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Hollywood Station

Page 30

by Joseph Wambaugh


  En los veinte minutos siguientes, ficharon a los dos que estaban con el mono y pasaron los nombres por el terminal móvil, de donde salió una hoja con el historial de Farley Ramsdale y ninguna a nombre de Olive O. Ramsdale. Farley por fin dejó de quejarse y Olive dejó de llorar.

  Little Bart intentó hablar de política con Farley siguiendo el hilo de George Bush, pero, evidentemente, los policías no se lo tragaron. Sabían que allí se estaba haciendo algún trapicheo y Little Bart no quería darles motivos para que probaran sus llaves del coche en los ocho que había aparcados en media manzana a la redonda del Pablo's. Y sobre todo no quería que levantasen la alfombrilla del asiento trasero.

  Farley pensó que la cosa iba a alargarse, pero el poli joven se acercó al otro y le dijo:

  – ¡Secuestro a la vista, en Omar's Lounge, en Ivar! ¡Vámonos, Nate!

  Cuando Farley, Olive y Little Bart se quedaron solos en Pablo's Tacos, Farley dijo a Little Bart:

  – Esos pasmas te han salvado el pellejo, cabrón.

  – Tronco, necesitas ayuda -dijo Bart-, estás muy pa allá, pero que muy pa allá. -Echó a correr hacia su coche y desapareció.

  – Farley -dijo Olive-, vámonos a casa, anda, y…

  – Olive -la interrumpió él-, si me dices que me vas a preparar un delicioso sándwich de queso, te juro que te parto el diente de un puñetazo.

  Los agentes investigadores de Hollywood se habían visto obligados a indagar en varias violaciones mediante cita, las que la policía llamaba «violación entre conocidos». Normalmente lo que pasaba era: «Me desperté desnuda, con un desconocido. Me habían drogado».

  Los casos nunca llegaban a los tribunales. Para las pruebas, se requerían análisis de orina inmediatos, pero las drogas que se administraban en esas citas se metabolizaban en cuatro o seis horas. Nunca se llegaba a tiempo para hacer los análisis especiales, que habrían tenido que hacer fuera del laboratorio forense del departamento, donde sólo se efectuaban exploraciones básicas de substancias controladas. En realidad, como alegaban los abogados defensores, un exceso de alcohol producía un efecto muy semejante al de la droga que se empleaba en las violaciones mediante cita.

  En la comisaría Hollywood, presentaban denuncias de violaciones de esa clase personas de ambos sexos, pero la oficina del fiscal del distrito sólo pudo presentar querella criminal en una ocasión, porque se dio la circunstancia de que la víctima había vomitado poco después del encuentro y así se pudo recuperar e identificar la droga en cuestión.

  El aviso de código 3 en Omar's Lounge era para la unidad 6 X 76, pero Wesley Drubb y Hollywood Nate, seguidos de cerca por Benny Brewster y B.M. Driscoll, que llegó quejándose de mareo por la velocidad a que conducía Benny, ganaron la delantera a Budgie y Fausto.

  Las primeras unidades que llegaron abrieron paso a Budgie y Fausto, puesto que la llamada les había sido asignada a ellos, y Budgie entró en el club nocturno a hablar con la víctima. Aunque esa noche Fausto era el que tenía que redactar los informes y Budgie conducir el coche, fue ella quien se encargó del informe porque la víctima era mujer.

  Dentro del club, cuando los acompañaban a un despacho privado, Fausto le dijo al oído:

  – Ese local cambia de dueño casi tanto como de manteles. Es imposible seguir la pista al propietario, pero apuesta lo que quieras a que es de un ruso.

