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Hollywood Station

Page 17

by Joseph Wambaugh


  – Los de ética tendrían que limitarse a los policías que trabajan en otra cosa cuando están de baja -dijo Flotsam-. Sólo sirven para eso.

  – Ser policía en el LAPD hoy día es como esquivar balones, pero es que nos tiran balones de todas partes, joder -dijo Jetsam.

  – Tienes la pantalla en modo ahorro de energía, tronco -dijo Flotsam a su compañero, que tenía la mirada perdida-, pon el disco duro en marcha y contrólate.

  – De acuerdo, pero no me gusta que me traten como a un ladrón -dijo Jetsam.

  – Tienen que hacer sus jugadas, no les queda más remedio, y así pueden decir: «Mire, señor fiscal del distrito, mire qué bien aplicamos el decreto de consenso para acabar con la antigua chulería del LAPD».

  – Pero nos han hecho pringar, colega.

  – ¿A qué te refieres?

  – Que nos la hemos cargado de todos modos.

  – ¿Por qué?

  – La patrulla de apoyo vio los uniformes de B.M. Driscoll colgados en el coche; los habíamos recogido justo antes de recibir la llamada. Tenían que pillarnos con lo que fuera porque no mordimos su estúpido anzuelo, así es que nos cayó bronca oficial por hacer gestiones personales en horas de servicio.

  – ¿Pasar por la tintorería?

  – Tú lo has dicho, colega.

  – ¿Y qué dijo el Oráculo?

  – No estaba en aquel momento. Ya se había ido al Tex Mex Alfonso cuando la rata de rendimiento profesional asomó el hocico. Un tipo que no paraba de rascarse las picaduras de insecto del culo. Y el comandante de turno nos dijo que nos la habíamos cargado.

  – Puta mierda, tronco. ¿Sabes cuántas horas se han perdido en esa trampa de tres al cuarto? ¡Y nosotros, patrullando por ahí con la mitad de los efectivos necesarios!

  – Así es la vida en el LAPD, colega.

  – ¿Y cómo andas de moral?

  – Chungamente.

  – ¿Qué tal si te cubro el turno del jueves?

  – Mejor.

  – Tengo entendido que a esa buscapolis del Director's Chair que te dije el otro día le gusta bañarse de noche en la playa.

  – Creía que habías dicho que te habías enamorado de Mag Takara.

  – Me he enamorado, pero la cosa no marcha.

  – Dijiste que la cosa prometía.

  – Vamos al agua, tronco -dijo Flotsam cambiando de tema; cogió el tablón y echó una carrera hasta el mar. Se zambulló en una fría ola matutina y salió sonriendo entre la espuma oceánica.

  Jetsam remó hasta donde estaba su compañero, lo miró y dijo:

  – Entonces, ¿qué ha pasado entre Mag y tú? ¿Tanto te duele hablar de ello?

  – Lo tiene todo, tronco. Es la chavala más perfecta que he conocido en mi vida -dijo Flotsam-. ¿Sabes lo que me dijo el Oráculo? Cuando hacía la ronda a pie en el Pequeño Tokio, hace cien años, conoció a la familia Takara. Tienen dos hotelitos, tres restaurantes y no sé cuántos pisos en alquiler. Esa monada puede llegar a ser muy buen partido.

  – No me extraña que te hayas enamorado.

  – Es un auténtico bombón. ¿Has visto boca más bonita en tu vida? ¿Y los andares de pantera que tiene? ¿Y esa piel de marfil y ese pelo sedoso que cae sobre la graciosa curva del cuello?

  – «Graciosa curva…»-dijo Jetsam, a horcajadas en el tablón-, cómo te pasas, colega. ¡Contrólate! A lo mejor te deslumbró aquel día, cuando cogió la granada de juguete y la tiró.

  – Me mentalicé mucho la última noche que trabajamos juntos -dijo Flotsam-. Sabía que después de estos días libres, tú y yo volveríamos a estar juntos para el resto del cuadrante, así que mordí el bocado y me lancé a por todas. Le dije, más o menos: «Mag, espero convencerte de que cojas el bikini y te vengas a surfear conmigo al mar al atardecer, cuando el sol refulgente se derrite en las oscuras aguas».

  – ¡No, colega! -dijo Jetsam-. «Las oscuras aguas», ¿cómo puedes pasarte tanto? -Una pausa-. ¿Y qué dijo ella?

  – Al principio no dijo nada. Es una chica muy reservada, ya sabes. Y al final dijo: «Prefiero llenarme el bikini de chuletas de cerdo y meterme en una pecera llena de pirañas antes que ir a surfear contigo al atardecer, al amanecer o a cualquier hora del día».

  – Vaya, eso sí que es desanimar, colega -dijo Jetsam con pesimismo-. ¿No te parece?

