Paranoia
Page 41
– No, hombre. Nosotros no lo hacemos así -dijo el guardia, mirándome fijamente y apuntándome con la pistola-. ¡Retroceda! -gritó. Un par de guardias se abrían en abanico a ambos lados. Le dijo a Chad-: No llamamos al presidente, llamamos al director de seguridad. Y luego esperamos a los policías. Y esto es una orden.
– ¡Joder, os digo que llaméis al presidente! -gritaba Chad, agitando su móvil-. Tengo el número de la casa de Goddard. No me importa la hora que sea. ¡Quiero que sepa lo que ha hecho su jodido asistente ejecutivo, su maldito estafador!
Apretó un par de botones y se puso el teléfono al oído.
– Qué gilipollas -me dijo-. Estás jodido.
Pasó un buen rato antes de que alguien contestara.
– Señor Goddard -dijo Chad en voz baja y respetuosa-. Siento llamar a estas horas de la madrugada, pero se trata de algo muy importante. Mi nombre es Chad Pierson, y trabajo en Trion. -Habló unos minutos más, y luego su malévola sonrisa comenzó a desvanecerse-. Sí, señor -dijo. Me tendió el teléfono con agresividad. Parecía abatido-. Dice que quiere hablar contigo.
Novena Parte. Medidas activas
Medidas activas: Término ruso para operaciones de inteligencia que afectarán las políticas o acciones de otro país. Estas pueden ser clandestinas o abiertas, y pueden incluir una amplia variedad de actividades, incluyendo el asesinato.
El libro del espía:
Enciclopedia del espionaje.
Capítulo 89
Eran casi las seis de la mañana cuando los guardias de seguridad me encerraron en una sala de conferencias del quinto piso, una sala sin ventanas y con una sola puerta. La mesa estaba cubierta con blocs de notas llenos de garabatos y botellas vacías de Snapple. Había un proyector de techo, una pizarra blanca que no habían borrado y, por fortuna, un ordenador.
Yo no era exactamente un prisionero. Me habían «retenido». Me aclararon que si no cooperaba, me entregarían sin más a la policía, y eso no me parecía muy buena idea.
Me habían dicho que el señor Goddard quería hablar conmigo en cuanto llegara.
Más tarde supe que Seth había logrado salir del edificio, pero sin la furgoneta. Traté de enviarle un correo electrónico a Jock. No sabía qué decir, no sabía cómo explicar lo sucedido, así que sólo escribí:
Jock,
Necesito hablar contigo. Quiero explicarte, Adam
Pero no hubo respuesta.
Recordé, de repente, que aún llevaba mi móvil: me lo había metido en un bolsillo y los guardias no lo habían encontrado. Lo encendí. Había cinco mensajes, pero antes de que pudiera revisar mi buzón de voz, el teléfono sonó.
– Sí -dije.
– Adam. Mierda, tío. -Era Antwoine. Parecía desesperado, casi histérico-. Tío, por favor. Mierda, mierda… no quiero que me metan de nuevo, mierda, no quiero volver allí.
– Antwoine, ¿de qué hablas? Empieza por el principio.
– Trataron de entrar en el piso de tu padre. Tres tíos blancos. Habrán pensado que estaba vacío.
Sentí una oleada de irritación. ¿No se habían percatado ya los chicos del barrio de que en el piso de mi padre no había nada que robar?
– Dios mío, ¿estás bien?
– Sí, yo sí. Dos han escapado, pero al más lento he alcanzado a cogerlo… ¡mierda! No me quiero meter en problemas, ¡tienes que ayudarme!
En ese momento no estaba de ánimo para mantener esa conversación. Al fondo se oía una especie de ruido animal, quejidos, escaramuzas de algún tipo.
– Cálmate, hombre -dije-. Respira hondo y siéntate.
– Estoy sentado. Sobre este hijoputa. Lo que me tiene acojonado es que el tío dice que te conoce.
– ¿Que me conoce? -De repente me sentí raro-. Descríbelo, ¿quieres?
– No lo sé, es blanco…
– Me refiero a su cara.
Antwoine sonaba tímido.
– ¿Ahora mismo? Pues es como roja y blanda. Culpa mía. Creo que le he roto la nariz. Suspiré.
– Joder, Antwoine, pregúntale cómo se llama.
Antwoine dejó el teléfono a un lado. Escuché el grave rugido de su voz, seguido de inmediato por un gritito. Antwoine volvió a ponerse.
– Dice que se llama Meacham.
Me llegó la imagen de Meacham, vencido y ensangrentado, tumbado en el suelo de la cocina de mi padre debajo de los ciento veinte kilos de Antwoine Leonard, y sentí un breve y bendito espasmo de placer. Quizá aquella tarde en que pasé por el piso de mi padre sí me estaban observando. Tal vez Meacham y sus matones creyeron que había escondido algo allí.