  Sara Butler estaba sentada en el despacho, atendida por una camarera que llevaba camisa blanca almidonada, pajarita negra y pantalones negros. La camarera era rubia natural, y bonita, pero la víctima de la violación, que tenía la edad de Budgie aproximadamente, era más bonita y más rubia teñida. Los tirantes de su vestido negro estaban sujetos con imperdibles y tenía los pantys hechos trizas alrededor de los tobillos. Se había raspado las rodillas y las palmas de las manos, y sangraba un poco. El rímel y el delineador de ojos se le habían corrido por las mejillas y llevaba casi todo el carmín de labios en la barbilla. Estaba enfadada y borracha.

  La camarera aplicaba hielo envuelto en una servilleta a lavíctima en la rodilla derecha cuando entró la policía. En el respaldo del asiento de la mujer estaba recogido un abrigo de pieles de imitación.

  – Cuéntenos qué ha pasado -dijo Budgie después de tomar asiento.

  – Me raptaron cuatro iraníes -dijo Sara Butler.

  – ¿Cuándo? -preguntó Budgie.

  – Hace cosa de una hora -dijo Sara Butler.

  Budgie miró a Fausto, el cual asintió con un gesto y salió a radiar código 4, es decir, que había refuerzos suficientes en el lugar de los hechos, puesto que los sospechosos se habían marchado hacía tiempo.

  – ¿Qué dijo usted cuando avisó de lo que sucedía? -preguntó Budgie-. Teníamos la impresión de que acababa de ocurrir.

  – No sé lo que dije, estaba muy trastornada.

  – De acuerdo -dijo Budgie-. Empiece por el principio, por favor.

  Después de dar todos los datos personales para el informe y de decir que su ocupación era «actriz», Sara Butler comenzó su relato.

  – Había quedado aquí con mi amiga, pero me llamó al móvil y dijo que su marido había vuelto inesperadamente de un viaje; entonces pensé que, ya que estaba aquí, podía tomarme un trago.

  – ¿Y tomó más de uno?

  – No sé cuántos tomé.

  – Continúe.

  – Empecé a hablar con un tipo en la barra y él empezó a invitarme a martinis. Pero no tomé tantos.

  – No servimos a nadie que se haya emborrachado -dijo la camarera a Budgie, preocupada por la licencia para servir alcohol.

  – Siga, por favor -dijo Budgie a Sara Butler.

  – Así que no tardé en empezar a encontrarme mal, mareada de una forma rara. Creo que el tipo me metió una droga en la copa, pero no bebí tanto como para perder el sentido del todo.

  – ¿Cuántos martinis tomó?

  – No más de cuatro. O cinco, posiblemente.

  – Eso puede tumbar a un hipopótamo -comentó Budgie-. Continúe.

  – El tipo que me invitaba se ofreció a llevarme a casa en coche. Dijo que tenía un sedán Mercedes de color negro aparcado justo a la salida del local. Dijo que me esperaba en el coche. Le dije que de acuerdo y fui primero al lavabo de señoras a refrescarme un poco.

  – ¿No le preocupaba la droga? -preguntó Budgie.

  – Todavía no. No se me ocurrió pensarlo hasta después del rapto.

  – De acuerdo, continúe.

  – Al salir del club, había un coche negro grande en el bordillo, me acerqué a la puerta trasera, que estaba abierta, y entré. ¡Maldición! Había cuatro iraníes borrachos dentro del coche; uno de ellos cerró la puerta y arrancaron conmigo dentro, partiéndose de risa. Entonces me di cuenta de que era una limusina, que me había confundido de coche, y empecé a gritar y a pedir que parasen y me dejasen bajar.

  – ¿Cómo sabe que eran iraníes?

  – Tengo dos compañeros iraníes en las clases de interpretación, y siempre están parloteando en farsi. Sé distinguir a los iraníes, créame. O persas, como prefieren llamarse ellos cuando viven en un país libre, malditos sean.

  – De acuerdo, ¿y después?

  – Me metían mano y me besuqueaban; arañé la cara a uno, y dijo al conductor que parase y entonces me echaron del coche, me tiraron a la calle, y volví aquí corriendo. Quiero que los detengan y los juzguen por raptarme.

