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Hollywood Station

Page 33

by Joseph Wambaugh


  – ¿Cuándo fue la última vez que lo vio? -preguntó Wesley.

  – Maltes noche, quizá. No acuelda bien.

  – Cuando vuelva -le dijo Nate empezando a escribir en el bloc-, llámenos a este número, por favor. Diga que se presente aquí inmediatamente el coche Seis equis Setenta. Tenga, se lo he escrito aquí. No queremos detenerlo, sólo necesitamos hablar con él. ¿Me entiende?

  – Sí, llama usted.

  La casa estaba a oscuras cuando Farley llegó, y la puerta del garaje, abierta. ¿Para qué iba a ir Olive al garaje? Allí no había nada más que basura.

  – ¡Olive! -gritó tan pronto como abrió la puerta principal-. ¿Estás en casa?

  No estaba; fue a la cocina a ver si quedaba un poco de zumo de naranja y ¡se encontró la puerta de atrás abierta de una patada!

  – ¡Hijos de puta! -dijo.

  Era la primera vez que entraban ladrones en su casa, aunque habían entrado en varias de los alrededores a plena luz del día, en los últimos dos años. Pero la tele seguía en su sitio. Fue al dormitorio y vio que el reproductor de CD y radio también estaba allí, tampoco habían registrado los cajones del dormitorio. No parecía cosa de ladrones. Cuando él mismo se dedicaba al hurto diurno en casas, hacía quince años, no era así como actuaba.

  Entonces vio la nota en la mesa de la cocina. Mabel. Tenía que habérselo imaginado. Seguro que esa fantasmona vieja le estaba leyendo las cartas del tarot y la retrasada esquelética de Olive había perdido la noción del tiempo. Fue al dormitorio a desnudarse y a darse una ducha cuando de pronto percibió un cambio. El armario estaba medio vacío. Faltaba toda la ropa de Olive, incluida la cazadora que le había robado por Navidad. Abrió el cajón, la ropa interior y los calcetines tampoco estaban. ¡Se había largado!

  La nota. Salió corriendo a casa de Mabel. La noche estaba tan cálida que la mujer tenía la puerta abierta y el televisor encendido. Se agarró a la mosquitera y se asomó al interior.

  – ¡Mabel! -la llamó.

  La vieja salió de la habitación del fondo arrastrando los pies, en pijama, albornoz y zapatillas peludas.

  – ¿Farley? -le dijo-. ¿Qué haces aquí?

  – ¿Sabes dónde está Olive?

  – Pues no.

  – Dejó una nota diciendo que estaba cenando contigo.

  – Y cenó, sí. Olive encontró a Tillie en el subsuelo de tu casa, donde se había hecho un nido calentito. Ahora está en mi dormitorio, la sinvergonzona. En realidad, no he conseguido domesticarla del todo.

  – ¿Dijo Olive adonde se iba, cuando se marchó?

  – Sí, a casa.

  Farley volvió a casa y tuvo que sentarse a pensar. Últimamente todo salía mal. Todo su mundo se estaba poniendo cabeza abajo. Sin un dólar en el bolsillo, esa hijaputa, ese espantajo, ¡lo había dejado plantado! ¡Era imposible! ¡Esa imbécil de Olive Oyl había plantado a Farley Ramsdale, que le había dado todo!

  Esta vez, era Cosmo quien estaba en la cama intentado apaciguar un insistente dolor de cabeza. Puso a Ilya al corriente de lo sucedido y después cayó de rodillas a su lado y le besó las manos.

  «Está hecho polvo -pensó Ilya-, llora porque su mamá no está.» No volvería a ponerle la mano encima. Preparó el tercer vaso de té caliente y encendió un cigarrillo con la colilla del anterior.

  – Cosmo -dijo al fin-, todo ha ido a la mierda.

  – Sí, Ilya -murmuró él con esfuerzo.

  – Creo que es mejor hacer las maletas y estar listos para huir.

  – Sí, Ilya -dijo Cosmo-. Haré como dices.

  – Por la otra parte -dijo, mirando de un lado a otro para enfatizar la idea-, no sabemos ciertamente de verdad si Farley tiene nuestro dinero.

