Paranoia
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Yo era el de la limpieza. Yo era invisible.
Un par de docenas de cámaras de vigilancia habían capturado mi imagen, pero no iba a atraer la atención de nadie: yo era el tío de la limpieza, el de mantenimiento. Debía estar allí. Nadie me miraría más de una vez.
Por fin llegué al cuarto de máquinas. Me detuve frente a la puerta y traté de escuchar por si había voces, preparado para correr si alguien estaba adentro con Seth, aunque tampoco quería dejarlo allí. Lo único que se oía era el débil graznido de la radio policial.
Abrí la puerta. Seth estaba del otro lado de la habitación con la radio pegada al oído.
Estaba asustado.
– Tenemos que salir de aquí -susurró.
– Qué…
– El tío del tejado. El del séptimo, quiero decir. El tío de seguridad que nos llevó al tejado.
– ¿Qué le ha pasado?
– Debe de haber regresado al tejado. Por curiosidad, por lo que fuera. Ha mirado hacia abajo, no nos ha visto, ha visto las cuerdas y los arneses, pero ni rastro de los limpiaventanas, y ha flipado. No sé, tal vez ha creído que nos había pasado algo, quién sabe.
– ¿Qué dices?
– ¡Escucha!
Hubo un chillido en la radio policial, un murmullo de voces. Oí un fragmento: «¡Planta por planta, cambio!»
Y luego:
– Unidad Bravo, adelante.
– Bravo, cambio.
– Bravo, sospecha de entrada ilegal, ala D, David. Parece que unos limpiaventanas han abandonado su equipo en el tejado. No hay señales de ellos. Quiero un registro del edificio planta por planta. Esto es un Código Dos. Unidad Bravo, que sus hombres cubran la primera planta, cambio.
– Entendido.
Miré a Seth.
– Creo que Código Dos quiere decir urgente -le dije.
– Están registrando el edificio -susurró Seth; su voz apenas era audible con el estruendo de la maquinaria-. Tenemos que largarnos de aquí.
– ¿Cómo? -dije entre dientes-. No podemos bajar con las cuerdas, aunque sigan en su sitio. ¡Y lo más seguro es que no podamos salir por esta planta, que es toda ella una trampa!
– ¿Qué coño vamos a hacer?
Respiré profundo, exhalé, traté de pensar con claridad. Quería un cigarrillo.
– Bien. Encuentra un ordenador, cualquier ordenador. Entra en la página de Trion. Busca la página de procedimientos empresariales de seguridad, mira dónde están las salidas de emergencia. Me refiero a ascensores de carga, escaleras de incendios, lo que sea. Cualquier forma de salir, aunque sea saltando.
– ¿Yo? ¿Y tú qué vas a hacer?
– Yo vuelvo allá afuera.
– ¿Qué? ¿Me estás tomando el pelo? El edificio está lleno de guardias de seguridad, no seas imbécil.
– No saben dónde estamos. Sólo saben que estamos en algún lugar del ala, y el ala tiene siete pisos.
– ¡Joder, Adam!
– Esta oportunidad no se repetirá -dije, corriendo hacia la puerta. Le mostré mi walkie-talkie Motorola-. Cuando encuentres una salida, dímelo. Me voy al Centro de Alta Seguridad. Voy a por lo que vinimos.
Capítulo 87
No corras.
Constantemente tenía que recordármelo. Calma. Caminaba por el corredor intentando parecer despreocupado mientras mi cabeza estaba a punto de estallar. No mires a las cámaras.
Iba por la mitad de la zona abierta de cubículos cuando mi walkie-talkie soltó dos pitidos.
– ¿Sí?
– Escucha, tío, me pide una identificación. La pantalla de entrada.
– Ah, mierda, claro.
– ¿Quieres que entre con tu nombre?
– Por favor no. Usa… -saqué mi cuadernito de espiral-. Usa ChadP -se lo deletreé mientras caminaba.
– ¿Contraseña? ¿Sabes la contraseña?
– MJ veintitrés -leí.
– ¿MJ?
– Seguro que es por Michael Jordan.
– Ah, claro. El veintitrés es el número de Jordan. ¿Quién es este tío, un gran jugador o qué?
¿Por qué me estaba dando conversación? ¿No estaba cagado de miedo?
– No -dije, distraído, al entrar en la zona de cubículos. Me quité el casco amarillo y las gafas, porque ya no los necesitaba, y los dejé bajo un escritorio al pasar-. Sólo un arrogante, igual que Jordan. Ambos se creen el mejor, pero sólo uno está en lo cierto.
– Vale, ya he entrado -dijo-. ¿Página de seguridad, me dices?
– Procedimientos empresariales de seguridad. Mira qué puedes averiguar acerca del muelle de carga, si podemos salir por ahí usando el ascensor. Ésa puede ser nuestra mejor forma de escapar. Tengo que colgar.