  – Parece difícil alegar rapto, en este caso -dijo Budgie-, pero vamos a terminar el informe y a ver qué opinan los investigadores.

  – No me importa la opinión de los investigadores -dijo Sara Butler-. Ya le he hecho yo la mitad del trabajo. -Tras esas palabras, sacó un pañuelo de papel cuidadosamente doblado-. Esto son los restos de la cara del iraní que se me quedaron en las uñas cuando lo arañé. Y pueden buscar huellas en mi abrigo, que es éste.

  – De las pieles no se pueden sacar huellas dactilares -dijo Budgie.

  – Agente, no me diga lo que no se puede hacer -dijo Sara Butler-. Mi padre es abogado y no pienso consentir que ningún investigador barra mi informe y lo es
conda debajo de la alfombra. La suciedad que se encuentre en mi vestido determinará en qué parte del arroyo me tiraron fuera del coche, por si alguien lo pone en duda. Y estos restos de las uñas identificarán sin duda a uno de los asaltantes con sólo hacer un análisis de ADN -hizo una pausa-, y el Canal Siete está de camino.

  – ¿Aquí?

  – Sí, los he llamado yo. Así es que les aconsejo que se tomen este caso muy en serio.

  – Dígame, señora Butler -dijo Budgie-, ¿ve usted la serie CSI?

  – Siempre, sí -dijo Sara Butler-, y sé que cualquier abogaducho de los iraníes puede decir que entré en el coche por voluntad propia, no sin querer, pero también a eso puedo responder.

  – No lo dudo -dijo Budgie.

  – El hombre que me invitó a los martinis puede declarar que me estaba esperando en su coche, y con eso se demostrará que me equivoqué de vehículo.

  – Y seguro que tiene usted el nombre ele ese señor y sabe la forma de ponernos en contacto con él.

  – Se llama Andrei. Es un caballero ruso que, según me dijo, es encargado en El Gulag, en Hollywood Este. Me dio una tarjeta comercial de ese local. Creo que deberían ir a verlo y comprobar si alguna vez ha sido acusado de poner drogas en la bebida de las chicas en su club nocturno o en cualquier otra parte. Sigo pensando que los martinis me afectaron con demasiada rapidez.

  – ¿Desea añadir algo más? -elijo Budgie, con ganas de salir pitando de allí, antes de que llegara el equipo de las noticias.

  – Únicamente, que tengo intención de pedir a mi padre que llame al Gulag o vaya allí personalmente, si es necesario, y se asegure de que el Departamento de la Policía investiga mi caso como es debido. Y ahora, si me dispensa, tengo que arreglarme un poco para el Canal Siete.

  Cuando Budgie salió de nuevo, Fausto, que había entrado en el despacho a mitad de la conversación, dijo:

  – ¿Lo llamarías rectitud moral en primer grado o primera etapa del alcoholismo con síndrome premenstrual leve?

  – Por una vez, maldito carcamal sexista -dijo Budgie-, creo que tienes razón.

  Dmitri se habría enfadado muchísimo más, si fuera posible, si se hubiera enterado de que Andrei, su encargado nocturno, había salido en su noche libre y había intentado ligarse a una mujer que después se había visto implicada con la policía. Dmitri no quería que la policía pisara su local jamás por ningún motivo. Pero esta noche había policía por todas partes, e incluso estaba Andi McCrea, a quien el investigador del turno de noche, Charlie Gilford el Compasivo, había hecho venir de su casa.

  Cuando Charlie dijo a Andi que no conseguía localizar a otros miembros de la unidad de homicidios, dos de los cuales estaban de baja por la epidemia de gripe, ella le aconsejó que probase con los de atracos y le dio el número del móvil de Brant Hinkle.

