hecho de que me hubiera reconocido, hasta que recordé que llevaba mi nombre pegado en el polo.
– Mucho gusto, señora Goddard -dije.
No me corrigió, no me pidió que la llamara Margaret.
– Jock me ha hablado mucho de usted -dijo. Sostuvo mi mano en la suya durante un largo rato y asintió, abriendo sus pequeños ojos marrones. A menos que fueran imaginaciones mías, parecía haberle causado buena impresión. Se me acercó-. Mi marido es un viejo cínico. Nadie lo impresiona fácilmente. Así que usted debe de ser bueno.
La parte trasera de la casa estaba rodeada por un porche. Pasé junto a un par de parrillas Cajun grandes y negras y llenas de brasas que soltaban columnas de humo. Un par de chicas con delantal blanco se encargaban de las hamburguesas, los filetes y el pollo. Habían puesto una barra cerca de allí, cubierta con un mantel de lino blanco, donde un par de muchachos de edad universitaria servían sodas y cervezas en vasos de plástico. En otra mesa, un chico se dedicaba a abrir ostras y disponerlas sobre un lecho de hielo.
A medida que me acercaba a la veranda comenzaba a reconocer a la gente, la mayoría ejecutivos de alto rango de Trion con sus mujeres y niños. Nancy Schwartz, vicepresidente senior de la Unidad de Soluciones Empresariales, una mujer pequeña, morena, de aspecto preocupado, que llevaba la camiseta fosforescente de los Juegos Empresariales del año pasado, jugaba un partido de croquet con Rick Durant, el jefe de marketing, un tío alto, esbelto y bronceado con el pelo peinado con secador. Ambos parecían tristes. Flo, la asistente de Goddard, vestida con un muumuu hawaiano de seda, floral y dramático, se pavoneaba por allí como si fuese ella la verdadera anfitriona.
En ese momento vi a Alana: piernas largas y bronceadas bajo unos shorts blancos. Ella me vio al mismo tiempo y los ojos se le iluminaron. Pareció sorprendida. Sonrió y me saludó con la mano, furtivamente, y luego se dio la vuelta. ¿Qué quería decir aquello, si es que quería decir algo? Tal vez Alana prefería mantener nuestra relación en la mayor discreción, el viejo mandato de no pescar desde el muelle de la empresa.
Pasé junto a mi antiguo jefe, Tom Lundgren, que vestía una de esas horribles camisetas de golf a rayas grises y rosa claro. Tenía una botella de agua en la mano y le iba quitando la etiqueta nerviosamente, formando una espiral perfecta, mientras escuchaba, con una mu
eca fija en la cara, lo que decía una atractiva mujer negra que debía de ser Audrey Bethune, vicepresidente y directora del equipo Guru. Detrás de él, a pocos pasos, estaba una mujer que tomé por su esposa, vestida con la misma ropa de golf y con el rostro casi tan rojo e irritado como el de Lundgren. Un niño desgarbado estaba tirándola del codo y pidiéndole algo con una vocecita chillona.
A menos de veinte metros estaba Goddard, riendo en compañía de un pequeño grupo de tíos que me parecieron conocidos. Bebía de una botella de cerveza y llevaba una camisa azul arremangada con botones en el cuello, un par de caquis bien planchados con vuelta, un cinturón de tela azul marino con ballenas y un par de gastados mocasines marrones. El supremo barón de los pijos campestres. Una niña pequeña se le acercó corriendo, y él se inclinó y por arte de magia le sacó una moneda de la oreja. Ella chilló de sorpresa, y él le entregó la moneda; la niña se fue corriendo, lanzando chillidos de entusiasmo.
Goddard dijo algo más, y su audiencia rió como si se tratara de Jay Leno y Richard Pryor y Rodney Dangerfield, todos en uno. A un lado estaba Paul Camilletti, en vaqueros desteñidos y bien planchados y camisa blanca de botones en el cuello, también arremangada. Él sí que había recibido el memorando sobre vestimenta adecuada; a mí, en cambio, no me había llegado: yo llevaba unos shorts caquis y un polo.
Frente a él estaba Jim Colvin, el director de operaciones, con sus blancuzcas piernas bajo un par de bermudas grises. Aquello era un verdadero desfile de modas. Goddard levantó la cara, me hizo una seña y me invitó a acercarme.
Cuando comencé a caminar hacia él, alguien salió de la nada y me agarró por el brazo. Nora Sommers, vestida con una blusa de tejido rosa y cuello levantado y unos shorts caquis demasiado grandes para ella, parecía feliz de verme.