  – ¡Ilya, por favor! -dijo Cosmo-. El dinero no está, Farley no está. No encuentro a Farley en el móvil, pero él siempre contesta el móvil. Es adicto, un adicto necesita el móvil.

  – Vamos a hacer una cosa para averiguarlo -dijo ella-. ¡Siéntate, Cosmo! -Cosmo obedeció al instante-. Llama a Farley. Adelante con el plan. Dile que Gregori necesita más llaves electrónicas, muchas más, que pagará buen precio, y vemos qué dice él.

  A Cosmo le dolía muchísimo la cabeza, pero era imposible no obedecer a Ilya. Era como si estuviera otra vez en la Armenia soviética y le hubiera hablado el camarada presidente en persona. Ahora tenía miedo de Ilya. Marcó el teléfono.

  – ¡Sí! -gritó Farley al teléfono. Cosmo se quedó sin habla-, ¡Olive! -gritó Farley otra vez-. ¿Eres tú?

  – Soy yo, Farley -dijo Cosmo mirando a Ilya.

  – ¿Cosmo? Creía que eras Olive. ¡Esa zorra anfetamínica ha desaparecido del mapa!

  – ¿Olive? -dijo Cosmo-. ¿Desaparecido? -Vio la sonrisa irónica que se dibujaba en la comisura de los labios de Ilya-. ¿Sabes dónde va?

  – No -dijo Farley-. ¡Qué hijaputa! No tengo la menor idea.

  Ilya le decía con los labios «Díselo» y Cosmo le dijo:

  – Lo siento mucho, Farley. ¿Sabes Gregori? Necesita más llaves electrónicas enseguida.

  – ¿Llaves electrónicas? Cosmo, ¿te has olvidado de que tú y yo tenemos un asuntillo pendiente? ¿Te crees que voy a seguir esperando? ¿Te crees que voy a ir haciendo el idiota con unas llaves electrónicas?

  – Por favor, Farley -dijo Cosmo-. Haces ese favor. Debo un favor muy grande a Gregori. Sólo deja las tarjetas en el desguace esta noche. Él trabaja hasta medianoche. Te dará cincuenta cientos así, y compras crystal.

  La palabra «crystal» le tocó la fibra. Quería fumar hielo más que nada en toda su vida. Necesitaba a Olive desesperadamente, en esa situación. Si estuviera con él, la llevaría al desguace y la mandaría entrar. Si Cosmo planeaba liquidarlos a los dos, tendría que conformarse con Olive. ¡Maldita perra!

  – Sólo me quedan unas diez de la otra vez -dijo Farley.

  – Es bastante -dijo Cosmo-. Gregori tiene unos obreros nuevos y necesitan carnet de conducir. Gregori paga tan barato sus obreros de antes no duran mucho. Siempre hay obreros nuevos.

  – ¿Tiene el perro en el solar?

  – Digo a Gregori ata el perro. No hay problema.

  – Di a Gregori que me llame. Si me dice que vaya, iré. No es un tipo violento, es un negociante. De ti no me fío tanto.

  – De acuerdo, llamo a Gregori ahora -dijo Cosmo-. ¿Y si dice tú vas?

  – Entonces, estaré allí a las nueve. Dile que ponga el dinero en una bolsa y la deje entre los eslabones de la verja. Si el dinero está allí, entraré y le daré las tarjetas electrónicas.

  – De acuerdo, Farley -dijo Cosmo-. Dime si Olive vuelve -añadió.

  – ¿Por qué?

  – Creo tengo buen un trabajo para ella.

  – Más te vale tener mi pasta lista este fin de semana, Cosmo -dijo Farley-. Ya me preocuparé yo de Olive, si vuelve.

  Cuando Cosmo apagó el móvil, Ilya tomó una gran calada del cigarrillo, la inspiró con fuerza y, exhalando al tiempo que hablaba, dijo:

  – Si va al desguace esta noche, no sabe nada del atraco al cajero automático.

  – Pero lo mato igual. El chantaje por los diamantes terminará.