  Charlie llamó a Brant Hinkle, le dijo que se había cometido un asesinato en El Gulag y le preguntó si estaría dispuesto a colaborar con Andi. Brant dijo que creía que podría arreglarlo y que estaría allí lo antes posible. Cerró el móvil y miró a Andi, que estaba desnuda en la cama.

  – Qué jugada tan sucia -le dijo. Ella lo besó y se levantó de la cama de un brinco.

  – Seguro que te apetece más venir a investigar un homicidio conmigo que quedarte ahí tumbado solo toda la noche, ¿a que sí?

  – Supongo -dijo Brant-. ¿Tú lo llamarías compromiso?

  – Decir que dos polis están «comprometidos» es decir que han pringado. Vamos a trabajar.

  Se había celebrado una gran fiesta privada en la zona VIP del piso superior del Gulag, una zona acordonada y vigilada por un gorila. Dmitri había destinado dos camareras a la fiesta y se arrepintió de que no fueran tres cuando la fiesta cobró unas proporciones mucho mayores de lo previsto. Los sofás alineados contra las paredes y todas las sillas disponibles fueron ocupados enseguida por más de un estrato, pues las jóvenes se sentaban en el regazo de cualquier tipo que se lo permitiese. Los demás estaban de pie, apiñados alrededor de la balaustrada con un grosor de tres filas, mirando a la masa de bailarines que se retorcían en la pista del piso inferior.

  Eran estudiantes extranjeros de una facultad técnica, invitados a esa reunión organizada por un promotor de fiestas que operaba en varios clubs nocturnos de Hollywood. La mayoría de los asistentes a la velada eran árabes, más algunos hindúes y unos cuantos paquistaníes. Había además dos personas no invitadas de Los Ángeles Sur, miembros del clan Crips, que habían salido a pasar una noche en la ciudad; uno de ellos decía que era «primo» del promotor.

  Dmitri había instalado un cámara fuera, en el patio donde los clientes salían a fumar, y fue allí, en el patio, donde se perpetró el delito. Un joven árabe de veintidós años se molestó por algo que el más alto de los crips dijo a su novia, y así empezó la discusión. El joven árabe, con un poco de ayuda de sus amigos, tumbó al crip alto, que llevaba un fedora de color frambuesa y, debajo, un pañuelo atado a la cabeza. Mientras varias personas separaban a los combatientes, el crip de menor estatura, el silencioso, se situó a la espalda del árabe y, rodeándolo por detrás con el brazo, le clavó una navaja en el vientre.

  Inmediatamente, los dos crips salieron corriendo del patio y cruzaron el club hasta las puertas de la calle, entre gente que gritaba y pedía una ambulancia. El joven árabe se retorcía en el suelo, pero sangraba mucho y, antes incluso de que llegaran la ambulancia y los primeros coches de policía, ya no daba señales de vida. De todos modos, lo trasladaron al Hospital Presbiteriano de Hollywood acompañado por un técnico sanitario que se esforzó inútilmente en devolverle la vida.

  Fueron B.M. Driscoll y Benny Brewster quienes cerraron los accesos al lugar y retuvieron al mayor número posible de testigos presenciales, aunque el club se había vaciado rápidamente en cuanto corrió la voz del navajazo. Cuando Andi McCrea y Brant Hinkle llegaron (en coches separados, por discreción), Benny Brewster y B. M. Driscoll tomaban declaración a media docena de árabes y a dos chicas amigas de éstos, que lloraban.

  Benny Brewster puso a Andi al corriente y le señaló al promotor de fiestas, Maurice Wooley, un hombre negro muy preocupado que estaba sentado en el extremo opuesto de la barra, ahora vacía, tomando Jack Daniels en vaso alto. Era gordito, de unos cincuenta y cinco años, y llevaba un traje gris cruzado de estilo conservador. Además tenía los ojos nublados por la bebida.

  – Señor Wooley -dijo Benny-, le presento a la investigadora McCrea. Háblele del pandillero autor del navajazo.