– Yo no me preocuparía demasiado, Antwoine -dije-. Te aseguro que ese gilipollas no va a darte más la lata.
Si yo fuera Meacham, pensé, me inscribiría de inmediato en el programa de protección de testigos.
Antwoine habló con alivio.
– Lo siento, tío, lo siento mucho.
– ¿Lo sientes? Oye, no te disculpes. Créeme, es la primera buena noticia que he recibido en mucho tiempo.
Y probablemente sería la última.
Supuse que tendría que matar el tiempo durante varias horas antes de que apareciera Goddard, y no podía quedarme sentado y angustiarme por lo que había hecho o por lo que iban a hacerme. Así que me puse a hacer lo que siempre hacía para pasar el rato: conectarme a Internet.
Así fue cómo empecé a armar las piezas del rompecabezas.
Capítulo 90
La puerta de la sala de conferencias se abrió. Era uno de los guardias de seguridad de antes.
– El señor Goddard está abajo, en la conferencia de prensa -dijo el guardia. Era alto, de unos cuarenta años, y llevaba gafas de montura de alambre. El uniforme azul de Trion no le quedaba bien-. Dice que debería usted bajar al Centro de Visitantes.
Asentí.
En la recepción principal del edificio A había un frenesí de gente, voces fuertes, fotógrafos y periodistas revoloteando por el lugar. Salí del ascensor y quedé en medio del caos, desorientado. No alcanzaba a adivinar lo que la gente decía en aquel barullo. Una de las puertas que daban al inmenso auditorio futurista se abría y cerraba constantemente. Alcancé a ver imágenes fugaces y gigantescas de Jock Goddard proyectado sobre una pantalla, y alcancé a oír su voz amplificada.
Me abrí paso a codazos a través del público. Me pareció que alguien gritaba mi nombre, pero seguí adelante, moviéndome lentamente como un zombi.
La pendiente del suelo del auditorio bajaba hacia un rutilante escenario cóncavo como una vaina en el cual estaba Goddard, de pie bajo la luz de un reflector, con su suéter de medio cuello y una chaqueta de tweed marrón. Parecía un profesor de clásicas de alguna pequeña universidad de Nueva Inglaterra, salvo por el maquillaje de televisión anaranjado que llevaba en el rostro. Detrás de él había una pantalla gigantesca en la cual aparecía su cabeza parlante, de un metro y medio o dos de altura.
El lugar estaba repleto de periodistas que resplandecían bajo las luces de sus cámaras.
– … Esta adquisición -decía Goddard- doblará nuestra fuerza de venta. Doblará, y en algunos casos triplicará, nuestra penetración en el mercado. -Yo no sabía de qué hablaba. Me quedé en la parte posterior del auditorio, simplemente escuchando-. Al unir dos grandes compañías, dos antiguos competidores, hemos creado un líder de la tecnología a nivel mundial. Trion Systems es ahora, sin lugar a dudas, una de las empresas de electrónica de consumo líderes en el mundo entero.
»Y me gustaría hacer un anuncio más -continuó Goddard, sonriendo como un duendecillo de ojos brillantes-. Siempre he creído en la importancia de retribuir. Así que Trion se complace en anunciar hoy la creación de una nueva y emocionante fundación de caridad. Esta fundación comenzará con un capital de un millón y medio de dólares, y espera, en el curso de los próximos años, llevar un ordenador a los hogares de rentas más bajas de Estados Unidos. Pensamos que ésta es la mejor manera de cerrar la brecha digital. Se trata de una operación que se ha estado planeando durante mucho tiempo en Trion. La llamamos proyecto Aurora, en honor d
e Aurora, la diosa griega del amanecer. Estamos convencidos de que el proyecto Aurora traerá el amanecer de un futuro nuevo y brillante a todos los habitantes de esta gran nación. -Hubo algunos aplausos-. Finalmente, permitidme dar una calurosa bienvenida a los casi treinta mil talentosos y esforzados trabajadores de Wyatt Telecommunications. Bienvenidos a la familia Trion. Muchas gracias.
Goddard inclinó levemente la cabeza y bajó del escenario. Más aplausos, que poco a poco se transformaron en una ovación entusiasta.
La gigantesca proyección del rostro de Jock Goddard se disolvió y apareció una transmisión de noticias televisivas: el programa financiero matutino de la CNBC, Squawk Box.
En una mitad de la pantalla, Maria Bartiromo transmitía desde la Bolsa de Nueva York. En la otra mitad aparecía el logo de Trion y un gráfico del precio de sus acciones en los últimos minutos: la línea subía sin parar.
