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Paranoia

Page 29

by Joseph Finder


  – ¿Qué ocurre?

  – Estamos inspeccionando todos los despachos del séptimo piso, señor. No sé si ha recibido la nota sobre la violación de la seguridad ocurrida en Recursos Humanos.

  ¿De eso se trataba? Me sentí aliviado. Pero sólo durante un par de segundos. ¿Y si encontraban algo en mi escritorio? ¿Habría dejado parte de mi equipo de espionaje en los cajones del escritorio o del archivador? Me había acostumbrado a no dejar nada allí, pero ¿y si me hubiera olvidado? Había estado tan nervioso en estos últimos días que hubiera podido fácilmente dejar algo por error.

  – Genial -dije-. Me alegra que estéis aquí. No habéis encontrado nada, ¿o sí?

  Hubo un momento de silencio. El joven levantó la cara pero no respondió. El mayor dijo:

  – No, señor, todavía no.

  – No es que me considere un blanco potencial -añadí-. No soy tan importante. Quiero decir, ¿no habéis encontrado nada en esta planta, en los despachos de los jefes?

  – Se supone que no debemos comentarlo con nadie, pero no, no hemos encontrado nada. Lo cual no quiere decir que no vayamos a hacerlo.

  – ¿Y la revisión de mi ordenador? ¿Todo bien? -Me dirigía al joven.

  – No han aparecido aparatos ni nada por el estilo -replicó-. Pero tendremos que realizar ciertos diagnósticos. ¿Puede conectarse, por favor?

  – Vale -dije. No había enviado correos incriminatorios desde aquí, ¿o sí?

  Pues sí que lo había hecho. Le había escrito a Meacham desde mi cuenta de Hotmail. Pero el contenido de ese mensaje no les diría nada. Estaba seguro de que no había dejado en el ordenador archivos que hubiera debido eliminar. Sí, de eso estaba seguro. Rodeé el escritorio y tecleé mi contraseña. Ambos guardias apartaron la mirada prudentemente hasta que pude entrar a la red.

  – ¿Quién tiene acceso a su despacho?

  – Sólo yo. Y Jocelyn.

  – Y el personal de limpieza -insistió.

  – Supongo, pero nunca los veo.

  – ¿Nunca los ve? -repitió con escepticismo-. Pero usted trabaja hasta tarde, ¿no?

  – Ellos trabajan más tarde todavía.

  – ¿Qué hay del correo interno? ¿Algún mensajero ha entrado alguna vez mientras usted no estaba?

  Negué.

  – Todo eso llega al escritorio de Jocelyn. Nunca me lo entregan a mí personalmente.

  – ¿Alguna vez ha venido alguien de TI para arreglar su ordenador o su teléfono?

  – No que yo sepa.

  El más joven preguntó:

  – ¿Ha recibido correos electrónicos extraños?

  – ¿Extraños?

  – De gente que no conozca, con documentos adjuntos, etcétera.

  – No que recuerde.

  – Pero usa usted otros sistemas de correo, ¿verdad? Distintos del de Trion.

  – Sí.

  – ¿Alguna vez los ha usado desde este ordenador?

  – Sí, supongo que sí.

  – ¿Y ha recibido algo raro en cualquiera de esas cuentas?

  – Bueno, recibo spam, como todo el mundo. Ya sabéis, Viagra o «Añada cinco centímetros» o los de las chicas campesinas -dije. Pero ninguno de los dos parecía dotado de sentido del humor-. Pero los borro, simplemente.

  – Sólo tardaremos entre cinco y diez minutos, señor -dijo el joven, insertando un disco en mi CD-ROM-. Tal vez quiera usted ir a por una taza de café.

  En realidad tenía una reunión, así que dejé a los de Seguridad en mi despacho, aunque no me quedé demasiado tranquilo, y me dirigí a Plymouth, una de las salas de conferencia más pequeñas.