  Flotsam y Jetsam no eran los únicos que se quejaban de los supervisores del LAPE) aquel día. Un supervisor, Brant Hinkle, D2, esperaba el momento propicio en la división de Asuntos Internos. Estaba en la lista de promoción a teniente, pero temía que la lista caducara antes de que se le presentara la ocasión. Tenía esperanzas, ahora que habían seleccionado a todos los hombres negros y mujeres de cualquier raza con calificaciones inferiores a las suyas en el examen escrito y oral, pero con preferencia. Aunque no era supervisor D3, tenía acumulada suficiente experiencia en su currículo para presentarse al examen de teniente, y lo había hecho bastante bien. Pensaba que no había nadie que pudiera saltarle por encima antes de que la lista expirase.

  Los años de destino en Asuntos Internos habían sido interesantes, positivos para su currículo, aunque no tanto para su estómago. Últimamente tenía acidez y ya veía el fondo del barril de los cincuenta y tres años. Con veintiocho en activo a la espalda, era la última oportunidad realista de convertirse en teniente antes de colgar la placa y retirarse a…, bueno, no estaba seguro. A cualquier parte fuera de Los Ángeles, antes de que la ciudad explotase.

  Brantley Hinkle hacía mucho tiempo que se había divorciado y tenía dos hijas casadas, aunque nietos no todavía, y salía con alguna mujer una o dos veces al mes desde que oyó decir a un colega de su edad: «Mierda, a Charles Manson le llueven las propuestas de matrimonio y yo no me como una rosca».

  Eso le hizo pensar las poquísimas veces que salía de verdad con mujeres, y menos aún acostarse con ellas, por eso últimamente se esforzaba más. Había una radiotelefonista divorciada de cuarenta años en la centralita que tenía una voz tan dulce cuando hablaba por radio que podía provocarle un principio de erección. Había también una ayudante en la oficina del fiscal del distrito a la que había conocido en la fiesta de despedida de un investigador de la brigada de atracos y homicidios. E incluso había una periodista, instructora de Pilates en su tiempo libre, que tenía cuarenta y seis años pero aparentaba diez menos y que estaba soltera. Lo había puesto en forma físicamente a fuerza de dieta y tanto Pilates como aguantaba. Tenía la cintura tan suelta que no notaba las vibraciones del teléfono móvil.

  Así pues, estaba en condiciones aceptables y conservaba casi todo el pelo, aunque lo tenía tan gris como el peltre, y no necesitaba gafas más que para leer. Normalmente, podía llamar a cualquiera de las tres cuando se encontraba solo y surgía la necesidad, pero últimamente no lo había intentado. Estaba centrado en salir de la oficina de rendimiento profesional y volver al trabajo de investigación en cualquier parte, a esperar el ascenso a teniente. Si llegaba.

  En Asuntos Internos, Hinkle había visto investigaciones obsesivas de denuncias por motivos que habrían sido objeto de burla y escarnio en las fiestas de despedida en otra época, en la época anterior a la paliza a Rodney King y el escándalo del distrito de Rampart. Antes del decreto federal de consenso.

  Y las denuncias no eran sólo de los ciudadanos, eran también de los propios policías. Había tenido que supervisar un caso en el que un sargento de patrulla tan mayor como él había mirado a una agente que acababa de volver de hacer ejercicio en pantalones cortos y minicamiseta. El sargento se quedó mirándole el sudor del vientre. Y ahí estuvo el mal, el hombre suspiró. La agente denunció al sargento y aquel suspiro tan caro le valió cinco días de suspensión por acoso sexual en el lugar de trabajo.

  Después, el combate en la escuela de arresto y control, cuando a un agente le asignaron a una agente para un combate en el que tenían que practicar determinados agarres. El agente dijo en voz alta a sus compañeros de clase: «No puedo creer que me paguen por hacer esto». Ella lo denunció y a él lo castigaron con cinco días de suspensión.

  Otro cas
o fue el de un sargento recién nombrado que, el día que se estrenaba en su nuevo puesto, vio por casualidad a una unidad de patrulla que se saltaba una señal de stop cuando acudía a una llamada urgente que no les había sido asignada. El sargento llegó a su nuevo destino e inmediatamente cumplimentó una demanda personal 1.28.

  En el primer mes, ese sargento, que llevaba los galones nuevos con entusiasmo, llamó «cencerro» a un agente de su turno. El agente presentó una demanda oficial contra él, el sargento fue sancionado con cinco días de suspensión y la tropa lanzó vivas.

  Bajo la influencia del decreto federal de consenso y la presión de legiones de supervisores del LAPD, los policías se volvían unos contra otros y se comían los unos a los otros. Era un ambiente distinto al que había cuando él entró en el mundialmente famoso LAPD, líder indiscutible de las fuerzas del orden en las grandes ciudades. En el mundo presente de Brant Hinkle, también los investigadores de Asuntos Internos estaban sometidos a los análisis de orina por sorpresa que realizaba la división científica.