– … a medida que la compraventa de acciones de Trion alcanza niveles nunca vistos -decía-. Las acciones de Trion ya casi han duplicado su precio y no dan señales de detenerse, tras el anuncio de primeras horas de esta mañana, en el cual el fundador y presidente ejecutivo de la empresa, Augustine Goddard, confirmaba la adquisición de una de sus principales competidoras, Wyatt Telecommunications, tan aquejada de problemas últimamente.
Sentí un golpecito en el hombro. Era Flo, elegantemente vestida y con una expresión grave en el rostro. Llevaba unos auriculares inalámbricos.
– Adam, ¿puede venir a la Suite Ejecutiva del ático? Jock quiere verlo.
Asentí pero seguí mirando la pantalla. No me sentía capaz de pensar con claridad.
Ahora la imagen de la pantalla grande mostraba a Nick Wyatt mientras un par de guardias lo sacaban a empujones de las oficinas de Wyatt. El ángulo de la toma era bastante abierto, y se alcanzaba a ver el vidrio reflectante del edificio, el césped color esmeralda del exterior y los rebaños de periodistas pastando en él. Wyatt, caminando a paso de hombre detenido, parecía al mismo tiempo enfurecido y humillado.
– Wyatt Telecommunications era una empresa plagada de deudas. Ya debía cerca de tres mil millones de dólares cuando se filtró, durante la tarde de ayer, la increíble noticia de que el extravagante fundador de la empresa, Nicholas Wyatt, había firmado un acuerdo secreto y no autorizado, sin comunicárselo a los miembros de la junta directiva ni contar siquiera con su voto, para adquirir Delphos, una pequeña nueva empresa con base en California, una empresa sin ingresos de ningún tipo, por el precio de quinientos millones de dólares en efectivo -decía Maria Bartiromo.
La cámara enfocó al hombre más de cerca. Alto y musculoso, el pelo brillante como esmalte negro, el bronceado cobrizo. Nick Wyatt en carne y hueso. La cámara se acercó aún más. Su camisa de seda -color gris paloma y ajustada al cuerpo- estaba empapada en sudor. Lo metían pesadamente en una limosina. En su rostro estaba esa expresión de «¿Qué coño me han hecho?». Sí, la sensación me era familiar.
– La compra dejó a Wyatt sin dinero suficiente para cubrir sus deudas. La junta directiva se reunió ayer por la tarde y anunció el despido del señor Wyatt por violaciones graves de los estatutos empresariales, momentos antes de que los accionistas forzaran la venta de la empresa a Trion Systems por el precio de liquidación de diez centavos al dólar. El señor Wyatt no quiso hacer comentario alguno, pero un portavoz dijo que dimitía para pasar más tiempo con su familia. Nick Wyatt es soltero y no tiene hijos. ¿David?
Otro golpecito en mi hombro.
– Lo siento, Adam, pero quiere verlo ahora mismo -dijo Flo.
Capítulo 91
Antes de llegar al ático el ascensor se detuvo en la cafetería, y entró un hombre con camisa Aloha y cola de caballo.
– Cassidy -dijo Mordden. Llevaba un rollo de canela en la mano y una taza de café, y no pareció sorprendido de verme-. El Sammy Glick [19] del microchip. Corre el rumor de que a Ícaro se le han quemado las alas. -Asentí y Mordden agachó la cabeza-. Es verdad lo que dicen. La experiencia sólo te llega cuando ya no la necesitas.
– Sí.
Apretó un botón y guardó silencio mientras las puertas se cerraban y la cabina seguía su ascenso. Sólo estábamos él y yo.
– Veo que vas al ático. A la Suite Ejecutiva. Doy por hecho que no es para recibir a los dignatarios japoneses -dijo. Yo me limitaba a mirarle-. Ahora tal vez comprendes la verdad sobre nuestro intrépido líder.
– No, en realidad no. De hecho, ni siquiera te comprendo a ti. Por alguna razón eres la única persona de la empresa que siente un total desprecio por Goddard, todo el mundo lo sabe. Eres rico. No necesitas trabajar. Y sin embargo, aquí estás.
Se encogió de hombros.
– Por mi propio deseo. Te lo he dicho, yo soy a prueba de balas.
– ¿Y eso qué coño quiere decir? Mira, ya nunca volverás a verme la cara, así que ¿por qué no me lo explicas? Me van a echar. Estoy muerto.
– Sí, la muerte accidental es, me temo, el término en boga por estos pagos -dijo parpadeando-. La verdad es que te echaré de menos. Hay millones que no lo harían.
Lo convertía todo en una broma, pero era obvio que trataba de decirme algo con sentido. Por la razón que fuera, yo había llegado a caerle simpático. O tal vez no era más qué lástima. Con un tipo como Mordden era difícil de saber.
– Basta de adivinanzas -dije-. ¿Podrías explicarme de qué diablos estás hablando?
