Paranoia

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Paranoia Page 37

by Joseph Finder


  – ¿Sabes que tienes un gran problema con Recursos Humanos?

  Se me cortó la respiración.

  – ¿Ah, sí?

  – Sí, señor. El Manual de Directrices de Personal de Trion prohíbe expresamente los romances entre empleados. El comportamiento sexual inapropiado en el lugar de trabajo afecta seriamente a la efectividad organizacional, a través de su impacto en los participantes y colegas.

  Exhalé lentamente.

  – Tú no estás en mi cadena de mando. Y de todas formas, opino que hemos sido muy efectivos desde un punto de vista organizacional. Y nuestro comportamiento sexual me pareció muy apropiado. Practicamos la integración horizontal. -Alana rió y le dije-: Sé que ni tú ni yo tenemos tiempo, pero ¿no crees que seremos mejores empleados si nos tomamos una noche libre? Hablo de irnos, salir de la ciudad. Ser espontáneos.

  – Interesante, muy interesante -dijo ella-. Sí, me parece que eso daría un fuerte impulso a nuestra productividad.

  – Bien. Porque he reservado una habitación para mañana.

  – ¿Dónde?

  – Ya verás.

  – Ah, no. Dime dónde.

  – Nada de eso. Será una sorpresa. Como dice a veces nuestro intrépido líder, a veces simplemente hay que subirse al autobús.

  Me pasó a buscar en su deportivo Mazda Miata azul, y nos dirigimos a las afueras mientras yo le daba instrucciones. En los silencios volvía una y otra vez a lo que estaba a punto de hacer. Alana me gustaba: ése era el problema. Y ahora la iba a utilizar para salvar el pellejo. Sí, por esto sí que iría al infierno.

  El trayecto duró cuarenta y cinco minutos por una carretera de tráfico pesado que pasaba entre centros comerciales idénticos entre sí, gasolineras y restaurantes de comida rápida, y luego un camino estrecho que serpenteaba a través de un bosque. De pronto, Alana escudriñó mi cara, vio el moretón alrededor de mi ojo y me dijo:

  – ¿Qué te ha pasado? ¿Te has metido en una pelea?

  – Baloncesto -dije.

  – Pensé que no volverías a jugar con Chad.

  Sonreí, no dije nada.

  Finalmente, llegamos a un hostal grande y laberíntico, un edificio rural de listones de madera blanca y persianas verde oscuro. El aire era fresco y fragante, se podía oír el canto de los pájaros, pero no el tráfico.

  – Oye -dijo, quitándose las gafas-. Qué bien. Se supone que este sitio es excelente. ¿Traes aquí a todas tus chicas?

  – Es la primera vez que vengo -dije-. Leí un artículo, y parecía el mejor escondite. -Rodeé con el brazo su angosta cintura y le di un beso-. Te ayudo con las maletas.

  – Sólo hay una -dijo-. Viajo ligera de equipaje.

  Llevé nuestras maletas a la puerta principal. El interior olía a fuego de leña y a sirope de arce. La pareja de dueños que administraban el lugar nos saludaron como si fuéramos viejos amigos.

  Nuestra habitación era muy agradable, muy de hostal de campo. Había una cama enorme con cuatro columnas y un dosel, tapetes trenzados, cortinas de cretona. La cama estaba frente a una inmensa chimenea de ladrillo que evidentemente había sido muy usada. Los muebles eran todos antigüedades desvencijadas que me ponían nervioso. Había un baúl de capitán al pie de la cama. El baño era enorme; en el medio había una vieja bañera de hierro con patas de garra. Era muy bonita, pero si querías ducharte tenías que ponerte de pie y sostener con la mano el teléfono de la ducha y rociarte como si lavaras a un perro, tratando todo el rato de no mojar demasiado el suelo. El baño daba a una pequeña sala de estar que a su vez daba a la habitación; la sala estaba amueblada con un escritorio de roble y una mesa desvencijada sobre la cual había un viejo teléfono.