– ¡Adam! -exclamó-. ¡Qué bueno verlo aquí! ¿No es maravilloso este lugar?
Asentí, sonreí educadamente.
– ¿Ha venido su hija? -le pregunté.
Nora se sintió de repente incómoda.
– Megan está pasando por una etapa difícil, pobre chica. Nunca quiere estar conmigo. -Curioso, pensé: yo estoy pasando por la misma etapa-. Prefiere montar a caballo con su padre que perder la tarde con su madre y sus aburridos compañeros de trabajo.
Asentí.
– Discúlpeme…
– ¿Ha tenido oportunidad de ver la colección de coches de Jock? Está allá, en el garaje. -Señaló una construcción parecida a un establo que había al otro lado del prado, a unos cien metros de allí-. Tiene que verlos. ¡Son maravillosos!
– Lo haré, gracias -dije, y di un paso hacia el grupito de Goddard.
Nora se aferró a mi brazo con más fuerza.
– Adam, quería decirle que me ha alegrado mucho su éxito. Habla muy bien de Jock el que haya decidido jugársela con usted, ¿no? Confiar en usted, ¿no? ¡Me alegro tanto por usted! -le di las gracias amablemente y liberé el brazo de su garra.
Llegué a donde estaba Goddard y me quedé educadamente a un lado hasta que él me vio y me pidió que me acercara. Me presentó a Stuart Lurie, ejecutivo a cargo de «Soluciones Empresariales», que me dijo «¿Qué tal, tío?», y me dio un apretón estilo soul. Era un tío muy bien parecido de unos cuarenta años, prematuramente calvo y rasurado a ambos lados de la cabeza de manera que pareciera deliberado y guay.
– Adam es el futuro de Trion -dijo Goddard.
– Ey, ¡qué gusto ver el futuro! -dijo Lurie con un toque leve de sarcasmo-. No irás a sacar una moneda de su oreja, Jock, ¿o sí?
– No es necesario -dijo Jock-. Adam siempre anda sacándose conejos del sombrero, ¿no es verdad, Adam? -Goddard me rodeó con el brazo, un gesto incómodo dado que yo era mucho más alto-. Venga conmigo -dijo en voz baja.
Me guió a través del porche.
– Dentro de un rato haré mi pequeña ceremonia tradicional -dijo mientras subíamos los escalones de madera-. Reparto pequeños regalos, cositas tontas, pequeñas bromas, en realidad.
Sonreí, preguntándome al mismo tiempo por qué me estaba contando todo aquello. Cruzamos el porche entre viejos muebles de mimbre y entramos en una especie de vestíbulo y luego en la parte principal de la casa. Los suelos eran de tablones de pino, y chirriaban bajo nuestros pasos. Las paredes estaban todas pintadas de color crema, y todo parecía luminoso y alegre y hogareño, y tenía el olor indescriptible de las casas viejas. Todo parecía confortable y real, parecía vivido. Esta era la casa de un rico sin pretensiones, pensé. Caminamos por un amplio corredor, pasando una sala de estar con una gran chimenea de piedra, luego doblamos la esquina y entramos en un corredor angosto con suelos de baldosa. A ambos lados del corredor, sobre las estanterías, había trofeos y cosas así. Luego entramos a una pequeña habitación flanqueada por libros con una larga mesa de biblioteca en el medio, y sobre ella un ordenador, una impresora y varias cajas de cartón. Era obviamente el estudio de Goddard.
– La bursitis no se da por vencida -se disculpó, señalando las cajas grandes de la mesa, que estaban llenas de lo que parecía ser regalos ya envueltos-. Usted es un joven robusto, Adam. Si no le importa, podría llevar esto al lugar donde está el podio, allá junto al bar…
– No es molestia -dije, desilusionado pero sin demostrarlo. Levanté una de las cajas, que no sólo era pesada sino difícil de manejar, porque el peso estaba distribuido de forma desigual y era tan voluminosa que yo apenas alcanzaba a ver por dónde caminaba.
– Le mostraré el camino -dijo Goddard. Lo seguí hasta el angosto corredor. La caja rozaba las estanterías por ambos lados, y tuve que girarla hacia un lado y un poco hacia arriba para que pasara. Luego sentí que la caja empujaba algo: hubo un estrépito, el sonido del vidrio al romperse.
– Mierda -exclamé.
Giré la caja para poder ver lo que había sucedido. Me quedé paralizado: debí derribar uno de los trofeos de la estantería, y allí estaba, una docena de fragmentos dorados cubriendo el suelo de baldosas. Era uno de esos trofeos que parecen de oro pero en realidad son de cerámica pintada de color dorado o algo así.