  Los investigadores de Asuntos Internos que le habían precedido decían que, durante el reino del terror de Lord Voldemort, a veces habían llegado a celebrarse seis «consejos de derechos» -el equivalente policial de los tribunales militares- al mismo tiempo, a pesar de que sólo había cinco salas de reuniones de consejo. La gente tenía que esperar en los pasillos a que quedara libre una sala. Era un montaje en cadena para infundir miedo que provocó el fenómeno de que muchos policías se asesorasen con fiscales que pagaba el sindicato, la Liga de Protección de la Policía de Los Ángeles.

  Los investigadores más veteranos le contaron que, en aquellos momentos, todo el mundo hacía chistes negros sobre lo fácil que era que un policía saliera de una sesión de consejo de derechos habiendo perdido la carrera y la pensión y se tirase al patio por la barandilla de hierro forjado del edificio Bradbury, de cinco pisos.

  El edificio Bradbury, situado en el 304 de Broadway Sur, era un lugar incongruente que albergaba la temida Oficina de Rendimiento Profesional, con sus trescientos sargentos e investigadores y la brigada de Asuntos Internos, que se ocupaba de las siete mil denuncias anuales, tanto internas como externas, que se producían contra un cuerpo de policía de nueve mil agentes. La restaurada obra maestra de 1893, con sus ascensores antiguos de madera, escalinatas de mármol, y cinco pisos rematados por un tejado de cristal, era probablemente el interior más fotografiado de Los Ángeles.

  Muchas películas negras clásicas se habían rodado en las baldosas del patio mexicano, donde la luz del día entraba a raudales. No le era difícil imaginarse al fantasma de Robert Mitchum o al de Bogart saliendo de cualquier despacho con balcón, con la trinchera puesta y el fedora en la cabeza, encendiendo el inevitable pitillo con la cara semivelada por las sombras ominosas de los helechos de las jardineras. Brant sabía que en la actualidad nadie se atrevía a encender un cigarrillo en el edificio Bradbury. Naturalmente, aquello es Los Ángeles en el siglo xxi, y fumar tabaco es un delito menor contra lo políticamente correcto, aunque no esté tipificado.

  En esos momentos, Brant Hinkle estaba investigando una demanda contra una oficial de la división de patrullas cuyo trabajo consistía en presentar un parte de control todos los días a un sargento para que lo firmara. Tras un año ocupada en tonterías burocráticas y sin encontrar a ningún sargento la mitad de las veces, optó por crear uno con nombre y número de serie ficticios.

  Pero el «fraude» se descubrió y nunca hubo un falsificador de cheques a quien se persiguiera tan tenazmente. Asuntos Internos envió muestras ele escritura al centro en las que basar el caso contra la desventurada mujer, a quien la autoridad competente decidió despedir. Pero dio la casualidad de que, desde hacía un año, existía un estatuto que se ocupaba de esa clase de delitos, y no pudieron despedirla. En realidad, no podían hacerle nada más que trasladarla a un distrito que le supusiera un trayecto largo y deprimiese a esa policía veterana de historial impecable pero que, finalmente, había sucumbido al diluvio de auditorías y trabajo burocrático.

  Brant Hinkle y su equipo se alegraron en secreto de que la mujer conservara el puesto de trabajo. Casi todos los de su equipo, igual que él, consideraban la experiencia en Asuntos Internos como un escalón hacia el ascenso, y no eran las ratas que los agentes de la calle se imaginaban.

  Como decía Brant Hinkle: «No somos más que ratoncitos asustados que han caído en una ratonera de pegamento».

  Cuando todos se lamentaban por la avalancha de denuncias inútiles y desmoralizantes que los ejércitos opresivos de supervisores habían provocado, Brant decía a sus colegas: «Cuando era niño y Dragnet era uno de los mayores éxitos de la televisión, Jack Webb, que era la voz del narrador, decía al comienzo de los capítulos: "Esto es la ciudad. Trabajo aquí. Soy policía". Hoy, lo único que podemos decir es: "Esto es la ciudad. Trabajo aquí. Soy auditor"».

  La investigación dirigida por Brant Hinkle de la que más se había hablado en esos años de «investigamos todas y cada una de las denuncias» fue, probablemente, la de una mujer que se había obsesionado con un policía y lo denunció oficialmente, con firma y fecha, por «robarle los ovarios».

  La investigación tuvo que ser completa, con largas entrevistas incluidas. Hubo que hacer constar el desmentido del agente de policía en cuestión, el cual dijo a Brant: «Pues me alegro de que Asuntos Internos se tome la denuncia en serio. A lo mejor hay algo de cierto en todo este asunto del robo de ovarios. Al fin y al cabo, ustedes, muchachos, hacen todo lo posible por robarme las pelotas y casi lo han conseguido ya».