  La cama chirriaba y crujía: de eso nos dimos cuenta cuando nos acostamos, es decir, tan pronto como el hostalero se hubo marchado.

  – Dios mío, imagínate lo que esta cama ha llegado a ver -dije.

  – Mucha cretona -dijo Alana-. Me recuerda la casa de mi abuela.

  – ¿Es tan grande como este lugar?

  Asintió sólo una vez.

  – Es muy acogedor. Qué gran idea, Adam. -Me metió una mano fría debajo de la camisa, me acarició el vientre y luego la movió un poco más al sur-. ¿Qué me decías sobre integración horizontal?

  Cuando bajamos a cenar, un fuego generoso ardía en la chimenea del comedor. Había unas diez o doce parejas ya sentadas, casi todas mayores que nosotros.

  Pedí un Burdeos bastante caro, y las palabras de Jock Goddard me resonaron en la cabeza: «Antes bebías Budweiser, ahora tomas sorbos de Pauillac Gran Reserva.»

  El servicio era lento: parecía haber un solo camarero para todo el comedor, un tío del Oriente Medio que apenas hablaba inglés, pero eso no me molestó. Ambos, Alana y yo, estábamos en la gloria, flotando en una especie de subidón poscoital.

  – Has traído tu ordenador -dije-. Lo he visto en el maletero.

  Sonrió tímidamente.

  – Lo llevo a todas partes.

  – ¿Estás encadenada al trabajo? -pregunté-. ¿Busca, móvil, correo electrónico, esas cosas?

  – ¿No lo estás tú también?

  – Lo bueno de tener sólo un jefe -dije-, es que reduce un poco todo eso.

  – Pues tienes suerte. Yo tengo seis superiores directos y un grupo de ingenieros arrogantes con los que lidiar. Más una fecha límite muy importante.

  – ¿Qué fecha límite?

  Hizo una pausa.

  – La semana que viene se hace la presentación.

  – ¿Vais a lanzar un producto?

  Negó con la cabeza.

  – Es una presentación. Un anuncio público importante, la presentación del prototipo de lo que hemos estado desarrollando últimamente. Quiero decir que es algo grande. ¿Goddard no te ha hablado de esto?

  – Puede que sí, no lo sé. Me habla de muchas cosas.

  – No es algo que se olvide. De todas formas, está ocupando todo mi tiempo. Una cosa absorbente, la verdad. Noche y día.

  – No tanto -dije-. Has tenido tiempo para dos citas conmigo y te has tomado esta noche libre.

  – Y pagaré por ello mañana y el domingo.

  El atareado camarero se presentó finalmente con una botella de vino blanco. Le señalé su error, se disculpó profusamente y fue a buscar la botella correcta.

  – ¿Por qué no quisiste hablar conmigo en la barbacoa de Goddard? -pregunté.

  Me miró incrédula, abriendo sus ojos azul zafiro.

  – Lo del manual de Recursos Humanos iba en serio, ¿sabes? Las relaciones entre empleados no están bien vistas, así que debemos ser discretos. La gente es muy cotilla. Les encanta hablar, especialmente de quién se tira a quién. Y si después pasa algo…

  – Como una ruptura, por ejemplo.

  – Como lo que sea. Es una situación incómoda para todo el mundo.

  La conversación empezaba a tomar un cariz que no deseaba. Traté de enderezarla.

  – Me imagino entonces que no puedo ir a verte por sorpresa un día. Presentarme en la quinta planta sin ser anunciado y con un ramo de azucenas.

  – Ya te lo he dicho, no te dejarían pasar.

  – Creía que mi tarjeta me daba acceso a todo el edificio.

  – Tal vez a la mayor parte, pero no a la quinta planta.

  – ¿Quieres decir que tú puedes ir a la planta ejecutiva pero yo no puedo ir a la tuya?

  Se encogió de hombros.