  No me gustaba el hecho de que hubieran preguntado acerca de las cuentas de correo externas. Eso no estaba bien. La verdad, era para cagarse de miedo. ¿Y si les daba por escarbar en todos mis mensajes? Ya había visto lo fácil que era eso. ¿Y si descubrían que había pedido copias de la correspondencia electrónica de Camilletti? ¿Podría convertirme en sospechoso sólo por eso?

  Al pasar por el despacho de Goddard, vi que tanto él como Flo estaban ausentes. Jock -ya lo sabía- habría ido a la reunión. Luego me crucé con Jocelyn, que llevaba una taza de café en la mano. En la taza se leía: no estoy en mis cabales, pero volveré en cinco minutos.

  – ¿Siguen los matones de seguridad en mi escritorio? -preguntó.

  – Ahora están en mi despacho -le dije y seguí caminando.

  Ella se despidió con la mano.

  Capítulo 63

  Goddard y Camilletti estaban sentados alrededor de una pequeña mesa redonda con el director de operaciones, Jim Colvin, y con otro Jim, Jim Sperling, el director de Recursos Humanos. También estaban presentes un par de mujeres que no reconocí. Sperling, un hombre negro con la barba muy corta y gafas grandes de montura de alambre, hablaba, con su voz resonante de barítono, acerca de «posibilidades objetivas», con lo cual asumí que se refería a gente a la cual pudieran echar. Jim Sperling no imitaba el medio cuello de Goddard, pero no andaba lejos: americana y polo. Sólo Jim Colvin usaba traje y corbata convencionales.

  La joven y rubia asistente de Sperling me pasó unos documentos, una lista de departamentos e individuos, pobres desgraciados, que eran candidatos al hacha. La revisé rápidamente y me di cuenta de que el equipo del Maestro no estaba incluido. Así que a fin de cuentas les había salvado el empleo.

  Luego vi una lista de nombres de Marketing de Nuevos Productos, entre ellos el de Phil Bohjalian. El viejo iba a ser despedido. Ni Chad ni Nora estaban en la lista, pero Phil había sido señalado. Por Nora, era de suponerse. A cada vicepresidente y director se le había pedido que hiciera una clasificación de sus subordinados y eliminara al menos uno de cada diez. Era obvio que Nora lo había enviado al paredón.

  Aquélla parecía ser una sesión de trámite. Sperling había presentado una lista y estaba proponiendo sus «argumentos» para eliminar las «posiciones» que había escogido, y apenas había qué discutir. Goddard se veía apesadumbrado; Camilletti parecía decidido, incluso un poco animado.

  Cuando Sperling llegó a Marketing de Nuevos Productos, Goddard se giró hacia mí, pidiendo silenciosamente mi opinión.

  – ¿Puedo decir algo? -intervine.

  – Eh, sí, claro -dijo Sperling.

  – Hay alguien en la lista, Phil Bohjalian… Lleva algo así como trece o catorce años en la empresa.

  – Sí, y también está en lo más bajo de la clasificación -dijo Camilletti. Me pregunté si Goddard le habría dicho algo acerca de la filtración al Wall Street Journal. No podía saberlo a partir del comportamiento de Camilletti, que no era más hostil conmigo que de costumbre, pero tampoco menos-. Además, dada su posición en la compañía, sus incentivos nos cuestan un ojo de la cara.

  – Bien, pues yo cuestionaría su clasificación -dije-. Conozco su trabajo, y creo que esas cifras pueden deberse a cuestiones de tipo personal.

  – ¿Cuestiones de tipo personal? -dijo Camilletti.

  – A Nora Sommers no le gusta su personalidad -dije. De acuerdo, Phil no era amigo mío, pero tampoco podía hacerme daño, y ahora me daba lástima.

  – Si esto es tan sólo un choque de personalidades, estamos frente a un abuso del sistema de clasificaciones -dijo Jim Sperling-. ¿Sugiere usted que Nora Sommers está abusando del sistema?