  Probablemente fue entonces cuando Brant Hinkle habló con su jefe sobre su regreso a una brigada de investigación de distrito.

  Capítulo 9

  El turno 5, la guardia media de diez horas, de cinco y cuarto de la tarde a cuatro de la madrugada, con descanso para comer no pagado (código 7), tenía una dotación de cincuenta agentes. Cinco eran mujeres, pero tres de ellas estaban destinadas a tareas de administración por diferentes motivos y sólo había dos en la calle, Budgie y Mag. Además, con tanto día libre, bajas por enfermedad y tareas de administración, era muy difícil para el Oráculo encontrar gente suficiente, en una típica noche de fin de semana, para alinear más de seis u ocho coches. Por eso, cuando un sargento de la unidad antivicio le pidió prestadas a las dos mujeres del turno medio para una miniversión sabatina nocturna de Operación Anticlientes de la Prostitución, discutieron.

  – Tiene usted la mayor unidad antivicio de la ciudad -le dijo el Oráculo-, con media docena de mujeres incluidas, ¿por qué no recurre a ellas?

  – Sólo dos trabajan encubiertas, y las dos están de baja, enfermas -dijo el sargento de antivicio-. No va a ser una operación grande. No habrá agentes motorizados preparados para la persecución, no será gran cosa. Sólo queremos poner en marcha un par de operativos con unidades de apoyo unas pocas horas.

  – ¿Y por qué no echa mano de las mujeres de uniforme?

  – Tenemos tres. Una está de vacaciones, otra está en tareas administrativas y la otra está embarazada.

  – ¡Pues que vaya ella! -dijo el Oráculo-. Sabemos positivamente que la calle está llena de puteros que las prefieren embarazadas. Tiene algo que ver con la fijación con la madre. Les gustarán las azotainas, supongo.

  – Todavía no se le nota el embarazo y devuelve como si el despacho fuese una trainera en pleno temporal. Si le digo que vaya a darse una vuelta por el paseo, me vomita hasta la primera papilla en los zapatos.

  – ¡Ah, mierda! -dijo el Oráculo-. ¿Cómo vamos a patrullar por la ciudad si nos pasamos la mitad del tiempo patrullándonos a nosotros mismos y demostrando por escrito que lo hemos hecho?

  – No respondo preguntas con truco -dijo el sargento-. Bueno, ¿qué me dice? Sólo será esta noche.

  Cuando el Oráculo preguntó a Budgie Polk y Mag Takara si querían ser prostitutas callejeras en el paseo el sábado por la noche, ellas dijeron que sí y sólo se enfadó el compañero de Budgie, Fausto Gamboa.

  Fausto entró en el despacho donde tres superviso
res hacían trabajo burocrático y, como era uno de los pocos oficiales de patrulla de la comisaría Hollywood que tenía edad suficiente para llamar al sargento, que tenía sesenta y ocho años, por su nombre de pila, dijo al Oráculo:

  – No me gusta, Merv.

  – ¿Qué es lo que no te gusta, Fausto? -dijo el Oráculo, aunque sabía la respuesta.

  – Budgie es madre, tiene un bebé pequeñito.

  – ¿Y eso qué tiene que ver?

  – A veces se le escapa la leche, y le duele.

  – Se las arreglará, Fausto, es policía -dijo el Oráculo, mientras los otros sargentos fingían no oír.

  – ¿Y si le pasa algo? ¿Quién va a alimentar al bebé?

  – Las unidades de apoyo no permitirán que le pase nada.

  Y los bebés no se alimentan exclusivamente de leche materna.

  – ¡Ah, mierda! -dijo Fausto con el mismo sentimiento que el Oráculo respecto a todo el asunto.

  – A veces, mis ideas funcionan demasiado bien -comentó el Oráculo a los otros dos sargentos cuando Fausto se hubo ido-. Fausto no sólo ha superado el mal rollo que tenía, sino que me parece que está a punto de adoptar a Budgie Polk.

  – Seguro que las primeras palabras del niño serán «abuelo Fausto», dentro de un tiempo.

  Cosmo Betrossian estaba muchísimo más preocupado que Fausto Gamboa. Pronto iría al Gulag a entregar los diamantes a Dmitri, pero antes tenía que matar a Farley Ramsdale y a Olive, ese miserable adicto y su estúpida novia. La amenaza de vigilarle el apartamento era tan ridícula que Cosmo no se había detenido a considerarlo siquiera. Y, en cuanto a la otra tontería de la carta que recibiría la policía…, en fin, ese chico había visto demasiadas películas. Aunque esa carta existiera, ¡que la policía intentase demostrar que era verdad, sin que el autor ni su novia estuvieran vivos para dar fe de su autenticidad!

 

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