  – ¿Tienes tu tarjeta aquí? -dije.

  – Me han entrenado para no ir al lavabo sin ella.

  La sacó de su pequeño bolso negro y me la enseñó rápidamente. Estaba atada a un llavero con un manojo de llaves. La cogí juguetonamente.

  – No es tan mala como una foto de pasaporte -dije-. Pero yo no presentaría esta foto a una agencia de modelos.

  Inspeccioné la tarjeta. Tenía los mismos elementos que la mía, el holograma 3-D de Trion que cambiaba de color cuando le daba la luz, el mismo fondo azul pálido con la leyenda trion systems impresa por todas partes en letras diminutas y blancas. La diferencia básica parecía ser que la de el
la tenía una franja blanca y roja en el anverso.

  – Te muestro la mía si me muestras la tuya -dijo.

  Saqué mi tarjeta del bolsillo y se la entregué. La diferencia básica era el pequeño chip que había dentro. El chip contenía información que podía abrir una puerta (o podía no hacerlo). La tarjeta de Alana le permitía entrar en la quinta planta, y además a todas las entradas principales, el parking, por ejemplo.

  – Pareces un animal a punto de ser sacrificado -se rió.

  – Creo que el primer día me sentía como si lo fuera.

  – No sabía que el número de empleados llegaba tan alto.

  La franja roja y blanca de su tarjeta debía ser para la identificación visual. Lo cual quería decir que debía de haber por lo menos un puesto de control adicional después de haber pasado la tarjeta por el lector. Alguien tenía que permitirte el paso. Eso lo hacía todo mucho más difícil.

  – Debe ser un rollo cada vez que sales para ir a comer, o para ir al gimnasio.

  Se encogió de hombros.

  – No tanto. Poco a poco te van reconociendo.

  Ya, pensé. Ése es el problema. No se puede entrar a menos que el chip contenido en tu tarjeta de acceso haya sido adecuadamente codificado, y después de haber entrado en la planta hay que pasar junto a un guardia para el reconocimiento visual.

  – Al menos no te hacen pasar por toda esa mierda biométrica -dije-. En Wyatt teníamos que hacerlo. Ya sabes, el escáner de huellas digitales, ¿no? Un amigo de Intel tenía que pasar por un escáner de retina cada día, y de repente empezó a necesitar gafas.

  Esto era una completa mentira, pero llamó su atención. Me miró con una mueca curiosa, sin saber si estaba bromeando.

  – No, lo de las gafas es una broma -dije-. Pero mi amigo estaba convencido de que el escáner le iba a echar a perder la vista.

  – Hay un área interna con biométrica -dijo Alana-, pero allí sólo entran los ingenieros. Es donde trabajan con el prototipo. Yo sólo tengo que lidiar con Barney y Chet, los pobres guardias que tienen que sentarse en la cabina.

  – No puede ser más ridículo de lo que era en Wyatt durante las primeras etapas del Lucid -dije-. Nos obligaban a pasar por una especie de ritual de intercambio en el que le entregabas tu tarjeta al guardia y él te daba otra para moverte por la planta. -Estaba actuando, por supuesto, repitiendo como una cotorra algo que Meacham me había contado una vez-. Y digamos que has dejado los faros del coche encendidos, o que has olvidado algo en el maletero, o que quieres bajar a la cafetería por una pasta o algo así…

  Negó con la cabeza, resopló suavemente. Había perdido el poco interés que tenía en las complejidades del sistema de acceso al trabajo. Yo, en cambio, quería sacarle más información. ¿Tienes que entregarle tu identificación al guardia, o sólo mostrársela? Si había que entregársela, el riesgo de que una tarjeta falsa fuera descubierta era mayor. ¿Se hace menos estricto el escrutinio por la noche? ¿A primera hora de la mañana?

  – Oye -dijo-. No has tocado el vino. ¿No te ha gustado?

  Hundí las yemas de dos dedos en el vaso.

  – Exquisito -dije.