  Era claro adónde iba aquello. Podría salvar el empleo de Phil Bohjalian y deshacerme de Nora, todo al mismo tiempo. Era muy tentador: pronunciar una palabra y dejar que a Nora le cortaran el pescuezo. A ninguno de los presentes le importaba. La orden llegaría a Tom Lundgren, y no era probable que él se esforzara por salvarla. De hecho, si Goddard no me hubiera rescatado de las garras de Nora, sería mi nombre el que habría ido a parar a la lista, no el de Phil.

  Goddard me miraba con atención, igual que Sperling. Los demás tomaban notas.

  – No -dije al fin-. No creo que abuse del sistema. Es una cuestión de química. Creo que ambos ponen de su parte.

  – Bien -dijo Sperling-. ¿Continuamos?

  – Mire -me dijo Camilletti-, vamos a recortar cuatro mil empleos. No podemos revis
arlos uno por uno.

  Asentí.

  – Por supuesto.

  – Adam -dijo Goddard-, hágame un favor. Le he dado la mañana libre a Flo, ¿le importaría traerme mi, eh, mi agenda digital del despacho? La he olvidado. -Me pareció que los ojos le brillaban. Se refería a su pequeña libreta de direcciones negra, y supongo que la broma iba dirigida a mí.

  – Sí, claro -dije, y tragué con fuerza-. Enseguida vuelvo.

  El despacho de Goddard estaba cerrado pero sin llave. La agenda negra estaba sobre su escritorio escueto y ordenado, al lado de su ordenador.

  Me senté en su silla y eché una mirada a sus cosas: las fotografías enmarcadas de Margaret, su esposa de pelo canoso y aires de abuela; una foto de su casa del lago. No había fotos de su hijo, Elijah: tal vez era demasiado doloroso recordarlo.

  Estaba solo en el despacho de Jock Goddard, y Flo tenía la mañana libre. ¿Cuánto tiempo podía quedarme allí antes de que Goddard comenzara a sospechar? ¿Había tiempo para tratar de meterme en su ordenador? ¿Y si Flo aparecía mientras estaba en ello?

  No. Era demasiado arriesgado. Este era el despacho del presidente, y lo más probable era que hubiera gente entrando y saliendo todo el tiempo. Y no podía arriesgarme a tardar más de dos o tres minutos en este recado: Goddard se preguntaría dónde había estado. Tal vez podía decir que había ido al lavabo antes de recoger su agenda: eso explicaría una demora de cinco minutos, pero no más.

  Sin embargo, nunca volvería a tener esta oportunidad.

  Pasé las hojas del desgastado cuadernito y vi números de teléfono, garabatos en lápiz sobre anotaciones del calendario… y en las guardas traseras, en letra imprenta y muy limpia, esta anotación: Goddard. Y más abajo: 62858.

  Tenía que ser su contraseña.

  Sobre esos cinco números, tachada, había otra anotación: jun2858. Miré ambas cifras y comprendí que ambas eran fechas, y además que eran la misma fecha: 28 de junio de 1958. Evidentemente una fecha de mucha importancia para Goddard. No sabía de qué se trataba, tal vez la fecha de su boda. Y las dos variantes, evidentemente, eran contraseñas.

  Cogí un bolígrafo y un pedazo de papel y copié el nombre de usuario y la contraseña.

  ¿Y por qué no copiar la libreta entera? Bien podría haber otras informaciones valiosas aquí dentro.

  Cerré tras de mí el despacho de Goddard y me dirigí hacia la fotocopiadora que había detrás del escritorio de Flo.

  – ¿Trata de hacer mi trabajo, Adam? -me llegó la voz de Flo.

  Me di la vuelta y la vi con una bolsa de Saks Fifth Avenue en la mano. Me miraba con expresión feroz.

  – Buenos días, Flo -dije con brusquedad-. No, no tema. Sólo estaba haciendo un recado para Jock.

  – Me alegro. Porque llevo aquí más tiempo que usted, y no me gustaría tener que abusar de mi autoridad.

  Su mirada se hizo más dulce, y una sonrisa amable apareció en su rostro.