– Date prisa -dijo.
Delante de mí había una puerta de acero pintada de gris con una pequeña ventana en forma de diamante reforzada con malla metálica. Sobre la puerta había un letrero que rezaba: sólo personal autorizado.
Me acerqué a la puerta lentamente, desde un ángulo, y miré por la ventana. Al otro lado había una sala de espera pequeña, de aspecto industrial y suelo de hormigón. Conté dos cámaras de circuito cerrado montadas sobre la pared, cerca del techo: sus luces rojas parpadeaban. Estaban encendidas. También alcanzaba a ver las pequeñas vainas blancas en cada esquina de la habitación: los detectores infrarrojos de movimiento.
Pero en los detectores no había luces de encendido. No podía estar seguro de ello, pero parecían apagados. Tal vez los de seguridad los habían apagado por un par de horas, finalmente.
En una mano llevaba una carpeta con sujetapapeles; trataba de parecer «oficial», como si obedeciera unas instrucciones que llevaba escritas. Con la otra mano probé a mover el pomo de la puerta. Estaba cerrada. Montado sobre la pared, a la izquierda del marco de la puerta, había un pequeño sensor de proximidad gris, igual a los que se veían en todo el edificio. ¿Lo abriría la tarjeta de Alana? Saqué mi copia y la moví frente al sensor, deseando con todas mis fuerzas que la luz se pusiera verde.
Y escuché una voz.
– ¡Oiga! ¡Usted!
Me di la vuelta lentamente. Un guardia de seguridad de Trion corría hacia mí, y otro lo seguía.
– ¡Quieto! -gritó el primer hombre.
Mierda. El corazón se me iba a salir.
Cogido.
¿Y ahora qué, Adam?
Miré a los guardias, y mi expresión pasó de la sorpresa a la arrogancia. Respiré hondo. En voz baja, les dije:
– ¿Qué, lo habéis encontrado?
– ¿Eh? -dijo el primer guardia, disminuyendo la marcha hasta detenerse.
– ¡Vuestro maldito intruso! -dije, alzando la voz-. La alarma ha empezado a sonar hace cinco minutos y vosotros seguís corriendo por ahí como idiotas, rascándoos el culo.
Puedes hacerlo, me dije. Esto es lo tuyo.
– ¿Señor? -dijo el segundo guardia. Ambos se habían quedado paralizados, mirándome con sorpresa.
– Pero qué imbéciles. ¿No tenéis idea de por dónde ha entrado? -les gritaba como un sargento de maniobras, como si fuera a colgarlos por las pelotas-. ¿Creéis que habríamos podido poneros las cosas más fáciles? Por Dios, lo primero es hacer una revisión del perímetro. ¡Página veintitrés del puto manual! Si lo hacéis, encontraréis una rejilla de ventilación desmontada.
– ¿Rejilla de ventilación?
– ¿Vamos a tener que señalaros el puto camino con pintura fosforescente? Qué, ¿tendríamos que haberos enviado invitaciones de parte de Bendix para la inspección sorpresa de seguridad? Hemos realizado este simulacro en tres edificios de la zona en esta última semana, y vosotros sois de lejos el peor grupo, parecéis aficionados. -Cogí la carpeta y empecé a escribir-. Bien, quiero nombres y números de carnet. ¡Ey, vosotros! -Los dos guardias habían comenzado a retroceder lentamente. ¡Volved aquí, coño! ¿Os creéis que la Seguridad Empresarial consiste en pasar el rato comiendo Krispy Kremes? Cuando entreguemos nuestro informe, aquí rodarán cabezas, os lo aseguro.
– McNamara -dijo con reticencia el segundo guardia.
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– Valenti -dijo el primero.
Anoté sus nombres.
– ¿Números? -dije-. Bueno, bueno, vale… que alguno me abra esta puerta y luego largaos de aquí, los dos.
El primero se acercó al lector óptico y pasó su tarjeta por delante. Sonó un clic y se encendió la luz verde.
Sacudí la cabeza con disgusto mientras abría la puerta. Los dos guardias se dieron la vuelta y comenzaron a trotar por el corredor. El primero le dijo al segundo:
– Lo confirmaré ahora mismo con los de Despachos. Esto no me gusta nada.
El corazón me latía tan fuerte que debía oírse. Me había escapado de aquélla a punta de sandeces, pero lo único que había conseguido, bien lo sabía, eran un par de minutos de margen. Los guardias hablarían con su supervisor y de inmediato descubrirían la verdad: que no se trataba de ninguna «inspección sorpresa». Y regresarían con más ganas.
Observé el detector de movimiento, montado en lo alto de la pared de aquella pequeña recepción, para ver si alguna luz se encendía. Nada ocurrió.