  – El chantaje no terminará, Cosmo. Olive tiene nuestro dinero y Olive sabe todo sobre nuestros trabajos. Olive es mucho peligro para nosotros. Farley, no tanto peligro.

  – ¿Pero lo mato igual? -preguntó, en vez de afirmar.

  – Sí, tiene que morir. Olive puede dejar el chantaje, ahora tiene mucho dinero, comprará mucha droga y morirá feliz en dos o tres años.

  – Nuestro dinero -dijo él.

  – Sí, Cosmo, nuestro dinero, eso creo. Llama a Gregori ahora. Dile otra vez y convéncele que sólo quieres asustar a Farley para que paga lo que te debe. Di a Gregori que le darás el dinero por el Mazda el lunes.

  – Ilya -dijo Cosmo antes de llamar a Gregori-, dime, cuando Gregori viene aquí con llave del desguace, follas con él, ¿verdad?

  – Claro que sí, Cosmo -le dijo-. ¿Por qué?

  – Si tiene miedo por Farley, por el Mazda que quiero hace chatarra, ¿está bien si digo a Gregori
que quieres haces un té caliente en vaso a él otra vez? ¿Para se queda tranquilo?

  – Claro, Cosmo -le dijo ella-, mi té es el mejor de Hollywood, pregunta a Gregori, pregunta a cualquiera que prueba mi té.

  La patrulla 6 X 72 recibió la llamada veinte minutos después de salir de The House of Chang. Hollywood Nate hizo un cambio de sentido y pisó el acelerador a fondo. Deseaba redimirse.

  Cuando llegaron de nuevo al restaurante, la señora Chang movió la cabeza en dirección a la cocina. Y allí encontraron a Trombone Teddy, sentado en el tajo de cortar, junto a la puerta de atrás, comiéndose felizmente un cuenco enorme de fideos fritos a la sartén.

  – Teddy -dijo Nate-. ¿Se acuerda de nosotros?

  – No estoy haciendo nada malo -dijo-, me han invitado a entrar.

  – Nadie dice que esté haciendo algo malo -replicó Nate-. Un par de preguntas y le dejamos comer tranquilo.

  – ¿Se acuerda de la pelea que tuvo en el paseo? -le preguntó Wesley-. Somos los agentes que acudimos a ayudarle. Usted me dio una tarjeta con una matrícula apuntada, ¿se acuerda?

  – ¡Ah, sí! -dijo Teddy con un fideo pegado a la barba-. Aquel hijoputa mamón me dio un puñetazo.

  – Justo, esa noche -dijo Nate-. ¿Todavía tiene la tarjeta con el número de matrícula?

  – Claro -dijo Teddy-, pero nadie la quiere.

  – Nosotros la queremos ahora -dijo Wesley.

  Trombone Teddy dejó el tenedor y rebuscó en la tercera capa de camisetas que llevaba puestas, metió los grasientos dedos en un bolsillo interior y sacó la tarjeta de The House of Chang.

  Wesley la cogió, comprobó el número de matrícula y asintió mirando a Nate.

  – Teddy, ¿qué coche era el que llevaba el ladrón de buzones?

  – Un Pinto azul viejo -dijo Teddy-, tal como lo escribí en la tarjeta.

  – ¿Y cómo era el tipo?

  – Ya no me acuerdo -dijo Teddy-. Era blanco, de unos treinta o así, o cuarenta, muy grosero, me insultó. Por eso apunté la matrícula.

  – ¿Y cómo era quien lo acompañaba? -preguntó Wesley.

  – Era una mujer, sólo me acuerdo de eso.

  – ¿Reconocería a alguno de los dos, si los viera otra vez? -preguntó Nate.

  – No, estaba todo muy oscuro. El tipo no era más que una sombra oscura y malhablada.

  – Díganos otra vez cómo lo llamó ella -dijo Wesley.

  – No me acuerdo -dijo Teddy.

  – Usted dijo Freddy -le dijo Wesley.

  – ¿Ah, sí?

  – O Morley.

  – Si usted lo dice. Pero ahora no me suena nada.