– Lo siento, lo siento -dije, poniendo la caja en el suelo y agachándome para recoger los pedazos. Había tenido cuidado con la caja, pero de alguna manera lo había golpeado, no alcanzaba a imaginar cómo.
Goddard miró lo ocurrido y se puso blanco.
– No se preocupe -dijo con voz esforzada.
Recogí tantos pedazos como pude. Era -había sido- la estatuilla dorada de un jugador de fútbol corriendo. Había un pedazo del casco, de un puño, de la pelota. La base era de madera y llevaba una placa de bronce que ponía: Campeones 1995 -Colegio Lakewood – Elijah Goddard – Quarterback.
Elijah Goddard, según Judith Bolton, era el hijo fallecido de Goddard.
– Jock -dije-. Lo siento mucho.
Me hice un doloroso corte en la mano con uno de los fragmentos.
– He dicho que no se preocupe -dijo Goddard con voz dura-. No es nada. Ahora venga, a lo que íbamos.
No supe qué hacer, tan mal me sentía por haber destruido un objeto de su hijo fallecido. Quise limpiar el desorden, pero tampoco quería ponerlo de peor humor. Hasta aquí llegaba la buena imagen que el viejo tenía de mí. El corte en la palma de mi mano había comenzado a sangrar.
– La señora Walsh limpiará todo esto -dijo con un toque de rudeza en la voz-. Venga, por favor, lleve los regalos afuera.
Caminó por el corredor y desapareció tras alguna puerta. Mientras tanto levanté la caja y la llevé por el corredor, con extremo cuidado, y salí de la casa. Dejé una marca de sangre en el cartón.
Cuando regresé a por la segunda caja, vi a Goddard sentado en una esquina del estudio. Estaba doblado sobre sí mismo, con la cabeza metida en la sombra y la base de madera del trofeo en las manos. Dudé; no estaba seguro de lo que debía hacer, si salir de allí, dejarlo a solas, o seguir sacando las cajas y fingir que no lo había visto.
– Era un muchacho encantador -dijo de repente Goddard, en voz tan suave que en un principio pensé que lo había imaginado. Me detuve. Su voz era ronca y débil, poco más
audible que un susurro-. Un deportista, alto y de espaldas anchas, como usted. Y tenía el don de la felicidad. Cuando entraba en algún sitio, los ánimos subían. Hacía que la gente se sintiera bien. Era guapo, era amable, había como una… una chispa en sus ojos. -Goddard levantó lentamente la cara y miró al vacío-. Incluso cuando era un niño. Casi no lloraba, no molestaba ni…
La voz de Goddard se apagó, y yo me quedé allí, paralizado en medio de la habitación, escuchándolo. Había hecho una bola con mi pañuelo y lo sostenía en la mano, para que absorbiera la sangre, y podía sentir cómo se iba humedeciendo.
– A usted le hubiera caído bien -dijo Goddard. Miraba hacia donde yo estaba, pero de alguna manera no me miraba a mí: era como si viera a su hijo en mi lugar-. Sí, así es. Los dos habrían sido amigos.
– Siento mucho no haberlo conocido.
– Todos le querían. Era un chico puesto sobre la tierra para hacer feliz a la gente. Tenía la chispa, tenía la sonrisa más b… -Su voz se quebró-. Más bella…
Goddard bajó la cabeza y sus hombros se sacudieron. Después de un instante, dijo:
– Un día Margaret me llamó al despacho. Gritaba… Lo había encontrado en su habitación. Cogí el coche y vine a casa, no podía pensar con claridad… Nunca olvidaré la fecha, por supuesto. Veintiocho de agosto de mil novecientos noventa y ocho. Elijah había sido expulsado de Haverford en el tercer curso, sí, lo expulsaron, sus calificaciones eran una mierda, había dejado de ir a las clases. Pero no conseguí que hablara conmigo. Claro, ya me imaginaba que se estaba drogando, y traté de hablar con él, pero era como hablarle a una pared de piedra. Volvió a vivir con nosotros, pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación o saliendo con chicos que yo no conocía. Más tarde un amigo suyo me dijo que había empezado a meterse heroína al principio del tercer curso. Él no era un delincuente juvenil, era un muchacho con talento, dulce, un buen chico… Pero en algún momento empezó a… ¿cómo se dice, inyectarse? Y la droga lo cambió. La luz se fue de sus ojos. Comenzó a mentir constantemente. Era como si tratara de borrar todo lo que había sido hasta entonces. ¿Entiende lo que quiero decir? -Goddard levantó de nuevo el rostro. Lo tenía cubierto de lágrimas.