Mordden sonrió con suficiencia e hizo una imitación pasable de Ernst Stavro Blofeld. [20]
– Ya que está usted a punto de morir, señor Bond… -se interrumpió-. Mira, me gustaría explicártelo todo. Pero no puedo violar el acuerdo de confidencialidad que firmé hace dieciocho años.
– ¿Te importa decírmelo en términos que mi lamentable cerebro humano pueda entender?
El ascensor se detuvo, las puertas se abrieron y Mordden salió. Puso una mano sobre una puerta para evitar que se cerrara.
– Ese acuerdo de confidencialidad supone para mí diez millones de dólares en acciones de Trion. Tal vez el doble de eso, con los precios de hoy. No me resultaría muy beneficioso poner en peligro ese acuerdo rompiendo mi silencio obligatorio.
– ¿Qué tipo de acuerdo de confidencialidad?
– Como decía, no quisiera hacer peligrar mi lucrativo acuerdo con Augustine Goddard diciéndote que el famoso modem Goddard no fue inventado por Jock Goddard, ingeniero mediocre pero brillante estratega empresarial, sino por un servidor. ¿Por qué querría poner en peligro diez millones de dólares revelando que el gran avance tecnológico que transformó esta compañía en el centro neurálgico de la revolución de las comunicaciones no fue obra del estratega empresarial sino de uno de sus primeros empleados, un humilde ingeniero? Goddard lo hubiera podido obtener gratis, tal como se lo permitía mi contrato, pero prefirió apuntarse el tanto. Y eso para él valía una buena cantidad de dinero. ¿Por qué querría yo revelar algo semejante y al hacerlo manchar la leyenda, la prístina reputación del hombre a quien la revista Newsweek llamó, vamos a ver cómo era, «El estadista supremo de la América empresarial»? Ciertamente no sería muy diplomático por mi parte señalarte la falsedad existente tras su imitación de Will Rogers, [21] señalar esa imagen realista y poco sofisticada que esconde tal falta de escrúpulos. Por todos los cielos, eso sería como decirte que Santa Claus no existe. ¿Por qué querría desilusionarte, y además arriesgar mi botín financiero?
– ¿Todo eso es verdad? -fue lo único que se me ocurrió decir.
– No te he dicho nada -dijo Mordden-. No sería beneficioso para mí. Adieu, Cassidy.
Capítulo 92
Nunca había visto nada parecido al ático del edificio A de Trion.
No se parecía al resto de la empresa: no había despachos asfixiantes ni cubículos apiñados, ni alfombras grises e industriales de pared a pared, ni luces fluorescentes.
Era un espacio inmenso y abierto con ventanas que iban del suelo al techo a través de las cuales destellaba la luz del sol. Los suelos eran de granito negro, había tapetes persas aquí y allá, y las paredes eran de
alguna clase de lustrosa madera tropical. El espacio estaba dividido en zonas por lechos de hiedra, grupos de sillas y sofás de diseño, y justo en el centro de la habitación, una cascada gigante en la cual el agua brotaba de una fuente invisible y caía sobre rocas rosadas y rugosas.
La Suite Ejecutiva. Para recibir a visitantes de importancia: secretarios de gabinete, senadores y congresistas, presidentes ejecutivos y jefes de estado. Nunca antes la había visto, ni conocía a nadie que la hubiera visto, y no era para sorprenderse. No parecía muy Trion que digamos. No era muy democrática. Era dramática, intimidante, imponente.
Estaban preparando una pequeña mesa redonda en el área que había entre la cascada interior y una chimenea en la cual llamas de gas rugían sobre troncos de cerámica. Dos jóvenes latinos, un hombre y una mujer de uniforme marrón, hablaban en castellano y en voz baja mientras sacaban tazas de té y café de pura plata, canastas de pastelitos, jarras de zumo de naranja. Había cubiertos para tres comensales.
Miré alrededor, desconcertado, pero no había nadie más. Nadie me esperaba. De repente hubo un bing y las pequeñas puertas de acero pulido de un ascensor se abrieron del otro lado de la habitación.
Jock Goddard y Paul Camilletti.
Se reían a carcajadas, como alocados, más animados que nunca. Goddard me vio de repente, se detuvo a media carcajada y dijo:
– Bien, ahí está. ¿Nos disculpas, Paul? Ya lo entiendes.
Camilletti sonrió, le dio a Goddard una palmada en el hombro y se quedó en el ascensor mientras el viejo salía y las puertas se cerraban tras él. Goddard atravesó el espacio abierto casi trotando.
– Acompáñeme al lavabo, ¿quiere? -dijo-. Tengo que quitarme este maldito maquillaje.
Lo seguí en silencio hacia una reluciente puerta negra marcada con pequeñas siluetas de plata: hombres-mujeres. Las luces se encendieron cuando entramos. Era un lavabo espacioso y elegante, todo de vidrio y mármol negro.