  – ¿Ha vuelto a verlos desde entonces?

  – Sí, los vi intentando timar a un dependiente en una tienda.

  – ¿Cuándo?

  – Unos días después de que me insultara.

  – ¿Qué tienda era?

  – Pues a lo mejor era un Target, o un Radio Shack, o un Best Buy. No me acuerdo, me muevo mucho.

  – Pero al menos -dijo Nate-, volvió a verlos otra vez, ¿no es eso?

  – Sí, pero no me acuerdo de cómo eran. Son blancos, de unos treinta años. O cuarenta, puede, aunque también podrían ser cincuenta. Ya no sé calcular la edad. Vaya a hablar con el dependiente de la tienda. Me dio un billete de diez pavos en recompensa, por decirle que eran ladrones. Querían pagar con una tarjeta falsa, o dinero falso o algo así.

  – Dios -dijo Nate mirando a Wesley con decepción.

  – Si localizamos la tienda -dijo Wesley- y encontramos al dependiente que los vio, al menos podrá decirnos usted si son los mismos que vio robando en los buzones, ¿no es eso?

  – Él robaba en el buzón -puntualizó Teddy-, ella no. Me da que ella es buena, pero él es un gilipollas sin remedio.

  – Si los investigadores necesitan hablar con usted -dijo Wesley-, ¿dónde pueden ir a verlo?

  – Hay un viejo edificio de oficinas abandonado en esa calle del lado este del cementerio de Hollywood. Ahora vivo ahí, pero vengo aquí algunas noches a la semana, a cenar.

  – ¿Se acuerda de algo más? -dijo Hollywood Nate sacando un billete de diez dólares del billetero, que dejó en el tajo.

  – ¡Dios! La mitad de las veces no sé ni en qué día vivo -dijo Teddy. Luego los miró y añadió-: ¿Qué día es hoy, por cierto?

  Viktor Chernenko tenía fama de quedarse a trabajar hasta tarde, sobre todo esos días, por la obsesión de resolver el atraco a la joyería y el atraco con asesinato al cajero automático, y casi todos los policías veteranos de la comisaría Hollywood sabían que estaba allí. Nate también lo sabía y volvió a comisaría saltándose señales de stop, a mayor velocidad que cuando volvía a The House of Chang. Irrumpieron en el despacho de la brigada de investigación y se alegraron muchísimo al ver a Viktor trabajando todavía en el ordenador.

  – Viktor -dijo Nate-. ¡Aquí lo tiene!

  Viktor miró la tarjeta, el número de matrícula y las palabras «Pinto azul» escritas en ella.

  – ¿Mi ladrón del correo? -preguntó.

  Puesto que había asistido a la llamada inicial, Brant trabajó todo el día en Los Ángeles Sureste con Andi, en el caso de homicidio del Gulag. Doobie D., a quien habían identificado gracias a los datos recibidos desde su proveedor telefónico, era Latelle Granville, de veinticuatro años, perteneciente al clan ele los Crips y con un largo historial de venta de drogas y uso ilegal de armas. Había utilizado el móvil por la tarde.

  Con la colaboración de un equipo de investigación del distrito sureste, las torres de telefonía móvil llegaron a triangularlo en los alrededores de una residencia de la calle Ciento Tres, domicilio familiar conocido de un patrullero de los Crips llamado Delbert Minton. El historial delictivo de este último era aún más denso que el de Latelle Granville, y resultó ser el crip que se había peleado con el estudiante acuchillado. Los dos fueron detenidos en casa de Minton sin incidentes, y enviados a la comisaría Hollywood para ser interrogados y denunciados. Ambos se negaron a hablar y exigieron la presencia de su abogado.

  La jornada había sido muy larga, los investigadores tenían hambre y estaban cansados, después de tantas horas extra de noche. Más tarde, Andi devolvió una llamada a una camarera, una de las personas con las que había hablado en El Gulag la noche del asesinato. En aquel momento, la camarera, Angela Hawthorn, le había dicho que estaba en la barra de servicio esperando unas bebidas cuando la pelea estalló, y que no había visto nada. Andi se preguntaba por qué la habría llamado ahora.