  Capítulo 64

  Al terminar la reunión, Goddard se me acercó sigilosamente y me puso un brazo sobre el hombro.

  – Me ha gustado lo que ha hecho -dijo en voz baja.

  – ¿A qué se refiere?

  Caminamos por el vestíbulo hacia su despacho.

  – Me refiero a su contención en el caso de Nora Sommers. Sé bien qué piensa de ella. Sé bien qué piensa ella de usted. Deshacerse de ella hubiera sido lo más fácil del mundo. Y yo, francamente, no hubiera opuesto mucha resistencia.

  El afecto de Goddard me incomodaba un poco, pero sonreí y bajé la cabeza.

  – Me pareció lo correcto -dije.

  – «Quienes tienen el poder de dañar, y no lo ejercen» -dijo Goddard-, heredan con derecho las gracias del cielo.» Shakespeare. En inglés moderno: Cuando tienes el poder de joder a alguien y no lo haces, pues bien, de eso se trata, ¿no es cierto?

  – Supongo que sí.

  – ¿Y quién es ese hombre mayor cuyo trabajo acaba de salvar?

  – Un tipo de marketing.

  – ¿Amigo suyo?

  – No. Ni siquiera le caigo demasiado bien, creo. Simplemente me parece que es un empleado fiel.

  – Enhorabuena. -Goddard me estrechó el hombro, con fuerza. Me condujo a su despacho, se detuvo un instante ante el escritorio de Flo-. Buenos días, querida -dijo-. Bueno, quiero ver ese vestido de confirmación.

  A Flo se le iluminó la cara, abrió la bolsa de Saks, sacó un pequeño vestido de seda para niña y lo levantó con orgullo.

  – Maravilloso -dijo Goddard-. Simplemente maravilloso.

  Luego entró en su despacho y cerró la puerta.

  – Todavía no le he dicho ni una palabra a Paul -dijo, acomodándose tras su escritorio-, y no he decidido si lo haré. Usted no se lo ha contado a nadie más, ¿verdad? Lo del Journal.

  – A nadie más.

  – Pues no lo haga. Verá, Paul y yo tenemos diferencias de opinión, y tal vez ésta era su manera de motivarme. Tal vez creyó que eso ayudaría a la compañía, no lo sé. -Goddard soltó un largo suspiro-. Pero si saco a colación el asunto, bueno, no quiero que corra el rumor. No quiero situaciones desagradables. Por estos días hay cosas mucho, pero mucho más importantes.

  – Vale.

  Me lanzó una mirada lateral.

  – Nunca he ido al Auberge. Me dicen que es genial, ¿cómo le pareció a usted?

  Sentí un tirón en las tripas. La cara se me llenó de rubor. El de la noche anterior había sido Camilletti. Qué mala suerte.

  – Sólo… sólo llegué a beber una copa de vino.

  – Apuesto a que no se imagina quién estaba cenando allí también -dijo Goddard. Su expresión era indescifrable-. Nicholas Wyatt.

  Evidentemente, Camilletti había hecho sus averiguaciones. Intentar siquiera negar que había estado con Wyatt sería suicida.

  – Ah, eso -dije, tratando de parecer cansado-. Desde que acepté el empleo en Trion, Wyatt me ha estado persiguiendo, para…

  – ¿Ah, sí? -interrumpió Goddard, enfadado-. Así que no tuvo usted más opción que aceptar su invitación a cenar, ¿no?

  – No, señor, no ha sido así -dije, tragando saliva.

  Pero Goddard ya había comenzado a calmarse.

  – Cambiar de trabajo no quiere decir que uno abandone a sus viejos amigos, supongo -dijo.

  Negué con la cabeza, fruncí el ceño. Me daba la sensación de que la cara se me enrojecía tanto como a Nora.