  Este pequeño acto de tontería masculina adolescente y estúpida la hizo reír a carcajadas. Los ojos se le achicaron hasta volverse meras hendiduras. Algunas mujeres -la mayoría de las mujeres- habrían pedido la cuenta en ese instante. Alana no era una de ellas.

  Me gustaba. Ya lo creo que me gustaba.

  Capítulo 81

  Después de cenar, ambos nos sentíamos llenos y un poco mareados de tanto vino. La verdad es que Alana parecía más borracha que yo. Se echó de espaldas sobre la cama crujiente, con los brazos abiertos como para abrazar la habitación entera, el hostal, la noche, lo que fuera. Para mí, era el momento de seguirla a la cama. Pero no podía hacerlo, no todavía.

  – Oye, ¿quieres que te traiga el portátil del coche?

  Alana gruñó.

  – Ojalá no lo hubieras mencionado. Hoy has hablado demasiado de trabajo, la verdad.

  – ¿Por qué no admites de una vez por todas que tú también eres adicta al trabajo? -Hice mi imitación de las reuniones de Alcohólicos Anónimos-. «Hola, mi nombre es Alana y soy adicta al trabajo.» «¡Hola, Alana!»

  Ella sacudió la cabeza y puso los ojos en blanco.

  – El primer paso es siempre admitir tu impotencia frente a la adicción. En fin, me he dejado algo en el coche, así que bajaré de todas formas. -Alargué la mano-. ¿Llaves?

  Alana estaba recostada en la cama, y parecía demasiado cómoda para moverse.

  – Mmm. Vale, vale -dijo con reticencia-. Gracias -dio una vuelta para llegar al borde de la cama, sacó las llaves del bolso y me entregó el llavero pavoneándose con gesto dramático-. No tardes, ¿vale?

  En ese momento, el aparcamiento estaba desierto y oscuro. Miré hacia el hotel, a unos treinta metros de donde yo estaba, y confirmé que nuestra habitación no diera al parking. Alana no podía verme.

  Abrí el maletero del Miata y encontré la bolsa en que llevaba el ordenador, una mochila de nailon gris y textura entre franela y mohair. No era mentira: me había dejado algo en el coche, una pequeña cartera. No había nada más de particular interés en el maletero, así que me eché la mochila y la cartera al hombro y subí al coche.

  Miré otra vez hacia la posada. No venía nadie.

  Aun así, dejé la luz del interior apagada y traté de que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad. Así llamaría menos la atención.

  Me sentía fatal, pero tenía que enfrentarme a mi situación con un poco de realismo. Realmente no tenía opción. Alana era mi mejor manera de entrar en Aurora, y ahora estaba obligado a hacerlo. Era la única forma de salvarme.

  Rápidamente abrí la mochila, saqué el portátil y lo encendí. El interior del coche se volvió azul por la luz de la pantalla. Mientras esperaba a que se iniciara, abrí la cartera y saqué un botiquín azul de primeros auxilios.

  Dentro, en lugar de tiritas y cosas así, había varias cajitas de plástico. Cada una contenía un poco de cera blanda.

  En la luz azul del interior miré las llaves. Algunas parecían prometedoras. Quizás alguna abriera los archivadores del proyecto Aurora.

  Presioné las llaves contra la cera, una por una. Había practicado esta técnica varias veces con uno de los chicos de Meacham, y ahora me alegraba de haberlo hecho, porque tardé un rato hasta hacerlo bien. Ahora la ventana de la contraseña parpadeaba desde la pantalla.

  Mierda. No todo el mundo protegía con contraseña su ordenador portátil. En fin, al menos no habría perdido el tiempo al bajar: de la cartera saqué el lector pcProx en miniatura que Meacham me había dado y lo conecté a mi agenda digital. Pulsé el botón de encendido y pasé la tarjeta de Alana.

  El pequeño aparato acababa de capturar la información de la tarjeta de Alana y la había grabado en mi agenda.