  – Oficial de investigación McCrea -dijo Andi cuando la mujer contestó.

  – Hola -dijo Angela Hawthorn-. Ya no trabajo en El Gulag. Dmitri me ha despedido porque me he negado a enrollarme con uno de sus clientes rusos ricos. Tengo información que puede serle de utilidad.

  – La escucho -dijo Andi.

  – Arriba, en la esquina del edificio donde está la ventana del despacho de Dmitri, hay una cámara de vídeo que controla todo el patio de fumadores. Estoy segura de que estaba en funcionamiento durante la fiesta, como siempre. Pero cuando llegaron ustedes ya no estaba. Seguramente, Dmitri la retiró para que no la vieran.

  – ¿Y por qué iba a retirarla?

  – Tiene paranoia con la mala fama del local, los policías y los juicios. No quiere problemas con matones negros. En realidad, no quiere clientes negros, así es que no querría verse envuelto en un caso de asesinato. Pero la cuestión es que, si consiguen que les dé la cinta, apuesto a que verán al tipo negro clavando la navaja al chico. Pero no digan mi nombre en ningún momento, ¿de acuerdo?

  – ¿Andas mal de dinero? -preguntó Andi a Brant después de colgar.

  – ¿Por qué?

  – Porque vas a hacer más horas extra todavía. Puede que haya un vídeo en el Gulag con las imágenes grabadas de nuestro asesino.

  Brant miró alrededor, pero todos los demás investigadores se habían marchado ya. Sólo quedaba el investigador nocturno, Charlie el Compasivo, sentado allí con los pies en la mesa y chupándose los dientes como de costumbre, leyendo las páginas deportiva
s del L.A. Times.

  – ¿Soy yo lo único que tienes?

  – No seas mamón. Esto es más divertido que ser comadreja de Asuntos Internos, ¿no?

  – No sé -dijo él-, empiezo a echar de menos la brigada de las ratas. Al menos allí me echaban de comer de vez en cuando.

  – Cuando acabemos todos esta noche, te prepararé una cena muy tardía con una buena botella de pinot que tengo reservada. ¿Qué te parece?

  – Me siento renovado de pronto -dijo él.

  – Pero antes, una cosa -dijo Andi-. Creo que tengo que llamar a Viktor. Es posible que un traductor de ruso nos venga muy bien si el dueño de ese club nocturno empieza a mentir y negar cosas, como probablemente hará. Viktor es un maestro con esa gente, una habilidad muy oportuna que adquirió en los malos tiempos con el Ejército Rojo.

  – En estos momentos está llegando a casa -dijo Brant-, no le hará ninguna gracia.

  – Me lo debe -dijo Andi-. ¿Acaso no me zambullí en un contenedor de basura por él, como hacen los chicos por divertirse? ¿Y eso no me costó un sujetador de realce?

  – ¡Eh, muchachos! -dijo Charlie el Compasivo, que todo lo oía, como ele costumbre-, ¿están buscando a Viktor? Salió con muchísima prisa acompañado de Hollywood Nate y ese niño grandullón con el que trabaja. Me encanta ver correr a Viktor, parece un oso con patines.

  Capítulo 18

  El Pinto azul estaba registrado a nombre de Samuel R. Culhane, con domicilio en Winona Boulevard.

  Viktor Chernenko iba en el asiento trasero del blanco y negro, preocupado por sus cervicales, pues Hollywood Nate seguía conduciendo a gran velocidad, en modo redención.

  – ¿Sabe, investigador? -dijo Wesley a Viktor-. Lo único que no encaja es que la primera vez que hablamos con Trombone Teddy dijo que el tipo se llamaba Freddy o Morley.

  – Quizá Samuel vendió el coche a Freddy -dijo Nate-. Seamos positivos.

  – O se lo prestó a Morley -añadió Viktor.

  La casa era casi una copia del viejo chalet hollywoodiense de Farley Ramsdale, pero bien conservada, con un poco de césped en la entrada, geranios alrededor del edificio y un macizo de petunias en el porche de delante.

 

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