  – En realidad no lo conozco mucho -dijo el promotor a Andi-. Bueno, es que es de Jordan Downs, donde me crié yo, pero ahora ya no vivo allí.

  – Tengo entendido que es primo suyo -dijo Andi.

  – Es el primo pequeño de una especie de primo mío -aclaró el promotor rápidamente. No sé cómo se llama de verdad.

  – Entonces -dijo Benny Brewster cambiando de táctica bruscamente y fulminándolo con la mirada-, ¿cómo llaman en la calle a ese primo de su especie de primo? ¿Cómo lo llama usted?

  – Doobie D. -dijo el promotor, y la mandíbula le temblaba ligeramente-, es lo único que sé, Doobie D. Lo juro sobre la tumba de mi madre.

  – A lo mejor su madre tiene sitio para otro más -dijo Benny mirándolo con el ceño fruncido.

  – ¿Sabe su número de teléfono? -preguntó Andi.

  – No, no lo sé -dijo el promotor retorciéndose nerviosamente el anillo de zircón y mirando cada pocos segundos al alto policía negro que parecía dispuesto a agarrarlo por la garganta.

  – Este agente -dijo Andi- me informa de que usted lo invitó a venir aquí esta noche.

  – Es que me lo encontré en la calle por casualidad cuando fui a ver a mi madre. Dijo que quería ir a una fiesta de Hollywood de las que organizo. Y yo, como un idiota, le dije que vale y que cuando tuviera una le avisaría. Recibí el encargo de organizar esta fiesta y se lo dije al chico, y lo metí aquí como invitado mío, con uno de su clan. Y ya ve cómo me lo agradece.

  – Si no sabe su teléfono, ¿cómo se puso en contacto con él?

  – Tengo su dir
ección electrónica -dijo el promotor, y le pasó su teléfono móvil-. Su proveedor permite mandar mensajes electrónicos y hacer llamadas.

  Cuando terminaron en el Gulag y se disponían a salir, se acercó a Andi un hombre con una sonrisa muy peculiar y un peluquín que se notaba mucho. Estrechó la mano a los dos investigadores y dijo:

  – Soy Dmitri Zotkin, propietario del Gulag. Me enferma en el alma el suceso terrible que ha ocurrido esta noche en mi club. Estaré para su servicio a cualquiera cosa que necesitan. Cualquiera cosa completamente. -Les entregó su tarjeta de visita y les hizo una leve inclinación de cabeza.

  – Es posible que mañana tengamos que hacerle unas preguntas -dijo Andi.

  – En el reverso de la tarjeta está mi número de móvil -dijo-. Llamen a Dmitri siempre que cuando desean. Por favor, estaré para su servicio.

  De vuelta en comisaría, Andi buscó en Google el proveedor de Doobie D. que encontró en el mensaje de texto. Después dejó en el proveedor un mensaje telefónico solicitando el nombre y número de teléfono del cliente y un aviso de que la orden de registro les llegaría por fax por la mañana, antes de que el proveedor estuviera en condiciones de remitirle un fax con la información de la cuenta solicitada.

  – Vamos a redactar una orden de registro de tres páginas -dijo Andi a Brant- y la remitiremos a los juzgados de Hollywood mañana. ¿Lo has hecho alguna vez?

  – Estoy completamente oxidado -dijo él.

  – El servidor triangulará las llamadas desde las torres de comunicación. Si tenemos mucha suerte y Doobie D. usa el teléfono, el proveedor nos llamará cada hora, más o menos, y nos dirá dónde está. Es como tener un GPS en el móvil. Pero si se deshace del móvil, no habrá nada que hacer.

  – Vamos a volver a casa por fin a recuperar lo que podamos de sueño, ¿te parece?

  – ¿Sólo se te ocurre pensar en eso, en el sueño? -le dijo ella mirándole a los ojos, esos ojos verdes.

 

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