  – No es cuestión de amistades, la verdad…

  – No, si ya sé cómo va la cosa -dijo Goddard-. El otro te hace sentir culpable para obligarte a aceptar una cita, «en honor de los viejos tiempos», y no quieres ser maleducado, y enseguida empieza a cubrirte de elogios…

  – Usted sabe que yo no tenía intenciones de…

  – Claro que sí, claro que sí -murmuró Goddard-. Usted no es así. Por favor. Yo conozco a la gente. Me gusta pensar que es una de mis virtudes.

  Cuando regresé a mi despacho y me senté, me di cuenta de que estaba estremecido.

  El hecho de que Camilletti le hubiera informado a Goddard de que me había visto en el Auberge al mismo tiempo que Wyatt significaba que Camilletti, por lo menos, sospechaba de mis motivos. Debió pensar que me dejaba cortejar por mi antiguo jefe. Pero Camilletti era Camilletti, y probablemente se le habían ocurrido ideas más siniestras.

  Esto era desastroso. Me pregunté también si Goddard pensaba en realidad que todo el asunto era completamente inocente. «Yo conozco a la gente», había dicho. ¿Acaso era así de cándido? No supe qué pensar. Pero era evidente que a partir de entonces tendría que cubrirme las espaldas.

  Respiré hondo, me apreté los ojos con las yemas de los dedos. Tenía que seguir insistiendo e ignorar lo sucedido.

  Después de unos minutos hice una búsqueda rápida en el sitio web de Trion y encontré el nombre del encargado de la División de Propiedad Intelectual del Departamento Jurídico de Trion. Era Bob Frankheimer, cincuenta y cuatro años, ocho de ellos como empleado de Trion. Antes había sido abogado general de Oracle, y antes de eso había trabajado en Wilson, Sonsin
i, un gran bufete de abogados de Silicon Valley. En la foto se veía gravemente obeso; tenía pelo negro y rizado, la cara cubierta por la sombra de una barba incipiente, gafas de lentes gruesos. Era la quintaesencia del empollón.

  Lo llamé desde mi escritorio para que viera mi número en su identificador de llamadas, para que supiera que lo llamaba desde el despacho del presidente ejecutivo. Contestó él mismo con voz sorprendentemente dulce, como el DJ de noche en una emisora de rock suave.

  – Señor Frankheimer, soy Adam Cassidy, del despacho del presidente.

  – ¿En qué puedo ayudarle? -dijo. Su afán de cooperación parecía genuino.

  – Quisiéramos revisar todas las solicitudes de patentes del departamento tres veintidós.

  Era un movimiento audaz y definitivamente arriesgado. ¿Y si se lo mencionaba a Goddard? Sería casi imposible de explicar.

  Hizo una larga pausa.

  – ¿El proyecto Aurora?

  – Correcto -dije con indiferencia-. Sé que deberíamos tener todas las copias en nuestros archivos, pero acabo de pasar las últimas dos horas buscando, y no consigo encontrarlas, y a Jock le está entrando un ataque -bajé la voz-. Soy nuevo, acabo de empezar. No quiero cagarla con esto.

  Otra pausa. La voz de Frankheimer de repente parecía menos calmada, menos cooperativa, como si yo hubiera dicho las palabras equivocadas.

  – ¿Por qué me ha llamado a mí?

  No supe a qué se refería, pero era claro que había metido la pata.

  – Porque he pensado que sólo usted puede salvar mi empleo -dije, con una risita mordaz.

  – ¿Cree que tengo copias aquí?

  – ¿Sabe dónde puedan estar, entonces?

  – Señor Cassidy, tengo un equipo de seis abogados expertos en propiedad intelectual, gente capaz de lidiar con lo que les pongan. Pero ¿las solicitudes del Aurora? No, no. Eso lo tiene que llevar un abogado externo. ¿Por qué? Por supuestas razones de «seguridad empresarial». -Su voz subió de tono, y ahora parecía verdaderamente cabreado-. «Seguridad empresarial», sí, señor. Porque se ve que los abogados externos practican su profesión con más seguridad que la propia gente de Trion. Así que déjeme que le pregunte: ¿Qué mensaje nos transmite una actitud semejante? -Ya no sonaba tan dulce.

 

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