  Hasta mejor sería que su ordenador estuviera protegido. El tiempo que podía pasar en el parking, sin que ella se preguntara adónde diablos había ido, tenía un límite. Antes de apagar el ordenador, sólo por divertirme, tecleé algunas de las contraseñas usuales: su fecha de nacimiento, que había memorizado; los primeros seis dígitos de su número de empleado. Nada ocurrió. Tecleé alana y la ventana desapareció, y surgió una pantalla simple y sin adornos.

  Joder, qué fácil. Había conseguido entrar. ¿Y ahora qué? ¿Cuánto tiempo más podía arriesgarme? Pero ¿cómo podía dejar pasar esta oportunidad? Tal vez nunca llegaría a repetirse.

  Alana era una persona extremadamente organizada. Su ordenador estaba dispuesto con una jerarquía clara y lógica. Un directorio se llamaba Aurora.

  Allí estaba todo. Bueno, tal vez no todo, pero aquello era una mina de oro de especificaciones técnicas sobre el chip óptico, memorandos de marketing, copias de todos los correos que había enviado y recibido, calendarios de citas, listas de personal con códigos de acceso, incluso planos de la planta…

  Había tanto que ni siquiera tuve tiempo de leer todos los nombres de archivo. El ordenador tenía un dispositivo para
CD; yo tenía en la cartera unos cuantos discos vírgenes. Cogí uno y lo metí en el ordenador.

  Incluso en un ordenador tan veloz como el de Alana, tardé mis buenos cinco minutos en bajar al CD todos los archivos de Aurora. Eso da una idea de cuánta información había.

  – ¿Por qué has tardado tanto? -dijo haciendo un mohín.

  Se había metido en la cama. Tenía los senos al aire y se veía adormilada. Una balada de Stevie Wonder -Love's in Need of Love- sonaba desde un aparato de CD que Alana debía haber traído.

  – No podía encontrar la llave del maletero.

  – ¿Un fanático de los coches como tú? Pensé que te habías ido y me habías dejado aquí.

  – ¿Acaso te parezco tan estúpido?

  – Las apariencias engañan -dijo-. Ven a la cama.

  – Nunca hubiera imaginado que eras fan de Stevie Wonder -dije. Y de verdad no lo hubiera adivinado, a juzgar por su colección de mujeres enojadas cantando folk.

  – Todavía no me conoces del todo -replicó.

  – No, pero dame tiempo -dije. Lo sé todo de ti, pensé y, sin embargo, no sé nada. Yo no soy el único que tiene secretos. Puse el ordenador sobre el escritorio de roble junto al lavabo.

  – Ahí está -dije, regresando a la habitación y desvistiéndome-. Por si te sorprende la inspiración o un ataque de ideas brillantes en medio de la noche.

  Me acerqué desnudo a la cama. Allí estaba Alana, aquella hermosa mujer, jugando el papel de seductora, cuando en realidad el seductor era yo. Alana no sospechaba mis intenciones, y sentí una oleada de vergüenza mezclada, curiosamente, con un golpe de deseo.

  – Ven aquí -dijo ella con un susurro dramático y mirándome a los ojos-. Acabo de tener una idea brillante.

  Nos levantamos después de las ocho: excepcionalmente tarde, al menos en el caso de adictos de clase A, ultra-emprendedores como nosotros. Nos quedamos jugueteando un rato en la cama y luego bajamos para tomar un desayuno campestre. Dudo mucho que la gente del campo coma en realidad de esta manera; serían todos obesos: había tajadas de bacon (sólo en los hoteles rurales sirven el bacon en «tajadas»), montículos de maíz, pastelillos de arándanos recién salidos del horno, huevos, torrijas, café con crema de verdad… Alana devoró con ganas, lo cual me sorprendió en una chica tan delgada. Disfruté viéndola comer con tanta voracidad. Era una mujer de apetitos, y eso me gustaba.

 

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