Cuando los detectores de movimiento estaban encendidos, se disparaban las cámaras, que giraban en dirección al objeto móvil.
Pero los detectores de movimiento estaban apagados. Eso quería decir que las cámaras estaban fijas, no podían moverse.
Era muy gracioso: Meacham y su tipo me habían entrenado para burlar sistemas de seguridad más sofisticados que éste. Tal vez Meacham tenía razón: olvida lo que has visto en las películas, porque los sistemas de seguridad del mundo real siempre son más primitivos.
Ahora podía entrar en la pequeña recepción sin ser visto por las cámaras, que apuntaban a la puerta del Centro de Alta Seguridad C. Di un par de pasos tentativos hacia la habitación, siempre con la espalda contra la pared. Me acerqué desde atrás a una de las cámaras, con sigilo. Sabía que me encontraba en el punto ciego. La cámara no podía verme.
Y en ese momento el walkie-talkie revivió con un pitido.
– ¡Sal de ahí, joder! -gritó la voz de Seth-. ¡Acabo de oírlo! ¡Han ordenado a todos dirigirse a la quinta planta!
– ¡No puedo, ya casi he llegado! -respondí.
– ¡Date prisa! ¡Joder, sal de ahí!
– ¡No! ¡No puedo irme todavía!
– Cassidy…
– Seth, escúchame bien: eres tú el que va a salir, por la escalera, por el ascensor de carga, como sea. Espérame fuera, en la furgoneta.
– Cassidy…
– ¡Hazlo! -grité, y apagué el aparato. Un estallido sonoro me sacudió: el uh-ah ronco y mecánico de una alarma que debía de estar muy cerca de mí.
¿Y ahora qué? ¡No podía detenerme allí, a unos metros apenas de la entrada al proyecto Aurora! ¡No podía retroceder estando tan cerca!
Tenía que seguir adelante.
La alarma seguía aullando, uh-ah, uh-ah, ensordecedora como una sirena antiaérea.
Me saqué del bolsillo la lata de Pam, ese aceite de cocina en aerosol, me estiré hasta alcanzar la cámara y rocié el objetivo. Sobre el ojo de vidrio quedó una capa de aceite. Hecho.
La sirena aullaba.
Ahora la cámara estaba ciega y su visión derrotada, pero no de una manera que llamara necesariamente la atención. Quien estuviera observando el monitor vería de repente la imagen un poco borrosa, y tal vez lo atribuiría a aquella actualización del cableado de la cual les habían avisado ya. Era probable que una imagen borrosa en medio de tantos monitores no llamara la atención. Esa era la idea, en cualquier caso.
Pero ahora aquellos cuidadosos planes parecían casi inútiles, porque los guardias ya se acercaban, ya estaban en camino. ¿Serían los mismos que yo acababa de engatusar? ¿Serían otros? Imposible saberlo, por supuesto; lo único cierto era que se acercaban.
Había pasos, gritos, pero se oían lejanos, como parloteos de fondo, bajo la sirena estridente.
Tal vez todavía estuviera a tiempo.
Si me daba prisa. Una vez entrara al laboratorio Aurora, lo más probable era que no siguieran tras de mí; al menos, no fácilmente. No lo harían a no ser que contaran con algún tipo de autorización para hacer caso omiso de las prohibiciones, lo cual era improbable.
Y quizá no llegaran siquiera a saber que yo estaba dentro.
Eso si lograba entrar.
Rodeé la habitación, manteniéndome fuera del alcance de la cámara hasta que llegué a la siguiente. En el punto ciego, me estiré y accioné el aerosol, y le di al objetivo en todo el centro.
Ahora Seguridad no podía verme por los monitores. No podía ser testigo de lo que iba a intentar.
Estaba a punto de entrar. Sólo un par de segundos -esperaba yo- y habría entrado en Aurora.
Salir de allí… bueno, eso era otro asunto. Sabía que había un ascensor de carga al cual no podía accederse desde el exterior. ¿Lo activaría la tarjeta de Alana? Eso esperaba; era mi única oportunidad.
Maldita sea: con los estallidos de la sirena, las voces que se hacían cada vez más fuertes y los pasos que sonaban cada vez más cerca, apenas si podía pensar con sangre fría. La cabeza me iba a mil por hora. ¿Sabrían los guardias de seguridad de la existencia de Aurora? ¿Hasta qué punto estaba protegido el secreto? Si no sabían nada de Aurora, tal vez no lograran imaginar hacia dónde me dirigía. Tal vez simplemente recorrían los corredores de todas las plantas en medio de la búsqueda descoordinada y azarosa del segundo intruso.
Montada en la pared, inmediatamente a la izquierda de una lustrosa puerta de acero, había una pequeña caja beige: un escáner de huellas digitales Identix.
Del bolsillo delantero de mi mono saqué el estuche de plástico traslúcido. Con dedos temblorosos, retiré la tira de celo que tenía la huella del pulgar de Alana, todas sus espirales capturadas gracias al polvo de grafito.
Presioné el celo suavemente sobre el escáner, justo donde habitualmente se ponía el dedo pulgar, y esperé a que la luz del piloto cambiara de rojo a verde.
Nada ocurrió.
«No, Dios mío, por favor -pensé desesperadamente, con la cabeza destrozada por el miedo y el insoportable uh-ah de la alarma-. Haz que funcione. Por favor, Dios mío.»
La luz permaneció roja, tercamente roja.
Nada ocurría aún.
Meacham me había dado una larga sesión acerca de cómo burlar un escáner biométrico; yo, por mi parte, había practicado incontables veces hasta que creí que lo tenía dominado. Algunos lectores de huellas eran más difíciles de burlar que otros, dependiendo de la tecnología que usaran. Ésta era una de las más comunes, con sensor óptico en el interior. Y se suponía que lo que acababa de hacer funcionaba el noventa por ciento de las veces. El noventa por ciento de las veces el maldito truco funcionaba.
«Claro, también está el otro diez por ciento», pensé mientras oía pasos que se me aproximaban con gran estruendo. Eso por lo menos lo sabía: ya estaban cerca. Tal vez a unos pocos metros, en la zona de los cubículos.
¡Mierda, no me funcionaba!
«¿Cuáles eran los otros trucos que me habían enseñado?»
Algo sobre una bolsa de plástico llena de agua… pero yo no tenía bolsas de plástico en ese momento… ¿Cómo era? Las huellas viejas se quedan sobre la superficie del sensor como sobre un espejo. Eran el residuo graso de la gente que había sido admitida. Las viejas huellas podían reactivarse mediante la humedad…
Sí, parece cosa de locos, pero no más que usar un trozo de cinta con una huella levantada. Me incliné, puse las manos ahuecadas sobre el pequeño sensor y exhalé. Mi aliento golpeó el cristal y se condensó de inmediato. Desapareció en un segundo, pero fue tiempo suficiente.
Sonó un pitido, casi como un gorjeo. Un sonido de felicidad.
En la caja se encendió una luz verde.
Había entrado. La humedad de mi aliento había activado la vieja huella.
Había engañado al sensor.
La lustrosa puerta de acero que daba al Centro de Alta Seguridad C se abrió lentamente sobre sus rieles al mismo tiempo que la otra puerta, a mi espalda, se abría y yo oía dec
ir:
– ¡Deténgase ahora mismo!
Y también:
– ¡Quieto!
Miré fijamente el inmenso espacio abierto que era el Centro de Alta Seguridad C, y no podía creer lo que veían mis ojos. No lograba encontrarle un sentido a aquello.
Tenía que haberme equivocado.
Éste no podía ser el lugar correcto.
Porque lo que había frente a mí no tenía sentido. Yo estaba mirando el área señalada como Centro de Alta Seguridad C.
Había esperado encontrarme con equipos de laboratorio y bancos de microscopios electrónicos, habitaciones esterilizadas, superordenadores y rollos de fibra óptica…
En cambio, lo que había eran vigas de acero, suelos de hormigón desnudo y sin pintar, polvo de yeso y desechos de construcción.
Un espacio inmenso y destruido.
No había nada.
¿Dónde estaba el proyecto Aurora? Me encontraba en el lugar correcto, pero allí no había nada.
Y entonces llegó el sorprendente momento en que lo comprendí todo, y el suelo se abrió y se sacudió bajo mis pies. ¿Acaso el proyecto Aurora no existía?
– ¡No mueva un puto dedo! -me gritó alguien desde atrás.
Obedecí.
No me di la vuelta para dar la cara a los guardias. Estaba petrificado.
No hubiera podido moverme ni aunque hubiera querido.
Capítulo 88
Boquiabierto, mareado, me di la vuelta y vi un grupo de guardias, cinco o seis, y entre ellos un par de rostros familiares. Dos de ellos eran los tíos a los que había asustado, y estaban de regreso, y muy cabreados.
El guardia de seguridad, el tío que me había sorprendido en el despacho de Nora. ¿Cómo se llamaba? Era el del Mustang… pues bien, él me apuntaba con su pistola.
– Señor… ¿señor Sommers? -balbuceó.
A su lado, vestido con unos vaqueros y una camiseta que parecía haberse puesto hacía poco y con el pelo rubio desgreñado, estaba Chad. Tenía su móvil en la mano. Supe de inmediato por qué estaba allí: debió de intentar conectarse a la página, se dio cuenta de que ya estaba conectado, y decidió hacer una llamada…
– Es Cassidy. ¡Llamad a Goddard! -le gritaba Chad al guardia-. ¡Llamad al presidente, joder!